Читать книгу El año de la peste - Enrique Carpintero - Страница 8

Оглавление

Crónica Marcianas

Eduardo Grüner*

La destrucción de la inteligencia es

una peste mayor que cualquier infección

Marco Aurelio

Es archiconocida la anécdota de la transmisión radial que, en el año 1938, hizo Orson Welles de fragmentos de la famosa novela de su casi homónimo H- G. Wells, La Guerra de los Mundos. La actuación de Welles fue tan extraordinaria que hizo entrar en pánico a miles de personas que salieron a las calles huyendo de la supuesta invasión marciana.

Se recordará que en la novela (así como en el film clase B que dirigió Byron Haskin en los años 50, hoy un objeto de culto) los invasores extraterrestres, aparentemente invencibles por medio de las armas, son finalmente derrotados cuando, bajando de sus platillos voladores, se exponen a la atmósfera terrestre y por lo tanto a la acción de los invisibles microbios, gérmenes y bacterias que en ella pululan, y para los cuales los alienígenas no tienen defensas, ya que en su planeta “rojo” (en los maccartistas años 50 la alegoría no podía ser más transparente) son desconocidos.

No pasaremos por alto la inversión irónica respecto de nuestra situación actual. Hoy somos nosotros los “extraterrestres” que no pueden salir a la calle, exponerse al aire y el sol, por temor a ser fatalmente infectados por ese misterioso “bicho”, del cual se sabe poco y nada, y para combatir el cual ni siquiera tenemos todavía las rudimentarias armas (en el film tanques, aviones bombarderos, etcétera) con las que se intentaba enfrentar a los marcianos de Wells. Y si hablamos de “combate”, de “enfrentar” y de “armas”, es sencillamente porque se nos ha dicho hasta el hartazgo que estamos repentinamente embarcados en una guerra, contra un enemigo desconocido, artero, invisible, inasible y prácticamente imposible de localizar. O sea -digamos las palabras- contra una suerte de embozada guerrilla subversiva.

No estoy atribuyéndole intenciones malignas ni artimañas conspirativas a nadie, que quede claro. Es solo que llama la atención la celeridad con que se naturalizó esa militarización del lenguaje. En verdad, uno podría discutirlo. Finalmente, no ha habido declaración de guerra, ni Estados en conflicto, ni ejércitos, ni uniformes, ni despliegues estratégicos perceptibles -como no sean improvisaciones defensivas- por parte de ninguno de los “bandos”: mal podrían Sun Tzu o Clausewitz teorizar semejante “continuación de la política por otros medios”. Más acertada, quizá, sería la metáfora de una invasión (para volver a Wells) ante la cual solo podemos oponer una resistencia bien pasiva, consistente en encerrarnos en nuestras casas -los que podemos, se entiende-, esas raras trincheras de las que no se puede salir, sino apenas protegerse del bombardeo “enemigo” (las comillas van a cuenta de que es difícil llamar “enemigo” a una fuerza ciega, inconsciente, que nos toma por asalto desde lo real, porque, en efecto, es imposible de simbolizar).

Y, sin embargo, algo hay. Siempre, claro, bajo la advertencia de no tomar la parte por el todo: de no fetichizar. Pero se pueden registrar ciertas conductas, o actitudes, que -aunque fuera “metonímicamente”- recuerdan a una situación de guerra. Pongamos: al principio de la pandemia, muchos hemos bromeado al respecto, se podía ver a la gente en el supermercado atiborrando sus carritos de productos “esenciales” (papel higiénico, fideos, lo que fuera): un comportamiento típico ante el temor a la escasez en caso de guerras, golpes de estado o conmociones similares. El distanciamiento de dos metros entre las personas remite a la táctica de infantería, en las guerras tradicionales, de mantener una formación abierta para evitar que la potencial bomba o granada afecte a varios soldados juntos. El uso de barbijo, o tapabocas, bien puede asociarse al de máscaras antigás en la I Guerra Mundial. Ni hablar del recurso a los ataques químicos, bacteriológicos y demás. Se levantan virtuales muros de contención (y torres de observación informática) no solo entre los países, sino las provincias, las regiones, las ciudades y pueblos, los barrios.

Es posible que sea este “clima”, más o menos alegórico, el que haya permitido aquella naturalización de la metáfora bélica de la que hablábamos. En todo caso habría que preguntarse -no es que tengamos la respuesta- para qué, y a quién, sirve esa referencia. ¿Se trata de poner a la población en estado de alerta permanente, de alarma perpetua, para que no se descuide, es decir en su propio beneficio? Puede ser, el aislamiento es desde ya imprescindible, aunque eso tendría el riesgo de una serie de colapsos nerviosos contraproducentes (ya se han detectado graves trastornos del sueño, ataques de pánico, depresiones, angustia, y todo lo que es lógico que emerja en estos casos). Por otra parte, no siempre ese cuidado parece del todo consistente. No lo fue, como sabemos, en el caso de las villas y barrios más carenciados, para los cuales tendría que haber existido una política específica dadas sus condiciones de hacinamiento, vivienda deficitaria, escasa atención médica y falta de agua corriente. Pero, más en general, no lo es cuando se vacila en cuánto “abrir” o “cerrar” lo que eufemísticamente se llama la “economía”, es decir la garantía para la tasa de ganancia de las clases dominantes. Se nos dirá que la “apertura” no solo las beneficia a ellas, sino también a los sectores asalariados o cuentapropistas que han visto casi totalmente obturadas sus fuentes de ingreso. De acuerdo: es así, dentro de las reglas del capitalismo liberal. Quiero decir: otra estrategia “bélica”, muy diferente, sería la nacionalización de todas las empresas y entidades de crédito, sin olvidar los sanatorios y clínicas privadas, para asegurar el trabajo remunerado de los “indispensables” y un ingreso fijo para todos/as los/las demás. Pero, claro, eso no se puede hacer: significaría el establecimiento de una verdadera economía de guerra, pasando por encima del beneficio privado.

O sea: la pandemia, llevadas las cosas a su extremo, podría estar planteando un nuevo escenario para una guerra de clases. En efecto, las decisiones sobre cómo procesar la famosa (y falsa) dicotomía entre la “salud” y la “economía”, no pueden sino estar orientadas por la lógica de a cuáles clases sociales beneficiar y perjudicar. En este sentido, nada ha cambiado -finalmente, ¿qué otra cosa ha sido siempre la bendita “economía”? -: simplemente, se ha exacerbado, y quizá hecho más evidente, como consecuencia de la profundización de la crisis económica mundial. “Profundización”, hay que subrayar, porque por supuesto tampoco ella es una novedad: la pandemia no ha provocado la crisis del capitalismo, que viene arrastrándose al menos desde el 2008, y si nos ponemos rigurosos con la larga duración, desde 1973, con la crisis del precio del petróleo, que inició el gigantesco “giro a la derecha” del Capital (eso que eufemísticamente se llama neoliberalismo), y en cuya estela todavía nadamos, ahogándonos lentamente (y hoy ya no tan lentamente).

Tampoco que el mundo entero esté en “guerra” es, va de suyo, ninguna noticia. En los últimos 100 años -por solo tomar ese ínfimo período de la historia que nos afecta más de cerca- no ha pasado un solo día en que no hubiera, en alguna parte del planeta, una guerra de efectos internacionales de diversa intensidad: dos guerras mundiales, guerra civil española, Corea, Vietnam, guerras de liberación nacional en el Tercer Mundo, Palestina, Yugoslavia, Afganistán, Irán, Irak, África en general, y siguen las interminables firmas, sin omitir nuestras cercanas Malvinas. Todas ellas, en su momento, intentaron (y en cierta medida lograron) ser legitimadas como guerras necesarias en defensa de alguna buena causa: el antitotalitarismo, la democracia, las intervenciones “humanitarias”, la “guerra contra el Terror”, y así siguiendo. Y bien, ¿qué mayor legitimidad se puede concebir que la de una guerra (puramente defensiva por ahora, repitámoslo) contra la peste que -cual reedición agigantada de la edípica tragedia tebana- amenaza a la Ciudad “global”? Claro que -porque “no hay documento de civilización que no sea también un documento de barbarie”-, como seguimos, y seguiremos estando cuando esto termine o al menos entre en “pausa”, dentro del capitalismo, vaya uno a saber (no lo sabemos, en efecto: todas las sesudas especulaciones que variados “cráneos” de la intelectualidad mundial vienen haciendo sobre las posibles “salidas” son poco más que entretenimientos sagaces para el encierro cuarentenal), vaya uno a saber, decíamos, a qué fines irá a ser aplicada la conquistada “legitimidad”.

Vale la pena recordar, a este respecto, que el uso -solo levemente metafórico- del significante “guerra” para hablar de otra cosa tampoco es nuevo, como lo certifica el listado que hacíamos recién. Pero, mucho más cerca en el tiempo hay que recordar que el momento mismo en que estalla la pandemia estaba atravesado por profundos conflictos sociales, por una suerte de reverdecimiento (confuso, fragmentado y desigual, pero no menos intenso) de la lucha de clases a nivel global. Por solo quedarnos en nuestro continente y dar apenas algunos ejemplos, ahí estaban Ecuador, Haití, Bolivia, Puerto Rico y sobre todo Chile. Y cruzando el gran charco, las multitudes francesas dando aguerrida batalla, semana tras semana, contra la reforma previsional de Macron. Y hay que recordar que, casualmente, tanto el presidente francés como el chileno, a propósito de esos conflictos, hablaron de “guerra”. Piñera, se recordará, dijo explícitamente “Estamos en guerra”. Y para completar la parábola y volver a Wells, su señora esposa y primera dama tildó a los manifestantes de alienígenas. Y Bolsonaro habló de “guerra contra la delincuencia” (robándole la idea a nuestra inefable Patricia Bullrich), y no recuerdo si Trump usó la palabra ante el riesgo de impeachment, pero podía haberlo hecho.

Hay que decir, pues, admito que, con dudoso buen gusto, que para todos esos generales en jefe el coronavirus llegó como una bendición: ahora sí tenemos una guerra en serio, y bien justificada, para desviar las energías sociales contra el enemigo común. Un enemigo “democrático”, se ha dicho (con lo cual la famosa legitimidad se vuelve bien irónica, pues ahora estaríamos en guerra contra la “democracia”), ya que puede matar a cualquiera, sin preguntar por su clase, género, etnicidad, ideología, posición política o religión. Si no me equivoco, esta idea la echó a rodar Bill Gates, que como sabemos tiene la misma posibilidad “democrática” de refugiarse, y en caso de contagiarse de ser atendido, que nuestros vecinos de la villa (perdón, “barrio”) 31. Y también sus propios compatriotas tienen la misma posibilidad, desde luego, si son blancos WASP que “afroamericanos” o “latinos”. Faltaba más. Y bien, no, señores, el virus no será un contendiente de la lucha de clases, pero que se inserta en ella con su propia “guerra”, no cabe la menor duda.

¿Cuál es, entonces, la novedad? ¿Tal vez que en esta guerra el enemigo es puramente “biológico” (vale decir, insistamos, ciegamente inconsciente, o inintencionado)? Es una hipótesis interesante, sobre todo para psicoanalistas, pero no me voy a meter en tales honduras. Lo que tiene de interesante desde otro punto de vista es que aquella inserción en la lucha de clases de la que hablábamos queda reducida a la base más “infraestructural” posible: el virus, en efecto, no tiene ideología -aunque afecta seriamente la de todo el mundo- ni produce por sí mismo discursos -aunque hace hablar a todo el mundo hasta por los codos, valga el chascarrillo-. En los últimos tiempos nos habíamos habituado a discutir sobre el bio-poder y la bio-política (Foucault, Agamben, Esposito et al). Bueno, todo eso se nos literalizó al punto de que estamos a un paso de quedarnos sin metáforas. La gran teoría social retrocede abrumada por la física o la bioquímica, y la posibilidad de ejercer alguna forma de violencia (que siempre acecha en el alma de lo político) se ha simplificado a mera reacción corporal: basta estornudar, toser o escupir para matar a alguien.

¿Otra novedad? Ah, sí, cómo pude olvidarme: por primera vez en la historia -una vez superados los pánicos de la Guerra Fría ante la posibilidad de ataques atómicos- hay una “guerra” que, llevada al extremo, amenaza con una potencial extinción de la humanidad. Pero, a decir verdad, no es que semejante posibilidad no hubiera sido nunca prevista. En la literatura y el cine se cuentan por centenas los ejemplos de distopías (juro que no es un chiste con el nombre de esta revista) que prevén ese final a toda orquesta. Pero esas, desde ya, son ficciones. Es más curioso encontrar la advertencia en el registro científico: la ciencia ecológica, va de suyo, pero también otras más “blandas”, como la antropología. Me permito, por ahorro de espacio, dar un solo (si bien no cualquiera) ejemplo: hay algo en la teoría de Claude Lévi-Strauss que no ha recibido -que sepamos- tantos comentarios y/o exégesis como lo merecería. Es el hecho de que su antropología está construida teniendo siempre a la vista la hipótesis del fin de la humanidad.

Es posible que esa escasa atención a los alcances (ciertamente inquietantes) de semejante hipótesis sea la responsable de ciertos -a veces interesados- malentendidos, que pretenden hacer de Lévi-Strauss un precedente, o un “puente” hacia, o al menos una condición de posibilidad de, el pensamiento llamado “posmoderno” (que, por otra parte, hoy ya no existe). Es cierto que, en su celebérrima polémica con Sartre, lo amonesta a veces con cruel ironía por su excesivo -¿cómo llamarlo?- “optimismo” (aunque, ¿Sartre, optimista?) respecto de la posibilidad de cambiar radicalmente la lógica de las “estructuras”. Es cierto, también, que se atrevió a escribir que el objetivo último de las Ciencias Humanas era disolver al Hombre en la química de las circunvalaciones del cerebro (y esta boutade, como se verá, no es una muestra de ramplón positivismo: todo lo contrario, es una muestra de sagacidad poética).

Pero en la hipótesis lévi-straussiana del Fin de la Humanidad -al contrario de lo que sucede con otras hipótesis sobre diversos “fines” históricos- no se trata del “fin” de ese concepto moderno de Hombre que ha dado lugar a las denominadas Ciencias Humanas, según conjeturaba Foucault. Tampoco del “fin” de una idea filosófica de la subjetividad moderna tal como fue configurada a partir de Descartes, según interpretan los (ex) “posmodernos” (ésta es una crítica a la noción de Sujeto, por otra parte, que ya puede encontrarse de maneras muy distintas -entre sí, y desde luego con relación a los “post”- en Freud, y antes en Marx, y quizás antes aún en Hegel). No, en el caso de Lévi-Strauss se trata de algo mucho más radical: es el fin literal de la Humanidad como tal. No solamente, como ya es obvio, del registrado del principio al fin de su obra (desde Tristes Trópicos hasta La historia de Lince, por ejemplo) como fin de unas sociedades “primitivas”, o “míticas”, o -como prefería decir-- “frías”, destruidas irremediablemente en el torbellino de su invasión por el colonialismo (externo e interno). Para Lévi-Strauss este “etnocidio frío” -si se nos permite- es nada más que un anticipo de lo que indefectiblemente sucederá con la Humanidad en su conjunto: así como las sociedades “míticas” han sido disueltas en el ácido implacable de la modernidad técnica, la Humanidad “histórica” quedará, y por su propia obra destructiva, nuevamente disuelta en la Naturaleza de la cual emergió.

En ese extraordinario libro llamado El pensamiento salvaje, y nuevamente en el curso de su debate con Sartre, Lévi-Strauss formula una pregunta muy sencilla, y muy sensata, y quizá por eso mismo insoportable: si el Universo se las arregló durante millones y millones de años sin la especie humana, ¿por qué no pensar que seguirá impertérrito su camino después que nos hayamos destruido a nosotros mismos? No es, hay que entender, un mero alegato “ecologista”, al menos en su sentido vulgarizado. Es una declaración profundamente filosófica (Lévi-Strauss, es sabido, renegaba de la filosofía en la cual se había iniciado, pero, por suerte, nunca pudo realmente romper con ella): es como decir que a la Naturaleza no le es necesario el Hombre -este Hombre, el que hemos llegado a ser-, y más aún: le es perjudicial. Y es como decir, parafraseando a Freud, que Lévi-Strauss vino a infligirle a la humanidad su cuarta gran “herida narcisista” (después de las de Copérnico, Darwin y el propio Freud). Sólo que ésta es la definitiva.

Tal vez en esta suerte de melancolía anticipada por el destino de la humanidad -palabra que a partir de él debe escribirse sin mayúsculas- esté la clave de otra famosa boutade: los mitos (esos a los cuales les dedicó amorosamente la descomunal sinfonía en cuatro movimientos que es las Mitológicas) no son algo pensado por los hombres sino algo que se piensa entre los propios mitos, en los hombres. Lévi-Strauss, se diría, quiso salvar esa conmocionante poética de los mitos de la catástrofe, para que la Naturaleza los recupere cuando ya no estemos para escuchar su advertencia. Cuando ya no haya estructuras del parentesco, ni ilusión totémica, ni pensamiento salvaje, ni alfareras celosas, ni miradas distantes, al menos quedará flotando en el aire una música diferente al chirriar de la “metafísica de la técnica”.

Esta última referencia no es caprichosa. Es más que evidente que en aquella idea originaria de Lévi-Strauss sobre el fin de la humanidad podría trazarse una vinculación con cosas tan diferentes como: a) el camino que, otra vez en Freud, va del origen de la cultura (en Tótem y tabú) a la posibilidad cierta de su fin (en El malestar en la cultura); b) el camino que, en Heidegger, va de una acentuación de la “autenticidad” del “respecto-de-la-muerte” en el DaSein a la acentuación de la historia del “ocultamiento del Ser” en la “imagen del mundo” promovida por el andamiaje técnico, hasta el borde peligroso en el que la Técnica se confunde con el Ser mismo y hace superflua a la humanidad; c) el camino que, en Adorno, va del “pensamiento identitario” (la reducción de la Cosa singular y concreta a puro Concepto abstracto) a la sujeción de toda posibilidad de Razón crítica en la “racionalidad instrumental”. A estas formas de destrucción es que oponía Lévi-Strauss su lógica de las cualidades sensibles, que creía haber encontrado en ese pensamiento “salvaje”, “mítico”, en el cual las formas de conocimiento de la Naturaleza no estaban al servicio de su dominación cuantitativa sino de un cualitativo pensamiento de lo concreto que preserve, sí, lo mejor de la cultura, pero también el derecho a la existencia, y la dignidad, de todo lo que no ha sido creado por el hombre.

Para aclarar otro equívoco, entonces: contra lo que suele pensarse, no hay en Lévi-Strauss un pensamiento rígidamente “binario” que divide la realidad humana en oposiciones dicotómicas, partiendo de la más fundante: Naturaleza/ Cultura. La Ley más universal y originaria (la prohibición del incesto) separa Naturaleza y Cultura tanto como las articula; como lo dice el propio L-S, “es lo que ya hay de Cultura en la Naturaleza, y lo que todavía hay de Naturaleza en la Cultura”. Lo mismo sucede con otras “dicotomías” recurrentes en su obra: Estructura/Historia, Mito/Literatura, etcétera. Lejos de una intención puramente “clasificatoria” de las complejidades de lo real, buscaba -también lo dice él mismo- no sólo las semejanzas por detrás de las diferencias sino las diferencias en las aparentes semejanzas. En esos “cruces” -más dialécticos de lo que se ha percibido habitualmente- hay siempre un sutil espacio de indeterminación por el cual se cuela el “significante flotante” de una escritura y un estilo fascinantes en su discreción, que han hecho de este autor un “clásico” de las letras, y no solamente de la antropología, del siglo XX.

¿Es Lévi-Strauss, después de todo lo que hemos dicho, un crítico de la modernidad? Claro que sí. Pero lo es no a la manera de los “posmodernos”, ni de los “premodernos”. Más bien lo es -aunque en un estilo, otra vez, más discreto, casi susurrante- a la manera de aquellos (como Marx y Freud, a los que siempre atribuyó su principal inspiración) que abren la posibilidad de una autocrítica de la modernidad desde ella misma. Incluso de la modernidad política: su definición del mito como un tipo de discurso que busca resolver en el registro de lo imaginario los conflictos que no pueden resolverse en el de lo real, y su afirmación de que eso eran las ideologías políticas modernas (que ejemplificaba con el “mito” de la Revolución Francesa, nada menos que el acontecimiento supuestamente fundador de la Modernidad), así como un persistente aunque poco “dramatizado” anticolonialismo que asoma por las rendijas de toda su obra, no deja dudas sobre su posición, para nada “desatenta” a las contradicciones trágicas de una época violenta como pocas.

Frente a todo eso, la hipótesis del “fin de la humanidad” es un llamado a la humildad dirigido hacia un Sujeto Moderno cuya omnipotencia es una forma del suicidio: no es un anti-humanismo sino, en todo caso, y a falta de mejor término, un contra-humanismo; una propuesta para que el Hombre retorne a un lugar de convivencia no privilegiada con “las palabras y las cosas”.

Y bien, parece que estamos llegando tarde a ese reencuentro. No es culpa exclusivamente nuestra (quiero decir, de los/las que estamos alejados de los lugares del gran poder “globalizado”). Me disculpo por ser reiterativo, pero la metafísica del “fin de la humanidad”, cualesquiera puedan ser sus alcances ontológicos universales, está produciendo su retorno de lo reprimido en el contexto de una formación social histórico-concreta, que se llama capitalismo. O sea, la mayor empresa de destrucción de la naturaleza que jamás se haya conocido. Y posiblemente la última. Que en tiempos recientes se venga escuchando con tanta insistencia una frase verdaderamente repugnante -“es más fácil que desaparezca la humanidad que el capitalismo”- es, aparte de síntoma de una monstruosa derrota cultural, la quizá involuntaria descripción de una realidad: aún si fuera cierto que el coronavirus no es un “invento” capitalista (hasta esto es dudoso: ya circulan varias hipótesis sobre el papel de la industria ganadera intensiva en su origen), es igualmente cierto que la pandemia se pudo prevenir (por algo se llama SARS-2, puesto que hace menos de dos décadas hubo una SARS-1: es decir, esta es la segunda “guerra mundial”), y si no se hizo es sencillamente porque la prevención, y la investigación que ella hubiera requerido, no era rentable para un capitalismo (y no solamente el “neoliberal”) reconvertido a la casi pura “financiarización”, y demasiado ocupado en, justamente, desmontar los sistemas aún tímidamente “bienestaristas” de salud pública.

Por fuera de esta premisa elemental, seguiremos especulando en el vacío a propósito de qué rostro tendrá la “salida”, si es que la hay, de la catástrofe. ¿Comunismo o fascismo? ¿Nuevo estado de bienestar o radicalización del “neoliberalismo”? No hay manera de saberlo. Lo que sí es patente, y patético, es que cualquiera de esas “soluciones” se las espera viniendo de arriba, como se dice vulgarmente: será el Estado -que en su formato actual nada tiene que ver con el capitalismo, como se sabe-, o será algún burgués bondadoso como Bill Gates, o lo que fuera, pero siempre cayendo del cielo, como los platillos voladores de los marcianos, o como el propio virus, y no por una transformación radical producto de la acción consciente de las masas desde “abajo”. En estas condiciones, y aun cuando esta vez “zafemos”, el fin de la humanidad estará siempre a la vuelta de la esquina, y ya no podremos contar con un Orson Welles que, alejando el pánico, nos convenza de que es una simple ficción.

*Sociólogo, ensayista y crítico cultural. Doctor en Ciencias Sociales de la UBA. Fue Vicedecano de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA y Profesor titular de Antropología del Arte en la Facultad de Filosofía y Letras, de Teoría Política en la Facultad de Ciencias Sociales, ambas de dicha Universidad.

egruner1@yahoo.com.ar

El año de la peste

Подняться наверх