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INTRODUCCIÓN

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No me pregunten mi edad. Ya no la sé. Aquí, en mi isla, el tiempo no transcurre más, o, por lo menos, pasa sin detenerse. Tenga yo 13 o 33 años, no tiene importancia. Lo que cuenta es mi casa. Parece pequeña vista desde fuera, pero el interior es mucho más grande que el exterior. Sé que esto también parece imposible. Pero debes conocer mi historia para saber cómo llegué a este lugar.

Yo vivía en Arizona, con mi familia, en el año 1963. Mi padre tenía un gran defecto y una gran virtud. Su defecto era creer que sólo cuando su hijo egresara de la universidad, estaría en condiciones de conversar con él. Nunca pensó mi padre que yo empezaría a leer a los tres años y medio, y que a los seis o siete, estudiaría medicina en sus viejos y polvorientos libros. Su gran virtud era saber todo sobre todos los mecanismos internacionales de nuestra sociedad. Cuando se oía hablar de alguna asociación de asistencia al Tercer Mundo, decía: “Ah, sí, aquella encargada de probar los productos químicos de tal empresa entre los indígenas”. Palabras que producían la indignación de mi madre.

Ella también tenía una gran virtud y un gran defecto. Su defecto era obligarnos a comer una horrible tarta de manzanas que, ella creía, era nuestro plato favorito. Pero, ¿cómo desengañarla? Era tan buena... Su gran virtud era creer que el cerebro de sus hijos era ilimitado, como el de todo ser humano. Según ella, su deber era atiborrarnos de conocimientos, tanto como de tarta de manzanas. Acepto que algunos conocimientos eran aún más amargos que la tarta de manzanas, pero aún así, los prefería. Mi madre era una especie de genio que sabía perfectamente cómo cocinar un saber y hacérselo tragar alegremente a sus hijos.

Le debo este libro, y ustedes comprenderán por qué, cuando les explique qué hago en esta casa (y lo que hace esta casa en mí).

Yo tenía, o tengo, un hermano. (Hablo en pasado porque no sé verdaderamente en qué tiempo estoy, perdido entre dos segundos o en otra dimensión del presente eterno... -¿quién sabe?- por culpa de ese libro que abrí accidentalmente).

Mi hermano es una bendición para las personas deprimidas. Sus pensamientos son música, gozo, felicidad. A su alrededor hay un aura de alegría, aún en las peores situaciones. Felizmente, los fabricantes de medicamentos antidepresivos ignoran su existencia: tratarían de reducirlo a comprimidos, tanta es su eficacia. Tiene una cualidad particular: con él la vida no tiene ningún lado malo y aún el peor de los incidentes tiene un secreto positivo que siempre llega a descubrir.

Aunque cuando se trata de arreglar el molinillo de café, que él acaba de romper, es a mí a quien llaman. Mi madre sabe bien que voy a tratar, una vez más, de comprender el Universo a través de un motor eléctrico y que después de haber transformado su molinillo en cápsula espacial para cochinillos de la India de origen marciano, voy a deducir una nueva teoría sobre “Cómo la energía transforma la apariencia de la materia gracias al poder de la inteligencia humana, y cómo es necesaria la cafeína después de una ingesta abusiva de tarta de manzana”.

Yo lo sé. Estás impaciente por saber por qué estoy perdido en esta isla desierta, en una casa-biblioteca más grande por dentro que por fuera. Ya habrás comprendido cuál era el defecto de mi hermano... estaba excepcionalmente dotado para romper todo aparato difícil de arreglar. Era también el terror de toda pared en la que quisiera clavar un clavo. Elegía justo el lugar por el que pasaba invisible el único caño de agua, para poner el clavo con no menos de doscientos golpes de martillo. Yo tenía, después, el gran trabajo de cerrar la herida abierta que mojaba el tabaco para pipa de papá.

Mi defecto esencial era querer comprender. Pero no comprender un poco. No. Comprender todo. Comprender por qué recibimos la luz de una estrella aunque ésta no exista más; por qué el código genético puede ser afectado por las radiaciones; por qué se dice que el hombre es un cosmos reducido y, que comprender al hombre permite comprender el Universo. En esa época yo leía, devoraba, soñaba, dormía con los libros. Me desesperaba que los libros se humedecieran bajo la ducha, único lugar donde no podía leer. ¡Cuántas veces me fui a la escuela sin calzado, porque el libro en el que estaba sumergido era demasiado apasionante! Me hubiera gustado ser un libro para leerme a mí mismo...

Cuando se trataba de hacerme un regalo, mis padres se sentían a la vez aliviados y torturados... El regalo debía ser un libro, pero ¿cuál? Mis padres sabían que yo vivía a través de ellos (¿habrán pensado alguna vez que los libros vivían a través de mí?). Y, por eso, la mínima decepción intelectual respecto del contenido de la obra se reflejaba en mi rostro como un reproche silencioso.

Una noche, cuando algo en mi conciencia dormía, vi o soñé un libro de cristal. Cada página contenía caracteres que parecían vivientes, que vibraban casi al ritmo de mi corazón. A medida que leía y me apasionaba, el libro se hacía cada vez más transparente. Era como si cada lectura le diera vida a una palabra y que ésta volara, libre, de la prisión del libro.

En cierta página del libro leí: “Atención, tú me lees y me das vida; contengo una frase que domina el tiempo y el espacio. Si una vez más das vuelta la página para violar los secretos que aprisiono, tu espacio y tu tiempo cambiarán. Cambiarás de mundo. Serás el único ser humano viviente en un planeta desierto. Tendrás una biblioteca que contendrá todos los libros escritos desde todos los tiempos.

Si le das vida a esta palabra, estarás condenado a leer todo, a comprender todo. Vivirás la eternidad suficiente para hacer este trabajo. Serás condenado al silencio, no podrás comunicarte con ningún ser, viviente o no. No habrá botella que puedas lanzar al mar, ya que ese planeta es un gigantesco océano y serás la única isla del planeta. Y yo soy esa isla desierta. Cuando hayas terminado tu trabajo la palabra morirá e irá sola a encerrarse en este libro, a disposición de todo ser humano que quiera leerla y darle vida. Piensa bien. ¿Quieres leer la palabra del tiempo, del espacio y de la inteligencia? Cuando hayas terminado tu trabajo, te reintegraré a tu mundo, a la misma hora del mismo día del mismo año. Habrás vivido la eternidad de la inteligencia en un segundo. Serás un extranjero en tu propia familia, en tu pueblo, en tu época, pero tú SERÁS. ¿Quieres leerme un poco más? Te doy un secreto suplementario, una clave para salir de esta espera...: “Soy una isla en un planeta todo océano”. Ésta es la clave. Ignórala y no terminará jamás el trabajo de comprender.

No sabría decir cuántos micro segundos tardé en leer “la palabra del tiempo”. Pero nunca en mi vida volví a dar vuelta una página tan velozmente. Y ahora ya comprendo dónde estoy.

Mi lugar de trabajo es una gran biblioteca, como una de esas bibliotecas antiguas. Debo subir una pequeña escalera caracol de madera tallada para llegar al balcón que rodea la habitación. Desde el suelo hasta el cielorraso, extendiéndose hacia lo alto, hay estantes y estantes de libros, y cada uno contiene una vida pronta a nacer. Sólo es necesario que se investigue a conciencia para darle vida.

Me siento en un cómodo sillón. Sus brazos y su respaldo de terciopelo rojo me permiten leer confortablemente. Mi escritorio es fantástico. Es de madera tallada, con miles de personajes. Cada vez que duermo un poco, me parece ver que los personajes han cambiado de lugar. Es un escritorio casi maravilloso, porque cada vez que abro un cajón, a la izquierda, encuentro la bebida que quiero cómo y cuándo la quiero y un cajón a la derecha me da las comidas, cómo y cuándo las quiero, excepto la tarta de manzanas.

Un gran fuego en una gran chimenea me permite pensar y quemar toda inquietud. No hay teléfono, televisión, radio, faro.

Ninguna ruta llega hasta esta extraña casa. Está separada del mar por un espeso bosque, por grutas, en los que nunca encontré ningún insecto, ni un animal. Esta casa parece haber sido puesta directamente sobre esta isla.

No se oye aquí ruido alguno, salvo el viento, a veces. Hasta la luna y el sol son extraños. Es cierto que son del mismo color que en el planeta del que vengo, pero aquí la luna aparece cuando tengo sueño y el sol sale cuando me despierto. He perdido la noción del tiempo porque no hay aquí ninguna clase de relojes. En un día que creemos de veinticuatro horas, tengo la impresión de que el sol y la luna aparecen y se ocultan muchas veces, según me duerma o me despierte. Traté de hacer un reloj de arena con dos botellas unidas por el cuello y separadas por un papel agujereado. La arena de esta playa es perfecta para esto, (es una playa sin peces ni conchillas...) pero el reloj no marca el tiempo, porque la arena no se desliza, o se desliza a la inversa, o todo pasa de golpe de una botella a la otra o, al contrario, cae grano a grano. Así llegué a admitir que estoy perdido en la eternidad.

Entonces empecé a leer.

Estuve leyendo, semanas, meses o años; ¿quién lo sabe? El tiempo pasa sin detenerse... Una sola vez me sentí mal. No, no era ni ansiedad ni melancolía por mi familia; sabía que volvería a verla cuando hubiese descifrado el enigma.

A medida que leía en un desorden increíble, tuve la impresión de una gran mentira. Leía centenares de libros que hablaban acerca de la energía, los mundos invisibles, las fuerzas que nos rodean, la influencia de los planetas, cómo el hombre y el planeta están recorridos por meridianos de acupuntura, cómo las energías de las estrellas influían sobre el código genético, cómo las energías se reflejaban y concentraban en las formas y volúmenes.

Por otra parte, leí también centenares y millones de libros que se decían científicos. En ellos busqué explicaciones, referencias, sobre aquéllos que hablaban de energía. Pero no había nada. Leí sobre la energía atómica, la energía eléctrica, los rayos X, los haces hertzianos, el láser. Pero ninguna referencia a esas otras energías casi inteligentes, que hormigueaban en los textos que había leído.

Mi mal se agravaba y me sentía próximo a un gran desequilibrio. Me preguntaba: Si una parte de la humanidad miente, ¿cuál es? ¿Los científicos o los otros? ¿Quién tiene razón? ¿Tengo que quemar los libros que no son científicos? ¿Puede ser que tantos seres supuestamente inteligentes, respetados en su época, se hayan puesto de acuerdo para enredar a la humanidad en realidades imaginarias? No. Debía haber una verdad para descubrir.

Dormía cada vez más, como una manera de intentar escapar de esa realidad que me angustiaba. En un sueño vi el número de un libro, en una parte de la biblioteca en la que no había estado jamás. Me desperté sobresaltado, mientras el sol aparecía en un cielo nublado y me precipité, tirando casi la pila de libros que acababa de leer. Y, en una suerte de locura volví a mi cuarto y empecé a leerlo, allí mismo, sentado en la alfombra bordó y apoyado en el balcón.

Este libro resumía la teoría de Augusto Comte, una teoría llamada determinismo. Simple y evidente. Cuando se dan las condiciones ABCD se sigue necesariamente la consecuencia E. Lo traduje en hechos concretos. Si tu auto tiene el motor en perfecto estado, el tanque de nafta lleno, la batería funciona y haces los gestos exactos y necesarios, el coche arranca. Esto se llama determinismo y sin él, no habría coche, ni motor, ni ser humano que lo hiciese arrancar, y mucho menos una sociedad que penalizara su uso.

Si un óvulo fecundado por un espermatozoide no diera un embrión, si una manzana lanzada al aire decidiera continuar subiendo en lugar de caer, si los rayos del sol fueran fríos en lugar de calientes, ¿qué existiría, o qué es lo que no existiría? Sabes... esta teoría tan simple fue un alivio indecible. Reencontré en seguida mi entusiasmo por el estudio: la contradicción que me aterrorizaba no existía más.

Es posible que las condiciones que determinan un fenómeno no lleguen a ser descubiertas... pero ¿impediría eso que el fenómeno dejara de producirse? Evidentemente no. ¿Quién puede pretender explicar todo el funcionamiento del cerebro? Y el hecho de que no pueda hacerse, ¿evita que el cerebro funcione?

Había mucha hipocresía en todos esos libros científicos. Pretendían pertenecer al mundo de la ciencia, en el que todas las condiciones son conocidas y pueden ser reproducidas. ¡Hipócritas! La humanidad va avanzando a partir de fenómenos inexplicables. El vapor fue utilizado antes de que la teoría molecular pudiese explicar la causa de sus propiedades. Y, ¿qué decir de la electricidad?

Después de este descubrimiento, decidí que podía admitir los fenómenos ya comprobados aún si no son explicables, sabiendo que un determinismo invisible los dirigía. Se ha comprobado que la pirámide puede momificar la materia orgánica; todos los científicos pueden reproducirlo en el laboratorio, pero ninguno puede explicar por qué. Admito el fenómeno, porque evidentemente hay un determinismo que le permite existir, pero ignoro cuáles son las realidades que lo producen. Por lo tanto, no tengo el derecho de negar el fenómeno de la momificación sólo porque no puedo explicarlo.

Años o siglos más tarde tuve la impresión de estar girando en círculos: leía, pero no comprendía nada. Evidentemente me faltaban las bases, los fundamentos, y era mi memoria la que debía proporcionármelos. Yo debía recordar más y mejor que lo que lo hacía; de otra manera, entraría en laberintos cada vez más complicados en los que las cosas serían cada vez más incomprensibles.

Empecé a tomar notas y a tratar de clasificarlas. Inventé un sistema de tarjetas perforadas que podía seleccionar rápidamente con una aguja de tejer... Al final tiré todo al fuego, porque evidentemente cuanto más complicado era el sistema, más me reaseguraba. Pero mi memoria mejoraba en una proporción tan mínima que todo eso era, visiblemente, una obra de teatro que me representaba a mí mismo. Me dormí, vencido por la fatiga, y soñé con mi madre, quien con su habitual sentido común me decía: “Hijo, ¿ por qué olvidas que hay un momento en todo aprendizaje en el que empieza a ser inútil cambiar la forma en que estudias? Detente, no se trata de cambiar de forma: cambia tú, tú mismo”... Desperté sobresaltado. ¡Eureka!... Debo abandonar todos estos medios ridículos e interrogarme a mí mismo: ¿Cómo debo modificarme para tener una memoria eficaz?

En años-conciencia reflexioné, y el fruto de esas reflexiones las encontrarás más adelante, en este libro.

La práctica, larga y detallada, te la describiré en numerosas páginas, pero la teoría puedo explicártela en un momento.

Cuando vives normalmente, cuando me lees en este momento, estás en un cierto estado de conciencia. Lees lo que te he escrito pero no puedes evitar percibir el ruido de una puerta que se cierra, el canto de un pájaro, el calzado que te aprieta, el movimiento de tu silla. Puedes también recordar lo que hiciste ayer.

Si decides hacer dormir todo lo que no te sirve cuando lees (por ejemplo tus piernas, tu cuerpo), cambias de nivel de conciencia; podrás hacer funcionar mejor tu energía en la única parte de tu cerebro que trabaja. Evidentemente si aprendes una lengua extranjera, tu audición es la que funciona. Si aprendes un razonamiento matemático, será la zona lógica de tu cerebro la que actúe. ¡Esto me pareció tan claro! Cuando cambiamos nuestro nivel de conciencia, nuestro cerebro hace aparecer nuevas posibilidades, como por ejemplo, una concentración mayor y por lo tanto más útil. Y el sueño, ¿no es también un estado de conciencia? ¿Sábes cuántos descubrimientos que cambiaron a la humanidad fueron hechos durante el sueño? Por ejemplo, Niels Bohr soñó la estructura del átomo. Y el descubrimiento del radar, que salvó a Inglaterra y al mundo de la invasión alemana, ¿no apareció en los sueños de un ingeniero inglés? ¡Cuántos grandes autores y científicos han admitido que fue en un estado de semivigilia que las intuiciones los llevaron a sus descubrimientos! Es como si la conciencia rechazara las creaciones que el inconsciente trata desesperadamente de comunicar. Es por eso que cambiar de conciencia es cambiar de cerebro. ¿Y es esto suficiente para recordar? Evidentemente no. Es necesario comprender “qué es recordar”.

Un día caminaba por mi alfombra bordó, llevando una taza de café en una mano, mientras que, con la otra, lo revolvía con una cucharita. Al mismo tiempo iba dictando, en voz alta, una carta imaginaria a un marciano, carta con la que intentaba reírme de mi propia situación. No recuerdo por qué motivo miré la taza y tomé conciencia de que no era con una cuchara que estaba revolviendo el café sino ¡con mi lapicera! Eso me cortó la voz. En el momento de reírme de mí mismo, en pleno ataque de risa, (¿no es un estado de conciencia la risa? o ¿una ruptura del estado de conciencia?) se me ocurrió que dos cerebros habían funcionado a la vez para permitir este acto absurdo. Parecía que un cerebro había inventado una carta a un marciano y la dictaba en voz alta, mientras que otro había movido automáticamente una supuesta cucharita, en una taza de café. En el paso siguiente me dije: “Hola, amigo. ¿Tu conciencia es verdaderamente capaz de hacer dos cosas a la vez, al mismo tiempo? En realidad, puedes alternar tu conciencia, pensar doscientas cosas distintas sucesivamente y creer que son simultáneas”. No, la conciencia es indivisible; es otro tipo de conciencia la que movía la cuchara.

¿Sé cómo girar una cucharita o no? Es un acto que debí aprender hace tiempo, que ha sido consciente como lo ha sido también la carta al marciano.

El cerebro tiene, pues, una extraña propiedad: aprender conscientemente alguna información y después dejarla caer en una memoria tan profunda, que es automática. Y este conocimiento, este acto, no va a necesitar más que la conciencia intervenga para poder reproducirlo. ¡Qué alegría! ¡Mi cerebro casi explotó de placer! Acababa de descubrir una clave esencial para mi propio aprendizaje: la noción de automatismo. La inquietud del científico me turbó al instante. ¿Cómo vas a develar si este conocimiento es automático o no? Estaba tan preocupado por el problema que, sin darme cuenta, continuaba revolviendo el café con la lapicera... Estaba inventando conscientemente la carta al marciano, pero, como la conciencia es indivisible, dejé de hacerla cuando miré mi taza de café. En ese instante, transferí mi conciencia al acto que estaba realizando. En consecuencia, compruebo la existencia del automatismo cada vez que cambio el nivel de mi conciencia atendiendo a algo difícil, como hablar, mientras lo automatizado se hace solo.

Como siempre me he creído un científico, quise verificar esto. Tomé mi máquina de escribir y empecé a copiar un texto en alemán, lengua que todavía no he aprendido a leer. Escribí sin comprender. Decidí sacar mi conciencia de ese acto para transferirla a un cálculo complicado: Cien menos cuatro más tres igual noventa y nueve, menos cuatro más tres, y así seguí. Yo contaba correctamente, pero, cada vez que me encontraba con el signo “igual”, necesitaba parar de contar para pensar en la tecla que debía apretar. Llegué a la conclusión de que todo el teclado de mi máquina de escribir menos este signo estaba automatizado. Escribí sobre una hoja de papel: Aprender es Automatizar.

Y la orientación de mi búsqueda fue: cómo hacer para automatizar lo que quiero aprender. Es un problema tan amplio que te lo he escrito en otro capítulo. ¿Sabes que cuando un conocimiento no está automatizado, tiene trece inconvenientes que van apareciendo y, en el caso contrario, conlleva trece ventajas?

Me transformé en un cazador de automatismos.

¿Cuándo aparece este extraño animal? Una noche estuve repitiendo la lista de proposiciones de Euclides de memoria para verificar el automatismo, mientras que, con mi mano izquierda, dibujaba en el espacio un cubo de tres dimensiones para bloquear mi conciencia. Euclides hubiera estado satisfecho con su alumno, pero mi último profesor de geometría no. En efecto, a menos que estuviera buscando la cuadratura del círculo, era asombrosa la cantidad de curvas que tenían los ángulos rectos y cada error se correspondía, evidentemente, con los mismos pasajes de Euclides en cada repetición. Ciertamente, la prueba de recordar y recitar me indicaba que yo sabía. Un profesor tradicional hubiera quedado conforme, pero un profesor de automatismos nunca. Este último me hubiese demostrado que, cuando recito una proposición de Euclides, no automatizada, no puedo conseguir liberar completamente mi conciencia de mis acciones musculares. ¿Cuál es entonces la consecuencia? Verás mis ángulos metamorfosearse en graciosas líneas curvas. Me hubiese sido útil tener claro, además, que “Automatizar es aprender más allá de aprender. El saber superficial se puede percibir, pero el automatismo invisible debe descubrirse”.

Disgustado por la poca colaboración de mi memoria, que poco reconocía los esfuerzos que yo hacía para satisfacerla, decidí dormir. Después de pasar una noche-conciencia, me desperté tranquilo e irónico respecto de mi memoria y decidí probar una vez más a Euclides (perdón: a mi memoria de Euclides).

Si un lector con problemas cardíacos hubiese oído mi grito en esos momentos ¡yo habría tenido la responsabilidad de una muerte intelectual más en mi conciencia! Has adivinado: el cubo era perfecto y Euclides, satisfecho. En una noche de sueño yo lo había automatizado completamente sin volver a trabajarlo. Deduje que no es la cantidad de trabajo la que provoca la memoria, sino solamente la organización del trabajo en relación con el sueño, y que algo en éste transformaba lo no automatizado en una grabación definitiva e indeleble en las hojas de la memoria.

El investigador más torpe, lanzado sobre esa pista, hubiera dado sólo el paso siguiente: ¿Cuáles son las condiciones para obligar al sueño a trabajar más eficazmente y reducir el tiempo de memorización? Hubiese descubierto -lo mismo que yo gracias a los ensayos que hice- que cuanto más concentrada está la conciencia en el momento del estudio, tanto más disminuye el ciclo diario de trabajo alternado con sueño. Por eso, la lista de palabras extranjeras que tanto trabajo me había costado memorizar en diez días, se automatizaba ahora en tres, sólo porque aumentaba intensamente mi concentración en el momento de estudiarla.

Tenía a la vez una gran velocidad de memorización más una gran virtud: sabía distinguir una palabra en la memoria superficial, destinada a evaporarse en poco tiempo, de una palabra en los cimientos, definitivamente automatizada (definitiva por estar automatizada).

Seguí buscando, por si había algún otro secreto por descubrir antes de intentar leer verdaderamente toda esa biblioteca de eternidad. Como me aburría, cosa tan rara... decidí jugar. (Seguramente debía estar enfermo, porque jugar y aburrirme era, para mí, un caso grave, como un sacrilegio intelectual en el que corría el riesgo de frustrarme por navegar superficialmente sobre algunas valiosas páginas de lectura). Seguramente ustedes han de haber hecho alguna vez lo que hice yo: armar una pirámide de naipes, unidos de a dos por la parte superior, y separadas por la inferior y una tercera carta horizontal formando la base para el piso superior. Pero yo lo hice con libros. Opuestos abajo, unidos arriba... Así construí una pirámide de casi diez libros de altura. Quise sacar un libro del medio y, ya te imaginarás, se cayó todo. Evidentemente no lloré, sólo reflexioné...

Así como cada libro tenía su lugar en esta pirámide, cada conocimiento tiene su lugar preciso en una pirámide de datos que aprendemos.

Un dato complejo debe venir después de otros más simples que lo construyen, y cada dato simple es una síntesis de otros aún más simples. Por ejemplo, cuando una mano toca el piano (que es un acto muy complejo), el oído, la visión, el movimiento, la memoria, el espacio, el tiempo, se sintetizan para producir un sonido que entra, a su vez, en un compuesto más complejo, una obra musical, una partitura. El movimiento de la mano se compone del movimiento de la mano en sí misma, el puño, el antebrazo, el brazo, la espalda. Cada uno se realiza gracias a los músculos. Cada grupo de músculos está ligado al cerebro por los nervios sensitivos y motores, y cada fibra muscular tiene su correspondencia en el cerebro. Cada acción muscular, tiene su fuente eléctrica en un pequeño grupo de neuronas que están conectadas entre sí cuando están especializadas y buscan su alimento en una transformación química de la materia que las rodea.

¿Qué músico está consciente de todo lo que pasa al tocar una sola tecla del piano?

Si falta uno solo de estos elementos, la pirámide se cae.

Descubrí que era necesario ordenar los conocimientos según leyes precisas, en la forma de una pirámide en la que se va de los elementos más simples a los más complejos de la memoria. Se puede hacer aparecer la relación de prioridad (qué es necesario aprender primero) y la relación de filiación (qué reflejo está en relación con otros de los cuales procede)... ya que una mala memorización se transmitirá a todos los elementos de una misma filiación.

De todo esto se pueden hacer aparecer las leyes de las formas que hay que respetar para expresar lo que se debe aprender.

Cuando la forma del conocimiento se corresponde con la forma de asimilación de mi cerebro, es aceptado por éste en forma de ósmosis, como una forma cúbica que entra en un orificio cúbico de la misma dimensión. En caso contrario, es como intentar que entre un cuadrado en un círculo más pequeño.

En cuanto a la filiación, si los conocimientos que quiero aprender están bien ordenados, respetando la pirámide lógica de su organización, debo progresar muy rápido, sin retroceder y sin sentir la impresión de un esfuerzo imposible. ¿Sabes cuál fue mi conclusión en ese momento?: que si sé cómo debe funcionar mi cerebro para aprender de 10 a 40 veces más rápido, ¿qué razones pueden obligarme a continuar aprendiendo lentamente?

Me acordé de mis padres, de mis profesores, todos ellos convencidos de que el cerebro es lento para aprender y que comprende con dificultad. ¿No serían ellos quienes, involuntariamente, me habían transmitido sus propias convicciones? Tuve la impresión violenta y angustiante de que, durante milenios, los poderes sociales, politicos y financieros que dominaban el planeta tierra donde había nacido, paralizaban los cerebros humanos con algún veneno invisible por temor a que pudieran desarrollarse plenamente. Toda la organización mundial de este planeta es una atmósfera de sugestión, en la que la realidad cerebral de cada uno está disimulada ante sus propios ojos.

Decidí invitar a todos los terrícolas a despertar. No: una lengua extranjera no puede aprenderse en dos años, debe aprenderse en dos meses. Para resistir a la erosión del tiempo, es necesario llegar a un punto de no retorno en el que por su propia densidad la memoria no pueda borrarse. Sí: la dactilografía en cuatro horas es una realidad posible si aprendes a transferir tu cerebro a tus manos porque tu ordenador de cerebro registrará cuarenta veces más rápido que antes. No hay un conocimiento tan alto que sea inaccesible, si tienes el coraje o los medios de reconstruir la pirámide.

¿Qué te permitirá acceder a esto? Que cada hora de tu trabajo o de tus cursos sirva no sólo para aprender, sino fundamentalmente para permitir que los obreros del sueño puedan automatizarlos.

El verdadero problema de tu aprendizaje no es solamente utilizar simultáneamente los hemisferios derecho e izquierdo sino, sobre todo, que tu conciencia aprenda a aceptar sin orgullo los verdaderos mensajes de tu inconsciente.

Como me dijo el libro de cristal: “Espero que no te sientas demasiado turbado por estas páginas...”

Si tienes miedo, no leas lo que sigue, ya que, al finalizar el libro, tu cerebro no será el mismo. Sé que piensas que hay algo romántico en el esfuerzo y que nadie tiene el derecho de quitártelo al aprender. Mi respuesta, lejos de ese planeta en el que me lees, es que ninguna persona tiene derecho de obligarte a un esfuerzo que redundará en un rendimiento diez veces más pobre que el que podrías lograr.

Hermano lector: si puedes caminar diez veces más rápido, podrás descansar más tiempo a la llegada o intentar avanzar diez veces más lejos.

Una última recomendación: es verdad que este libro es peligroso. Aconsejo no dejarlo en manos de cualquiera, como las de padres o profesores porque, de ser así, su manera de enseñar habrá cambiado totalmente en ¡una semana!

No intentes escribirme: estas páginas se bastan a sí mismas. Fueron escritas en un planeta aislado del tiempo y están destinadas a millones de terrícolas que viven, también ellos, en un planeta aislado del tiempo de los demás. Lee y relee; lo que no esté escrito en los renglones puede estarlo entre líneas. Las respuestas que no encuentres aquí las encontrarás en tí mismo: ya están allí.

Adiós, hermano lector. Nos encontraremos al final del libro.

Cómo aprender a aprender

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