Читать книгу Enfermar y curar - Estela Roselló Soberón - Страница 7
ОглавлениеALGUNAS ACLARACIONES ANTES DE INICIAR
El libro que el lector tiene en sus manos surgió como parte de una historia que se remonta al año 2009. Fue entonces cuando la doctora Alicia Mayer me hizo la generosa invitación de formar parte de la planta de investigadores del Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM que ella dirigía. La idea era ingresar en el Instituto tomando la estafeta de la doctora Josefina Muriel y continuar, así, con la tarea de investigar la historia de las mujeres en la Nueva España. La invitación constituía un honor y, a la vez, una verdadera responsabilidad, ya que, por un lado, había que dar continuidad a la importante labor de la doctora Muriel, pero, por otro, había que pensar en aquellos problemas que hacía falta explorar y abordar desde otras metodologías y otras perspectivas historiográficas para enriquecer el conocimiento de las mujeres en la historia colonial.
Hablar de historia de las mujeres en la Nueva España era acercarse, de manera obligatoria, al trabajo de Pilar Gonzalbo Aizpuru, Asunción Lavrín, Rosalva Loreto y Doris Bieñko de Peralta. En el caso de la primera, su obra constituía y constituye el punto de partida fundamental para todos aquellos historiadores interesados en escribir la historia de las mujeres de aquella sociedad, muy especialmente de aquellos que desean comprenderla y conocerla desde el fenómeno de la educación y de la vida cotidiana. En el caso del resto, sus investigaciones eran y son la referencia necesaria para escribir la historia de la religiosidad femenina y la vida en los conventos de monjas novohispanas. En realidad, yo no quería hacer historia de las monjas, ni tampoco de la educación; sí, en cambio, de la vida cotidiana.
Durante mucho tiempo, el tema de la construcción del sujeto, de la conciencia individual, de las identidades y de la persona en los siglos XVI y XVII había sido mi interés primordial y mi obsesión más constante.1 Comprender los procesos mediante los cuales los hombres y las mujeres de aquella época habían experimentado la individualidad, la forma en que estos habían cobrado conciencia de quiénes eran y de en qué medida eran responsables de sus actos, de sus decisiones y de sus vidas me parecía no solo un tema fascinante, sino un problema de mucha relevancia para entender la historia de los procesos que han permitido que las personas se constituyan como personas a lo largo del tiempo.
Por otro lado, hacía tiempo que me había introducido en el estudio de la historia de las emociones y, de manera más reciente, en la historia del cuerpo. Pronto comprendí que lo que yo quería escribir era una historia sobre los procesos mediante los cuales las mujeres de la Nueva España se habían hecho más conscientes de su individualidad y de quiénes eran a partir de la relación cotidiana con su cuerpo. Dicha historia debía ofrecer la oportunidad de explorar la historia de la conciencia personal femenina, de la subjetividad y del yo interior de las mujeres en la Nueva España.
Ahora bien, no me interesaban las monjas, de las que se había escrito más, sino las mujeres seglares, de quienes, más allá de los trabajos de Pilar Gonzalbo, no se había dicho tanto o, por lo menos, no de la manera en que yo quería decirlo.
Ciertamente, los trabajos sobre religiosidad femenina y más específicamente sobre la escritura de las monjas tocaban de manera importante el problema de la construcción del sujeto. Tanto Lavrín como Loreto y Bieñko habían hablado de la importancia de la experiencia de la sensualidad en la construcción del yo entre las monjas novohispanas que escribían. En el caso de las demás mujeres, las que salían de sus casas todos los días a los mercados, las plazas, las calles y las iglesias, la historia prácticamente no se había acercado a los espacios más privados en donde ellas mismas observaban y vivían su cuerpo de forma más próxima y cercana. Aquel era el lugar en el que yo me quería colocar para recoger huellas e indicios de la intimidad femenina en aquella sociedad.
Lo siguiente fue buscar los documentos. En principio, encontrar las fuentes para reconstruir la relación cotidiana de las mujeres de la Nueva España con su cuerpo no parecía fácil. A diferencia de lo que ocurre con la historia europea del mismo periodo, la pintura no parecía muy útil para esta investigación. La temática religiosa, pero más aún la presencia de escenas y personajes prácticamente idénticos a los presentes en las pinturas europeas, impiden rastrear huellas de la cotidianidad propiamente novohispana en el arte colonial. Quedan siempre los cuadros de castas del siglo XVIII, pero en ellos, más allá de algunas posturas para desempeñar ciertos oficios –la manera de sentarse para echar las tortillas, la forma de acomodarse para hilar en los telares, el modo como algunas vendedoras cargan los bultos o las cestas, por mencionar solo algunas– o de las distancias físicas y gestos de afecto entre padres e hijos, esposos y esposas, tampoco se revela mucho sobre la relación cotidiana de las mujeres novohispanas con su propia corporalidad. Por otro lado, los cuadros de castas también plasman, en realidad, imágenes que obedecen más a estereotipos y modelos ideales que a otra cosa. En cuanto a otro tipo de fuentes pictóricas, tales como las escenas de paseos y de ciertas diversiones presentes en algunos biombos de la época, estas tampoco dicen mucho sobre el fenómeno que me interesaba explicar.
Porque el objeto de esta investigación era rastrear indicios que ayudaran a escuchar la voz de las mujeres al referirse a su cuerpo. Evidentemente, encontrar fuentes que permitieran escuchar aquella voz no era tarea sencilla. Sin embargo, las fuentes inquisitoriales que yo conocía abrían bien la posibilidad de rastrear detalles microscópicos de la vida cotidiana de muchas mujeres que, en efecto, manifestaron sus preocupaciones corporales diarias de diferente manera.
Aquí merece la pena hacer una aclaración importante: en el caso de esta investigación, utilizar las fuentes inquisitoriales resultaba francamente atractivo porque era la vía más útil para abrir una ventana desde la que asomarse a las realidades más íntimas, privadas y cotidianas en torno a la relación que tenían muchas mujeres novohispanas con su cuerpo. Sin embargo, no me interesaba rastrear las prohibiciones o la condena que el Santo Oficio pudiera haber hecho hacia ciertos comportamientos vinculados con la experiencia corporal femenina. Además, también es importante decir que lo que se buscaba en este tipo de fuentes eran palabras, situaciones, preocupaciones, emociones, rutinas, hábitos, prácticas o comportamientos que permitieran descifrar y reconstruir los significados de dicha experiencia en aquella sociedad virreinal. Es decir, de acuerdo con lo que se estaba buscando en dichas fuentes, tampoco era relevante analizar los documentos inquisitoriales desde una perspectiva institucional; no interesaba detenerse en la naturaleza de los procesos, en lo que estaba detrás de los interrogatorios ni en los propios juicios. Solo interesaba rastrear los detalles microscópicos de la realidad corporal femenina que podían encontrarse en ellos.
Ahora bien, a pesar de que a lo largo de la investigación no se estudiarían los aspectos propiamente institucionales de la Inquisición, sin duda había que tomar en cuenta las posibilidades heurísticas de este tipo de fuentes, reparar en sus silencios y en sus posibles tendenciosidades. Durante siglos, la Iglesia había visto el cuerpo femenino con recelo y suspicacia y, en ese sentido, el Santo Oficio había fungido como un observador privilegiado.
En la vida cotidiana, la Inquisición se interesó por vigilar cualquier comportamiento o realidad corporal femenina que pudiera atentar contra el dogma o la ortodoxia cristiana y, en ese sentido, que hubiera podido poner en riesgo el orden y la estabilidad social. De ahí la persecución inquisitorial de relaciones incestuosas, adúlteras o bígamas, situaciones que se veían registradas en muchos de los documentos que se revisaron para construir el cuerpo de fuentes para esta investigación. Sin embargo, como lo que interesaba no eran las prohibiciones o tabúes perseguidos por la Iglesia, ni el afán de control de esta institución sobre el cuerpo femenino, la información sobre «delitos sexuales» no se analizó en función de las prohibiciones, sino aprovechando los detalles sobre la cotidianidad corporal femenina que este tipo de documentos proporcionaba.
Por su parte, las historias que hablaban sobre la salud y la enfermedad comenzaron a aparecer cada vez más ricas y sugerentes. En ellas, los sujetos enfermos hablaban de sus dolores, describían sus sufrimientos y molestias físicas y revelaban, también, todo lo que hacían en busca del alivio y la curación de sus males. Esta documentación registraba los nombres que las mujeres utilizaban para referirse no solo a sus padecimientos, sino también a sus síntomas, a las partes de su cuerpo, a diversas sensaciones corporales cotidianas; así como a sus miedos y a sus esperanzas. Las historias que narraban las experiencias cotidianas en torno a la salud y a la enfermedad permitían mirar a muchas mujeres que durante días, semanas o meses observaban la evolución de sus propios cuerpos, lo cual parecía cada vez más interesante en el intento de reconstruir la historia de la experiencia del yo interior femenino en la cotidianidad.
Poco a poco, las fuentes se fueron decantando y así, al final, decidí concentrar mi estudio en un conjunto de procesos y denuncias inquisitoriales en contra de sujetos absolutamente vinculados con la experiencia femenina de enfermar y sanar, como fueron, precisamente, las curanderas de la Nueva España.
De esta manera, conforme la pesquisa de fuentes avanzó, estas mujeres se convirtieron en coprotagonistas de la historia que quería contar: una historia que reconstruyera la relación cotidiana de las mujeres con su propio cuerpo, pero también sobre el universo de relaciones sociales que se habían tejido entre las curanderas y sus pacientes. En efecto, las historias de las curanderas, del cúmulo de sus conocimientos, sus acciones y procederes ofrecían, ya en sí mismas, el material de una historia que valía muchísimo la pena narrar. Eso sin tomar en cuenta la cantidad de detalles y minucias que los procesos en su contra arrojaban para explorar la realidad corporal femenina en muchas de sus dimensiones más cotidianas. De este modo, y casi de forma natural, los procesos y las denuncias contra curanderas se convirtieron en el cuerpo documental central de esta investigación.
Finalmente, el tema de esta terminó por definirse. La historia que se contaría sería una historia de mujeres en la Nueva España. También, una historia que revisaría la importancia que había tenido la experiencia cotidiana del cuerpo en la construcción de las identidades femeninas y del yo interior de las mujeres en aquella sociedad. Pero además, ahora, el horizonte se había ampliado. Al final, contar dicha historia desde la actuación de las curanderas, en la vida de las comunidades, barrios, ciudades, reales de minas y haciendas del virreinato, permitía hacer un estudio sobre quiénes habían sido aquellas mujeres, sobre qué las había hecho diferentes a otras, así como sobre la función que habían tenido aquellos personajes femeninos como intermediarios y negociadores culturales en el entramado de relaciones sociales en donde el cuerpo de otras mujeres había estado en el centro.
A decir verdad, poner la mirada en las curanderas de la Nueva España y en sus propias historias de vida también abonaba a favor de esa historia que buscaba comprender mejor el desarrollo de la subjetividad y la individualidad femeninas en aquella sociedad. Una vez ya definido este nuevo propósito, había que reparar nuevamente en la naturaleza particular de las fuentes inquisitoriales. Es decir, era necesario tener conciencia de los prejuicios, estereotipos y lugares comunes que se les atribuía para referirse a las curanderas y a sus historias.
Existían ya algunos estudios sobre curanderas en la Nueva España; sin embargo, para mi sorpresa, estos eran escasos y la mayor parte de ellos se habían hecho más desde la antropología que desde la historia. Los trabajos de Noemí Quezada y de Gonzalo Aguirre Beltrán eran los referentes clásicos. Más allá de estos, la historiografía novohispana se había ocupado más bien poco de estas mujeres.2 Es importante señalar que las investigaciones de Quezada y Aguirre Beltrán habían estudiado a las curanderas con el afán de comprender mejor la historia de la medicina novohispana, así como para mostrar la evidencia de eso que ellos entendían como «cultura mestiza» y que, de acuerdo con dichos autores, se expresaba, precisamente, en el actuar de estos personajes.
La historia que se presenta en este libro no es una historia de la medicina novohispana; tampoco es una historia sobre el fenómeno del mestizaje. Sin embargo, evidentemente, uno de sus temas centrales es el significado que tuvieron la salud y la enfermedad en el universo cultural novohispano. Al mismo tiempo, no es el propósito de esta investigación indagar en el complejo y polémico fenómeno del mestizaje, si bien en varios momentos se hará mención de la presencia de elementos procedentes de diversas tradiciones culturales en los tratamientos, conocimientos y procedimientos terapéuticos que las curanderas utilizaron en su quehacer.
Hay algunas cosas más. La primera: efectivamente, la categoría de «curandera» podría ponerse en tela de juicio al pensar que las fuentes que se utilizaron para estudiar a estos sujetos históricos fueron las inquisitoriales. Me explico. Ciertamente, en la Nueva España hubo muchas mujeres que fueron procesadas por el Santo Oficio al ser acusadas de ser curanderas. Como se verá a lo largo de las siguientes páginas, esta fue la denominación con la que se llamó a mujeres cuyas identidades individuales fueron no solo muy diferentes entre sí, sino también múltiples y diversas incluso para cada una de ellas. Sin embargo, a diferencia de las categorías de «bruja» o «hechicera», que muchas veces eran nombres utilizados más bien por la Inquisición o por la propia población que deseaba perseguir a mujeres que parecían peligrosas o al menos diferentes a las demás, en el caso de las curanderas dicho apelativo era utilizado por ellas mismas para identificarse y presentarse ante los otros.
Ser curandera o presentarse como tal no era lo mismo que ser bruja o hechicera. Si bien muchas mujeres que se identificaron con aquel oficio pudieron ser miradas o catalogadas de lo segundo, e incluso practicar ciertos procedimientos cercanos a la magia y a la hechicería, las mujeres que se consideraban curanderas y que eran vistas como tal se dedicaban, sobre todas las cosas, al arte de aliviar el dolor de los demás. Dolor que, en efecto, muchas veces era físico y producto de algún accidente, padecimiento o enfermedad, pero que en otras ocasiones –hay que decirlo desde ahora– era más bien afectivo y emocional.
Ahora bien, dada la naturaleza de las fuentes que se utilizaron para esta investigación, es decir, los documentos inquisitoriales, las curanderas de las que habla este libro son de todas las calidades con excepción de la indígena. Evidentemente, muchas de las curanderas que trabajaron en el mundo rural y urbano de la Nueva España fueron indias. Y si bien estas no pudieron haber sido procesadas ni juzgadas por el Santo Oficio a partir de la segunda mitad del siglo XVI y, por lo tanto, tampoco haber sido protagonistas de los documentos que he utilizado para escribir esta historia, muchas de ellas sí aparecen en estas fuentes, ya sea como ayudantes o acompañantes de las curanderas propiamente procesadas o acusadas ante la Inquisición, ya sea como personajes a los que se hace referencia de manera tangencial por parte de los testigos o las propias acusadas.
Es importante señalar, asimismo, que no todas las curanderas de la Nueva España fueron perseguidas. Muchas de ellas ejercieron su oficio dentro de los cánones más estrictos de lo que establecía el Protomedicato.3 Es probable que sus historias se puedan reconstruir a partir de otro tipo de documentos, pero las que protagonizan la historia de este libro fueron curanderas que vivieron en los márgenes de lo permitido y lo prohibido, condición que las hizo, en un estudio dedicado a los procesos de construcción de identidades individuales y del yo interior femenino, sujetos especialmente atractivos.
Para los historiadores dedicados al estudio de la Nueva España, el tema del cuerpo tampoco ha sido un asunto que haya llamado especialmente la atención. Este vacío historiográfico volvía aún más interesante la posibilidad de contar la historia que me estaba imaginando. Para subsanar la ausencia de trabajos sobre la historia del cuerpo en esta sociedad virreinal y americana, eché mano de la enorme producción que la historiografía europea –muy especialmente la española, la británica, la italiana y la francesa–tiene para el estudio del cuerpo, en general, y del cuerpo femenino en la Temprana Edad Moderna, en específico.
Por otro lado, tanto para abordar el estudio del cuerpo femenino en la Nueva España como para analizar la importancia y la función que habían tenido las curanderas en la articulación de diversas relaciones en aquella sociedad, decidí acercarme a varios autores de la antropología clásica que, sin duda, sugirieron muchas de las preguntas, las hipótesis y las ideas principales de esta investigación. En ese sentido, una de las particularidades de esta es, inevitablemente, el acercamiento a la mirada antropológica para urdir explicaciones históricas.
Otra aclaración más, de orden también metodológico. Una vez que se tuvieron claras las fuentes, los dos ejes temáticos –por un lado, las curanderas en sí mismas y, por otro, la construcción de la conciencia y las identidades femeninas a partir de la relación cotidiana que las mujeres tenían con su propio cuerpo–, así como la riqueza de acercarse a las obras antropológicas para encontrar un hilo conductor que articulara las reflexiones y el análisis histórico, hubo que decidir cómo se quería narrar esta historia. Esta vez, la respuesta fue casi automática: esta se contaría a partir de las historias de vida. Así, los trabajos de historia de las mujeres de Natalie Zemon Davis fueron, evidentemente, muy sugerentes e iluminadores. También lo fueron, sin duda, el trabajo y las reflexiones que se desprendieron del Seminario de Historias de Vida en la Nueva España dirigido por el doctor Gabriel Torres Puga, del que formé parte entre 2009 y 2012.
Solo me queda hacer una última pausa, antes de empezar propiamente la narración de esta historia; la más importante, quizás: agradecer a todas las personas e instituciones sin las cuales habría sido verdaderamente imposible llevar a cabo esta investigación.
En primer lugar, quiero mostrar mi agradecimiento al Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM, en el que he encontrado todo el apoyo académico y todas las condiciones necesarias para hacer de mi trabajo un verdadero placer. A los estudiantes y becarios que me ayudaron con la transcripción de muchos documentos y con la organización del material bibliográfico: Marina Téllez, Paulina Leal, Melina Figueroa, Angélica Muñoz, Aura M. Medina, Óscar Chávez y, muy especialmente, Francisco Ríos.
A lo largo de este camino, he tenido la suerte de conocer y encontrarme con personas que me han enseñado mucho sobre la historia de las mujeres, que me han mostrado otras formas de hacer historia y que me han reconciliado, en gran medida, con este oficio. A Isabel Morant, todo mi agradecimiento por lo anterior, pero sobre todo porque la escritura de este libro se convirtió en el inicio de una generosa amistad con ella.
El recorrido para llegar hasta aquí fue largo y, por momentos, no poco accidentado. Durante este he tenido la fortuna de contar con la compañía y el cariño de mis amigos. A todos los que estuvieron allí no tengo palabras para agradecerles suficientemente su generosidad, aliento y sentido del humor. Muchos de ellos leyeron algunos borradores, dialogaron conmigo y me hicieron comentarios y sugerencias que enriquecieron bastante el trabajo de esta investigación. Por todo ello, gracias a Florencia Gutiérrez, Fausta Gantús, Daniela Gleizer, Susana Sosenski, Gabriel Torres Puga, Alfredo Ávila, Javier Sanchiz, Fernando Escalante, Gerardo Medina, Alejandro Araujo, Amaya Garritz, Pilar Martínez, Carmen Yuste, Ivonne Mijares, Alicia Mayer, Mario Vergara, Alberto Baena Zapatero, María Alba Pastor, Miruna Achim, Rosalva Loreto, Elia Espinosa y Jorge Traslosheros. Asimismo, gracias a Maricruz Arias por su cálida y sabia compañía, y gracias a Claudia Ayala por haber iniciado conmigo todo esto.
Por último, mi agradecimiento a Estela Soberón, Emi, José Luis, Galo, Natalia, Tere, Alfredo, Martha, Jaime y Jorge por su entrañable e incondicional estar. Y, por supuesto, a Galo y a Francisco, por iluminar siempre el camino.
1 Ya en la investigación sobre la construcción del sentimiento de culpa y el mecanismo del perdón en la Nueva España, estos habían sido temas de interés fundamental para mí. Mientras escribía el presente libro, tuve la fortuna de recibir la invitación de la doctora Mónica Bolufer para incorporarme a su proyecto de investigación colectiva sobre la construcción del yo interior en el Antiguo Régimen, lo cual fue muy estimulante para seguir con una investigación que, en efecto, se insertaba de maravilla en aquella temática.
2 En años recientes, se han escrito algunos otros trabajos que exploran el mundo de las curanderas en diferentes regiones de Nueva España. Entre ellos se encuentra, por ejemplo, el artículo de Raquel Martín Sánchez «Las hechiceras en la Colima novohispana: en busca de una genealogía de la práctica médica femenina», que describe y enumera una serie de documentos inquisitoriales en contra de algunas mujeres que se llamaban a sí mismas «médicas» o sanadoras en Colima en el siglo XVIII.
3 El Protomedicato fue un tribunal cuya función era vigilar el ejercicio y la enseñanza de la medicina, así como cuidar la higiene y la salud pública. Los orígenes del Protomedicato se remontan al siglo XV. En 1477, los reyes Fernando e Isabel hicieron efectivas las reglamentaciones para fundar dicha institución. Si bien en la Nueva España el tribunal se fundó cerca de 1630, ya desde 1525 el Ayuntamiento de la ciudad de México nombró al doctor don Francisco de Soto primer protomédico del reino; la función del doctor Soto consistió en controlar las actividades médicas de la capital del virreinato y evitar que ningún médico o cirujano sin título ejerciera el oficio. Véase José Ortiz Monasterio: «Agonía y muerte del protomedicato de la Nueva España, 1831. La categoría socio profesional de los médicos», Historias, 57 (enero-abril 2004), pp. 35-50.