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Golpes de distopía 2.1. Los caminos de la utopía hacia la distopía

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Black Mirror propone un futuro dominado por la distopía. La distopía es la antiutopía. Un pesimismo profundo respecto a lo que vendrá. No ya la visión esperanzada de un mañana mejor (propia de la utopía). No. Un mundo asolado por nubes sombrías. Lluvia ácida, la oscuridad organizada del caos, donde antes se soñaba con un mundo de flores y cristales. Este capítulo lo dedicaremos a explicar la dimensión de lo distópico a partir de su diferencia con lo utópico. Primero perseguiremos la génesis de la perspectiva utópica en los comienzos de la modernidad, para, luego, encontrarnos con la angustia distópica. Luego podremos destacar, como ejemplos, el trasfondo distópico de algunas temáticas que introduce Black Mirror, y que hace de la ficción un disparador de un análisis de categorías culturales más amplias (como lo distópico de la guerra futura que, vía El hombre contra el fuego, invalida la utopía kantiana de una paz perpetua; o la disolución del ideal utópico de la confraternidad por el odio que separa y destruye de Odio nacional).

Empecemos entonces por destacar, al menos parcialmente, parte de la génesis del sueño utópico. La Edad Media y el Renacimiento todavía estaban conmocionados por el milenarismo, un movimiento apocalíptico que unió a sacerdotes y laicos en la certeza de que se acercaba el apocalipsis. El fin del mundo. Un final catastrófico que, sin embargo, era parte de una palingenesia regeneradora. Pero en los orígenes renacentistas de la modernidad, el mañana también asumió una expresión más amable y prometedora. Mientras que muchos esperaban el fin, otros, como Tomás Moro, confiaban en un futuro en el que el hombre se elevaría a una existencia justa. En 1516, en su obra Utopía, Tomás Moro10, canciller de Enrique VIII de Inglaterra, sienta las bases del género utópico. Imagina una sociedad en una isla. En el océano Índico. En esa isla no imperan las desigualdades sociales o el autoritarismo. Su gobierno es una República ideal. Irradia belleza y armonía. Pero ese gobierno mejor no existe. Es una ilusión. Una quimera. O mejor: un proyecto. El gobierno mejor no es, por ahora. Pero mañana, sí, será. La utopía perderá su primer carácter quimérico. Se hará sustancia real. La vida mejor ahora no tiene lugar, topos, en el presente; es lo sin lugar, u-topia, pero sí tendrá lugar, realidad, en el futuro. Lo utópico pasará desde su mera posibilidad a lo realizado, desde su condición potencial a diamante tangible. Desde sus comienzos, la utopía como género literario exhaló crítica social e idealismo moral. Durante siglos, hasta incluso la primera mitad del siglo XX, lo utópico pregonaba una humanidad emancipada. Ese optimismo utópico se diversificó en el pensamiento del siglo XIX: desde el utopismo propio de falangistas o los socialistas utópicos, hasta el marxismo o la Ilustración. Dentro del movimiento ilustrado, Condorcet o Kant generaron sendas justificaciones filosóficas del progreso como ímpetu irreversible de lo histórico. La historia como lo mejor que se abre paso en la lucha entre saber y superstición, como lo pensó el Marqués de Condorcet11; y Kant que, de cara a la Revolución Francesa, postuló el entusiasmo de la intelectualidad que adhiere a los ideales proclamados por la Asamblea de 1790, conectados al lema de “Libertad, igualdad, fraternidad”, y los Derechos del Hombre y el Ciudadano12. Ese anuncio fungía como un avance moral sin retorno: la declaración de un nuevo mundo lanzado hacia la libertad y la felicidad continuas.

A su manera, el fervor utópico alcanzó incluso a los piratas que, en los siglos XVII o XVIII, se empeñaron en crear “minisociedades” autónomas en islas fuera del dominio de gobiernos y reyes. Una vía de cristalización utópica de un sistema sin gobierno, “protoanarquismo”, o una “zona temporal autónoma”, en el decir de Peter Lamborn Wilson, más conocido como Hakim Bey13. Libertalia, una presunta colonia pirata establecida en la costa de Magadascar sería un ejemplo de ello.14

Estamos en las aguas de la utopía, primero, entonces. Aún tenemos que remar algo más hasta llegar a los acantilados más ásperos de la distopía. Allí, el oleaje, compuesto por las olas de la angustia distópica que atraviesan la ficciones de Black Mirror y tantos referentes de la alta literatura, es más turbio e inquietante.

El ideal utópico iluminó la modernidad hasta, quizá, el clima de la expectativa revolucionaria marxista de los años veinte, atesorada por los movimientos obreros e intelectuales de izquierda, entusiasmados por la propagación de la revolución comunista de octubre de 1917 en Rusia. La revolución bolchevique y su expansión es el signo de la utopía en construcción de un mundo de rostro socialista. Pero, para muchos, luego de la Segunda Guerra Mundial, y Auschwitz como maquinaria de la muerte, luego de un stalinismo que edificó su propia versión de un Estado autoritario, el gigante de la utopía se desplomó. Ni utopía democrática ni socialista. El mañana no será lo mejor. Lo liberador. Será lo peor. Un mañana sin sol, congelado por la decepción. Ningún progreso se talla en la frente de la historia universal. Todo lo contrario: el futuro es promesa de pesadilla, encierro, angustia. El hombre prisionero de sus dispositivos técnicos. Una forma, también quizá, de un ferveroso maniqueísmo (lo pasado siempre, lo mejor; lo futuro, siempre, lo peor). La literatura expresó mejor que el ensayismo filosófico el paso de la utopía a la distopía. El término distopía procede de la cultura anglosajona, según el Oxford English Dictionary, y fue propuesto por John Stuart Mill. La distopía asoma, con sus características más específicas, en la novela Nosotros, de Yevgueni Zamiatin, en 1921. Zamiatin critica la abolición de las libertades, que sucumben bajo la apariencia de mayor libertad para el pueblo en la Rusia bolchevique. En la novela, en un Estado único, una ciudad de cristal y acero, rodeada de muros, se separa de un salvaje mundo exterior. El Bienhechor, máxima autoridad de ese mundo, ejerce su autoridad omnímoda; los hombres son cantidades, hombres números empotrados a trabajos de horarios fijos, a la vista de los otros, sin privacidad posible. El yo se disuelve en un nosotros despersonalizador 15. Tanto Orwell como Huxley reconocen la influencia de este predecesor de la distopía, junto con Jack London y su El hombre de hierro16. La sociedad feliz, de Huxley; 1984, de Orwell, y Farenheit 451, de Bradbury, constituyen la trilogía fundamental del género distópico en la literatura, género que luego se desborda hacia el cine, la televisión y la cultura popular17.

Lo distópico es el concepto clave para situar Black Mirror como referente del pesimismo frente a los sueños idílicos contemporáneos de la vida consumista y cibernética. Y, en particular, su perfil es el de la distopía tecnológica. En la fauna ya compleja de las distopias, lo distópico puede vestirse con ropas políticas, humorísticas, satíricas o tecnológicas. El solo ejemplo de 1984 como distopia política, y su relación con el peligro del totalitarismo de cuño soviético, es suficiente para precisar que lo distópico se nutre de una realidad social presente, y de sus consecuencias indeseables en términos de mayor alienación y control social. Alienación acrecentada que puede provenir de una sociedad de nervio socialista o capitalista. La imaginación distópica problematiza, así, distintos caminos alienantes. Los mercaderes del espacio, de Frederik Pohl y Cyril M. Kombluth, por ejemplo, satiriza el capitalismo y la publicidad18; Jack Ballard previene sobre la catástrofe ambiental desde una distopía ecológica19; y también comparte, al menos parcialmente, el espíritu de lo distópico, la obra Matadero 5, de KurtVonnegut20. Pero la senda propia de Black Mirror es la variación de una distopía tecnológica con incrustaciones del género ciberpunk. El punk es una variante de la acción contracultural de los sesenta, con una expresión importante en la música (Sex Pistols, Ramones). Pero en la década de los ochenta, el punk originario engendra un subgénero de la ciencia ficción: el ciberpunk, nuevo nicho para las visiones distópicas. Otra atalaya para otear un mañana de pesadillas de alta tecnología y vida degradada. La cibernética, la informática y la ciencia del desarrollo exponencial junto a la visión amarga de una cultura disgregada. Y todo bajo los pestañeos de una mirada ácida y escéptica. En un futuro próximo, se confrontan megacorporaciones, hackers y la inteligencia artificial. El estilo del cine negro y de la novela policial contribuye a la descripción de atmósferas agobiantes. El ciberpunk es futurismo tecnológico que no muestra su poder a través de odiseas espaciales o escenarios galácticos remotos a la manera de 2001. Odisea en el espacio, de Arthur Clarke, la serie Fundación de Asimov, o Dune, de Frank Hebert, de 1965. El perfeccionamiento tecnológico no nos comunica con las lejanías fascinantes del cosmos. Ya no hay lugar para la proyección hacia el espacio abierto, como antes sugerimos a propósito del análisis de La dimensión desconocida. Por el contrario, el martilleo tecnológico clava cada vez mejor sus clavos electrónicos en muros sin salida. Lo interior cerrado del ciberpunk21. La gran ciudad como estrechez carcelaria se anticipa en Blade runner. El Japón exitoso en la puja comercial con Estados Unidos es un arquetipo de la urbanidad distópica futura cyberpunk; el Japón del Tokyo de Shibuya, devenido un Times Square embriagado de luces artificiales y señales de publicidades magnéticas. Pero este tipo de imaginación, como todo quehacer humano, está contaminado por el espíritu de una época. En los ochenta son notorias las tendencias hacia la globalización, el poder de las compañías globales o multinacionales, el neoliberalismo a lo Ronald Reagan y Margaret Thacher, la aceleración insipiente de la informática, la expansión de los ordenadores domésticos, el ascenso de la revolución de las comunicaciones. Escenario prometedor de gadgets y tecnofilia embelesados por el mundo electrónico y virtual. Pero ante lo tecnofílico, el ciberpunk se asocia con el posmodernismo. Comparten la repulsa por el supuesto progreso de las sociedades modernas tecnificadas. La tecnología omnipresente en lo cotidiano obliga a pensar, incluso en la ficción, en las hibridaciones innegables: el hombre que se une o hibrida con las máquinas; la realidad física que se une o hibrida con los procesos virtuales. Los ordenadores se convierten en herramientas cotidianas de comunicación y saber. Su presencia cada vez más indispensable, casi naturalmente, promueve un nuevo nivel de realidad, en el que el espacio es en las pantallas de las computadoras. El espacio digital del “ciberespacio”, término acuñado por primera vez por William Gibson en Quemando Cromo, en 1982, para referirse a ese espacio emergente de la simultaneidad encendida de millones de ordenadores. El estar en el ciberespacio como propio de una subjetividad determinada por las fluctuaciones de la pantalla electrónica. Dimensión platónica paralela y superior (en tanto se pretende superior), del cielo digital del ciberespacio que se yuxtapone sobre la existencia física. Estar conectados al ciberespacio es la existencia plena. Lo demás, el simple estar en el primitivo espacio físico no digital como languidecimiento o exclusión. Los que mejor conocen el ciberespacio para “navegar” e interferir en sus procesos son los hackers; los “cowboys de consola” en la terminología de Neuromante, la obra fundacional de William Gibson, en la que el ciberpunk alcanza la madurez. Su célebre comienzo expresa su tono de angustia claustrofóbica, de ambientes urbanos encerrados y un constante cielo nocturno surcado por rayos de luces de neón y carteles publicitarios, el cielo que parece la pantalla negra de un televisor apagado: “El cielo sobre el puerto tenía el color de una pantalla de televisor sintonizado en un canal muerto”22. Pantalla televisiva en un canal de oscuridad inexpresiva y espectral; el cielo como monitor apagado que absorbe y no devuelve vida, y que suspende sobre las calles su clima de tensión artificial. La vida dentro de un todo electrónico enclaustrado y opresivo. Lo real es lo cerrado, lo opuesto a la sed por el espacio abierto, que en el capítulo 1 indicamos como propia de La dimensión desconocida y sus planos finales de la noche estrellada e infinita.

En la economía del mundo futuro las cosas no serán mejores que ahora. El mercado legal es el imperio de las megacorporaciones. La contracultura futura no se trata ya de un arrebato anti mainstream que busca una espiritualidad perdida, sino que cobra forma en la figura del hacker, especializado en el robo de datos e información estratégica. La realidad física y primaria de los hackers es ahora una existencia corporal degradada vivida como cárcel de la carne, como el cuerpo que es prisión del alma en Platón. Por eso, la trascendencia no es por la comunicación con un Dios, sino por la conexión con el ciberespacio. Lo virtual es el mejor entorno vital. En esa economía del futuro las multinacionales llenan los vacíos provocados por la desaparición de los Estados nación; lo local es sustituido por lo transnacional; las fronteras geográficas y las distancias espaciales se diluyen; el cuerpo natural se altera a través de prótesis e implantes (lo que adelanta el cuerpo transformado por implantes oculares o cerebrales en Black Mirror, y el llamado cuerpo postorgánico); la globalización se expande sin límites; Oriente cobra una importancia creciente en la economía mundial. Los medios de comunicación y la tecnología modifican drásticamente la percepción. La tragedia de la cibercultura es la expulsión de la realidad (reducida a irrealidad molesta y pegajosa) en beneficio del ciberespacio como hiperrealidad en la que proyectarse, conectarse, y ser; el ciberespacio como lugar virtual para el intercambio, robo y dominio de información relevante.

El futuro se convierte entonces en la muerte de las utopías. En el futuro el viejo Estado es reemplazado por las megacorporaciones que lo dominan todo entre bastidores, las empresas ya no solo son entidades comerciales, sino que se transforman en monopolios de los flujos de información y de los medios de comunicación. El futuro es el estallido urbano desaforado: las ciudades que crecen como hiedra por todas partes, megalópolis que extienden sus fronteras hasta los confines mismos del planeta. La construcción urbana se multiplica en forma paralela a la propagación de la información: más servidores y almacenamiento de información, más internet, más computadoras y celulares, mejor vigilancia y monitoreo de los gustos. En la mirada distópica el pesimismo contamina el mañana: para ella la inmersión en los entornos electrónicos va de la mano de la pérdida de las oportunidades de vida fuera de la tecnocracia voraz. Entre tanta complejización y acumulación de los flujos de capitales e información se erige la amenaza de puentes que se derrumban: los puentes que llevan hacia la felicidad individual o colectiva.

¿Pero realmente será así? ¿Los hombres solo encontrarán satisfacción y superación dentro de las consolas interminables o las pantallas por doquier con ofertas de consumo y distracción infatigables? ¿No habrá cielo, o será el cielo solo una imagen electrónica? La sospecha de que el futuro será así es parte del efecto Black Mirror. El temor hacia un imperio de las pantallas dueñas de la vida que nunca se apagan y que, sin embargo, no dejan de ser un espejo negro23. El oxígeno enrarecido de las distopías contaminando los pulmones.

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