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PRIMER CAPITULO PORT ROYAL

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Jonathan Underwood abrió sus párpados, a pesar del sueño que todavía entumecía su cuerpo. Los pensamientos comenzaron a deslizarse lentos, como gotas en la superficie de un cristal opaco. Desde la única ventana de su habitación, vio los rayos del sol caer oblicuos sobre el piso, levantando nubes de polvo.

Junto con su madre vivía en la habitación del segundo piso de un edificio en pésimo estado, como había muchos en la parte baja de la ciudad. Abajo de ellos, la posada el Pássaro do Mar había recibido clientes hasta muy noche, tanto que se había quedado dormido escuchando las risas y los gritos de los clientes. Sin embargo, como seguido le pasaba cuando se encontraba en esa fase intermedia entre el sueño y el despertar, reflexionaba sobre el hecho que no eran tanto esos ruidos para mantenerlo despierto como la curiosidad de las historias contadas por los huéspedes.

Había nacido y crecido en esa ciudad que muchos consideraban como la más rica y peor del mundo. Anne no perdía la oportunidad de recordárselo. Él nunca había estado en serios problemas. Unas pocas bravuconerías... bastante normal para uno de su edad. Pero escuchando su madre el mundo era peligroso y Port Royal lo era todavía más.

“Esa también es la civilización” le había explicado una vez su padre. “Solamente que aquí se vive de una forma diferente. Y tú deberás aprender a vivirla de esa forma, Jhonny.”

Decidió levantarse. Caminó hacia la ventana, quedándose por un momento en el centro de la habitación para arreglar las medias que se deslizaban sobre sus piernas desnudas. Abrió las contraventanas, incrustadas por la sal del mar. Una ola de luz le golpeó la cara. Instintivamente levantó una mano para protegerse y pacientemente esperara que la molestia pasara. Luego, una vez que ya se había acostumbrado, quedó encantado por el esplendor del paisaje.

La bahía estaba cubierta por un gran espejo de agua cristalina. Paredes rocosas, cubiertas de vegetación, la rodeaban en un semicírculo desordenado. Olas espumosas chocaban suavemente contra la costa, empujadas por el viento canalizado en el estrecho callejón que unía el arroyo con el mar abierto. La parte más occidental de la playa se hacía más sutil hasta convertirse en una línea de arena hueca en forma de hierro de caballo, donde se hallaba el Fuerte Charles. Sobre el torreón de la fortaleza se agitaba con orgullo la bandera inglesa.

Johnny estaba contemplando esa maravilla. Distinguía las casas, los almacenes y los muelles donde los barcos se quedaban para darle tiempo de bajar a las tripulaciones. Las gaviotas volaban entre las banderas, graznando en coro.

«John, ¿estás despierto?» La voz de su madre lo alcanzó detrás de la puerta.

«Sí» contestó. «Ya voy.»

Para él era un hábito dormir en compañía de Anne, también porque no podían hacer otra cosa. Con lo poco que podían ganar, era un milagro que pudiera pagar el alquiler a Bartolomé, el dueño de la posada. Anne trabajaba por él.

«¡Date prisa!» gritó otra vez ella, desde el otro lado de la puerta. «Avery te estará esperando. Vas a llegar tarde, como siempre.»

Johnny percibió la clásica nota de reproche que conocía bien, seguido un momento después por un golpe de tos. Volteó sus ojos. Eran algunos días que estaba enferma. Y no había necesidad de consultar a un médico para entenderlo. Sólo una vez se había tomado el riesgo de comentar algo pero ella lo había advertido, agregando que era solamente un problema de cansancio.

«Eres como tu padre» agregó la mujer, esforzándose de controlar los espasmos.

“Siempre con la cabeza entre las nubes” pensó Johnny.

El motivo detrás de las reprimendas constantes de Anne tenía que ver exactamente con Stephen Underwood. Nunca le había perdonado de haberla llevado a Port Royal.

Gracias a la empresa de negocios que había fundado, Stephen había podido acreditarse una pequeña parte del transporte de mercancías que llegaban desde Inglaterra hacia el Mar Caribe. Al principio todo había funcionado perfectamente. Posteriormente, debido al monopolio de la Compañía de las Indias, la situación se había desplomado. Y como si no fuera suficiente, algunos acreedores a quienes el hombre había pedido ayuda, lo habían forzado a cerrar el negocio y a declararse en bancarrota. Ante la insistencia continua de su esposa, él había contestado que se iba a marchar pronto para ver de resolver la situación y poder liquidar sus deudas. Anne había confiado en él, como de costumbre. Ciertamente no podía imaginarse que nunca más lo volvería a ver.

Stephen Underwood se había ido a bordo de una nave holandesa. Los rumores que habían circulado después de su desaparición eran muchos. Había quien decía que era toda culpa de unos piratas que lo habían atacado y otros que afirmaban haber visto su barco inundarse a lo largo de las costas de Aruba, a la merced de una tormenta.

A pesar de esto, Anne había perdido todo, obligada a modificar totalmente sus costumbres de una vida rica: había tenido que encontrar un trabajo en el único lugar que más odiaba en el mundo.

El lugar que le había quitado a su esposo.

Y sus sueños.

Cada vez que su madre lo atormentaba con esta historia, Johnny guardaba silencio y escuchaba. No se atrevía a contradecirla por temor que sufriera todavía más. Varias noches la había oído llorar a su lado y se preguntaba por qué la familia Davies no iba a Port Royal a ayudarlos.

Había descubierto la verdad una vez que había alcanzado a la adolescencia. William Joseph Davies nunca había accedido a que su hija se hubiera ido a una parte del globo donde el concepto de civilización era demasiado relativo. Anne había permanecido como quiera en contacto con la familia, al menos hasta la desaparición de su marido. Luego había dejado de contestar a las cartas que llegaban desde Londres. Johnny había pensado que iba a ser solamente un periodo, en espera de tiempos mejores. Pero cuando sorprendió a su madre quemar esas cartas, se dio cuenta de que cada vínculo con el pasado estaba totalmente cortado.

Esa mañana se vistió con prisa. Se acomodó los rizos marrones frente a un espejo con los bordes oxidados y abrió y cerró la boca un par de veces. La cicatriz que tenía en la mejilla se hizo más sutil hasta convertirse en una línea casi imperceptible. Sobre sus dientes habían aparecido puntos oscuros de suciedad: puso un dedo en una vasija cercana y se los frotó con fuerza.

Cuando terminó, bajó las escaleras justo un poco después de su madre; pensaba de encontrarla en el rellano que coincidía con la parte trasera del Pássaro do Mar, en su trabajo de limpieza. De hecho, estaba allí. Estaba cantando una canción. La saludó rápidamente; poco después escuchó la voz de Bartolomeu que le estaba llamando.

«Anne, ven aquí» dijo con ese extraño acento portugués. Aunque era un tipo excéntrico, había sido el único a ofrecerle un lugar donde poder quedarse y algo parecido a un trabajo. Siempre él había insistido con Bennet Avery a emplear a un aprendiz en su tienda.

Johnny abrió la puerta y se fue por el callejón que cruzaba la posada, inmerso en la agitada vida de Port Royal.

***

Un conjunto de personas estaba atestado en la calle.

Paseaban entre los banquetes de los vendedores o charlaban en voz alta bajo las ventanas de las casas. Había prácticamente de todo, desde las prostitutas coquetas delante de las tabernas hasta los lobos de mar que bromeaban alegremente entre ellos y los soldados de la marina inglesa que empujaban sin vergüenza a cualquiera que estuviera delante de ellos.

Secándose la frente sudorosa, Johnny volteó por un camino lateral que bajaba hacia el puerto. Al hacerlo, habría evitado la multitud turbulenta de todos aquellos que se dirigían al mercado. Sólo tenía que cruzar el antiguo barrio español, luego…

“¡Maldición!” pensó. Sin darse cuenta se mordió los labios.

La última persona que quería encontrar era Alejandro Naranjo Blanco. Junto con algunos otros muchachos, había formado una pandilla que atormentaba a cualquiera que fuera a pasar por allí. Nadie les caía bien. Especialmente a los ingleses. Esto se debe a que Port Royal había sido una fortificación española antes de la dominación británica.

Sus problemas habían comenzado cuando a Avery le había sido comisionado una espada. Además de ser un gran carpintero, era un herrero de reconocida habilidad. Había ordenado a Johnny de entregarla, y él, sin pensarlo demasiado, se había ido por el Barrio Español. La pandilla de Alejandro la había atacado de inmediato. El chico había intentado defenderse, pero el mismo Alejandro se había arrojado sobre él, sacando un cuchillo y dejándole un recuerdo en la mejilla derecha.

Mientras se encontraba en medio de la estrecha calle, Johnny sintió esa sensación ardiente de calor líquido que probó inmediatamente después de recibir el corte. Se tocó su cicatriz, empezando por el pómulo y bajando hasta sus labios. En ese momento, le pareció casi poder oír las palabras de su madre: “Este lugar es peligroso, ¡por eso me preocupo tanto por ti! ¿Ahora andas peleándote también con los muchachos de tu edad?”

«Cállate» dijo entre sí mismo.

«¿Con quién estás hablando, amigo?» Alejandro lo estaba esperando algunos pasos atrás. Ni había entrado en la colonia que ya lo había alcanzado.

«Déjame ir, gordo» respondió Johnny. Sabía que decirle gordo a Alejandro no era una buena idea. Sin embargo, solamente con el verlo, podía darse cuenta de cómo su sangre hervía en sus venas. «Este todavía no es tu barrio privado. Puedo regresarme y tomar otro camino.»

«Claro que sí.» El español no parecía molesto para la ofensa que había recibido. «Pero, como quiera es por aquí donde estabas caminado.»

«¿Estás buscando un pretexto para pelear?»

«Puede ser.»

Johnny se movió con cautela hacia adelante. « Es exactamente eso que no me gusta de ti. Por favor no me provoques.»

La sonrisa de Alejandro se hizo todavía más profunda, tanto que su cara gordita pareció dividirse en dos partes.

«¿Cómo está tu padre?» le preguntó.

Los pies de Johnny se negaban a moverse. Apretó los puños. Ese bastardo sabía muy bien qué argumentos utilizar para molestarlo.

«¿Intentaron buscarlo en el estómago de algún tiburón?» continuó. «O a lo mejor se ha largado junto con una puta que conoció en algún lugar. Puede ser que se había cansado de tu mamá. Y de ti. ¿Dime qué opinas, pendejo

Él tenía unas increíbles ganas de atacarlo, de resolver el asunto de inmediato. Pero obligó a todas las fibras de su cuerpo a desistir .

«Te lo voy a repetir por una última vez» dijo rápidamente. «No tengo ganas de…»

Casi ni pudo terminar la frase. Algo pasó volando junto a él. Era una piedra. Él miró a sus espaldas, aunque el cerebro le respondió de antemano. El querer tomarlo por sorpresa solamente había sido un pretexto para permitir a los miembros de la pandilla de ponerle una trampa. John vio a tres muchachos correr hacia él.

«Esta vez estoy preparado» contestó. Su tono traicionó una fría seguridad, ya que Alejandro cambió su expresión. La sonrisa había cambiado en una mueca de incertidumbre. Luego sacó un cuchillo de punta plana, que recordaba vagamente la navaja de un barbero.

Uno de los muchachos intentó golpearlo con un palo. Johnny lo oyó siseando cerca de sus oídos. Trató de acercarse, con la intención de golpearlo. No tuvo éxito. El oponente pegaba siempre más rápido. De repente, Alejandro lo empujó por detrás, haciéndole terminar contra el tipo que lo había atacado primero.

«¡ Hijo de puta!» gritó y lo golpeó con un codazo en la cara.

Johnny no se dejó sorprender. Instintivamente hundió el cuchillo en el muslo. El muchacho cayó al suelo, gritando por el dolor. Otra vez Alejandro volvió a atacarlo, sacó el cuchillo y trató de apuñalarlo. Él se dio cuenta y logró moverse a tiempo. El golpe alcanzó al joven que había arrojado la piedra hiriéndolo en el hombro. Inmediatamente los dos comenzaron a insultarse uno al otro, olvidando la pelea. El último de la banda se quedó observándolos con una expresión desorientada.

Fue entonces cuando comprendió.

Era el momento de vengarse.

«Te voy a regresar el favor, gordo » comentó e hirió al español a la altura de la ceja. Vio un destello de sangre derramándose sobre su ojo, borrando la vista. Decidió aprovechar de esa situación para retirarse. Giró sobre sus talones y corrió rápido en la dirección por donde había venido, dejando atrás los gritos llenos de odio de sus agresores.

***

«Estoy retrasado» se disculpó, abriendo de repente la puerta de la tienda. Tenía el aliento corto, su pecho estaba bailando bajo su vestido. El codazo que había recibido hacia que su tono de voz se escuchara muy nasal.

«Me doy cuenta» contestó Avery. Estaba sentado sobre un taburete, en un rincón en las sombras. Desde la pipa que colgaba de sus labios, salían olas de humo de color azul. Daban vueltas hacia las vigas del techo, donde yacían en una nube opaca. El rostro lleno de arrugas no revelaba ningún tipo de emoción. Se levantó lentamente y cruzó el arco de piedra que dividía la tienda en dos áreas distintas. Llegó a la fragua. Con tranquilidad empezó a estudiar el yunque. Daba la impresión de que nunca lo había visto antes en su vida.

«Déjame explicarte…» intentó decir Johnny.

Avery se movió con una rapidez casi impensable para un hombre de su edad. Estiró su mano rugosa y agarró su antebrazo, entrecerrándolo con fuerza. «¡En serio que ya no sé qué hacer contigo!» Desde su boca casi sin dientes salían brotes de saliva. «Llegas tardes y te vas cuando tú quieres. ¡Eres un irresponsable! Si no era por Bartolomeu nunca hubiera aceptado contratarte para trabajar conmigo.» Luego modificó su expresión. «¿Que te pasó?»

Johnny titubeó. Vio en los ojos ardientes de su interlocutor una vaga sensación de duda. ¿O se trataba de compasión? Habría preferido escuchar el regaño de siempre en lugar que tener que contar su encuentro con Alejandro.

«No es tu problema, viejo» contestó con rencor el joven.

El rostro arrugado de Avery pareció relajarse. Lo Soltó y se rascó el cráneo pelado, cruzado solamente por dos mechones de pelo gris sobre sus orejas.

«Tuviste problemas con el gordo español, ¿verdad?» preguntó.

El joven volvió su mirada.

«Está bien» continuó diciendo el hombre. «Haz como quieras. No es necesario decir nada más. Ahora es importante averiguar si tienes o no la nariz rota. Luego veremos de encontrar una excusa que podremos usar con tu mamá. Le podemos comentar que te lastimaste aquí. Esa mujer se preocupa demasiado por ti. Un día le romperás el corazón.»

«¿Y tú qué sabes?» contestó Johnny.

«Tú de mí no conoces muchas cosas.»

Y eso era verdad.

Prácticamente no sabía nada de Bennet Avery.

Algunos rumores decían que había sido protagonista de algunos asaltos llevados a cabo en contra del barco Queen Anne’s Revenge, el barco del pirata Barbanegra. Por supuesto, según lo que comentaba el viejo hombre eran puras mentiras que la gente decía para crearle problemas. Pero Johnny seguía dudando. A veces se había preguntado si no era su imaginación que hablaba: tal vez no era una buena idea dejarla ir así a brida suelta. Y sin embargo, las perplejidades sobre el pasado del anciano lo llenaban de curiosidad. En varias ocasiones, lo había escuchado contar algunas partes de su vida, a menudo acompañados por un par de copas de ron. Como conocido de Bartolomeu, la suya era una presencia constante en el Passaro do Mar. Sin embargo, sus historias siempre tenían algo que no encajaba. Parecía, de hecho, que voluntariamente omitiera siempre ciertos detalles.

«Acércate» le dijo Avery, listo a pasarle un balde lleno de agua, «por favor, antes de empezar a trabajar, límpiate.»

Sin decir una palabra, Johnny obedeció. Puso el balde sobre un barril y metió la cabeza en su interior. El agua fresca le dio un ligero escalofrío. Aguantó la respiración un rato. Luego volvió a emerger, inhalando aire fresco en sus pulmones. Sus dedos involuntariamente subieron hasta la punta de la nariz.

«¿Entonces?» preguntó nuevamente el anciano hombre.

«El dolor ha disminuido» comentó Johnny. No podía creerlo.

«Si tu nariz estuviera rota ahora estarías llorando como el mocoso que eres. Tuviste suerte.»

«Me fue mejor que a ellos» añadió Jhonny mostrando el cuchillo con la punta plana. Le dio vuelta entre sus manos. Sobre la lama estaba una mancha de sangre seca.

Avery lo miró con una sonrisa satisfecha. «Ahora ya deja de pavonearte, mocoso. Ve a darte una arregladita. Hay mucho trabajo que te está esperando.»

***

En el instante en que Johnny luchaba con Alejandro, el capitán Woodes Rogers observaba pensativo el horizonte desde una de las ventanas de la villa del gobernador. Su imagen opaca se reflejaba en el vidrio como la de un fantasma, su corto cabello castaño y su amplia frente le daban un aire de solemne austeridad, mitigado por una pequeña estatura. La boca, reducida a un corte apenas perceptible, resaltaba un sentimiento de incertidumbre. Pero tal vez la característica que lo hacía parecer como una persona tan rígida era la espesa telaraña de cicatrices que le arruinaba el lado izquierdo de la cara.

En su corazón esperaba que la reunión con Henry Morgan durara lo menos posible. Nunca había aceptado su ascenso político, sobre todo después de ese afortunado asalto a Panamá. Seguramente le tenía mucha envidia. Siempre había sostenido que había poco que confiar en un pirata que había elegido cazar a sus semejantes, sólo para complacer a la familia real. Ceremonias y banquetes formaban parte de un estilo de vida que a él mismo le hubiera gustado hacer, aunque si lo que consideraba más importante era descubrir por qué lo había convocado nuevamente.

«Su tarea es sencilla» le había comentado durante la última reunión. «Tiene que capturar monsieur Wynne. Dado que es un pirata no necesita de más motivaciones. No se podrá escapar por siempre a ser ahorcado. Como gobernador de Jamaica y vocero de la voluntad del Rey Jorge, tenemos la obligación moral de darle esa orden. Espero que usted pueda comprender.»

“Claro que sí”, había pensado. “Maldito idiota vanidoso”.

Y seguía pensándolo ahora, cuando un soldado entró en la habitación. Se detuvo en el umbral y se puso firme en espera.

«Capitán Rogers» le dijo este. «Su excelencia sir Henry Morgan lo está esperando.»

Él le dirigió un gesto distraído con la mano y se dejó conducir en el estrecho pasillo que conducía a la antecámara, hecho aún más angosto por la multitud de obras de arte que la llenaban, un signo obvio de opulencia de las cuales el gobernador amaba rodearse.

«La ejecución tendrá lugar mañana por la mañana, mi capitán.» El soldado se paró frente a una puerta blindada con barras de hierro. «El gobernador quiere poner un alto a la piratería. Espero que usted también pueda estar presente.»

“Tu hipocresía es asombrosa, Henry” pensó Rogers. “Has encontrado una máscara más respetable para usar. Si no hubiera sido por tus amistades, tú también estarías esperando tu merecido ahorcamiento.”

Mientras tanto, el militar estaba golpeando los nudillos sobre la puerta. La voz de Morgan resonó en el otro lado, invitándolos a entrar, seguida de una risa de barítono que provocó en Rogers una nueva ola de desdén.

«Todavía se ríe como un pirata» pensó entre sí. Agarró la manija de la puerta y la cerró detrás de él, dejando al soldado solo. Inmediatamente fue invadido por el intenso olor del incienso que estaba quemando, un aroma penetrante de hierbas secas. La luz se filtraba por las ventanas y las cortinas de terciopelo temblaban en el aliento de una brisa marina. Sin embargo, no había rastro del gobernador. Ni de él ni de nadie más. Avanzó con cuidado hasta encontrarse adelante de una gran mesa cubierta de mapas.

«¿Algo está mal?» le preguntó de repente Morgan.

Woodes Rogers se dio la vuelta y tuvo miedo de tropezar. Se sentía tremendamente vulnerable. Y lento. Cuando el sentido de desconcierto desapareció, se encontró en presencia de un hombre imponente y con un vientre pronunciado. Había salido de detrás de una separación, trayendo puesto un vestido brillante con amplias de encaje. Sobre su cabeza llevaba una larga peluca empolvada que no se acompañaba por nada con su bigote rojo y espeso.

«Usted es demasiado tenso, mi capitan.» Morgan se rio otra vez. «Según nuestra opinión debería aprender a gozar de las cosas buenas que la vida le puede ofrecer.»

«Los placeres son un lujo que no puedo permitirme» replicó Rogers.

«Que lastima, en serio.»

«¿Por qué me mandó a llamar excelencia?»

Morgan lo miró con atención de arriba a abajo. Luego estiró los músculos faciales, con una expresión divertida y reluciente. «Nos gustaría platicar con usted de una cuestión muy importante. Conocemos bien sus inclinaciones. Sabemos que usted no es una persona que ama perder el tiempo.»

«Entonces podemos ir directo al grano» dijo rápidamente el corsario. «Hace más de veinte días usted me envió a buscar a Emanuel Wynne, un pirata de poco valor que…»

«Fue más que nada una casualidad» lo interrumpió el gobernador. Seguía sonriendo. «Haberlo encontrado a la deriva, no lejos de Nassau, ha sido extremadamente providencial. Ha transformado su caza en una misión de rescate.»

«De hecho se trató de pura suerte.»

«¿Y eso para usted es un problema?»

«De ninguna forma» mintió Rogers. Tuvo que esforzarse para quedarse tranquilo. Henry Morgan se dio cuenta que le había adivinado. Se había embarcado en el Delicia para ir a cazar a un pirata para, finalmente encontrarlo a pocos kilómetros del puerto. «Intento captar el lado positivo de las cosas. He evitado innecesarios días de viaje. Pero aún no ha respondido a mi pregunta. ¿Por qué me mandó a llamar?»

Morgan se le acercó. Apoyó ambas manos sobre sus hombros y apretó ligeramente. Rogers llegó a pensar que quería aplastarlo. Casi hubiera leído sus pensamientos, el otro inmediatamente dejó su agarre y lo sobrepasó con unos pocos pasos. Cogió de la mesa uno de los mapas y comenzó a estudiarlo.

«Yo pensaba que usted era una persona muy atenta a ciertos detalles» dijo, con tono burlesco. «Así nos decepciona, capitán. La contestación está exactamente bajo sus ojos.»

Rogers levantó las cejas. No parecía entender. Entonces un recuerdo brilló en su mente, frío y despiadado como un relámpago. Miró el objeto que Morgan tenía en sus manos.

«Solamente es un mapa, su señoría» comentó.

«Usted tiene toda la razón» asintió él y pasó el cilindro al corsario. «Como quiera le insto a que lo mire mejor. Es lo único que Wynne tenía con él cuando lo sacaron del mar.»

Rogers sentía que se estaban burlando de él. El tono de suficiencia con que fue interrumpido solamente lo hacía sentir aún más inquieto. Recordaba perfectamente la botella con el papel adentro que el pirata tenía con él cuando lo habían encontrado. Él no le había dado peso. Debería haberlo hecho. ¿Por qué un hombre agonizante se tomaría la molestia de proteger un mapa?

Lo extendió frente a él. Bajo la punta de sus dedos podía sentir el crujido del papel mohoso. Las líneas y curvas se intersecan entre sí, formando signos fuertes, bien derechos. Luego, pero se veían más inciertos, arriesgados. Además no había ninguna ruta a la cual hacer referencia, como si Wynne se hubiera perdido.

«Se estaba dirigiendo hacia esta isla» analizó Rogers, muy concentrado en el dibujo. «Pero no logro entender en qué tipo de mar se encontraba.» Bajó la mirada hacia la esquina inferior del mapa. Luego frunció el ceño. En esa área estaban algunos escritos. Los leyó y sus pupilas se dilataron por la sorpresa. Y luego llegó la ira.

«¿Ustedes creen que yo sea un tonto?» estalló. «¿Se trata de algún tipo de broma?»

Henry Morgan sostuvo su mirada con una dureza que no dejaba filtrar ninguna emoción.

«Ninguna broma» contestó.

«¡Es imposible! Wynne no puede haber dibujado este mapa. Estaba completamente fuera de si cuando lo encontramos. No había comido ni bebido durante varios días. Farfullaba palabras sin sentido.»

«Y las farfullas todavía ahora.»

Rogers no se rindió. Reinició a estudiar el mapa, sus ojos se movían frenéticos en las órbitas. «¡Repito que no puede haberlo dibujado simplemente porque este lugar no existe!»

«¡El Triángulo del Diablo existe, se lo puedo asegurar!» exclamó Morgan. Casi parecía que hubiera dejado de respirar. «Wynne estuvo allí, no tenemos dudas. Y no lo demuestra solamente ese pedazo de que usted tiene en su mano, sino también el hecho de que nosotros sabíamos que se estaba preparando para dirigirse hacia esos mares.»

***

Saliendo de la villa algunos soldados se le acercaron, con la intención de acompañarlo hasta su carruaje. Rogers había insistido en que Morgan le dejara ver al prisionero. Todavía no podía creer la historia que le había contado.

«Adelante, su señoría dijo, de repente, uno de los guardias, abriendo la puerta del carruaje que los llevaría a las cárceles.

El carruaje su fue por una franja de tierra que se encontraba cerca de la playa. El chofer se vio obligado a disminuir la velocidad debido a la gente que ocupaba el camino. Morgan aprovechó para saludar a los colonos. Muchos contestaron con una reverencia. Un poco más adelante, la costa formaba un ligero arroyo, considerado el corazón verdadero de la bahía. En el ancladero se encontraban una docena de naves.

«Llegamos, su señoría» gritó a un cierto punto el chofer.

El camino que estaban recorriendo estaba lleno de rocas esparcidas por todas partes, que se hacían más y más compactas hasta formar un pavimento que terminaba frente a la entrada del fuerte. La embocadura estaba hecha de un arco de ladrillos en la cortina principal. Desde la cornisa superior, coronada por un enorme almenaje, se podían ver las grises bocas de los cañones.

Una vez dentro de Fort Charles se bajaron en el centro de la plaza octogonal. Luego fueron conducidos hasta las celdas por un pasillo de piedra, cuyas paredes eran iluminadas con algunas antorchas. En la penumbra vieron llegar a un hombre robusto y con aire repugnante. Estaba batallando a respirar y su rostro estaba mojado de sudor. Llevaba puesto un vestido sin adornos y manchado en varios puntos. Rogers reconoció rastros de sangre tanto en las mangas como en el cuello. Fue entonces cuando sintió la desagradable sensación de estar en presencia del mismísimo verdugo.

«Su señoría» saludó el hombre.

«Lo saludamos, maestro Kane» contestó Morgan. «Le quiero presentar el capitán Woodes Rogers, corsario a las dependencias de Su Majestad.»

«¿Cómo puedo ayudarle?»

«Estamos aquí para ver al prisionero Emanuel Wynne.»

El verdugo asintió con determinación, cogió una de las antorchas que estaban colgadas en la pared y los acompañó por un segundo pasillo, donde las celdas se alternaban. Cuando llegaron al final, tomaron una escalera. A mitad de camino, la bajada se hizo más empinada y se vieron obligados a agacharse, dado que el techo se bajaba gradualmente. Pronto se encontrarían bajo tierra.

«Antes de entrar les quiero hacer una pregunta» dijo Rogers al gobernador. «Usted ya reservó la ejecución para mañana. ¿Porque tiene tanta prisa?»

«Wynne es un pirata y por eso debe pagar por sus crímenes» contestó el otro.

“¿Sin derecho a ser procesado?” Esos pensamientos crecieron en la mente del Corsario en forma siempre más evidente. “¿Realmente crees que yo sea tan estúpido, Henry? Me trajiste hasta aquí por una razón más importante. ¿Por qué te estás esperando tanto?”

Envuelto por esas conjeturas, se encontró de frente a una celda, sin siquiera darse cuenta. El interior, primero sumergido en la oscuridad, fue iluminado por la antorcha de Kane. Inmediatamente lo vio trabajar con un pesado anillo de bronce que contenía una docena de llaves. Puso una en la cerradura y la giró, emitiendo un sonido chillón. Los virotes se abrieron evidenciando una habitación pobre, sencilla, cuyo único mobiliario era un camastro de paja. Al estar bajo tierra no había ventanas de ningún tipo, ni siquiera simples ranuras. En todas partes había un fuerte olor a moho, heces y orina.

Morgan parecía muy interesado en la figura que yacía sobre el camastro de paja. Estaba inmóvil y envuelto por una manta sucia. «¿Seguro no ha exagerado, maestro Kane? Queremos que este hombre sea colgado delante de una muchedumbre exultante, no que se muera aquí como una rata de alcantarilla.»

«No se preocupe» garantizó el verdugo y avanzó hacia Wynne. Luego le dio una patada en el costado. El pirata se puso de pie muy rápidamente, chillando. En las sombras se parecía a un espectro. El rostro esquelético estaba marcado por una barba afilada que marcaba sus mejillas desordenadamente. Su pelo largo y sucio caía frente a sus ojos y detrás de sus hombros.

El gobernador mostró una sonrisa llena de falsedad. « Monsieur Wynne usted está algo tocado por lo que le ha sucedido. No necesitamos tratarlo así. Somos caballeros. Ahora, maestro Kane, tenga la amabilidad de dejarnos solos. Por favor salgase.»

«Pero…» intentó contestar Kane.

La mirada de Morgan se puso inmediatamente muy intensa.

«Se puede ir» repitió, con falsa tranquilidad.

El verdugo colgó la antorcha en la pared de una celda y se salió.

«Wynne» le interrumpió Rogers. «¿Logra escucharme?»

El corsario esperó, a que contestara. Pero cuando se dio cuenta de que eso podría durar para siempre, se inclinó sobre sus rodillas, a pocos centímetros del prisionero. «Mi barco los encontró afuera de Nassau, ¿se acuerda? Vine aquí para hablar sobre el mapa. ¿Qué le pasó?»

Wynne levantó la cabeza, mirando a su interlocutor, pero no parecía verlo. Él pensó ver un resplandor verdoso procedente de uno de sus ojos. Contuvo la respiración. No podía estar seguro, ya que el pirata tenía el pelo presionado contra su rostro. Entonces se convenció que no era más que el reflejo de la antorcha que colgaba de la pared.

«El Triángulo del Diablo» comentó en voz baja Wynne, después de unos minutos.

«¿De verdad han navegado por esos mares?» preguntó Rogers.

«No tenía que dejar mi lugar. Órdenes del capitán. Estará muy enojado.»

«Sigue diciendo siempre lo mismo» comentó Morgan, con un cierto fastidio. «Solamente se preocupa de regresar con Bellamy. Ni siquiera los latigazos de Kane han logrado sacudirlo.»

Al oír esas palabras, el pirata jadeó, murmurando como un pez fuera del agua y emitiendo ruidos sordos procedentes del fondo de su garganta .

«¿Estaban bajo el mando de Samuel Bellamy?» Rogers movió sus dedos cuidadosamente, agarrando su brazo con delicadeza. Estaba claro que Wynne estaba intimidado por la presencia de Morgan. Si no hubiera sido capaz de calmarlo, se habría vuelto a cerrar en su mutismo.

El hombrecito dejó escapar una expresión de sorpresa. «Nos perdimos.»

«Por favor, explíquense con mayor claridad.»

«La niebla… estaba en todas partes.»

«¿Cual niebla?» insistió Rogers. «¿Que trata de decirme?»

«Me tengo que quedar de centinela» Wynne cambió el tono de voz. Parecía más la de una persona que estaba buscando compartir secretos. «Órdenes del capitán.»

Rogers se quedó en silencio, nuevamente en espera.

«No hay nada que podemos hacer» confirmó Morgan. «Estamos perdiendo nuestro tiempo. Usted logró, capitán, que le dijera algunas cosas más. Eso hay que admitirlo. Pero…»

«¡Es esto que ustedes no entienden!» exclamó el pirata. Parecía que una chispa de lucidez hubiera aparecido nuevamente en su cerebro. «Hay un precio a pagar por aquellos que buscan el tesoro. Un tesoro que puede cambiar el destino de quien lo encuentra.»

«¿Cual tesoro?» preguntó de inmediato el gobernador.

Wynne empezó a agitarse. Se liberó del agarre del corsario y terminó acurrucándose en el camastro de paja, en posición fetal. Desde ese ángulo, Rogers podía ver las marcas todavía frescas de los latigazos.

«¡Wynne!» exclamó Morgan, con tono amenazante. «¿De cuál maldito tesoro está hablando? Conteste, ¡maldito!»

El pirata expresó una serie de lamentos y ya no habló más. Ni los insultos del Gobernador tuvieron éxito .

«¿Era esa la información que buscaba, su señoría?» Más que una pregunta la de Rogers era una afirmación. «¿Usted me usó para descubrir la posible existencia de un tesoro?»

El rostro de Henry Morgan expresaba molestia. «Yo no me aproveché de usted, capitán. Tenía una tarea específica. Capturar a Wynne. Y lo logró de una forma excelente.»

«Más que nada fue gracias al caso, como usted ya comentó.»

«Obvio.»

«¿Dígame Henry, usted está jugando conmigo?»

El hombre lo miró con una expresión de asombro.

«Usted me debe una explicación» siguió diciendo Rogers. «He cumplido con mi deber. Y pensé que así estaba bien. Pero ahora usted me está involucrado en esta historia.»

Desde el final del pasillo se podían escuchar los tonos de unos pasos, acompañados por el ligero silbido de Kane. Obviamente habían permanecido en la celda durante demasiado tiempo y el verdugo regresaba para asegurarse que no hubiera pasado algo malo.

«Es mejor no discutir este tema en este lugar, capitan» dijo en voz baja Morgan.

«Yo al contrario creo que sea mejor discutirlo» contestó Rogers.

«¿Que quiere saber?»

«La verdad.»

«De acuerdo» añadió el gobernador. «Al fin y al cabo usted es un hombre de confianza.»

«¡Dese prisa!»

«Bellamy vino personalmente a contarnos lo que estaba pensando hacer. Nuestro pasado no es un misterio, usted lo sabe muy bien. Así que no tiene que sorprenderse por nuestras amistades.»

“De hecho no me sorprenden por nada” pensó Rogers.

«Nos pidió un préstamo.» Morgan hablaba rápido y de vez en cuando se aseguraba que Kane no llegara de un momento a otro. «No tenía recursos suficientes para poder emprender un viaje tan peligroso. A cambio reclamamos la lista de los tripulantes. La experiencia nos ha enseñado que si gastamos dinero, a cambio queremos saber quién lo recibirá. Y el único nombre en la lista que conocíamos era el de Wynne.»

«Así que me han enviado a buscarlo» comentó Rogers.

«Exactamente. Cuando supimos que Bellamy había desaparecido no podríamos hacer lo contrario.»

Sólo entonces el francés retomó la palabra. Había vuelto a sentarse sobre el camastro de paja, con las piernas cruzadas. «Me castigan por fomentar el motín. Pero no fue mi culpa. Puedo jurarlo. No confíe en el hombre con los dientes dorados.» No obstante tenía el rostro escondido por el pelo, era evidente que estaba sonriendo. «A parte yo era el único que podía ver bien. Por este motivo estaba de centinela. Tenía que observar, como el chamán nos había dicho.»

Rogers se inclinó hacia delante otra vez. Estaba a punto de abrir la boca, con la intención de preguntarle a qué se refería. Pero el pirata lo anticipó.

«¡Los ojos muchas veces nos engañan, capitán Rogers!» dijo.

«¿Y el tesoro?» preguntó Morgan.

No hubo otra contestación. Emanuel Wynne inclinó la cabeza hacia atrás y estalló en una risa obscena y poderosa, que contrastaba con la delgadez de su cuerpo. Siguió haciéndolo incluso cuando el verdugo volvió. El gobernador ordenó que lo azotaran una y otra vez, con la esperanza de obtener más informaciones. Cuanto más lo torturaba Kane, más el pirata se reía. Él siguió hasta que no se le rompieron las cuerdas vocales, y de la boca nada más empezaron a salir ruidos repugnantes, tanto que Rogers se vio obligado a taparse los oídos.

Sangre Pirata

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