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Black Mirror: la dimensión desconocida de la era digital. Del espacio abierto a la pantalla cerrada

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Todos los actos creativos tienen sus antecedentes, sus fuentes de inspiración. Según los dichos de su creador, Black Mirror se inspira parcialmente en La dimensión desconocida, e incluso en el particular telefilme español La cabina5.

La dimensión desconocida, de Rob Serling, es antecedente de Black Mirror. The Twilight Zone (Zona crepuscular) proyectó su estilo de ficción entre 1956 y 1964, en 164 episodios emitidos6. En España fue conocida como Dimensión desconocida, o En los límites de la realidad, y en Hispanoamérica como La dimensión desconocida. Rob Serling, además de ser el creador, era el presentador del programa, tradicionalmente caracterizado como serie de ficción, fantasía o terror. Serling impresionaba por su carisma. Era notoria su desenvoltura para predisponer a los telespectadores hacia las situaciones fantásticas que el programa ofrecía. Tuvo cinco temporadas, con 92 capítulos escritos por Serling y también con la destacada intervención creativa de otros notables autores de ciencia ficción como Richard Matheson, Charles Beaumont, Earl Hamner Jr., Reginald Rose o el extraordinario Ray Bradbury. La dimensión desconocida fue la primera producción televisiva en convertirse en serie de culto: referencia insoslayable de un tipo de ficción que, además de entretenimiento, alcanza la magnitud de perla brillante para la crítica especializada a nivel mundial.

En nuestra lectura de Black Mirror, o de la ficción en general, lo más significativo es el poder de estimular conciencia ante procesos significativos (como el impacto tecnológico generador de dependencia, pero también de desarrollo). La lucidez crítica que se logra a través de lo ficcional es a veces superior a la que deviene de los análisis puramente conceptuales. Un relato literario cuestiona la actualidad de forma lateral, por la metaforización que propone la imaginación. La Rebelión en la granja, de George Orwell, es un ejemplo de ello: la ficción como crítica indirecta de la realidad. Pero en el caso de Black Mirror, su modo de inquietarnos ante el exceso de vida digital es frontal. Y esto es así porque la crítica imaginativa no necesita hoy ocultarse, como sí ocurría cuando la libertad de expresión estaba condicionada. El antecedente de Black Mirror, La dimensión desconocida, construyó sus ficciones en el tiempo en el que la ficción tenía que disimular su aguijón crítico. Antes de la emisión de un drama televisivo sobre el holocausto nazi, a Serling se le anunció un cambio a última hora. Un patrocinador de la emisión (una compañía de gas), exigió eliminar escenas de los judíos gaseados en las duchas. De no cumplirse la exigencia, la empresa no continuaría con la financiación del programa, y este sería cancelado. La crítica solo podía ser expresada de forma sesgada.

Rob Serling creó su serie en el contexto del macartismo. Tiempos de la Guerra Fría, de la lucha ideológica en el mundo bipolar de la posguerra. El enfrentamiento entre Estados Unidos, el gigante de la supuesta democracia, y la ex URSS, el dragón del supuesto socialismo liberador. En el país del dólar, la “paranoia roja” expresaba el miedo ante la expansión comunista en Occidente. Para la Casa Blanca, el peligro no era solo un ataque nuclear soviético, sino también una posible infiltración ideológica del enemigo socialista en la vida civil. Se temía la penetración en todos los niveles de la sociedad norteamericana de una Quinta Columna, sostenida en los hombros de intelectuales y artistas de izquierda, devenidos topos espías y conspiradores. Paranoia desatada. Envuelto en el temor rojo, el senador Joseph MacCarthy sembró la conspiroparanoia y diseñó una caza de brujas para apresar a supuestos comunistas infiltrados, entre los que se sospechaba de muchos emigrados, incluso del propio Einstein.

Ese contexto histórico condicionaba la creatividad de La dimensión desconocida. Los patrocinadores y los canales de televisión eran parte de la censura legitimada como cuestión de seguridad nacional. Por eso, en ese escenario, ante el acecho del ojo censor, Serling advirtió que la única manera de criticar su presente era realizando un cálculo de prudencia estratégica: apelar a la ciencia ficción, o más exactamente a las situaciones fantásticas, para, desde allí, metaforizar los conflictos estructurales de su tiempo. Así escapaba a los censores de turno. Las tijeras de la censura no amputaban las tramas de una serie televisiva que, creían, era solo escapismo. Un entretenimiento para un público despreocupado. En la agenda prohibida de la época figuraban cuestiones como la guerra nuclear, la disminución de las libertades individuales en la coyuntura de un peligro exterior, los brotes de histeria colectiva (como el evidenciado por la emisión radiofónica de La guerra de los mundos, de Orson Welles). Ninguno de esos temas podía ser cuestionado de forma frontal. Por lo que el medio crítico más eficaz era la alusión a otra realidad, o a una dimensión desconocida, como fuerza de desestabilización de un mundo de racionalidad estrecha y estandarizada.

La ficción de Serling, aunque subrepticiamente, deslizaba la idea de una realidad más libre, bajo la forma de una dimensión distinta, no dominada por los límites de la lógica o de una política asfixiante. Así, mediante el juego de la ficción, La dimensión desconocida desbarataba el deseo burgués de la rutina, de la continuidad del tiempo convencional y de lo fácilmente comprensible. La ficción de Serling ponía al descubierto una zona crepuscular, una región de transición a la libertad imaginativa, muy distinta a la realidad política del recorte de libertades civiles. Proponía una salida hacia otra dimensión, que no era pura fantasía, sino otra forma de experimentar el mundo. No desde la sofocación y estrechez conocidas, sino desde otro rango de realidad que se le presentaba a la mente. Por eso, en la locución de apertura de la primera temporada, Serling anunciaba: “Al igual que el crepúsculo que existe entre la luz y la sombra, hay en la mente una zona desconocida en la cual todo es posible; podría llamársele, la dimensión de la imaginación, una dimensión desconocida en donde nacen sucesos y cosas extraordinarias como los que ahora vamos a ver. ¿Qué no es posible? Todo es posible en el reinado de la mente, todo es posible en la dimensión desconocida”. Y luego, en la locución de la apertura de la temporada final de la serie: “Abramos esta puerta con la llave de la imaginación. Tras ella encontraremos otra dimensión, una dimensión de sonido, una dimensión de visión, la dimensión de la mente. Estamos entrando en un mundo distinto de sueños e ideas. Estamos entrando en la dimensión desconocida”. Entrar en la dimensión desconocida era la salida hacia un espacio más amplio, antes no experimentado. Una pretendida experiencia que liberaba la mente de la lógica y las costumbres repetidas.

Pero el contexto que obra de matriz de La dimensión desconocida no estaba signado solo por el agobio controlador frente a la amenaza roja del comunismo soviético. Su tiempo era también el de la contracultura. En la década de los cincuenta, el movimiento beat, con Kerouac, Ginsberg y Burroughs, acudió a la poesía y la narración experimental como formas de cuestionar el orden establecido. La realidad en la que convivían el miedo a una guerra termonuclear, el vacío materialista, o la uniformización de gustos y costumbres por la publicidad y propaganda, a través de la radio y la televisión en auge. Lo beat contracultural apeló a Oriente. Unió la subcultura del jazz, el rock y el zen. Y, en particular, la segunda fase de la contracultura en la década de los sesenta proyectó la conciencia a otro nivel de experiencia: la psicodelia, los trips, el neochamanismo, el gusto por el nomadismo y lo visionario. Con el tiempo, el deseo de espiritualidad contracultural terminó en pose, en experimento fallido, que se despidió, como su último canto de cisne, en Woodstock. Pero en la posguerra también, desde la llegada de Werner von Braun a Estados Unidos, comenzó el camino hacia la exploración espacial y la llegada del hombre a la Luna7. Todo lo vinculado con la salida al espacio exterior no debiera ser subestimado cuando se reflexiona sobre este momento histórico.

Y aquí se sitúa la principal diferencia con la imagen de mundo que Black Mirror propone. La ficción de Serling, enmarcada en los tiempos de la conquista espacial, nos empuja hacia un espacio abierto, mientras que las pesadillas claustrofóbicas de Brooker nos precipitan al encierro en la pantalla electrónica propio de una época de digitalización creciente. Decir que Black Mirror es La dimensión desconocida de la era digital es parcialmente correcto; pero también es un típico slogan publicitario que desconoce la gran importancia que tiene el cambio de mentalidades como pauta elemental de compresión histórica. Hoy todo tiende a encerrarse en la pequeñez de las pantallas electrónicas que simulan el ingreso a otros mundos, por lo tridimensional virtual; pero antes, la ciencia aeroespacial y la ciencia ficción se proyectaban a un espacio exterior real, ambas se nutrían del deseo de romper el cerco gravitatorio del planeta y proyectarse hacia otras dimensiones. La percepción de este hecho, sin embargo, no debe impedirnos advertir que el tiempo de La dimensión desconocida, como todos los tiempos, era magma de contradicción pura: por un lado, el enfrentamiento cultural entre Occidente y el mundo soviético, y toda la tensión, separación y odio que eso suponía; y, por otro lado, encabalgada sobre despegues de cohetes, satélites y naves espaciales en órbita, una humanidad que recibía un fortísimo estímulo hacia una dimensión extraplanetaria, nueva y desconocida. En ese momento, la cultura popular, vía ciencia ficción, acusó la asimilación de la teoría de la relatividad de Einstein y su otra forma de entender la gravedad, el espacio y el tiempo. Fundida con la conquista física del espacio exterior, una ciencia popularizada catalizaba “el lado crepuscular” (abierto a lo desconocido) de una conciencia trascendental. Una conciencia que construiría los puentes que nos comunicarían con el cosmos. Por supuesto: toda esa elevación cósmica o espacial no hizo menguar ninguno de los intereses que se enfrentaban en el mundo terrenal8. En La dimensión desconocida, antecedente de Black Mirror, por ser producto de una era predigital, un viaje espacial nunca podía acontecer solo dentro de la simulación de una pantalla. El viaje era a otro espacio y otra forma del tiempo; otra realidad, en definitiva, fuera de la simulación digital.

A su vez, la diversidad imaginativa de las situaciones fantásticas de La dimensión desconocida se alimentaba del terror, de las alteraciones del tiempo, de lo extraordinario. Todas sus ficciones son variaciones del principio continuo de la ruptura de la realidad convencional y de la proyección hacia el espacio abierto de una realidad otra a descubrir9, generalmente con alguna intencionalidad moral explícita, no subyacente, y con el habitual plano abierto final del cielo nocturno estrellado, como invitación visual a la proyección de la conciencia hacia una amplitud preindustrial de las cosas.

En la encrucijada de la década de los sesenta, la llegada del hombre a Luna, el impacto tecnológico del momento, pudo haber construido un movimiento de salida hacia otra conciencia. Esa salida pudo ser conciencia derramada hacia una dimensión más universal, o decididamente cosmológica, por el interés creciente por la Luna, el mundo astronómico de nuestro sistema solar, las estrellas y el espacio exterior. Pero ese camino quedó trunco por los intereses terrenales del capitalismo de la posguerra y por la incapacidad del hombre como especie para superar su condición violenta, belicosa, controladora y manipuladora. El fracaso del salto de la conciencia hacia un espacio abierto por la tecnología espacial y por las pretensiones de cambio de la contracultura, redujo el espacio cósmico a un variable más del entretenimiento. El desarrollo técnico cultural perdió la oportunidad de impulsar un cambio de estructura mental, para quedar definitivamente engrampado en el embrujo de las pantallas autorreferentes. No continuó su camino como proyección hacia el espacio exterior, como dimensión desconocida, sino que se encapsuló en la forma de proyecciones dentro de nuestros dispositivos. De la promesa de un espacio abierto real a explorar y descubrir pasamos al encierro dentro de las pantallas o del mundo signado por las redes, el espectáculo continuo y la invasión de la privacidad por el espionaje informático. Lo encapsulado. Lo no abierto. La maldición Black Mirror.

5 En reportajes, Brooker confiesa la profunda impresión que, siendo niño, le provocó La cabina, mediometraje español de Antonio Mercero, con guión inspirado en el relato corto del escritor Juan José Plans, emitido en la Televisión Española en 1972, protagonizado por José Luis López Vázquez y que obtuvo un Premio Emmy al mejor telefilme. En él, un ciudadano común queda atrapado en una cabina telefónica. No entiende por qué. A pesar de todos sus esfuerzos, el prisionero nunca logra escapar de esa anomalía de surrealismo y terror, desquicio kafkiano, que concluye en un final siniestro e irreversible.

6 La publicación de The Twilight Zone, editado por Scifiworld en colaboración con el Festival Internacional de Cinema Fantàstic de Sitges, es la primera obra en castellano que ofrece un amplio análisis de la serie.

7 En la llegada del hombre a la Luna fue fundamental el protagonismo de Wernher von Braun (1912-1977). Luego de la Segunda Guerra Mundial, el Servicio de Inteligencia y Militar de los Estados Unidos organizó la Operación Paperclip para sacar de Alemania a numerosos científicos, entre los que se contaba von Braun, que habían intervenido en el programa de las Armas Maravillosas del Tercer Reich. Ya instalado en Estados Unidos, von Braun, en su condición de ingeniero mecánico y aeroespacial, y con gran experiencia en cohetería (en la guerra había desarrollado el célebre misil V2), fue integrado a la NASA. Su cohete Saturno V llevó al hombre a la Luna.

8 Detrás de la apertura al espacio cósmico de la época siempre estuvo presente el deseo de las dos grandes superpotencias de la Guerra Fría, EE. UU. y la URSS, de conquistar el espacio para afianzar sus propios intereses geopolíticos en la Tierra. Es decir, la apertura al espacio exterior nunca estuvo exenta de su manipulación política dentro de una lucha de poder. En este sentido, ver Brzezinski, M., (2008), La conquista del espacio. Una historia de poder, Buenos Aires, El Ateneo.

9 Entre los principales capítulos antológicos de The Twilight Zone se encuentran It’s a Good Life y su misterioso “campo del maíz”, escrito por Rod Serling, basado en una historia corta de Jerome Bixby, de 1961; Living Doll, escrito por Charles Beaumont en 1963, con Telly Savalas, en torno a una siniestra muñeca; Time Enough at Last, con guión de Rod Serling, pero inspirada en un relato corto de Lynn Venable, de 1959, con un Henry Bemis, (protagonizado por Burgess Meredith y Mickey Goldmill) que tras la destrucción nuclear finalmente puede entregarse a su placer de la lectura, pero con un incómodo giro final del destino; Eye of the Beholde, con guión de Serling, de 1960, donde alguien pasa por muchas intervenciones quirúrgicas con el objetivo de calzar en los cánones de belleza convencionales; To Serve Man, con guión de Serling, basado en una historia corta de Damon Knight, de 1959; y Nightmare at 20,000 Feet, capítulo en el que a Bob Wilson (William Shatner) le altera volar, ¿pero es solo producto de un ataque de nervios el monstruo que ve caminando sobre un ala, cerca de los motores del avión? ¿O esa criatura procede de la dimensión desconocida?, escrito en 1963 por Richard Matheson (autor también del guión de la película de culto El increíble hombre menguante, de Duel, primer film de Steven Spielberg, y de la novela Soy leyenda, adaptada también al cine). También hay que recordar que la serie fue continuada en dos nuevas etapas, a mediados de la década de 1980 y en 2002, y, asimismo, con dos películas.

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