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I
Génesis de la violencia

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En 1969, cumpliendo yo apenas cinco años de edad y con mi madre recién enviudada, recibimos en nuestra casa de Zárate, lugar en el que nací, la visita del tío Augusto. Su actitud de congoja era realmente creíble y esa misma noche se quedaron, hablando y llorando, hasta altas horas de la madrugada. Al día siguiente mi madre me comentó que el tío se quedaría algún tiempo en casa, hasta que pudiéramos reorganizarnos un poco.

El tiempo transcurría sin mayores cambios: mi madre probando suerte con algunos trabajos, el tío con su taxi; y yo, de casa al jardín de infantes, del jardín a la tele, y de la tele a la cama. Él ayudaba en todo, en las cosas de la casa y en la economía también. Mi madre consiguió quedar efectiva en una fábrica y por las noches de mesera en un bar. Su ausencia comenzó a prolongarse casi hasta el punto de no verla algunos días; cuando ella despertaba yo aún dormía, y cuando regresaba por la noche nuevamente me encontraba dormido. Como el tío Augusto, con su taxi, disponía mejor de los horarios, él se encargaba de llevarme y traerme a la escuela. Me dejaba en la puerta y, con dos palmadas en el culo, me decía: “Vaya, sobrino, vaya a conquistar chicas nomás”.

Mientras duró ese invierno, mi madre se encargaba de darme un baño cada tres o cuatro días; la casa era muy fría. Pero llegada la primavera de aquel año, comencé a tener mis primeras tardes en el río, pescando mojarras y arrojando piedras al agua. A veces nos llevaba el hermano mayor de Paco, un amigo que vivía a dos casas en la cuadra, y otras veces nos llevaba Augusto. Río, tierra y arbustos me dejaban en condiciones necesarias como para tener que darme un baño a diario. Como mi madre no siempre estaba, algunos de esos baños me los daba el tío. Recuerdo que después de pasarme la toalla por todo el cuerpo, me paraba frente al espejo: “¡Pero qué pito grande que tenés, varón!”, me decía, mientras me lo zamarreaba con la mano y comenzaba a reír con su voz ronca y gastada. Yo sonreía, para retribuirle la gracia, y él me llevaba en andas hasta la pieza para ponerme el pijama. Cuando el baño me lo daba mi madre, todo era rápido y sin demasiadas vueltas; en cambio, los baños del tío cada vez se prolongaban más, y con más jugueteos. Cuando me paraba frente al espejo me hablaba, no paraba de hablarme; y me decía que no le contara nada a mi madre, que eso era cosa de hombres. Después me mandaba solo a la pieza y se encerraba en el baño, por algunos minutos. No necesito recordar más para saber cómo, después de un tiempo, esos jugueteos fueron mucho más allá.

Cuando llegó el verano y se terminó la escuela, también llegó la despedida del tío. Fue una mañana de domingo. Después de una charla prolongada con mi madre, Augusto me dio un beso en la mejilla; me guiñó un ojo, con un dedo en la boca me incitó al silencio, y se marchó.

Todo se había complicado. Algunos días los pasaba en casa de Paco, y otros en la fábrica con mi madre. Mi carácter había cambiado; los días que pasábamos en casa, yo vivía recluido en mis juguetes, a veces jugando con la mente perdida, sin sentido alguno. Ella pensaba que recién ahora yo comenzaba a somatizar la muerte de mi padre; pero, en realidad, no sabía que muchas noches –después de darme un baño– mis piernas se ponían rígidas y sólo podía dormir boca arriba, de manera que mi espalda sintiera la seguridad del colchón. No soportaba la cercanía de ningún hombre adulto. Sólo me resguardaban los brazos de mi madre, y, en época de clases, los de mi señorita Eliana. Más de una vez tenía que rescatarme de los rincones, proponiéndome algún juego o con alguna tarea. Ella sentía mis vibraciones y, por lo general, acababa por insistirme con preguntas que me anudaban aún más la garganta. Varias veces terminó mi madre teniendo extensas charlas en la escuela, donde le recalcaban el problema de mi aislamiento, pero ella no le daba mayor relevancia y aducía todo a la muerte de mi padre; y decía que el tiempo todo lo curaría.

A principios de 1970 la economía hogareña se derrumbó definitivamente, y en marzo nos mudamos a Buenos Aires, a vivir en casa de mi abuela Nilda, en pleno corazón de San Telmo. Cuando llegamos, había para mí una habitación completamente refaccionada y decorada. De los muchos juguetes que ahí había, un pequeño ejército de plástico azul pasó a ser mi favorito. Con él pasaba largas tardes en el patio del viejo caserón. Un soldado atrincherado tras las patas de la maceta del helecho recibía el ataque sorpresivo de otros dos que, fusil en mano, le descargaban la ametrallada que mis labios emitían, con los dientes apretados. Y luego del fusilamiento de aquel maldito enemigo, se dejaban llevar por mis manos hasta la rejilla, donde se apostaban cuerpo a tierra, mientras un tanque que yo había escondido tras una pila de baldosas rotas los sorprendía con un bombazo que me hacía saltar la saliva de la boca. Y así, el genocidio de plástico iba cubriendo el tiempo de mis tardes porteñas. Ya no tenía el río, ni arbustos ni mojarras, pero la vida en la casa de la abuela Nilda se volvía cada vez más confortable y tranquila. Las galletas horneadas por las tardes y las horas de televisión y chocolate caliente, en un sillón apolillado pero robusto, poco a poco fueron relajando mi ánimo, y al tiempo comencé a dormir ya con más soltura.

Comencé mi primer grado de escuela primaria con un mes de atraso, a causa de la mudanza, lo cual no me ayudó mucho. Ya no estaban los brazos de Eliana para rescatarme de los rincones. Mi carácter se cerraba día a día y la poca comunicación con el resto de mis compañeros armaba de a poco un oscuro entretejido, del cual escapaba solitariamente en el patio de mi abuela, armando ejércitos y batallas, fusilando miniaturas, como una premonición de los años que vendrían.

Mi madre aún era joven. Las luces de la ciudad y la sangre bulliciosa de la facultad, a la cual había ingresado por aquellos tiempos, ahuyentaron los fantasmas de mi padre rápidamente. A mediados de 1972 conoció a Ángel, un barbudo estudiante de arquitectura. El amor de ellos fue creciendo, a medida que mis infantiles ideas de cielo e infierno iban tomando forma en mi cabeza. No me molestaba que mi madre se muriera de amor por Ángel, pero nunca respondí a los acercamientos que él, con toda la bondad que lo abundaba, intentaba cada día. Íntimamente apreciaba su presencia en la mesa del domingo, o sus ocurrencias nocturnas de buscar planetas entre las estrellas; pero no podía soportar que sus manos se me arrimaran, y mucho menos que me tomara por la cintura.

En ningún momento mi madre se alejó de mí, ni descuidó mi educación; por el contrario, el espíritu de Ángel la movilizó a salir adelante. Cada tanto, a pesar de los refunfuños de mi abuela, la casa se llenaba de estudiantes. Hasta altas horas de la madrugada filosofaban, bebían y fumaban, embelesados por las ideas y el rock and roll de aquellos años. A pesar de que mi madre me resguardaba de aquellas reuniones, yo me mantenía despierto tratando de escuchar lo más posible aquellas filosofadas, colosales para mi precario entender de la vida. Y entre la política y los sueños, unos pocos que siempre se quedaban hasta lo último armaban los planes para el mundo nuevo.

En el 74 cumplí diez años. Por mi cabeza comenzaban a sucederse otros razonamientos, aunque infantiles aún, cuando el enorme televisor en blanco y negro anunció la muerte del General Perón. Mi abuela, que para entonces tenía su salud muy deteriorada, rompió en llanto. Mientras yo le tomaba una mano, con la otra oprimía fuerte un pañuelo color té, regalo de la mismísima Evita. Una tarde entera lloró sin consuelo, mientras mi madre y Ángel conversaban en voz baja. Así estuvieron hasta entrada la noche, cuando salieron para regresar recién por la madrugada. Yo dormí toda la noche pegado a mi abuela, sintiendo en su respiración una profunda congoja. Diez días después de los funerales del General, mi abuela Nilda cerraba sus ojos para siempre, sentada en el viejo sillón en el que yo pasaba mis tardes mirando tele. La noche anterior, mientras cenábamos, tomó a mi madre de las manos y dijo: “Ana, Ángel, cuídense, chicos, piensen en Alfonso”.

Poco tiempo después Ángel ya estaba viviendo con nosotros. Yo ya me movía solo, al menos para ir a la escuela, que quedaba a pocas cuadras. Así a mi madre se le hacía menos complicado llevar adelante el trabajo y el estudio. Mi relación con Ángel era mucho más abierta, pero sin acercamiento físico de mi parte. En varias ocasiones, intentó convencerme de que le contara el porqué de aquella oscuridad misteriosa que percibía en mí; pero entonces sólo lograba que en esos momentos me alejara más. El fantasma del tío Augusto regresaba a mi memoria, y aquellas noches volvía a dormir boca arriba y con las piernas tiesas.

Con el correr de los meses, las reuniones en casa comenzaron a ser más frecuentes; pero ya sin música, sin risas, y a media luz. Poco tiempo después mi madre dejó la facultad. Excepto para el trabajo, el resto del día lo pasaba en casa. El teléfono sonaba mucho más que lo normal. Las conversaciones que mantenía con Ángel se teñían de una seriedad que me dejaba lleno de curiosidad. Me insistían en que volviera de la escuela sin hacer demasiada calle, algo a lo que yo venía tomándole el gusto poco a poco. Una noche, hacia fines de 1976, el llanto desgarrador de mi madre rompió el silencio; me levanté bruscamente y corrí hacia la puerta de mi cuarto, que estaba entreabierta.

–A Silvia no, ¡hijos de puta! –gritaba–. ¡Hijos de puta, hijos de puta!

Ángel la abrazaba para contenerla, y también para que sus gritos no llegaran más allá de nuestras paredes. Silvia era una de las principales asistentes a las reuniones que se hacían en casa. Me envolví con una frazada y corrí para ponerme a los pies de mi madre.

–Tranquilo, Alfonso, tranquilo, a mamá no le pasa nada –me dijo ella, tomándome las mejillas con sus dedos todavía húmedos por las lágrimas–, seguí durmiendo que tengo que hablar con Ángel.

Aquella mañana no fui a la escuela. Prefirieron tenerme todo el día en casa, armando y desarmando cosas con el Mekano y mirando tele. Cuando me harté de guinches y grúas y camiones, desarmé todo y me armé una enorme pistola ultraespacial, inspirado por la imagen televisiva de Ultra 7. Mis cachetes se inflaban y resoplaban disparos de rayos láser por toda la casa, mientras mi madre y Ángel, insistiendo en tener todas las ventanas cerradas, preparaban algunas valijas para partir a la mañana siguiente. Les pregunté dos o tres veces qué sucedía y se limitaron a responderme que no me preocupara por nada. Casi a última hora de aquel día me dijeron que pasaríamos algún tiempo en Zárate, pero un escuadrón irrumpió en casa esa misma noche.

A Ángel y a mi madre los encapucharon entre dos, tirados en el piso, mientras otros dos revolvían la biblioteca y algunos muebles. Un quinto hombre me apartó y, sin mucha violencia, me vendó los ojos con una corbata; yo lloraba, convulsionado, pero completamente enmudecido y sin gritos. Escuché los gritos de mi madre hasta que cesaron, aparentemente por una mordaza. Todo fue muy rápido, en cuestión de segundos estábamos arriba de un auto. Mi madre y yo juntos, con alguien apretando nuestras cabezas hacia abajo; a Ángel, supuse, se lo llevaron por otro lado.

–¿Y al pendejo para qué lo agarraste, boludo? –preguntó uno mientras viajábamos.

–Ando necesitando un secretario, che –respondió otro, riéndose y zamarreándome los pelos–, este por ahí me sirve.

El viaje fue largo, bastante. Aquella primera noche nos dejaron juntos, en una celda fría y terriblemente sucia. Ella me abrazó tiernamente, pidiendo perdón y prometiéndome que todo estaría bien en poco tiempo. Sentí su piel como nunca la había sentido; y nos dormimos abrazados, por última vez. Apenas clareó el día por una minúscula ventana que había en el techo, la puerta de la celda se abrió.

Un milico desaliñado y con cara de dormido entró diciendo: “Vamos, pibe, encontraste laburo”.

–¡No! A él no le hagan nada, a él no le hagan nada –gritó mi madre llorando, y aferrándose a mi brazo con una fuerza descomunal. El milico le metió una trompada y la desparramó en el suelo. “Por favor, por favor”, fueron las últimas palabras que escuché de ella.

Así fue que me convertí en una especie de secretario del subteniente Onetto. Me pasaba el tiempo cebando mate y barriendo una oficina fría y con olor a papeles viejos y amarillentos. Por las noches me tiraban un colchón junto al escritorio, y ahí mismo fue donde pasé mis noches por más de dos años.

Poco a poco me fui ganando la simpatía del subteniente y, al cabo de unos meses, ya me permitía andar de a ratos por los pasillos, bajo orden expresa de límites. Por las noches, cuando me echaba a dormir, desde diferentes lugares del edificio llegaba el sonido de radios a todo volumen, y hasta llegué a escuchar gritos que me sobresaltaban. Cuando las noches se volvían insoportables yo no hacía otra cosa más que pensar en mi madre y en Ángel. Por la mañana solía preguntarle por ellos a Onetto.

–Tu vieja está bien, pendejo, está en otro lugar haciendo unos laburos importantes, vos no te preocupés –me decía–. Pero dale, boludo, comé las facturas que las traje para vos.

Cierta noche en que el guardia que cuidaba la oficina se durmió profundamente, aproveché y me escabullí por los pasillos, la curiosidad me mataba. Todo era oscuro y frío a pesar de que estábamos en verano. Recorrí bastante aquella noche, y hasta llegué a bajar de piso. Paraba la oreja cuando me acercaba a alguna puerta detrás de la cual se oían música, gente y gritos. Mientras caminaba por uno de los pasillos del piso inferior, una puerta se abrió bruscamente cerca de mí; de un salto me oculté tras una columna de hormigón. Entre dos sacaron a una mujer a la rastra. Se la veía casi desmayada, balbuceaba cosas y sangraba. Giraron por la esquina del corredor y yo aproveché para volver, sigiloso, a la oficina. El guardia seguía dormido y, al pasar junto a él, descubrí una botella vacía al costado de su silla. Cuando Onetto llegó, muy de madrugada, y lo vio en ese estado deplorable, estalló en cólera.

–¡Hijo de puta y la puta que lo parió, milico de mierda! –gritó, y de un sopapo lo tiró al suelo y le entró a dar patadas–. ¡Armendaris! ¡Armendaris, carajo! Venga para acá: me lo pone mínimo veinte días en el calabozo a este hijo de puta, vamos, vamos, vamos.

Yo observaba la situación con un ojo apenas asomado por debajo de la manta. Onetto me vio, me clavó la mirada como sospechando algo, pero apenas los otros salieron él también se retiró dando un portazo y echando llave a la puerta. Recién en ese momento pude conciliar el sueño y me dormí profundo. Cuando desperté no tenía ni la más mínima idea de qué hora era, Onetto aún no había regresado. Me calenté una pava de agua y me tomé unos mates; por primera vez en soledad, en aquella oficina en donde mis días seguían pasando. Mientras husmeaba todos los rincones y las cosas que había ahí, comenzaron a brotar en mi cabeza cientos de pensamientos: mi madre, Ángel –dónde estarían en ese momento–, la escuela, mis compañeros; que si bien yo era un ermitaño para ellos, como extrañaba ahora sus voces y sus gritos. ¿Por qué yo, con apenas doce años, estaba recluido en ese lugar que ni siquiera sabía dónde estaba? ¿Por qué, a pesar del buen trato de Onetto, nadie me explicaba lo que sucedía? ¿Por qué mi miembro se ponía duro y una sensación, rara y nueva, me sorprendía en la mitad de las noches? Hacía más de un año que estaba ahí y, excepto la cara de mi madre, casi no tenía presente ya el rostro de ninguna mujer. En esos momentos el recuerdo de mi tío me invadía, y entonces mis piernas se ponían tiesas y terminaba durmiendo boca arriba. Onetto era el único que cada tanto me daba un abrazo, pero con él era diferente, sentía como algo protector, y lo apreciaba por eso. ¿Por qué no podía volver a casa? ¿Por qué ni siquiera tenía una tele para atravesar las largas horas?

En medio de tantos pensamientos Onetto entró a la oficina, calmo y pensativo. Pude percibir en ese momento que algo iba a cambiar esa tarde, como si él hubiera estado escuchando mis cuestionamientos, como si hubiera percibido lo que rondaba en mi cabeza.

–¿Cómo estás, pendejo, cómo pasaste la noche? –Onetto en realidad no conocía mi nombre, yo para él era el Pendejo.

–Bien, subteniente –le respondí, apenas abriendo la boca.

–Ya te dije, boludo, que me digas Gabriel, vos acá sos el único que me puede tutear, para eso te elegí como secretario. Vos no sos milico, ¿estamos?

–Sí.

–Sí, ¿qué?

–Sí, Gabriel.

–Ese es mi pendejo, carajo, así me gusta –me decía, mientras me zamarreaba el pelo–. Dale, boludo, comé facturas que las traje para vos.

Se quedó en silencio unos minutos, mientras acomodaba unos papeles en los cajones, pero en realidad buscaba las palabras para lanzarse hacia mí con una conversación que despejara mi mente. Sé muy bien que las estaba buscando, lo veía en su cara, pero le gané de mano y di el puntapié inicial.

–¿Por qué estoy acá, Gabriel, por qué no puedo volver a mi casa?

Se quedó callado, pero no sorprendido. Respiró profundo.

–Afuera hay una guerra, pibe, vos tenés suerte de estar acá.

–¿Una guerra? –le pregunté, entre perplejo y emocionado. A mí la palabra “guerra” me remitía a mis ejércitos de plástico y a los campos de batalla.

–Sí, pendejo, una guerra, pero es difícil que lo entiendas todavía.

–Mi mamá y Ángel, ¿están en la guerra?

–No, quedate tranquilo que ellos ya están mejor –me respondió.

Nos quedamos callados un rato, él seguía acomodando papeles y yo tratando de imaginar esa guerra. Me preguntaba si Buenos Aires era acaso una ciudad en llamas, y yo recluido en ese edificio no me enteraba de nada. ¡Una guerra! ¿Contra quién?

–¿Y vos peleás en esa guerra? –le pregunté.

–Y... a veces sí.

Tras esa respuesta, una emoción me abarcó por completo, y ya mi cabeza se perdió del todo y no pude evitar preguntárselo:

–¿Y ya mataste a muchos?

Onetto se quedó mudo y aprovechó la ocasión para hacer algo que borrara de mi mente cualquier otra pregunta, algo que cambiaría por completo los días por venir.

–¿Alguna vez agarraste un chumbo de verdad, pendejo? –La pregunta fue un balde de agua fría: mi corazón empezó a latir acelerado, parecía golpearme el pecho por dentro mientras veía cómo él sacaba su arma dispuesto a enseñármela–. Vení, boludo, no tengas miedo que no pasa nada, está descargada –me dijo mientras colocaba el revólver en mi mano. Me dejó tocarla y mirarla un largo rato; la sentía pesada, fría, sobre todo fría–. ¿Querés aprender a usarla? –Y en ese momento casi se me detiene el corazón por la sorpresa.

–¿En serio, Gabriel? –le pregunté, desbordado por la emoción.

–Sí, pendejo, el puesto de secretario ya te queda chico, vos estás para más. –Y cagándose de risa me zamarreó los pelos.

Aquella tarde, por primera vez, Onetto me sacó de la oficina y, haciéndome recorrer un sinfín de pasillos fríos y oscuros, salimos a un patio muy amplio, detrás del edificio. Después de más de un año, el sol me pegaba caliente en la cara, y una bocanada de aire puro me llenaba los pulmones. Comprendí que estábamos en algún campo, alejados de la ciudad. El aire era más puro que el que mis recuerdos tenían de mis primeros años en Zárate. Los primeros minutos no pude ver nada, mis ojos se cegaron por el sol después de tanto tiempo de encierro. Cuando mi vista se aclaró, Onetto terminaba de fumar un cigarrillo y me hacía señas para que me acercara a él. Con mucha tranquilidad comenzó a explicarme minuciosamente todos los detalles del revólver. Mis ojos brillaban de felicidad cuando él cargaba y descargaba, una y otra vez, para que me quedara bien claro cómo se hacía. Cuando descargó un primer disparo, sobre un pilón de botellas viejas, mi corazón se detuvo e inconscientemente me aferré a su cintura por el susto.

–¡Eh, che! No me vas a decir que tenés miedo, me extraña –me dijo, y tomándome con su brazo izquierdo por el hombro, efectúo tres o cuatro tiros más, como para acostumbrarme al estruendo. Se dirigió entonces hacia donde estaban las botellas, colocó dos sobre una piedra y volvió. Se paró detrás de mí y, haciéndome poner los brazos horizontales y estirados hacia adelante, colocó los suyos sobre los míos y puso el revólver entre mis manos. Mi dedo índice temblaba en el gatillo.

–Cuando te dé la orden, vos gatillá –me dijo, casi susurrándome al oído–. ¡Fuego!

Sentí el estruendo entre mis manos y parpadeé del susto. Onetto comenzó a reír y a festejar, mientras me señalaba una de las botellas hecha polvo por el balazo. La emoción que sentí en ese instante fue más que cualquier otra cosa vivida hasta el momento. Tenía casi trece años y ya había efectuado mi primer disparo, ahora quería más. Aquella tarde se borraron de mi mente mi madre, Ángel y todo. Volvimos a realizar la misma operación tres o cuatro veces más y, para coronar la tarde, me dejó gatillar solo.

Extendí mis brazos horizontalmente, Gabriel colocó el revólver entre mis manos, me posicionó, me dictó los últimos detalles, y por fin me soltó. Quedé solo, con el arma entre mis manos lista para ser disparada. Estaba seguro de mí mismo, ansioso; cuando me dio la orden, gatillé. El retumbo entre mis dedos se unió a la vibración de todo mi cuerpo, me sentí grande. La bala atravesó un viejo tambor de lata, justo en el centro. Onetto me zamarreaba los pelos y mis labios estallaban de felicidad.

–¡Grande, pendejo! –me decía–. Que se agarre el enemigo.

Volvimos a la oficina. Me cebé unos mates mientras él terminaba de acomodar unos papeles, y entre tanto me hacía algún chiste como para festejar. Al fin se despidió de mí como cada tarde, cerrando los cajones con llave y dejando al guardia las indicaciones correspondientes. Y me prometió que las clases seguirían.

Aquella fue una de las noches más felices de mi vida. Con la manta hasta el cuello, y los ojos abiertos, me quedé tejiendo en mi imaginación ilusiones, aún infantiles. El gran sueño del batallón de plástico, que en el patio de San Telmo me hacía explotar los mofletes en estruendosos estallidos de saliva, tomaba forma en la realidad. Si de verdad existía ese enemigo que Onetto me decía; si mi madre y Ángel realmente estaban en esa guerra; y si mi casa había sido tomada, entonces acababa yo de empuñar un arma, y él era mi guía.

Las lecciones de tiro se repetían cada tres o cuatro días. Mis manos se iban poniendo fuertes y cada vez soportaban mejor el estruendo de los disparos. La puntería se afilaba cada vez y Onetto festejaba mis aciertos como un chico embelesado. Tras meses de estar recluido en esa maldita oficina, húmeda y gris, todo comenzaba a tomar otro sentido y una razón de ser. La imagen de mi madre, desparramada en el suelo de aquella celda, la última vez que la vi, se disipaba de a poco, y creía tenazmente en las palabras de Onetto cuando me decía que ella estaba bien y que colaboraba con la guerra. Mi convencimiento y la seguridad en mí mismo, me volvían –a mi parecer con esa edad– fuerte y preparado para ir por más en el menor tiempo posible. Fue con aquellos pensamientos que decidí que, además del entrenamiento de Onetto, debía afrontar mis propios desafíos y conocer por mis propios medios lo que él aún no podía mostrarme. Comencé así a estar alerta por las noches para aprovechar el primer desliz del guardia de la oficina, que no siempre era el mismo. Al cabo de cinco noches la espera dio sus frutos; Juan Aristegui era su nombre, el que más me caía en gracia por lo dormilón y distraído. Una cagadera intensa lo ató esa noche al inodoro, por largos ratos. Asiéndome de unos cartones apilados, más una vieja frazada que tenía bajo un mueble, armé una figura similar a la de mi cuerpo bajo la manta, y me escabullí por los corredores del edificio. Sigilosamente comencé a buscar los lugares más oscuros para deslizarme y arrimarme a las puertas donde se oyeran voces. Bajé, al igual que la vez anterior, un piso más. Aquella noche nada me levantaba interés en ese lugar, pero sí el volumen de una radio que llegaba de un piso más abajo aún. Sin dudarlo busqué las escaleras y descendí hasta un subsuelo, en el cual prácticamente me movía a ciegas. Al final de un corredor, con un volumen estrepitoso de radio y una puerta entreabierta, conseguí asomarme por primera vez a lo que buscaba. Junto a la puerta había un mueble que me permitió esconderme y tener una visión mediana del interior de aquel cuarto. El volumen era realmente alto y varios hombres gritaban, alguno que otro reía de vez en cuando. Insultaban a alguien. Los gritos de dolor de una mujer –joven, por su voz– se hacían cada vez más reiterados. Permanecí así durante más de media hora; desde ahí sólo escuchaba y veía sombras en la pared. Decidí entonces que no valían de nada todos los días que había esperado, con paciencia, aquella oportunidad. Algo más lejos debía llegar, y no terminar viendo tan sólo un par de sombras en una pared. Salí de detrás del mueble e intenté, apenas, asomar mi vista un minuto, como para volver satisfecho de mi primera misión. No bien me acerqué un poco lo vi todo claramente: sobre una cama vieja, de metal y sin colchón, yacía una muchacha. Por primera vez en mi vida tenía frente a mí, a escasos metros, un cuerpo de mujer completamente desnudo. Quedé obnubilado, y mientras mi cuerpo experimentaba una rara forma de excitación, que nunca antes había sentido, escuchaba que a su alrededor las risas continuaban. Pero mi perplejidad y esa sensación nueva entre mis piernas apenas duraron lo que dura un suspiro.

–Dele nomás, González, sáquese las ganas –se escuchó la voz clara de alguien que parecía ser el superior. Y entonces pude ver, con estupor, cómo uno de ellos se bajaba los pantalones y, tocándose la entrepierna primero, se montaba sobre la muchacha.

Apenas si pude soportarlo unos segundos. Sin cuidarme de los ruidos que pudiera hacer, o de quién me pudiera ver, salí a la carrera por los pasillos. Llegué a escuchar que la puerta se habría bruscamente tras de mí, pero no me detuve hasta casi llegar al pasillo que me llevaba nuevamente a la oficina. Aristegui seguía en el baño. Rápidamente desarmé todo y me cubrí con la manta hasta la cabeza. Mi corazón latía confundido, y durante largas horas permanecí con los ojos abiertos bajo la oscuridad de la manta, recordando el cuerpo desnudo de aquella mujer. La sensación se mezclaba con una náusea indescriptible. La imagen de aquel hombre, agarrándose la entrepierna antes de hacer lo que iba a hacer, me traía a la mente, al cuerpo, el recuerdo latente del tío Augusto; las piernas se me pusieron tiesas y no pude despegar mi espalda del piso por varias horas.

La mañana me sorprendió sin haber conciliado el sueño. Mi cabeza estallaba de pensamientos. Deseaba que Onetto no llegara aquel día, no me sentía capaz de disimular mis vivencias nocturnas, y él para eso tenía un olfato especial. Apenas estaba cumpliendo los trece años: ya había empuñado un arma, ya había hecho mis primeros disparos, y una extraña sensación sexual me había invadido aquella noche. ¿Dónde estaría mi madre, Ángel? ¿En qué lugar realmente era la guerra que mencionaba Onetto? Era demasiado para mi cabeza, aturdida para entonces, y con un insomnio devastador.

Yo seguía deseando que Onetto no apareciera y así se pasó la mañana. Entró a la oficina después del mediodía, con una enorme caja en sus brazos. Su cara tenía una alegría palpable, y comprendí que su cabeza estaba en otro lado; pude relajarme.

–Preparate, pendejo, que se viene lo mejor –me dijo. Comenzó a romper con entusiasmo las tapas de cartón y, en pocos segundos, plantó sobre el escritorio un televisor Telefunken reluciente. Casi desesperado lo enchufó y después empezó a apurar a Aristegui, que para ese entonces estaba colgado de una ventana tratando de conectar una antena. Pusimos las sillas frente al aparato, y cuando lo encendió, mis ojos quedaron deslumbrados por la invasión de colores que arrojaba la pantalla. Tan sólo recuerdos en blanco y negro tenía de lo que era mirar la tele. Onetto estaba alegre como un nene con juguete nuevo.

A las cinco de la tarde la oficina se empezó a llenar de milicos que fueron tomando cómodas posiciones frente a la pantalla. Y a las cinco y media la inauguración del Mundial 78 era un hecho. Los gimnastas desplegaban todo su esplendor en cada figura. Mis ojos no salían del asombro ante el verde de la cancha que transmitía la imagen. Todos se regocijaban en elogios por lo que veían, mientras en mi cabeza comenzaban a entretejerse enormes dudas sobre lo que realmente sucedía allá afuera. La guerra de la que me hablaba Onetto, ¿cuál era? Nada coincidía con lo que estaba viendo en ese momento, un pueblo lleno de colores y enardecido por la Copa del Mundo. ¿Cómo pasaban realmente las cosas? Porque las prácticas de tiro seguían, como si todo lo que me había dicho Onetto fuera real. Aquel mes mis pensamientos se volvieron más confusos que nunca. Onetto me dejaba ver tele de a ratos y después me mandaba a cebar mate. Con el correr de los días y los partidos mi asombro se fue diluyendo. Él percibía mis dudas y, seguramente por eso, fue que tenía prácticas de tiro todos los días. El revólver en mis manos y los estruendosos disparos me abstraían del mundo, y con eso me robaba tiempo de pensar. Mi puntería era cada vez más certera y Onetto danzaba a mí alrededor festejando cada botella hecha polvo por una bala.

Los partidos de Argentina se volvían cada vez más eufóricos en la oficina. Ya no sólo mate y bizcochos había, a medida que avanzábamos en el mundial también aparecieron algunas botellas de vino, y nunca faltaba algún milico un poco borracho tirando balas al cielo, en el patio y al grito de ¡gol!

La noche anterior a la final con Holanda decidí volver a hacer un ruedo nocturno. Los días habían pasado y mi cabeza volvía a despejarse y a tomar el entusiasmo de arriesgarme a más. Como siempre, esperé el momento adecuado, y llegó. Recorrí los mismos pasillos que aquella última vez, como presintiendo que en el mismo lugar encontraría lo que buscaba, y así fue. Nunca imaginé, para entonces, cuán lejos llegaría aquel paseo nocturno.

Tras la misma puerta donde había visto a la mujer desnuda, se veía a algunos hombres moviéndose de un lado a otro, alterados.

Nunca creí que se pudiera sentir la detención del corazón, y sentir que estás vivo en realidad; nunca lo creí. Pero puedo asegurar que existe ese momento y es más escalofriante que cualquier otra sensación. Así lo sentí, porque el corazón se me detuvo cuando la presión de una inmensa mano, áspera y transpirada, apretó mi cuello. Me tomó de tal manera que era imposible volverme para ver hacia atrás. El que con una mano sostenía mi cuello, con la otra empujó la puerta y me introdujo de un tirón en el cuarto, mientras todos se volteaban sorprendidos por mi presencia. Mi captor me soltó, dejándome caer al piso. Levanté la vista y pude ver, frente a mí, a tres militares de cara tan amarillenta como los papeles de la oficina; reconocí a dos de verlos durante los partidos. Sobre la misma cama metálica, sin colchón, un hombre; atado de pies y manos, desnudo.

–Pero miren a quién tenemos acá –dijo el que parecía ser el superior de los cuatro–. Nada menos que al aprendiz del subteniente Onetto.

Mis ojos habían quedado fijos en el cuerpo desnudo y sudado. Sangraba por un costado, a la altura de las costillas. Parecía estar al borde del desmayo.

–Pero mirá que resultaste corajudo, che, parece que las cosas que te enseña el boludo de Onetto no te alcanzan. –Y haciendo un ademán, indicó a los otros que me levantaran del suelo–. ¿Andás con ganas de aprender cositas un poco más arriesgadas, che?

–Sí –le respondí, tímidamente pero seguro.

–¡Sí, mi coronel, carajo! –me gritó con rabia–. ¿Quiere aprender cosas nuevas soldado? –Había dejado de tutearme.

–Sí, mi coronel –dije aún con cierta timidez.

–Responda como un hombre, ¡carajo! ¿Quiere aprender, soldado?

–¡Sí, mi coronel! –contesté, ahora gritando.

–¿Quiere castigar al enemigo?

–¡Sí, mi coronel!

–¿Cuál es su nombre soldado?

–Alfonso del Toro, mi coronel.

–¿Cuántos años tiene, Del Toro?

–Trece años, mi coronel. –Comenzaron todos a reír, mientras yo respondía sin poder dejar de mirar al hombre en la cama.

El coronel, percibiendo que mi vista se mantenía inamovible, me tomó por un hombro y me acercó. Un gran sorbo de saliva bajo por mi garganta. Después arrimaron una silla y me hicieron sentar, muy cerca. Fue por orden del coronel. Hizo una seña con la mano y uno de los oficiales encendió la radio y alzó el volumen. Mientras él se inclinaba para hablar en el oído del que estaba atado, el otro oficial se preparaba para darle con la picana. Primero le dieron en los testículos. En cada toque se retorcía y convulsionaba, y sus alaridos me perforaban los sentidos. Mis ojos permanecían fijos y la sensación que me invadía recorría cada músculo de mi cuerpo, como si mi corazón en vez de bombear la sangre a mis venas la largara a escupitajos violentos.

–¡Hablá, hijo de puta, respondeme! –le gritaba el coronel con una violencia incalculable. Ahora el oficial le metía picana en las tetillas y en las axilas, mientras el otro le arrojaba agua en el pecho.

La radio se volvía enfermiza. El coronel se inclinaba de nuevo al oído atormentado. La picana lo devastaba.

–Respondeme, comunista hijo de puta.

Se volvió hacía mí bruscamente, sus mejillas temblaban de violencia.

–Este es el enemigo, Del Toro, estos son los hijos de puta que hay que aniquilar por traicionar a la patria. –Y tomándome de la mano me llevó hacia la parrilla. Porque desde ese momento pasaba de ser una cama a ser una parrilla donde se cocinaban los cuerpos.

–Dele nomás, aprenda a castigar como es debido, así se va a hacer un hombre de patria, carajo –me dijo, mientras me daba la picana. Las prácticas de disparo habían logrado que mis manos se acostumbren rápidamente a lo brusco, a lo violento de un disparo, que al principio me hacía tiritar hasta las uñas y ahora ya era algo más de todos los días. Tener ahora la picana era solamente un paso más. No podía volver atrás lo conquistado, ni flaquear cuando las circunstancias me ponían en desafío, aunque sentía que los dedos se entumecían por la negación a hacerlo.

–Castigue, Del Toro, no sea cagón, ¡carajo!

Al fin, hundí la picana en el pecho mientras el cuerpo se convulsionaba violento. Los gritos de dolor me penetraban por los oídos, los ojos y hasta por los poros. Y ya no pude parar, cambiaba del pecho a las axilas y de las axilas a los testículos; hasta que se desmayó. Cuando me sacaron la picana me di cuenta de que estaba empapado de sudor, creo que hasta tenía fiebre y mi cuerpo también temblaba. Mis ojos estaban hinchados de lágrimas, sentí que me estallarían en cualquier momento. Sentía dolor en mis manos y no me daba cuenta de que tenía los puños cerrados y apretados, casi clavándome mis propias uñas.

–Muy bien, Del Toro, muy bien. Por hoy es suficiente –dijo el coronel mientras encendía un cigarrillo. Ahora su cara mostraba una paz absoluta, y su actitud era totalmente relajada.

Me dejaron salir como si nada hubiera sucedido y volví a la oficina sumido en un estado casi de embriaguez. Me desplomé bajo la manta y, en cuestión de segundos, quedé desvanecido.

Cuando abrí los ojos la tele ya estaba encendida. Onetto y varios oficiales iban y venían, riendo y depositando generosas botellas de vino sobre la mesa. La pantalla del Telefunken arrojaba una invasión de colores inagotables. La gran final era un hecho; Argentina y Holanda ya estaban en la cancha. El coronel llegó con algunos más; me clavó una mirada cómplice y discreta, oculta tras una leve sonrisa. Se armó la ronda alrededor de la mesa y ya nadie se movió de ahí.

El árbitro dio el inicio y todo se transformó. Apenas los primeros minutos del partido corrían y en la oficina sólo se sentían nervios y euforia.

–¡Pero mirá cómo lo colgaron a Bertoni! –gritó Onetto–. ¡Y ahora a Ardiles!

–Vamos, carajo, vamos –se escuchaba mientras Argentina avanzaba; pero el juego se había desarmado y ahora Holanda tenía la pelota. Las camisetas naranjas invadieron el área argentina, cabezazo del holandés, “¡Uhhhhh!”.

–Picá, Conejo, picá.

... Tarantini la toca para Luque, Luque para Pasarella, y la pelota se pierde por un costado...

El coronel permanecía callado, con los dientes apretados. Onetto gritaba cada dos segundos por lo que fuera. Los demás se levantaban de las sillas a cada instante, algunos puteando y otros largando suspiros de alivio después de cada toque de Holanda. Quince minutos del primer tiempo y los anaranjados atacaban fuerte, pero la defensa argentina desarmaba todos los avances.

–Vamos, Galván, sí señor, cómo defiende este tipo –decía uno, justo al lado mío.

–Mirá, mirá cómo lo colgó a Bertoni, ¡sacale amarilla, che! –gritó otro desde la otra punta.

... tarjeta amarilla para el jugador holandés y tiro libre para Argentina...

Kempes se paró frente a la pelota y todos se pusieron de pie, se agarraron unos a otros por los hombros. Uno me pasó el brazo por atrás del cuello; “vamos que la mete, pendejo”, me dijo mientras me apretaba por los nervios.

... patea Kempes, directo al arco, y el arquero holandés ataja un tiro impresionante del delantero argentino...

–¡Uhhhhhhhhh! –se escuchó al unísono, y todos se dejaron caer sobre las sillas agarrándose la cabeza. Los vasos de vino se vaciaban al instante. El estado de nervios subía a cada minuto y lo calmaban con un buen sorbo. El coronel seguía en silencio, tomaba vino de a poco pero permanentemente, parecía sufrir en solitario a pesar de que a su alrededor el mundo se venía abajo. Onetto ya tenía los cachetes rojos y sudados, seguía puteando sin parar. Tiro libre para Argentina. Otra vez todos parados; algunos mordiéndose los puños y otros persignándose. Y el grito de bronca cuando Pasarella la mandó por arriba del travesaño. Holanda avanzaba ahora con la pelota, mientras el sufrimiento se hacía sentir cada vez que la camiseta naranja tenía el juego.

... patea el jugador holandés, un puntapié increíble, pero el arquero Fillol ataja la pelota salvando a la Argentina de una gran jugada holandesa...

–¡Dale, Pato, carajo!

–¡Vamos, vamos, Argentina, vamos, vamos, a ganar...! –La euforia del estadio se oía por la pantalla, y todos en la oficina se contagiaron y comenzaron a cantar, abrazados y saltando. El canto acompañaba un nuevo tiro de esquina para Argentina. Kempes la pateó al centro, Pasarella remató de un pelotazo, y el arquero holandés impedía que entre mientras el grito argentino quedaba atorado en las bocas de la tribuna.

... Argentina tiene de nuevo el balón, a los treinta y siete minutos de este primer tiempo el partido sigue cero a cero. Ardiles consigue la pelota y la lleva ahora sobrepasando al jugador holandés que no puede con él, cuando logra pasarla para Kempes. Kempes, Kempes: ¡gooooooooooool!...

–¡Goooooool! –el grito del coronel fue el primero en estallar. Saltó de la silla como si hubiera explotado dinamita bajo sus pies. Y entonces el festejo lo cubrió todo con gritos, abrazos, saltos.

–Gol, pendejo, gol. –El mismo que antes me había tomado por el cuello, ahora me levantaba en andas como si yo fuera un trofeo. Era todo un descontrol absoluto por la emoción y la alegría. Casi terminando el primer tiempo, Kempes “el Matador” lo había conseguido: Argentina 1-Holanda 0.

El entretiempo fue un ir y venir con más botellas de vino. Onetto, que durante el partido se había olvidado completamente de mí, se acercó y me abrazó.

–Dale, pendejo, festejá, carajo –me dijo, ya bastante borracho y con un vaso lleno en la mano. Y levantándolo para que todos lo vean, me lo extendió para que lo bebiera. Todos comenzaron a reír y a festejar aquella invitación. El vaso temblaba en mi mano cuando marcaron al unísono la cuenta de tres, y le entré de un solo trago. El ardor me perforó la garganta en un segundo, lo tosí y me salió el líquido, ácido, por la boca y por los orificios de la nariz; y al fin lo vomité, de rodillas en el piso. La explosión de carcajadas fue instantánea, –“flojo el muchacho”, dijo uno, “vamos a tener que adiestrarlo de a poco”–, y las risas siguieron mientras alguien me ayudaba a levantarme y otro me daba palmadas en la espalda.

El segundo tiempo arrancó entre gritos y cantos.

... la lleva Bertoni que la toca para Luque y se salva Holanda del segundo gol...

Todos saltaron de las sillas agarrándose la cabeza. El coronel, nuevamente, estaba absorbido por la seriedad; nada a su alrededor lo desconcentraba, sus ojos parecían encadenados a la pantalla.

–¡Pero cómo lo vas a sacar a Ardiles! –dijo Onetto–, y encima por Larrosa, dejate de joder –y la transpiración le caía por la papada. Ahora el conejo Tarantini estaba en el suelo, había chocado con el holandés y los dos cayeron y quedaron tirados. El tiempo pasó, iba más de media hora y Holanda apretaba. Los nervios eran destructivos, y con razón: el holandés Van de Kerkhof la tocó certeramente y Nanninga la metió de cabeza, faltando apenas nueve minutos.

El espíritu de campeones se desplomó, murió repentinamente, el fantasma de una posible derrota anudaba la garganta de todos. Un pique feroz de Kempes revive el aliento, pero pierde la pelota. Los cuarenta y cinco están cumplidos y... Argentina se salva de milagro, señores, la pelota holandesa pega en el palo y se escapa, y Holanda se pierde de ganar la copa sobre el tiempo cumplido. ¡Increíble, señores, increíble! Por un milagro volvemos a soñar, argentinos, cuando el árbitro marca el final y nos preparamos para el tiempo suplementario...

Tiempo suplementario. El temor de la derrota era abrumador. La pelota iba y venía y los nervios no se podían canalizar ni con el vino. Alguien me acercó nuevamente un vaso lleno y, a pesar del ardor que me perduraba y de la náusea, lo bebí de a poco. De repente todos se levantan, se agarran, se empujan y se zamarrean... la lleva el Matador, la pelota rebota en un holandés, Kempes, Kempes, lo pasó al arquero, señores, y ¡gooooool! ¡Gooooool! Gol de Argentina, qué emoción, qué locura, ¡goooool! Kempes, el Matador, cuando ya finaliza este primer tiempo suplementario, Argentina 2-Holanda 1... El coronel saltaba fuera de sí, Onetto se abrazaba con todos y alguien me había alzado en andas como un trofeo. La alegría y la euforia eran descontroladas dentro de la oficina, el aire triunfalista hacía estallar las gargantas.

Arrancó el segundo tiempo de quince; era cuestión de minutos para que todo explotara, o se derrumbase. Los ojos de todos chispeaban, y se perdían las miradas de una punta a otra de la cancha, mientras en el vivo verde de la pantalla las camisetas argentinas corrían por el triunfo, por la gloria, y ... la tiene Kempes, la domina, la toca para Bertoni, Bertoni, Bertoni le da el puntapié y ¡gooooool! ¡Gooooool! Gol, gol, gol, señores, Bertoni , Bertoni, Bertoni, ¡goooool, Argentina, Argentina! Faltando sólo seis minutos, señores, Argentina 3-Holanda 1, Bertoni... los cantos y los gritos de gloria eran completamente ensordecedores dentro de esa oficina. El coronel aullaba mientras alzaba sus puños apretados y mostraba los dientes comprimidos por la emoción. Onetto bailaba abrazado con dos más, y a mí me meneaban de un lado a otro, a los empujones. Alguien me acercó más vino, y lo bebí. Y al fin, el árbitro tocó el silbato y la gloria era un hecho: “Éramos Campeones del Mundo”.

Todos comenzaron a salir al patio del edificio –donde Onetto me hacía las prácticas– y a los pocos segundos ya todos parecían Pancho Villa, disparando al cielo como locos y al canto de “Vamos, vamos, Argentina, vamos, vamos, a ganar”. Los ojos alcoholizados brillaban rojizos, los pómulos transpiraban olor a vino. Y todos, en ronda, se abrazaban gritando. Pero lo mejor del festín aún no comenzaba, como si estuviera reservado para después de ver la entrega de la copa. Percibí en aquel momento, dentro de mi cabeza aturdida por el vino, que las cosas estaban completamente desviadas de su rumbo y que algo iba a acontecer aquella tarde. No sólo estaban todos borrachos sino que mi presencia había quedado de lado; o quizá era que ya nada les importaba en lo absoluto. Lo mismo les daba que yo me abrazase a ellos para festejar un gol o que me recluyera en un rincón de la oficina para observarlos como a un documental de animalitos.

La entrega de la Copa del Mundo transcurrió entre más vino, abrazos, y un griterío infernal.

–¡Viva la Patria, carajo! –gritaba el coronel, apasionado por el triunfo.

–¡Viva! –respondían todos, levantando los brazos en señal de grandeza.

–¡Viva el Matador Kempes, viva la selección!

–¡Viva!

Y así se destapaba una nueva botella y el vino volvía a humedecer las bocas sedientas. Cuando el paladar pide hay que darle, y cuando uno le da se siente dueño del mundo, y cuando esto sucede el corazón se potencia, y el corazón de estos hombres latía por la patria aquella tarde. Sentí, en ese momento, que me estaban dando más de lo que ellos podían imaginar. Lo que para Onetto y el coronel era un juego más, para mí era la apertura a un mundo que transcurría por un costado de lo normal.

Con mis pocos años, mis prácticas de tiro, y aprender a utilizar una picana, empezaban a sumergirme en un submundo violento, y apasionado. Este apasionamiento comenzaba entonces a calar profundo dentro de mí, cada vez que la palma de mi mano empuñaba un arma y el estruendo me vibraba hasta los dientes. Ya no creía tanto en la guerra de ellos, pero empezaba a creer en la mía. Hacía ya mucho tiempo que había visto a mi madre, desparramada en el sucio piso del calabozo, llorando y pidiendo por mí. Sabía, a aquella altura de las circunstancias, que ella seguramente recibía los mismos castigos y las mismas vejaciones que yo presenciaba. Sin embargo, aquella convicción no me alejaba del aprecio que sentía por Onetto y todo lo que me había enseñado, ni tampoco del respeto que me despertaba el coronel.

Minutos después de que los jugadores abrazaran la Copa del Mundo y la tele siguiera arrojando un destello de colores, en medio de aquel festejo y mientras todos entonaban el cancionero mundialista, sonó el teléfono. El coronel, que dentro de su borrachera aún podía mantener su compostura de superior, atendió después de que el aparato insistiera reiteradas veces. Ya con el tubo en la oreja, cambió repentinamente el semblante, se puso serio como una lápida, y llevándose el dedo a la boca hizo señal de silencio. La euforia se apaciguó.

–Sí, mi general... Sí, mi general... –repetía, con el tubo en la oreja–, como usted diga, mi general. –Todos lo miraban con duda y ansiedad. Onetto, casi bizco y con los ojos brillosos, esperaba a su lado para saber que sucedía–. Sí, mi general... –dijo por última vez el coronel, y colgó.

–¡Firmes! –gritó, y todos quedaron atónitos. Hasta ahí había llegado el festejo, demasiado corto pensaban todos seguramente–. ¡Viva Argentina, carajo! –gritó el coronel.

–¡Viva! –respondieron todos, con los rostros expectantes.

–Al patio a seguir la fiesta –dijo el coronel, y estalló en carcajadas.

Todos se miraron y un “Vamos, vamos, Argentina...” brotó al unísono, mientras se volcaban, saltando, nuevamente al pasillo que llevaba al patio trasero. Yo los seguía por detrás, y pude ver cuando el coronel retenía a Onetto y a otro oficial que estaba medianamente compuesto. No alcancé a escuchar la orden, por el griterío. Onetto y el oficial tomaron otro rumbo mientras los demás nos dirigíamos afuera. Cuando llegamos al patio, un par de balas volaron al cielo. Todos bailaban en ronda mientras el coronel, a un costado, se cagaba de risa. Cinco minutos después, por una de las puertas laterales, aparecieron Onetto y el oficial. Traían a los empujones a cuatro hombres y tres mujeres, bastante jóvenes todos, maniatados y con los ojos vendados. A dos que se cayeron al caminar, el oficial los levantó a patadas en el estómago. Los llevaron al medio del patio, los pusieron en el centro, y todos los milicos los rodearon. El coronel sacó un revólver y les tiró un par de veces a los pies.

–Bailen, carajo, que Argentina es campeón del mundo –les gritó.

Las mujeres lloraban en medio del bullicio, y los otros apretaban los dientes para no gritar, girando, perdidos. Onetto me abrazaba y cantaba junto a los demás. Me puso un arma en la mano.

–Dale, pendejo, festejá –me dijo. Y ahí nomás tiré un par de balazos al aire.

–¡Viva la Patria! –gritó el coronel.

–¡Viva la Patria! –respondieron todos al unísono.

–Viva la Patria, dije –les gritó el coronel a los maniatados–, festejen, carajo.

–Qué van a festejar estos hijos de puta, si no saben lo que es la patria –dijo Onetto.

–Entonces no sirven para un carajo –respondió el coronel, y ahí nomás levantó el brazo y, a uno de ellos, le abrió la cabeza de un tiro. Cuando cayó desplomado al suelo todos hicieron un silencio repentino–. ¿Qué pasa, señores, hice algo malo acaso?

Empezaron todos a gritar de nuevo. Las carcajadas y los cantos crecían en volumen. Mientras, el oficial que había ido con Onetto empezó a arrancarles la ropa a las mujeres. La cabeza de uno sangraba en el piso; los otros tres temblaban a un costado y ellas quedaron en el centro de una ronda, recibiendo un manoseo general y descontrolado. Yo las miraba, prácticamente desnudas, y sentía que la excitación me invadía. Onetto me mandó de un empujón al medio de la ronda y entonces pasé a ser el centro de las bromas. A pesar de la vergüenza que me invadió en ese momento, mostré coraje y, para no ser menos, comencé yo también a tocarlas. Un aplauso brotó al instante y las risas aumentaron para festejarme.

El coronel sacó un arma y la colocó entre mis manos.

–Dale, pendejo, es hora de que hagas patria –dijo Onetto, y agarrándome el brazo me hizo apuntar–. A la que quieras pendejo, es todo la misma mierda.

–A ver si colaboramos todos –dijo el coronel–, a la cuenta de tres.

–¡A la una! –vociferó el alcohólico coro. Mi mano seguía apuntando a las tres mujeres que se retorcían en llanto.

–¡A las dos! –La proclama fue más contundente, mientras mi dedo en el gatillo sentía el temblor previo a un momento único e irrepetible.

–¡Y a las tres! –El disparo me hizo entrechocar los dientes, mientras la bala atravesaba el pecho de la que parecía ser la más joven.

¡Muerte! Acababa de dar muerte. Mi brazo seguía extendido; mi dedo continuaba en el gatillo. Sentí un silencio profundo dentro de mí. Observaba el bailoteo desenfrenado de todos, no los oía. Los veía borrosos, mi retina parecía empañada. Dos muertos en el piso; silencio. Mi mano rígida en el gatillo; silencio. Muerte; más silencio. Fueron segundos que parecieron un largo viaje por una nube confusa, borrosa, con una extraña sensación de fiebre en el cuerpo.

Los sonidos empezaron a volver, lentamente. Mis ojos cobraban claridad justo cuando el coronel ponía su mano sobre mi hombro. Miré hacia el suelo. Vi a la muerta, desnuda y con el pecho sangrando. La imagen de mi madre apareció entonces frente a mí, igual, desnuda, lastimada; muerta. Mientras las palmadas del coronel percutían en mi espalda, giré bruscamente el brazo, y apuntando a uno de los oficiales que tenía más cerca, disparé. La bala le hizo un agujero justo en la mejilla. Mientras el cuerpo se desvanecía, sentí un golpe brusco que me tumbaba; y en cuestión de segundos sentí mi cara contra el suelo y un borceguí pisándome el cuello. El pie del coronel me oprimía, dolorosamente. Con un solo ojo abierto veía el cuerpo, ya sin vida, del oficial. Y los otros muertos casi pegados a él.

Se hizo un silencio largo y profundo. El festín había llegado a su fin.

–Pero qué carajo... –dijo el coronel, mientras me mantenía apretado contra el piso, y agachándose me quitaba el arma de las manos.

Onetto tragaba saliva y sus mejillas transpiraban alcohol. Fueron minutos eternos, hasta que el coronel aclaró su mente. Se quedó pensativo un rato, mientras dos movían el cuerpo del oficial, como buscando revivirlo.

–Este jueguito se nos fue de las manos, Onetto. –El coronel meneaba la cabeza intentando que el efecto del alcohol se fuera, para poder pensar todo claramente. Pero al final, su sentencia fue ligera y sin vueltas: cuando tapen a estos tres, a este también me lo mandan al pozo, ¡sin vueltas, mierda!

Eran los primeros días de julio de 1978. Cerré los ojos mientras el pie del coronel aún me mantenía con la cara raspando el suelo. Sentí frío mientras mi mente veía todo de una manera casi fugaz. Apenas estaba dejando de ser un niño, acababa de matar por primera vez y, ahora, estaba sentenciado a muerte. Todo terminaba ahí, en ese sucio patio y con una horda de fanáticos haciéndome jugar un juego que yo no había pedido jugar.

–Mire, mi coronel –la voz de Onetto se oyó clara, parecía haber recuperado algo de lucidez a la fuerza–, el entrenamiento de este pibe, en realidad, es por pedido del Ñato Perrone.

Sentí que el pie del coronel se aflojaba, como si lo que acababa de escuchar le quitase un peso de encima.

–Pero la puta que lo parió al Ñato, cómo no me avivé. Este Perrone siempre rompiendo las pelotas con estas cosas. –Me sacó el borceguí del cuello y me hizo incorporar. Después me zamarreó los pelos y con un empujón me mandó junto a Onetto–. Esta misma noche me lo cargan y se lo llevan al Ñato, no lo quiero ver más acá –dijo–, y ahora vamos, se acabó el festejo, carajo. Flor de quilombo tenemos que arreglar ahora.

Onetto me tomó del brazo y nos fuimos adentro. Todo fue silencio. Por un largo rato no emitió palabra. Iba y venía preparando cosas, y después empezó a dar algunas órdenes. Mientras tanto yo intentaba entender un poco: estuve ahí cerca de dos años, nos habían arrancado de casa, maniatados y encapuchados; nunca más volví a ver a mi madre, y vaya a saber qué suerte corrió su vida; Onetto me reclutó como secretario, o como aprendiz; durante todo aquel tiempo viví en una oficina húmeda y polvorienta, durmiendo en el piso, me olvidé de la escuela, de la calle, de mi casa...; Onetto sostenía que afuera había una guerra y mientras tanto me enseñaba a tirar y a perderle miedo a las armas; también se sumaron mis escapadas nocturnas, y todo lo que eso agregó, de la mano del coronel. Pero lo más extraño de todo esto era que algo en mí comenzaba a transformarse. Aquel día algo había cambiado dentro de mí. Ya no sentía la misma repulsión, ni las torturas me parecían atroces, ni haber matado me preocupaba. De hecho, me estaba preocupando más por lo que hacía, ahora, Onetto, que por todo lo sucedido apenas unos minutos atrás.

Y aquellos pensamientos finalizaban en algo que cambiaba todo, repentinamente, como para confundir aún más mi cabeza. Ahora, concluía por enterarme que había alguien que sabía de mí, y que aparentemente era mi protector y salvador: un tal Ñato Perrone.

Los veinte días del Paraíso

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