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ОглавлениеI. EL SIGLO XVII ESPAÑOL: UNA CULTURA DE PERSONAS Y DE PERSONAJES
EL SER HUMANO EN UN MUNDO EN TRANSFORMACIÓN
Entre los siglos XV y XVI, el humanismo cristiano y, muy particularmente, el humanismo cristiano español insistieron en la idea de que el hombre poseía una dignidad especial que hacía de los seres humanos criaturas distintas al resto de las otras que habitaban en el universo. Bajo aquella mirada, el ser humano era único porque poseía razón, libertad y voluntad. Y era precisamente a partir de aquellas cualidades como el hombre podía tomar decisiones y convertirse en un sujeto autónomo, consciente, independiente y responsable de sus propios actos.1
La cultura barroca del siglo XVII no solo heredó el interés humanista en el problema del hombre, sino que se volcó sobre él, convirtiéndolo en el tema de reflexión más importante para muchos teólogos, escritores, poetas y juristas deseosos de explorar y comprender mejor la realidad humana.2 A decir verdad, el interés de la cultura barroca hispánica en la indagación sobre el hombre se insertaba en un contexto histórico y cultural más amplio. En muchas regiones europeas, el Humanismo y el Renacimiento de los siglos XV y XVI habían concentrado su mirada en entender al ser humano como un individuo.3
Para la segunda mitad del siglo XVI y durante todo el siglo XVII, si bien de manera claramente distinta, los movimientos de las reformas religiosas, tanto el protestante como el católico, heredaron aquella mirada e intentaron desentrañar en qué consistían la verdadera libertad y la autonomía de los sujetos.4 En el caso de la Reforma católica y de las expresiones de religiosidad que se desprendieron de ella, el interés en comprender mejor la individualidad humana dejó a los hombres y a las mujeres expuestos a muchas dudas, preguntas y sentimientos vinculados con la preocupación por descubrir quiénes eran ellos mismos y también por descifrar cuál era el sentido de su propia existencia.
De esta manera, la cultura tridentina inauguró una serie de interrogantes que tenían que ver con el deseo y la posibilidad humana de construirse como un ser nuevo y distinto, pero también como un ser que vivía siempre bajo el auxilio y el auspicio de Dios. En ese sentido, la sensibilidad barroca planteó la intrínseca tensión entre la voluntad individual y la voluntad divina, así como la constante inquietud por hacerlas compatibles. También la cultura española del siglo XVII habló con especial interés de las apariencias que engañaban, de las realidades contrarias a lo que se miraba y se veía. Estaban, además, la vida y la muerte; la irremediable fugacidad de la existencia. Pero, sobre todo, entre los temas centrales: el hombre hecho a imagen y semejanza de su Creador. Es allí, en aquella analogía, donde el hombre podía reconocer y encontrar la trascendencia de su dignidad, de esa condición que lo convertía en una persona, es decir, en un sujeto capaz de ejercer su libre albedrío y decidir, con ello, el destino de su vida así en la Tierra como en el Cielo.
Efectivamente, para el siglo XVII, no solo el Barroco español se preguntó por todo esto. En muchas partes de Europa, el arte y la ciencia hicieron de la identidad, la responsabilidad individual y la consciencia temas centrales de sus reflexiones y expresiones.5 Muchos teólogos, filósofos, escritores, poetas, pintores y escultores se interesaron en explicar y plasmar la verdadera naturaleza del Hombre. Los avances científicos y tecnológicos, de la óptica y de la medicina, por ejemplo, permitieron observar detalles del cuerpo humano que no habían sido percibidos con anterioridad a simple vista.6 Pero además, los cambios, movimientos y transformaciones de orden económico, político, geográfico, social y cultural también incidieron en el surgimiento de aquella nueva conciencia en torno a la subjetividad.
Las guerras de religión, la expansión y consolidación de las monarquías, el desarrollo del racionalismo, las migraciones al Nuevo Mundo, la crisis económica, el embate de dos Iglesias proselitistas y combativas fueron algunos de los fenómenos que obligaron a los europeos de aquella época a plantearse nuevas preguntas y a colocarse frente a la vida de forma distinta a como lo habían hecho hasta entonces. En el caso español, el siglo XVII significó, además, un periodo en que el hambre, la miseria, las pestes, la baja demográfica asolaron la vida cotidiana de la mayor parte de la población. Todas estas condiciones generaron un ambiente mental y emocional particular, en el que dominaban las sensaciones de confusión, decadencia, desorden, pesimismo y soledad. La necesidad de encontrar caminos y respuestas que contribuyesen a descubrir nuevas certezas, a volver a encontrar el rumbo y, más mundanamente, que permitieran sobrevivir en una realidad difícil habría puesto a los sujetos en mayor contacto con sus propias necesidades, es decir, habría incrementado el ejercicio de la introspección y de la autoobservación.
Se ha hablado mucho sobre la cultura barroca española como aquella cultura obsesionada con la existencia de verdades engañosas y de un orden oculto detrás de lo aparente.7 En realidad, para España, el siglo XVII sí debió haber sido un periodo en que la realidad cambiaba y se transformaba de manera confusa y poco clara, lo que hubiera originado un estado en el que las cosas se volvían borrosas e imprecisas. En ese contexto, la pregunta por la identidad y por el ser habría cobrado características peculiares y particulares. Si todo era falso y lo que los ojos percibían era solo una máscara que escondía lo que había detrás, los seres humanos también formaban parte de ese juego de trampas y engaños. Si detrás de la apariencia de las cosas había realidades ocultas pendientes de descubrir y desentrañar, detrás de los hombres y las mujeres había identidades verdaderas que era necesario descifrar.8 El interés en revelar la verdadera identidad de los sujetos no debió de ser exclusiva de los otros, sino sobre todo una preocupación personal de cada uno de los seres humanos que, en medio de tanto cambio y confusión, de tantos problemas y penurias materiales, también tenía que ocuparse de desenredar el nudo de tensiones y contradicciones internas que lo constituían para comprender, así, quién se era en realidad. El camino de la introspección y del autoconocimiento no debió de ser sencillo, pero para aquellos que deseaban salvarse en el Más Allá y sobrevivir mejor en este mundo seguramente lo mejor fue no eludir recorrerlo.
Como en toda sociedad, en las sociedades barrocas españolas los sujetos tuvieron que representar diversos personajes. En el mundo de Gracián, Quevedo y Cervantes, las personas tuvieron que interpretar distintos papeles de acuerdo con lo que se exigía y se esperaba de ellas en diversos momentos y situaciones de la vida.9 En un orden social jerárquico, estamental y profundamente católico, los estereotipos de comportamiento ideal y virtuoso circulaban y eran bien conocidos por la población. Esto no significaba que la gente se esmerara en ser o vivir realmente de forma «virtuosa», pero sí, en cambio, que muchas personas habrían intentado fingir vivir de acuerdo con aquellos cánones, esto es, que habrían buscado aparentar serlo y actuar como si lo fueran. De esta manera, la vida cotidiana de aquellas sociedades se habría distinguido por la constante oscilación entre sujetos que buscaban comprenderse y constituirse como personas y la actuación o representación de distintos personajes por parte de estas. Antes de continuar, vale la pena hacer un breve paréntesis sobre el origen y el significado que tuvo el concepto de persona para el pensamiento cristiano y contrarreformista de la época.
LA PERSONA EN EL PENSAMIENTO CRISTIANO
Durante siglos, el problema del sujeto, la persona, el individuo y la identidad ha estado en el corazón del pensamiento cristiano. Desde los primeros tiempos del cristianismo, este heredó aquellos conceptos del pensamiento grecolatino y los incorporó a su nuevo discurso teológico.10
De esta manera, algunos de los primeros padres de la Iglesia retomaron el término latino identitas para referirse a «la cualidad de aquel que es el mismo (idem.)».11 De igual forma, el pensamiento cristiano habló del sujeto como aquel ser humano que poseía una «sustancia propia», mientras que definió al individuo como el ser que Dios había creado como una unidad indivisible.12
En cuanto a la noción de persona, esta fue una de las aportaciones más importantes del cristianismo al pensamiento occidental. Y a pesar de que definir el término ha sido y es siempre problemático debido a sus múltiples acepciones, cuando se busca el origen del significado cristiano de dicho concepto es necesario volver la mirada, una vez más, al pensamiento grecolatino. De acuerdo con la tradición ciceroniana, el cristianismo entendió que la persona era aquel atributo que el ser humano podía tener de «propio y singular». Por lo demás, el término remite, obviamente, al derecho romano, que define a la persona como aquel ser humano «libre, sujeto de derechos y deberes».
No existe ninguna definición de persona en las Escrituras judeocristianas. Sin embargo, hay en ellas un antecedente histórico y cultural que vale la pena considerar para rastrear el origen de dicho concepto en la historia occidental de nuestra era. Una de las características más importantes de la historia de salvación judeocristiana es la relación individual que existe entre el ser humano y un dios que no es una abstracción o un ser zoomorfo, sino un sujeto egocéntrico, inteligente, con voluntad y que es, en sí mismo, una persona.13 Es interesante pensar que, al estar hecho a imagen y semejanza de él, el hombre también lo sería.14
En realidad, en un principio, las reflexiones patrísticas en torno al concepto de persona se concentraron en entender la naturaleza de la Santísima Trinidad y no la del ser humano. Fue mucho tiempo después, ya en el siglo XIII, con santo Tomás, cuando los teólogos comenzaron a utilizar el concepto para referirse al hombre.15
Sin embargo, ya mucho antes, en el siglo IV, san Agustín había sugerido que el término persona provenía del vocablo latino personare, que significa ‘sonar a través de algo’; más específicamente, en latín, personare es ‘la voz que resuena a través de una máscara’.16 Estas eran las palabras que utilizaba el filósofo romano Boecio entre los siglos V y VI para explicar lo anterior: «El nombre de persona parece haberse tomado de aquellas personas que en las comedias y tragedias representaban hombres pues persona viene de personar porque, debido a la concavidad, necesariamente se hacía más intenso el sonido».17
Esta última definición interesa mucho para reflexionar en torno a la construcción de la persona en el periodo barroco, pues ofrece la sugerente imagen de un sujeto que se convierte en persona al hacer sonar su voz a través de una máscara y dar vida a un personaje.18
Pero regresando al punto central: en el pensamiento cristiano, la idea de persona se asoció siempre con la noción de unidad. De acuerdo con dicha religión, los sujetos solo pueden convertirse en personas cuando hay una unidad estructural dentro de ellos mismos, es decir, cuando existe una unión «de la sustancia y la forma, del cuerpo y del alma, de la conciencia y del acto».19 Los sujetos que gozan de dicha unidad son los únicos capaces de asumir un sentido de autoconciencia, de independencia, de autonomía y de responsabilidad individual.20
Durante la Edad Media, muchos teólogos y literatos insistieron en el concepto de persona en términos de la racionalidad, la individualidad y la naturaleza inmortal del alma de cada sujeto.21 Y es que, como se ha dicho ya, los siglos XVI y XVII fueron testigos de un incremento en el interés y la preocupación por comprender la importancia que tenían la persona, el individuo y la autoconciencia en el devenir de la vida y de la historia humana.22
Este fenómeno cultural se expresó lo mismo en el arte que en la religión, la ciencia y la filosofía. Así, por ejemplo, mientras pintores como Rubens y Rembrandt se dedicaron a plasmar los gestos irrepetibles y los movimientos propios de los rostros y los cuerpos que retrataban, muchos médicos –como Harvey o Sanctorius– realizaban autopsias para comprender el funcionamiento interno del cuerpo humano. Por su parte, algunos teólogos –como Richard Baxter o Miguel de Molinos– discernían en torno a los caminos para encontrar la salvación del alma, mientras Descartes y Spinoza reflexionaban sobre la naturaleza del raciocinio humano.23
Todo esto ocurría en el ámbito de las élites europeas del siglo XVII. Sin embargo, entre las personas comunes y corrientes, el tema de la salvación del alma, la nueva movilidad social, así como la intensificación de los intercambios materiales y culturales entre personas que viajaban y se movían de ciudad en ciudad, de un lado del océano al otro, también generaron nuevas posibilidades para explorar la propia subjetividad, así como una mayor autoconciencia sobre el peso que tenía la responsabilidad individual en la construcción de un destino y una personalidad particulares.
En el caso de las sociedades católicas, la importancia del libre albedrío en la toma de decisiones para controlar las pasiones del alma y los apetititos del cuerpo fue crucial en la constitución de hombres y mujeres que, al menos en teoría, tuvieron que hacer examen de conciencia y asumir sus responsabilidades cotidianas. Esto habría sido esencial en la construcción de sujetos que se vivieron a sí mismos como personas en aquel contexto cultural.
EL BARROCO NOVOHISPANO Y LAS MUJERES COMO PERSONAS
La sociedad novohispana del siglo XVII no fue idéntica a su homóloga peninsular. Las realidades americanas y mestizas de un orden económico, político y social que se había originado apenas un siglo antes imprimieron a dicha realidad particularidades que la hicieron distinta a la realidad europea. Por otro lado, lo que en España fue una época de crisis económica y moral, en este lado del mundo fue un periodo de recuperación material y de optimismo, al menos para el proyecto criollo que comenzaba a florecer, tomando la estafeta de aquello que en Europa estaba en plena decadencia y llegando a su fin.24
Es decir, mientras que en España las guerras, el hambre, las pestes y la pobreza habían tenido efectos terribles y habían provocado una importante baja demográfica en muchas regiones, en la Nueva España el siglo XVII, por el contrario, fue un momento de repunte poblacional e inicio de un periodo de recuperación y estabilidad económicas. Tras un siglo XVI que había diezmado a la población indígena, que había cimbrado y transformado por completo el antiguo orden de la sociedad prehispánica en aras de la fundación de un nuevo reino hispánico y católico, el siglo XVII significó el comienzo de un nuevo capítulo en la consolidación política y cultural de la sociedad virreinal.25
Ahora bien, no obstante las grandes diferencias entre un universo y otro, de este lado del mar, las culturas barroca y tridentina fueron centrales en la articulación de las relaciones sociales y culturales que dieron orden y sentido a la vida cotidiana. Si bien los sentimientos de confusión, desencanto, suspicacia y pesimismo que imperaban en la sociedad de la península no se vivieron así en la sociedad barroca y tridentina novohispana, lo cierto es que el disimulo, el encubrimiento, la hipocresía y el engaño sí formaron parte importante en el entramado de las relaciones cotidianas de esta sociedad. Y es que, como la peninsular, la novohispana fue una sociedad católica, jerárquica y estamental en la que las personas fluctuaban a lo largo de un amplio espectro de identidades que las hacían oscilar entre la persona y los diversos personajes que debían representar durante el transcurso de su vida. Porque además, a todos aquellos elementos ya presentes en el orden político, social y cultural español, se sumaba otro componente significativo: el de la calidad de las personas.26 Este último elemento materializaba esa identidad compleja que tenía que ver con la combinación de muchos aspectos entre los que se encontraba el origen indio, español o africano de cada sujeto.
Efectivamente, en un universo cultural así, el fenómeno de la construcción de las identidades personales, del sujeto, la persona y la individualidad no fue simple. En distintos momentos de su existencia, muchos hombres y muchas mujeres de muy diferentes orígenes, sectores, oficios, condiciones y calidades tuvieron que preguntarse por quiénes eran y las respuestas que obtuvieron no fueron siempre las mismas. En ocasiones, los sujetos tuvieron que preguntarse sobre su propia identidad en aras de actuar y conseguir mejores condiciones para subir de posición, moverse con mayor libertad e incluso sobrevivir. Como pasa siempre, en aquella sociedad, las identidades personales no fueron estáticas, sino más bien dinámicas y cambiantes, y así, un sujeto que en cierta época de su vida se presentaba y actuaba como indio en otro momento podía hacerse pasar como mestizo o incluso como español. Las identidades también podían fluctuar de situación en situación y, así, un mismo sujeto podía pretender presentarse a sí mismo como mulato y preferir que lo vieran como indio en otra circunstancia. Más allá del engaño o la simulación como estrategia de supervivencia, también es probable que los propios sujetos creyeran en la multiplicidad de sus identidades al justificarlas a partir de diferentes detalles presentes en sus propias historias de vida.27
Ahora bien, en el caso de las mujeres y de la construcción cotidiana de sus identidades individuales, de la construcción de ellas mismas como personas y de la actuación que tenían que desempeñar de diferentes personajes, el universo fue rico y complejo. Ciertamente, como se verá en las próximas páginas, en la Nueva España la cultura católica que predominó entre toda la población estableció modelos de comportamiento femenino ideal que todo el mundo conocía. A pesar de la enorme diversidad de mujeres que existió en la Nueva España –indias, mestizas, negras, mulatas, españolas, monjas, seglares, casadas, viudas, doncellas, solteras, vírgenes o amancebadas, por mencionar solo algunas de las identidades femeninas de aquella sociedad–, estas tuvieron que actuar dentro de un margen cultural que creaba ciertas expectativas en torno a lo que significaba ser mujer y a lo que debía ser la vida de las mujeres.
En realidad, es obvio que ninguna mujer pudo mantenerse completamente al margen de dichas expectativas; en ese sentido, es probable que algunas mujeres hayan tenido que aprender a actuar o a ser de acuerdo con lo que se esperaba de ellas o, al menos, que se hayan esforzado en lograrlo. Al mismo tiempo, es muy posible que muchas otras hayan conocido aquellos modelos, valores y representaciones de lo femenino y que no se hayan preocupado gran cosa por cumplir con ellos, actuar en consecuencia o parecerse a estos. No obstante, entre esos dos polos seguramente hubo una amplia gama de posibilidades; es decir, entre las mujeres que intentaban cumplir con el modelo ideal y aquellas otras que vivieron más bien despreocupadas por él, la mayor parte de la población femenina novohispana habría tenido que encontrar un punto medio para mirarse y construirse una identidad personal particular. El proceso de construcción de dicha subjetividad se habría dado en un ejercicio de cotejo cotidiano, en el que muchas novohispanas seguramente encontraron grandes inconsistencias y contradicciones entre su propia realidad y los estereotipos femeninos defendidos por la cultura católica.
Es decir, en la Nueva España, lejos de que los modelos de virtud femenina se cumplieran al pie de la letra o de que estos se pudieran ignorar por completo, la mayor parte de las mujeres de aquel reino tuvo que negociar con el discurso hegemónico y desarrollar así su propia identidad. El desarrollo de dicha personalidad habría supuesto el surgimiento de estrategias y mecanismos cotidianos que permitieron que muchas mujeres vivieran más de acuerdo con su propia realidad, más cómodamente y con una mayor tranquilidad espiritual, material y emocional. Cabe suponer que la búsqueda de aquellos mecanismos de supervivencia cotidiana habría sido un factor muy importante en el incremento de una conciencia personal que habría permitido que las mujeres descubrieran qué necesitaban y qué las hacía distintas a otros y a otras.
En pocas palabras, en la sociedad novohispana la construcción de la individualidad femenina, o mejor dicho, la construcción de las mujeres como personas, habría estado definida por un proceso cotidiano que habría involucrado una negociación constante entre los discursos de la cultura católica e hispánica predominante de la época y las propias realidades y experiencias personales que cada mujer tenía en su vida diaria.
Ahora bien, la autoobservación que las mujeres realizaron en su cotidianidad seguramente se dio en ámbitos muy diversos. Sin embargo, es evidente que una de las dimensiones privilegiadas para vivir aquel ejercicio de inspección personal y de introspección fue la corporal. La relación que las mujeres tuvieron con su propio cuerpo en la vida cotidiana habría sido un escenario fundamental en la construcción de una conciencia individual, así como en la construcción del yo interior femenino en aquella época.
Efectivamente, como se verá a lo largo de las siguientes páginas, entre las mujeres el autoreconocimiento de aquello que las hacía únicas y singulares se habría vivido, en gran medida, en los espacios íntimos en los que cada mujer habría intentado mirarse a sí misma y descubrir qué la hacía ser diferente. Sin embargo, si bien dicho proceso se habría vivido, entonces, en el ámbito de lo privado y de la soledad, entre las peculiaridades que definieron este proceso de construcción del sujeto femenino en aquella sociedad se encuentra la presencia de ciertos personajes interesantes que tuvieron un lugar y una función crucial. Estos personajes no fueron otros que las curanderas, mujeres expertas, precisamente, en cuidar, sanar, aliviar, observar y manipular el cuerpo de las pacientes que recurrían a ellas.
Tal como se verá a partir de este momento, en la Nueva España las curanderas fueron mujeres cuyas vidas oscilaron muy evidentemente entre la construcción de la persona y la representación de diversos personajes. Lo que sigue es el intento de reconstruir algunos pasajes de historias que ayuden a imaginar y reconstruir ese proceso de construcción de identidades femeninas barrocas; una historia de mujeres que habla de cuerpos femeninos y de su significado, pero sobre todo esta es una historia del universo de relaciones sociales que se articularon en torno a las curanderas a partir del cuidado y la atención que estas mujeres dieron a dichos cuerpos en la vida cotidiana de muchas villas, ciudades, pueblos, haciendas y rancherías de ese mundo rico y complejo que fue la Nueva España.
Es decir, la historia de este libro analiza el entramado de relaciones sociales que tuvieron como eje los padecimientos, las enfermedades, los deseos o las preocupaciones corporales de alguna mujer. Para escribirla se retomaron las ideas de Clifford Geertz, en el sentido de estudiar la cultura novohispana desde la trama de significaciones que permiten hacer descripciones densas de estas.28
EL CASO DE ANA DE VEGA: UNA CURANDERA MULATA DE PUEBLA DE LOS ÁNGELES
Ana de Vega comenzó a recordar aquella mañana del mes de julio de 1647. Solo habían pasado siete meses desde entonces. Ahora, dentro de la celda fría, la mulata de sesenta años volvía a ver la escena como si hubiese sido ayer. En sus oídos crujían las cenizas al removerse entre el fuego, el humo negro que se expandía por el patio se filtraba por su nariz y los rostros de los testigos aparecían nítidos en su mente. Estaban Francisco Sambrano, su padre –Juan García Sambrano– y Francisco Vázquez, el criado mestizo de ambos. Los tres hombres se encontraban perplejos, mirando el brasero de lumbre con espanto y expectación.
Pero además, si algo llegaba a la mente de la mulata, aquello era el penetrante olor. En efecto, Ana recordó el fuerte olor a tripa quemada como si todo estuviera ocurriendo una vez más, en ese preciso instante. La escena se mostraba frente a ella con gran claridad. Sin embargo, a diferencia de lo que había sucedido hacía siete meses, ahora, Ana también sentía gran temor.
En el recuerdo, Ana de Vega rodeaba la hoguera haciendo grandes alharacas; con fuertes voces, apartaba a los testigos y les gritaba: «¡Ven cómo se extiende! ¡Apártense allá! ¿No ven el humo? ¡No los toque, que es muy grande su daño y los matará! Es cosa viva, en el fuego se menea, grande es su mal olor».29
Los dos Franciscos y don Juan se hacían a un lado, precavidos y horrorizados. A lo lejos, desde su cama de enferma, María Sambrano, mujer de don Juan, también miraba la escena con gran susto y sobresalto. La lumbre ardió durante un buen rato y ahora, meses después, las llamas de aquella hoguera casera resplandecían en la memoria de Ana haciéndola estremecer.
Sentada en un rincón de la celda, la mulata observó a su compañera de prisión, quien, como ella, apretaba en su mano con fuerza un rosario.30 Ana esperaba ser llamada para declarar en su cuarta audiencia. En las tres primeras los inquisidores le habían insistido en que intentara recorrer su memoria para recordar algún hecho o suceso que pudiera haberla llevado ante el Santo Oficio.31 Todo había sido en vano. Tres veces la curandera negó por completo tener idea alguna sobre el motivo que hubiera podido colocarla en aquella situación. Por ello, el fiscal había solicitado ya «poner a Ana en cuestión de tormento», en el que «debía estar y perseverar hasta que diga y declare la verdad».32
La sesión del tormento nunca llegó. Ya rumbo a la sala de la audiencia, Ana de Vega, de oficio reconocido curandera, recordó perfectamente el resto de la historia. Los hechos habían sido más o menos así.
A finales de junio del año 1647, la señora María Sambrano, vecina de Huejotzingo, había caído enferma de una grave enfermedad. Su marido, Juan García Sambrano, decidió llevar a curar a su mujer a Puebla, a casa de sus consuegros, quienes eran tocineros y vivían en el barrio del convento de Nuestra Señora de la Merced de aquella ciudad.
Durante algunos días, la enferma recibió la atención del doctor Bartolomé González Parejo, quien después de algún tiempo se declaró incapaz de curar a doña María y la desahució. De cualquier forma, al declarar que él creía que la enfermedad de la paciente era incurable, el médico dio una última esperanza a su familia y recomendó que esta buscara a una comadre curandera, mujer mulata o morisca (él mismo no lo sabía con precisión), casada con el mulato libre Juan de Alcázar, llamada Ana de Vega. De acuerdo con el médico, era probable que dicha mujer pudiera hacer todavía algo por la enferma.
Algún tiempo atrás, el doctor González Parejo había presenciado la actuación de la curandera, que, al parecer, había dejado bastante impresionado al médico. En el ingenio del conde de Orizaba, él, junto a otros médicos y la propia Ana de Vega, habían ido a atender a una parturienta que tenía dificultades. Frente a muchos otros testigos, la curandera señaló que aquella mujer no estaba embarazada, sino que había sido hechizada. Para solucionar aquel problema y curarla, rápidamente, Ana dio a la mujer una bebida «y le hizo echar tres demonios y unos menores con dos cuernos cada uno».33
Una vez que el doctor González Parejo testificó la curación, este no averiguó nada más. A partir de aquel momento, el médico quedó convencido de que la curandera era experta en «achaques de mujeres»,34 es decir, que dicha comadre entendía enfermedades femeninas que él no podía comprender.35 De esta manera, cuando el médico llegó a su límite profesional con María Sambrano, este señaló que «la cura de su enfermedad era de mujeres y no de médicos»,36 por lo que el galeno sugirió que lo mejor era llamar a la versada curandera pues quizás ella sí tendría algún remedio.
Fue María de la O, mujer de Cristóbal García, consuegra de María Sambrano, quien, frente a las instrucciones del doctor, ni tarda ni perezosa buscó a la dichosa Ana de Vega. Ana también vivía en Puebla, en la plazuela del Colegio de San Luis de los dominicos, así que la mulata pronto acudió al llamado de su nueva cliente.37 La curandera llegó a casa del tocinero y allí encontró a María, recostada en la cama.
Ana revisó a la enferma y tras una detenida inspección diagnosticó que alguien la había hechizado.38 Asustada, María de la O preguntó a la mulata quién había hechizado a su consuegra, en dónde lo había hecho, de qué manera y por qué. La propia enferma preguntó si había recibido aquel hechizo por la boca, a lo que Ana contestó que «si por la boca se lo hubiesen dado no durara ni tres días».39 Después, la curandera agregó que a María alguien le había echado los polvos del hechizo por encima de la ropa.40
A las preguntas sobre dónde había ocurrido aquella desgracia y quién la había perpetrado, la curandera señaló que todo había ocurrido en Huejotzingo y que quien lo había hecho era «una persona con quien [doña María] había tenido gran disensión y enojo».41
En cualquier caso, Ana de Vega prometió curar a la hechizada. Durante tres o cuatro días, la mulata dio a María «diferentes bebedizos», le proporcionó «medicamentos».42 Pronto, la enferma comenzó a sentirse mejor, así que ella y sus familiares decidieron regresar a su casa en Huejotzingo para que allí continuara sanando «con mayor comodidad».43 De esta manera, la familia Sambrano ofreció a la curandera doce pesos a cambio de que siguiera tratando a la enferma, y así Ana de Vega también dejó Puebla por unos días para ocuparse del proceso de curación de su paciente.44
Ya en Huejotzingo, María volvió a preguntar a la mulata quién le había suministrado el hechizo. Esta vez, Ana respondió con toda claridad: quien había hechizado a María había sido su nuera, Ana de Morales, la esposa de su hijo Francisco.45 Una vez proporcionada aquella información, Ana de Vega regresó a Puebla.
Ya en plena convalecencia, María refirió a su hijo Francisco lo que su sanadora le había contado. Al escuchar a su madre, este montó en cólera y se dirigió a la ciudad de los Ángeles en busca de Ana, para que ella le confirmara lo que su madre le acababa de comunicar.
Francisco Sambrano visitó a la mulata en su casa. Allí, ella repitió con todas sus letras lo que había dicho a su paciente y no solo eso, sino que aseguró a Francisco que, de ser necesario, ella misma se lo diría «en su cara» a la propia Ana de Morales.46
El hijo de la familia Sambrano no cabía de furia. Al preguntar a la curandera cómo estaba tan segura de que su mujer había hecho algo así, esta respondió «que era cierto y que no podía decir cómo lo sabía».47 Poco a poco, Francisco se fue convenciendo de lo que Ana de Vega le iba diciendo, mientras su ira crecía y alcanzaba niveles inimaginables.
Finalmente, la mulata hizo un ofrecimiento fatal: si Francisco quería, ella podía darle unos polvos para matar a su esposa en veinticuatro horas.48 El enfurecido hijo de María no sabía qué hacer. En realidad, este seguía dudando de que su mujer hubiese podido cometer un acto así, pero su enojo era cada vez más grande y la lógica se le iba turbando. De pronto, en medio de sus cavilaciones, Francisco recordó que cuando él y Ana de Morales habían estado a punto de casarse, su suegra había tratado de envenenarlo, al saber que él quería llevar a su esposa a vivir con él a Querétaro. Entonces, «llevada del amor de su hija», María Damiana, madre de Ana de Morales, había dado a su yerno un bebedizo preparado con «solimán crudo», poción que tuvo a Francisco muy enfermo y al borde de la muerte durante tres años.49
Este recuerdo convenció a Francisco de que Ana de Morales bien podía haber procedido con María Sambrano, tal como lo había hecho su madre tiempo antes con él. Así que, finalmente, este aceptó los polvos para matar a su esposa, pero en ese momento, el muchacho ya no lo hizo con la sola idea de matarla a ella, sino también a su propia suegra.
Satisfecha con todo lo que estaba ocurriendo, la mulata curandera entregó a su cliente dos papelitos con polvos de efecto distinto. El primero de ellos decía «Polvos para poder matar con ellos dentro de veinticuatro horas dados por Ana de Vega». El segundo: «Polvos dados por Ana de Vega mulata, para templar el rigor de los primeros».50 Pero, además, la curandera no solo dio a Francisco dichos polvos, sino que entregó al furioso muchacho dos misteriosos objetos. Se trataba de dos piecitas que Ana señaló que serían de gran utilidad si Francisco se decidía a usar los polvos. Aquellos dos objetos encantados eran, por un lado, una quijadita con un colmillo y un diente y, por otro, una pieza en forma de corazón con dos ojuelos. La curandera explicó que todo aquello servía para que quien lo llevara consigo saliera libre de todo peligro y riesgo.51
Francisco recibió todo eso y, ya más tranquilo, comenzó a observar con mayor detenimiento la casa de la mulata. El hijo de la familia Sambrano descubrió que en ella vivían, además de la curandera, un criado indio ladino a quien Ana llamaba Pablo; una muchachita que Francisco no supo si era nuera o hija de la mulata y también una anciana que parecía enferma.52
Pero más allá de los habitantes de la morada, Francisco también reparó en varias otras cosas que llamaron su atención. Entre ellas, el muchacho descubrió que en los huecos «de una madera que sustentaba la casa había muchos manojos de cabellos y otras cosas (...) [también] un cajoncillo colgado que no sabía qué tenía dentro», y además, Francisco encontró «una cajuela llena de muchos botes y diferencias de medicinas y otras cosas».53
Después de su larga e intensa visita, Francisco se despidió de Ana y volvió a rogar a la curandera que siguiera curando a su madre, «que él se lo pagaría como lo había comenzado a hacer».54 Tras la entrevista con la mulata, el hijo de los Sambrano había quedado convencido de una cosa: aquella mujer «tenía virtud natural para obrar dichos efectos [así como] (...) sabiduría bastante para el uso y la aplicación de las dichas cosas».55 Es decir, de la misma manera que había ocurrido con el doctor González Parejo, Francisco Sambrano terminó por reconocer en Ana de Vega una autoridad particular.
Poco tiempo después, la mulata regresó a Huejotzingo para seguir curando a la enferma. Esta vez, Ana le dio «algunas ayudas» con las que la purgó; acto seguido, María «echó varios gusanos en sus evacuaciones» y la madre de Francisco aseguró sentir mejoría.56
El hijo de la enferma seguía dando vueltas a la causa que había afectado a su madre. Por ello, exigió a Ana de Vega que le dijera dónde había ocultado el hechizo su mujer. Entonces, la curandera le pidió que la llevara a un «escritorcillo» de su esposa para abrirlo juntos. Efectivamente, Francisco aceptó abrir el mueble de Ana de Morales y, dentro de un cajoncito, encontraron «un moño de cabellos de la dicha su mujer envuelto en papel (...) [y] una como tripita seca con unas puntadas de pita cosidas a ella».57
Allí estaba; en palabras de Ana de Vega, aquella tripa cosida era la depositaria del hechizo. Fue entonces cuando la curandera ordenó proceder con el ritual. En ese mismo momento, Ana pidió a Francisco que quemaran el hechizo en el patio. De esta manera, la curandera, el hijo de María, su padre y el mozo mestizo prendieron un brasero en aquel lugar. Ana de Vega se colocó frente a la hoguera y con gran teatralidad comenzó a dirigir el rito. La mulata arrojó la tripita al fuego y poco a poco esta se calentó y se comenzó a incendiar. Cuando esto ocurrió, la curandera empezó a dar gritos y a pedir a los testigos que se alejaran del fuego y del humo para evitar que los polvos que quedaban en el hechizo ahora pudieran matarlos a ellos.58 Desde su lecho de enferma, María también observó la escena.
Una vez que la tripa se consumió, Ana de Vega exclamó que aún había más hechizo en el escritorio de la mujer de Francisco Sambrano, por lo que la mulata pidió a este último regresar al mueble para seguir inspeccionando en su interior. Esta vez, la curandera encontró otro «papelito con dos cueritos que parecían ser de carne seca»,59 así como un papel con unas adormideras.
Frente a dichos objetos, Ana explicó que ambos tenían hechizo. En aquel momento, Francisco volvió a dudar, pues recordó que él mismo había comprado con su mujer las adormideras en Querétaro, pero cuando le dijo esto a la mulata ella lo reprimió y le dijo que no, que aquello era hechizo y que había que guardarlo rápidamente.60
Convencido de la maldad de su mujer, Francisco salió de casa de sus padres hacia la suya. En ella encontró a Ana de Morales, a quien el joven Sambrano increpó furioso, acusándola de haber querido matar a su madre. Tras las recriminaciones de su marido, Ana de Morales rompió en llanto, negando todo con desesperación. En medio de aquella escena, Francisco siguió gritando y refirió a su esposa todos los objetos sospechosos que él y la curandera habían encontrado en su escritorio.
Entonces, Ana de Morales explicó muchas cosas. Enojada, la mujer aseguró que todo lo que Francisco decía eran mentiras y embustes de Ana de Vega. Que «la tripita que había quemado era el ombligo de su hijo, Juan, el mayor, que su misma abuela, la madre de Francisco, se lo había cortado y le había dado las puntadas de pita»;61 «... que los cueritos de carne seca eran reliquias de un religioso de la orden de Nuestra Señora del Carmen que había muerto en Querétaro y que era venerado por santo por la hermana de Francisco»,62 y que lo otro, «él sabía que eran adormideras».63
Poco a poco, las palabras de Ana de Morales fueron haciendo entrar en razón a su marido. Después de un rato, Francisco se serenó y, al ir escuchando lo que su mujer le decía, este comprendió que todo lo que ella le explicaba era verdad y que su esposa era, en realidad, inocente. De inmediato, Francisco salió de su casa y regresó a la de sus padres, en donde volvió a hablar con su madre para contarle todo lo que su mujer le había aclarado. María lo escuchó y, después de hablar con su hijo, ella estuvo completamente de acuerdo con su nuera. Pero además, ahora, Francisco y su madre habían quedado también convencidos de otra cosa: Ana de Vega no solo era una mentirosa y una embustera, sino evidentemente, una bruja hechicera.
A partir de aquel momento, Francisco abandonó la fe que había tenido en la curandera a quien días antes había encomendado la salud de su madre. En lugar de ello, el hijo de María comenzó a estar «sospechosísimo en los remedios que [Ana de Vega] usaba en sus curaciones», pues la mulata «no tenía ciencia, ni sabiduría de curandera médica para proceder».64
Fue entonces cuando el hijo de la familia Sambrano acudió con el capellán de Huejotzingo, don Joseph de Goitia, quien fungía como comisario del Santo Oficio y como juez eclesiástico, para denunciar a la tal Ana de Vega. Además de referirle toda la historia, Francisco aseguró que la mulata curaba sin «carta de examen del Protomedicato de este reino ni licencia de la justicia Real para poderlo hacer con aprobación de los médicos de la ciudad de los Ángeles y que con dicho oficio anda curando y engañando a enfermos, llevándoles su dinero injustamente».65 Por otro lado, Francisco aseguró que si Ana curaba era «accidentalmente o por virtud de pacto tácito o explícito con el demonio».66 Frente al comisario, el joven también se alegró mucho de no haber usado ni los polvos para matar a su mujer y a su suegra, ni los objetos «encantados por el demonio» que Ana le había dado. Al mismo tiempo, pidió perdón por haber incurrido en la idea del asesinato y se arrepintió de ello.67
En su declaración, Francisco Sambrano dijo muchas otras cosas más. Entre ellas, el muchacho aseguró que Ana de Vega tenía «tan mal gesto y parecer en su rostro y sus ojos trastocados y cabellos rubios que su fealdad denota al parecer exterior» y que todo ello confirmaba que la mulata era una hechicera.68
En ese mismo tenor, Francisco apuntó que también la anciana que vivía con Ana de Vega tenía cierto aspecto «en su cara y en su persona» que hacían pensar que era su consorte. Pero no solo esto, el hijo de María Sambrano también recordó «que había oído decir por público y notorio en Huejotzingo y en Puebla que la dicha mulata curandera era tenida y reputada comúnmente por bruja y hechicera y que la llamaban Anica por mal nombre y que lo había oído decir a muchas personas».69
Además de Francisco, pronto declararon contra Ana de Vega la propia María Sambrano, el mozo mestizo Francisco Vázquez y don Juan García Sambrano. Este último señaló que había ido a declarar «... por causa del rumor que en esta ciudad ha corrido de mala fama» contra Ana de Vega.70 Los testimonios de los testigos coincidían plenamente.
Una vez que el comisario Goitia tuvo toda la información, este mandó llamar a su propia casa a Ana de Vega. Allí, el eclesiástico le preguntó con qué licencia estaba curando, y al descubrir que, en efecto, la mulata carecía de cualquier permiso del Protomedicato, don Joseph de Goitia la mandó apresar en las cárceles públicas de Huejotzingo, mientras remitía el expediente a los inquisidores de la ciudad de México.71
Frente a aquella resolución, el marido de Ana de Vega, el mulato libre Juan de Alcázar, acudió con don Joseph para pedir que liberara a su mujer. La súplica del esposo no fue escuchada y la mulata curandera permaneció presa en la cárcel de la justicia civil, mientras el tribunal de la Inquisición resolvía qué hacer con su caso.
El 9 de julio de 1647, el tribunal del Santo Oficio ordenó al comisario Goitia trasladar a la presa de la cárcel pública a las cárceles secretas de la Inquisición. De esa manera, Ana de Vega salió rumbo a la ciudad de México, custodiada y sin poder hablar con nadie durante el camino de Puebla a la capital del reino. Con ella solo iban su cama y su ropa de vestir.72 El resto de sus bienes había sido confiscado para ver si podían venderse en almoneda.73 En realidad, poco o nada pudo sacarse de ellos, pues lo que el tribunal encontró para subastar fueron cosas y objetos de ningún valor: «marañas de cerdas de caballo, emplastos de pipizagua, ollitas con ungüentos, manojos de ruda, de santa maría, eneldo, hierbabuena y manzanilla... sebo de macho, tuétano de vaca, unto sin sal».74
A partir de aquel momento, Ana había estado presa durante ocho meses. En un principio, la mulata se había mostrado segura de su inocencia. Sin embargo, ahora, ya en febrero de 1648 y después de haber negado en tres ocasiones haber incurrido en cualquier falta o delito contra la fe, Ana de Vega comenzó a cambiar de actitud y finalmente se decidió a declarar otras cosas para evitar el tormento y para pedir la misericordia y el perdón de los inquisidores. De esta manera, esto fue lo que la mulata curandera de Puebla confesó, finalmente, en su cuarta y última audiencia frente al tribunal del Santo Oficio de la Inquisición.
Allí, una vez más ante los inquisidores, Ana de Vega suplicó que «por amor de Dios» se mirara su causa. Para ello, la mulata explicó que ella «trataba de ser curandera sin bellaquería ninguna» y que había ejercido aquel oficio «por ser pobre y desvalida».75 Ana también declaró que además de ser curandera, ejercía de partera y como tamalera en su vida diaria.
Por otro lado, la mulata señaló ser hija de un «español gachupín» que no sabía su oficio y de una mulata libre, natural de Atlixco.76 Ana también relató que, gracias al ejercicio de su oficio de curandera, antes de casarse había logrado liberar a su marido, el mulato Juan de Alcázar, quien había sido esclavo del licenciado Blas Sánchez de la Barba. Después de la liberación, ambos habían contraído matrimonio y habían tenido tres hijos: Nicolás, Domingo y María.77
La curandera aseguró que era cristiana, que había sido bautizada y confirmada. En ese mismo sentido, dijo escuchar misa y confesarse los días que mandaba la Iglesia, así como que tenía una Bula de la Santa Cruzada. Frente a sus jueces, Ana se persignó y santiguó correctamente, también recitó el Padre Nuestro y el Ave María, si bien este último no lo pudo rezar muy bien. En realidad, la mulata tampoco supo más oraciones ni pudo referir otros detalles de la doctrina cristiana.78
Ana mencionó que no sabía leer ni escribir. Después de escuchar su discurso de vida, los inquisidores le leyeron las acusaciones que había en su contra y lo que habían dicho los testigos que la habían denunciado. En varios momentos de la lectura, Ana reveló gran sorpresa y horror; de tal forma, a muchas de las acusaciones la mulata solo respondió con un «¡Virgen Santísima!». En otros momentos, la mulata intentó defenderse y señaló que las denuncias eran falsas. No obstante, poco a poco, la acusada no tuvo más remedio que ir confesando que muchos de los cargos que había en su contra eran, en efecto, verdad.
Así, poco a poco, el interrogatorio fue revelando muchas contradicciones y declaraciones incoherentes por parte de la acusada. En un principio, cuando el miedo y la desesperación no se habían apoderado de ella, Ana negó haber curado con embustes; entonces esta había explicado que las recetas que utilizaba se hacían con yerbas y raíces bien conocidas. Para apoyar los argumentos sobre su inocencia, la curandera también había asegurado que curaba con ayuda de Dios Nuestro Señor. Sin embargo, conforme el interrogatorio fue avanzando, la mulata comenzó a suplicar misericordia cada vez con mayor vehemencia y empezó a aceptar su culpabilidad en algunas acusaciones, aunque siempre negó rotundamente tener pacto implícito o explícito con el demonio. Poco a poco, su voz fue revelando la enorme angustia que Ana experimentaba ante el fehaciente interrogatorio y las contundentes acusaciones de los inquisidores.
Finalmente, ya muy desesperada, Ana llegó a la última etapa de la funesta entrevista. Entonces, la curandera confesó haber dicho y hecho todo lo del hechizo de María Sambrano solo «de bulto».79 También manifestó que, para ello, «no la [había] movido a torpeza más que el dinero e interés y tener con qué sustentarse», porque siempre había sido «fiel católica cristiana (...) y que el no haber confesado desde luego la verdad fue de vergüenza y empacho que tuvo (...)».80
Al concluir aquella afligida confesión, la mulata volvió a suplicar perdón y misericordia. Ya como una última de sus intervenciones, Ana de Vega agregó que si Dios la había hecho fea, qué culpa tenía ella, y que si los demás le llamaban Anica la Bruja, que Dios los perdonara.81 Por último, en busca de la redención, la curandera hizo una conmovedora promesa: a partir de aquel momento, ella se comprometía a «buscar por otro camino su comida. Y no por este tan peligroso».82
Sin embargo, a pesar de las emotivas súplicas y confesiones de Ana, el arrepentimiento, el miedo, la culpa o la vergüenza llegaron demasiado tarde para la mulata curandera de Puebla. Así, el viernes 14 de febrero, los inquisidores fueron «de voto y parecer unánimes» y la declararon culpable. Al no haber confesado a tiempo y al hacer caso omiso de las tres advertencias que le habían hecho sus jueces con anterioridad, Ana de Vega se había hecho «indigna de la misericordia que el Santo Oficio acostumbra usar con los buenos y verdaderos confidentes».83 Por ello, la sentencia final fue condenatoria. De esta manera, los inquisidores acusaron a Ana de Vega de «hereje apóstata, invocadora de demonios, sospechosa de pacto con ellos, embustera y ladrona».84 Frente a aquellos cargos, el tribunal del Santo Oficio la sentenció a sufrir «las mayores y más graves penas del derecho (...) para que a esta rea sirva de castigo y a otros, de ejemplo».85
Tras la sentencia, los inquisidores ordenaron que Ana de Vega saliera en el auto público de fe con una vela de cera en las manos y una soga al cuello. Además, los jueces establecieron que la mulata debía presentarse «en un asno desnuda de la cintura arriba», y después de deambular por las calles de esa manera y con voz de pregonero, debía recibir doscientos azotes y ser desterrada perpetuamente de la ciudad de Los Ángeles. Sobra decir que los inquisidores también prohibieron a Ana de Vega volver a ejercer los oficios de partera y de curandera mientras viviere.86
INDIVIDUO Y SOCIEDAD: ANA DE VEGA Y LOS PORMENORES DE UNA IDENTIDAD FEMENINA NOVOHISPANA
El caso de Ana de Vega ofrece indicios interesantes para rastrear un fenómeno complejo que las curanderas novohispanas experimentaron en su vida cotidiana: el proceso de construcción de una identidad particular que se tradujo en la interpretación de diferentes personajes por parte de mujeres que, como ella, tuvieron un lugar y una función importante dentro de sus propias comunidades. Efectivamente, la historia de este fenómeno cultural narra la manera en que muchas curanderas se definieron a sí mismas, la forma como se autoconcibieron y el modo en que estas cobraron conciencia de quiénes eran. Por otro lado, la historia de Ana de Vega también revela indicios interesantes para reconstruir cómo «los otros» las miraron y las imaginaron.87
Como es fácil advertir, Ana de Vega no tuvo una identidad estática o inamovible.88 Por el contrario, como muchas otras personas de su época, a lo largo de su existencia la mulata de Puebla adoptó diferentes personalidades que la hicieron actuar y comportarse a partir de las expectativas sociales y necesidades particulares de cada momento de su vida.
Este carácter mudable de su identidad se reflejó, incluso, en los cambios de personalidad que Ana de Vega experimentó a lo largo del proceso inquisitorial al que fue sometida. Como se ha dicho ya, durante los primeros meses del juicio, la mulata se mostró segura, tranquila y todavía cierta de su inocencia. Conforme el tiempo comenzó a transcurrir y el miedo, la culpa o la vergüenza se fueron apoderando de ella, la hasta entonces serena curandera se fue transformando de manera conmovedora en una mujer ansiosa, desesperada, que finalmente terminó por confesarse, describirse y mirarse a sí misma como una embustera culpable.
En gran medida, como se ha visto en el proceso de Ana de Vega, la identidad personal de muchas mujeres como ella estuvo definida por el ejercicio de su quehacer profesional. Ciertamente, la práctica del oficio de curandera diferenció a estos sujetos femeninos de otros que vivían en sus comunidades. Y es que tanto ellas como sus vecinos reconocieron en sus personas a especialistas con características particulares de las que se esperaba ciertas habilidades, actitudes, gestos y cualidades.89
Es decir, como todas las identidades personales, la de las curanderas novohispanas osciló siempre entre la mirada interna de las propias mujeres que ejercieron aquel oficio y la mirada o las miradas colectivas bajo las cuales fueron vistas en sus barrios, villas o ciudades.90
De esta manera, la imagen que muchas curanderas tuvieron de sí mismas estuvo en constante diálogo con la imagen que aquellas mujeres desearon proyectar de sus personas entre sus vecinos y conocidos.91 Del mismo modo, vale la pena insistir en que muchas veces lo que estos últimos sujetos vieron en ellas influyó significativamente en la manera como las curanderas pudieron construir su propia identidad y personalidad.92
En resumen, la identidad individual de estas mujeres fluctuó, siempre, entre «la persona» y «el personaje», entre aquello con lo que las curanderas se definieron interiormente –desde su pensamiento, su historia de vida y su sentir más íntimo– y aquello que los otros atribuyeron y percibieron en ellas como propio de estas.93
Ahora bien, en realidad, las múltiples identidades de las curanderas se vincularon, también, con la expresión de muy diferentes comportamientos y actitudes por parte de ellas. Así, por ejemplo, Ana de Vega fue una mulata, pero también, una madre de familia, una esposa y una vecina. Por lo demás, para muchos, durante algún tiempo, Ana fue vista como una respetada curandera. Sin embargo, al final de sus días, esta terminó siendo juzgada como una vil bruja embustera.94
En su confesión frente a los inquisidores, Ana declaró ser una mulata, católica y cristiana. Durante sus audiencias, también dijo ser una mujer legítimamente casada y madre de familia de tres hijos. Es evidente que, al definirse a ella misma a partir de aquellos atributos, Ana buscaba demostrar a sus jueces, pero quizá también a ella misma, que se encontraba perfectamente dentro del estereotipo de mujer «decente» promovido y aceptado por la cultura contrarreformista de la época. Ahora bien, más allá de la forma en que Ana de Vega buscó definirse a sí misma frente a las autoridades inquisitoriales, lo cierto es que, finalmente, una parte de su vida cotidiana sí discurrió de aquella manera y la mulata actuó de acuerdo con ciertos roles establecidos y cumplió varias obligaciones femeninas que seguramente le permitieron vivirse y mirarse a sí misma como una «buena mujer» dentro de su sociedad.
Al mismo tiempo, Ana de Vega no fue, evidentemente, una esposa ni una madre de familia como la mayor parte de sus congéneres. En primer lugar, a diferencia de muchas otras mujeres, ella ejerció un oficio cuya práctica requirió salir de casa constantemente.95 No solo eso: para desempeñar aquella profesión, Ana de Vega tuvo que desplazarse, es decir, alejarse de su ciudad y de su hogar, y visitar otros pueblos, otras villas y otras moradas. Abandonar su domicilio, a veces durante días, para instalarse en sitios ajenos a su espacio doméstico dio a esta mujer un carácter, sin duda, singular.
De acuerdo con los ideales de esposa y madre de familia contrarreformistas, las mujeres no debían llevar vidas itinerantes, ni mucho menos pasar demasiado tiempo fuera de sus propias casas o espacios domésticos. Sin embargo, en el caso de Ana de Vega, tal como ella misma lo aclaró frente a los inquisidores, vivir de esa manera fue resultado de la búsqueda del sustento no solo personal, sino también el de su marido y de sus hijos.96 En ese sentido, la identidad de Ana de Vega como madre de familia dedicada y sacrificada guardaba ya en sí misma una inconsistencia o fuerte contradicción.
Porque, en efecto, si Ana trabajaba fuera de su casa, esto era para mantener a su familia; más aún, de acuerdo con su confesión, su oficio le había permitido liberar a su marido de la esclavitud, situación que sin duda hablaba no solo de la buena voluntad que esta mujer le había tenido al dicho Juan de Alcázar, sino también de que ella cumplía con los valores de lealtad y amor conyugal recomendados por la Iglesia. Las súplicas que el antiguo esclavo hizo a las autoridades civiles para que liberaran a Ana de la cárcel pública de Huejotzingo hacen suponer, también, que estos cónyuges llevaban una relación, cuando menos, solidaria.
Es decir, de acuerdo con lo que puede observarse en su proceso, Ana de Vega fue una mujer que seguramente cumplió con muchos de los roles maternales y conyugales establecidos por la cultura religiosa de su época como comportamientos ideales. Al mismo tiempo, esta fue una mujer activa y dinámica que tuvo que abandonar su hogar para colaborar con el mantenimiento material de su familia. Así, tal como ella misma lo confesara, durante mucho tiempo Ana se dedicó a partear y a curar para ganar dinero. Su fama como especialista en «achaques de mujeres» había ido creciendo y muchos vecinos escucharon los rumores que se convirtieron en el sustento de una buena fama y una buena reputación.97 El dinamismo y carácter activo de la personalidad de Ana de Vega vuelven a relucir cuando esta confesó que, además de haber ejercido su reconocido oficio, ella también había sido tamalera.
Una vez más, este pequeño dato hace suponer que la mulata trabajaba arduamente y que siempre buscó formas alternas para llevar más ingresos a su casa. Es interesante observar que tanto el oficio de curandera como el de tamalera exigían que Ana saliera de su morada todos los días y que visitara espacios públicos y privados en los que establecía intercambios materiales, emocionales e intelectuales de todo tipo con muchas personas.
En principio, en la cultura católica e hispánica del siglo XVII, salir a las calles, visitar diferentes espacios y ver lugares lejanos eran experiencias que se consideraban, más bien, propias de los hombres. Al mismo tiempo, es evidente que el oficio de curandera implicaba, sobre todas las cosas, experiencias relacionadas exclusivamente con «lo femenino», como eran preparar la comida, alimentar a las personas, curar a los enfermos, cuidar y atender a los otros.98 Es decir, como es fácil observar, la identidad de estas mujeres se construyó a partir de atributos masculinos y femeninos que hicieron de sus personalidades identidades mucho más ricas, dinámicas y complejas de lo que los estereotipos de la época establecían como modelo de identidad femenina ideal.
A lo largo del proceso inquisitorial, las descripciones que hicieron los testigos que denunciaron a Ana de Vega frente al Santo Oficio muestran a una mujer segura de sí misma, que actuaba con gran autoridad y conocimiento frente a una comunidad que la reconocía como experta en asuntos difíciles de entender y solucionar. Antes de convertirse en el blanco de las sospechas y los enojos de la familia Sambrano, Ana había gozado de muy buena fama y reputación.
De acuerdo con aquella imagen colectiva, la curandera había ido y venido con gran libertad de Puebla a Huejotzingo sin levantar dudas entre los vecinos. Además, esta gesticulaba, ordenaba y disponía lo que los otros debían hacer y creer sin que nadie se atreviera a poner en tela de juicio su actuar o sus mandatos.
En realidad, en un principio, el buen nombre de Ana de Vega se sustentó gracias a la opinión tan favorable que el doctor González Parejo se había dedicado a difundir sobre ella en la comarca. El respaldo de un profesional distinguido como él sin duda contribuyó a que la comunidad poblana construyera un halo de confianza y respetabilidad en torno a la afamada curandera. Al reconocer que la mulata poseía saberes misteriosos y que conocía de secretos femeninos que él desconocía, y para los cuales él se declaraba inepto, el médico otorgó a esta mujer un prestigio que la colocó en un nivel incluso superior al especialista universitario.99
Al mismo tiempo, este reconocimiento particular seguramente influyó en lo que la propia Ana de Vega pensaba de sí misma, así como en la imagen que ella deseaba seguir difundiendo y fortaleciendo de su propia persona entre su comunidad. Por ello, durante mucho tiempo, lo que la gente vio en Ana en un principio fue, precisamente, a una mujer capaz de actuar como una verdadera profesional de la medicina popular y, sobre todo, a una mujer que se comportaba como una auténtica experta en los misteriosos asuntos femeninos.
Fue justo bajo esa máscara como Ana de Vega se presentó como un personaje prestigioso y con autoridad al llegar al lecho de doña María Sambrano. La interrelación entre la imagen externa y colectiva que se tenía de esta curandera y la imagen interna e individual que esta tenía de sí misma puede intuirse así, fácilmente.
Resulta obvio que la buena fama que Ana de Vega parecía tener en su comunidad influyó en la imagen que la familia Sambrano se construyó de la curandera en un principio. En efecto, la mulata supo aprovecharse de aquella buena reputación y utilizó su prestigio con gran habilidad para poder prestar sus servicios y ganar con ello no solo una remuneración material –que ella misma confesó que era el móvil principal de sus acciones–sino también, para incrementar su autoridad y, con ello, asegurarse que otros pudieran solicitar su atención también en el futuro.
Más allá de lo que ella misma ya confesó frente a los inquisidores al reconocerse culpable y embustera, el quehacer profesional de Ana de Vega como curandera segura de sí misma había implicado, como es fácil advertir, el manejo de una serie de habilidades entre las que se encontraban la astucia y la intuición.
Así, por ejemplo, para explicar la causa del mal que aquejaba a su paciente, la mulata de Puebla no solo recurrió a hablar del hechizo, sino que además esta culpó rápidamente a la nuera de María Sambrano de ser la causante del padecimiento de su suegra. Seguramente, Ana conocía las complicaciones que podía haber en aquel tipo de relación femenina y, por lo tanto, consideró oportuno aprovechar la posible cizaña existente entre dos mujeres unidas por ese vínculo.
Sin embargo, en esta ocasión, lejos de asegurarle su subsistencia, el intento de jugar con los equilibrios familiares de los Sambrano le salió verdaderamente caro. La cizaña, las mentiras y su empeño en fragmentar el orden familiar de manera tan extrema se revirtieron en su contra, y así transformaron la admiración, el reconocimiento y el estatus de los que había gozado en su comunidad en enojo, sospecha, reprobación y condena.
Pronto, la antigua buena fama y el buen nombre de Ana de Vega se convirtieron en una muy mala reputación, la misma que rápidamente se reprodujo gracias a muchos rumores y murmuraciones negativos que, a pesar del reconocido prestigio del que la curandera había gozado durante mucho tiempo, circulaban de manera paralela en aquellos sitios en los que se hablaba de ella.
De esta manera, si en un principio la familia Sambrano había creído fehacientemente en la opinión positiva que el doctor González Parejo había difundido sobre la mulata poblana y en las noticias de que Ana era una gran curandera, una vez que Francisco descubrió las mentiras y calumnias que esta inventara sobre su mujer, lo que terminó pesando mucho más sobre él fueron los rumores negativos que seguramente también había escuchado sobre ella en alguna ocasión, pero que en su momento había ignorado. Finalmente, para Francisco y para los inquisidores aquellos malos rumores terminaron por convertir a Ana de Vega en «Anica la bruja».
El desenlace del caso de Ana de Vega, la curandera mulata de Puebla parecería, cuando menos, conmovedor. La narración de su cuarta audiencia inquisitorial muestra la manera en que esta mujer fue sintiéndose cada vez más perdida y cada vez más alejada de la posibilidad de obtener la deseada redención de sus jueces, y muestra también a una mujer que terminó por asumir una identidad muy distinta a la que ella misma se había construido y fue identificada durante mucho tiempo.
La antigua alta autoestima que esta mujer se había construido a partir de su prestigio y su buena fama fue completamente destruida frente a los inquisidores; en su lugar, lo que apareció en ella fue una identidad constituida por un cúmulo de dudas, congojas, miedos, temores e impotencia.100
A modo de conclusión: como se ha señalado ya, entre los rumores que los inquisidores citaron como parte de las declaraciones que terminaron por denostar a Ana de Vega, los jueces incluyeron una de las supuestas pruebas contundentes de su verdadera personalidad: su fealdad física.
Heredera de la cultura y el imaginario medieval, la sociedad barroca asoció la fealdad corporal con la imperfección moral y la maldad. Las personas feas escondían, así, vicios, pecados y naturalezas oscuras que salían a la luz con un físico desproporcionado, defectuoso o deforme. Bajo aquella mirada, las brujas eran feas como clara señal de su relación con Satanás.101
Cuando los inquisidores dijeron a Ana que muchos de sus vecinos hablaban de ella como una mujer fea y, por lo tanto, como una mujer claramente vinculada con el Demonio y las fuerzas del mal, la vituperada curandera asumió sin chistar su fealdad física, aunque también agregó que si Dios la había creado así, ella no tenía la culpa. Al mismo tiempo, para quienes la habían visto como aquella mujer de fealdad malévola y demoníaca y la habían llamado Anica la Bruja, la acusada solo pidió que Dios los perdonara.
Al leer la historia de Ana de Vega y conocer el veredicto final de su sentencia, el historiador no puede evitar la tentación de preguntarse: una vez que sus jueces la encontraron culpable y la condenaron, ¿cuál habría sido su reacción?, ¿se habría perdonado aquella mujer a sí misma de haber sido quien era? Lamentablemente, como tantas otras cosas que pasan en la historia, en realidad esto tampoco lo podremos saber nunca. Sin embargo, lo que sí parece cierto es que, al final de su proceso, Ana de Vega se arrepintió de haber actuado como lo había hecho durante muchos años y que así, movida por el miedo o por la vergüenza, esta desventurada mujer prometió dejar de ser quien había sido hasta entonces.
Efectivamente, la Ana de Vega que desfilara por las calles de la ciudad de Puebla montada en un asno semidesnuda y humillada poco o nada parecía tener que ver con la antigua curandera que alguna vez dirigiera con vehemencia la quema del hechizo que supuestamente había enfermado a María Sambrano.
Sin embargo, si se mira con mayor cuidado, en realidad, tanto una como la otra, tanto la pecadora humillada como la experta admirada, fueron, finalmente, dos máscaras o dos personajes interpretados por la misma persona. Expresión típica del trampantojo barroco, de esa cultura que hizo oscilar la vida entre la realidad y el engaño, entre la ilusión y la verdad.
Y es que, como muchas otras curanderas de su época, Ana de Vega perteneció a ese mundo de claroscuros en donde la identidad de las personas se construyó, inevitablemente, a partir del disimulo, la ambigüedad, el enigma y la contradicción.102