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CAPÍTULO TRES LOS MUERTOS NO HABLAN

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«¡Rayos!»

Poseído por un ansia incontrolable, Morgan tiró todos los objetos que llenaban su escritorio, incluyendo unas cartas náuticas, un sextante de excelente construcción y la carta de compromiso destinada a Rogers.

«¡Maldito malcriado!» gritó. «¡Merecía sufrir cien veces más!»

Frente a él, el corsario estaba sentado sobre un sofá de terciopelo, y parecía no preocuparse mucho del enojo del gobernador.

«Si me permite…» intentó comentar.

«¡Usted cállese!» lo interrumpió el gobernador.

Siguió un largo y profundo silencio, sólo marcado por la respiración jadeante del hombre. Rogers prefirió no discutir. Habría sido mejor esperar a que él solo se tranquilizara, para lograr perseguir sus propios intereses.

Las revelaciones de Wynne habían contribuido a empeorar la ya baja reputación de Morgan entre los colonos. La carrera política y las amistades de alto nivel no le habían servido de mucho. Y el hecho de observar un respeto compasivo hacia él escondía una etiqueta hecha de hipocresía y falsa educación. Como si eso no fuera suficiente, la noticia sobre el tesoro sin duda ya se conocía en toda Port Royal. No iba a tardar mucho en llegar hasta orejas indiscretas.

“Cuando el Rey Jorge sepa que financias expediciones piratas por tu mero interés personal, estarás en problemas amigo mío” pensó Rogers. Su continua indiferencia no se debe equivocar con falta de interés. La situación era muy problemática, pero de todo eso seguramente él podía sacar unas ventajas.

«¿Cómo logra estar tan tranquilo?» le preguntó Morgan cerrando los puños hasta poner blancos los nodillos de las manos.

Él se puso de pie sin responder. Tenía la intención de considerar muy bien las palabras que iba a pronunciar para evitar que se enfureciera aún más, y al mismo tiempo, hacerle comprender que con personajes de ese tipo se debía tratar con la justa firmeza. Empezó a caminar adelante y hacia atrás por toda la habitación.

«Si me permite» repitió, «creo que reaccionar de esta manera no le servirá de nada. Wynne ya reveló a todo mundo sus negocios secretos.»

«¿Y le parece algo de poca importancia?»

«Claro que no.»

«¡Se burló abiertamente de todos nosotros!» ladró Morgan.

«No es verdad» Rogers exhibió una teatral cuanto evidentemente falsa sonrisa. «Sólo se divirtió a burlarse de usted, excelencia. Así que gritar en contra de un hombre muerto no resolverá el problema. ¿Usted pensaba de tener la situación bajo control? ¡Bueno, siento decirle que estaba equivocado!»

El gobernador se puso rojo, su boca se redujo a una línea muy sutil. El maquillaje derretido lo hacía parecer más grotesco de lo normal. Sus ojos parecían querer brincar fuera de las órbitas.

Viéndolo en ese estado, Rogers tuvo que aguantar una sonrisa llena de satisfacción.

«Siempre y cuando usted no esté listo a hacer una elección» sugirió. «Lo que quiero decir…» y deliberadamente cortó la frase. Fingió estar pensando, presionando el índice sobre sus labios. De alguna manera quería que su gesto pareciera como algo que pudiera ayudarlo a reflexionar. Y de hecho se puso a pensar: “Perdiste el control de la situación, Henry. Acéptalo. Ese pirata te jugó una buena broma. A lo mejor estaba loco de verdad. O a lo mejor no. ¿Quién puede decirlo?”

«¡Entonces!» le preguntó Morgan, desesperado. Empezó a masajearse las sienes.

«Puedo anticipar mi salida de un par de días» comentó Rogers. «Puede ayudarnos a ganar un poco de tiempo, aunque eso nos obligaría a modificar nuestros acuerdos. Casi seguramente la tripulación no estará nada contenta de esta decisión.»

«Si el problema es el dinero…» comentó el gobernador.

«El problema es el tesoro.» El corsario recogió del piso la carta de compromiso y la movió adelante de sus ojos, antes de ponérsela otra vez en la bolsa del pantalón.

«¡Todo lo que usted quiera!» Morgan golpeó con ambas manos el escritorio. «Tenemos que llegar antes de los demás. Actuar rápidamente nos pudiera salvar de la humillación y evitar problemas con Su Majestad.»

«No lo sabrá. Aunque la noticia llegue hasta él, no hay pruebas concretas. Aparte el Triángulo del Diablo siempre ha sido considerado como una leyenda.»

«Si tiene toda la razón.»

«E incluso si se esparciera el rumor de que usted pagó una tripulación de piratas, ¿qué culpa tendría usted para tal participación? El último miembro de la tripulación de Bellamy murió hace unas horas.»

«¿Entonces?»

«El precio que acordamos es justo.» La declaración de Rogers quería tener la doble función de calmar a su interlocutor y centrar su atención sobre lo que iba a decir. «Pero si quiere garantizada mi fidelidad y la de mis hombres pretendo ocho partes de cien.»

«¡Usted está loco!» gritó Morgan, que parecía estar muy cerca de desmallarse.

«Nunca me sentí mejor en mi vida.»

«¡Este es un robo!»

«Puede aceptar o no, usted elige.»

«Cuatro partes de cien» contestó el gobernador.

«Usted es un hombre muy avaro, su excelencia.» El corsario se encogió de hombros. «Usted hiere mi orgullo si cree que solamente valgo cuatro partes de cien. Recuerde: si la expedición será exitosa, ni siquiera se verá obligado a dividir el botín con el Rey.»

«Cinco partes, capitán. Ya no quiero hablar de ese tema.»

«Con sólo cinco partes no puedo garantizar que alguien no vaya contando esta historia por donde sea.»

«Como ve seis, entonces.»

«¡Siete!»

Morgan permaneció inexpresivo, con los codos apoyados en la mesa y los dedos entretejidos delante de él.

«Está bien» aceptó finalmente. «Siete.»

«Usted es una persona muy sabía.» Rogers extendió el brazo y esperó a que el otro, aunque evasivo, respondiera al saludo. Cuando lo hizo, agarró su mano juntándola con la suya. «Con su permiso quisiera pedir algo más.»

«¿Más?»

«Después de todos los años dedicados a servir a la Corona, creo merecer algo más que una simple carta de compromiso. Así que quisiera ser recompensado con la asignación de algunas posesiones y de un título nobiliario reconocido por la soberanía del Rey.»

«¿Un ascenso político, entonces?»

«¡Exactamente!»

«¿Independientemente si su expedición tendrá éxito?»

Rogers asintió.

«Como usted desea» aceptó Morgan, visiblemente cansado. «Veremos de interceder por usted en la Corte.»

«Se lo agradezco.» El corsario dejó las manos del gobernador y se alejó de la mesa rápidamente. Antes de salir se detuvo un momento cerca de la puerta. «Cada promesa es como una deuda. Que nunca se le olvide, excelencia.»

Después de haber dicho eso, se salió.

***

Anne estaba sentada en la cama, la espalda apoyada contra la pared, mirando hacia la ventana. En sus manos tenía un plato de sopa. Sus cabellos ondulaban en la brisa que precedía a la puesta del sol, despeinados alrededor de su cabeza. Ya no parecía un calamar en putrefacción. Parecía más bien una gavilla de trigo arrastrada por el viento. Su rostro, aunque pálido, estaba recuperando un ligero enrojecimiento. Al menos por ahora la sombra de la enfermedad había desaparecido.

«¿Cómo te sientes?» le preguntó Johnny que acababa de regresar. Todo el día había estado ansioso, excepto durante el ahorcamiento de Wynne. Asistir a su muerte lo había inundado de un horror que había alejado temporalmente sus preocupaciones sobre la salud de su madre.

«Cansada» contestó ella, con un hilo de voz. «Durante tu ausencia Bartolomeu me ha cuidado. Se portó muy bien conmigo. Mira hasta me ha preparado la cena.» Queriendo demostrar quién sabe qué, movió el cucharón hasta sus labios con dificultad.

«Déjame ayudarte.» El muchacho se sentó a su lado y empezó a embocarla. El olor de la sopa hizo que su estómago se quejara.

«¿Comiste?» preguntó Anne.

«Claro que si» mintió él. No tocaba comida desde la noche anterior. Peor aún: lo poco que había tragado había terminado en el callejón tras el ron ofrecido por el portugués.

De vez en cuando limpiaba las esquinas de la boca de su mamá con una servilleta. Anne sonreía, tratando de tragar la sopa. Una vez terminado, le ayudó a acostarse.

«No tengo ganas de dormir» protestó la mujer.

«Tienes que descansar.» Johnny la miró de una forma que no admitía replicas.

Ella apoyó tranquilamente la cabeza sobre la almohada. «¿No te parece algo raro? Hasta hoy fui siempre yo a ocuparme de ti.»

«No hables ahora.»

«Es desde hoy en la mañana que ya no tengo tos, ¿sabes?» Anne parecía no escucharlo.

«Te vas a sentir mucho mejor, confía en mis palabras.»

«Ojalá tengas razón.»

Hubo un breve silencio entre ellos, durante el cual Johnny sintió un fuerte sentimiento de culpa. Como si estuviera prisionero en un cuerpo que no le pertenecía, se veía obligado a asistir impotente a la enfermedad de su madre. La observaba a través de un caleidoscopio multicolor, cuyas facetas reflejaban dolor y resignación. Entendió en ese momento que quería huir, correr lo más lejos posible para no verla reducida en ese estado.

«Será mejor que descanses» dijo. Agarró el plato y la cuchara. «Bartolomeu seguramente me va a necesitar. ¿Puedo dejarte sola?» En su corazón tenía miedo que le rogara de quedarse.

Anne lo sorprendió, contestándole con tranquilidad: «Ve y no te preocupes. Nos volveremos a ver cuándo habrás terminado.»

«De acuerdo.»

«Te quiero mucho, John.»

«Yo también» contestó él. Luego se agachó para darle un beso en la frente.

***

Durante la noche Johnny notó que Bartolomeu andaba muy preocupado. Había pronunciado solamente unas pocas palabras, y él se había dado cuenta de eso, sobre todo cuando entendió de que estaba esperando a alguien: seguía lanzando miradas discretas a la puerta y cada vez que esta se abría contenía la respiración, como agotado por la interminable espera. Sin embargo, prefirió no investigar, ocupado como estaba sirviendo a los clientes.

Pudo escuchar algunas de sus conversaciones que inevitablemente atraían su atención. Y volvieron a prender su fantasía. Había quien comentaba de la horrible muerte de Wynne y quien afirmaba que un cierto capitán Rogers se estaba preparando para una misteriosa expedición.

Una vez que el último cliente salió de la posada, Bartolomeu ordenó al muchacho de cerrarse en la cocina y limpiar los platos. Luego empezó a recorrer en el local, apagando una a una las velas. La habitación cayó en un crepúsculo sombreado, aún más obscura a causa de las pocas llamas que habían quedado.

Johnny pasó una hora enjuagando un sin fin de platos y jarras. Debido al inconfundible olor a especias, tenía los ojos hinchados y la nariz tapada. Le daba miedo de desmallarse. Pero una vez acostumbrado, procedió más rápidamente. Estaba limpiando una jarra de barro, cuando la puerta del otro lado de la habitación se abrió con un ruido sordo.

«Llegaste, por fin» oyó decir a Bartolomeu.

«Estuve muy ocupado con algunos asuntos personales.»

Reconoció la voz de Avery. Después del trabajo, le había confiado que no se sentía bien y que prefería irse a dormir temprano. Entonces, ¿por qué estaba allí?

«¿Bart, estamos solos?» preguntó el anciano.

«Tú no te preocupes» contestó el otro. «Mandé el muchacho a la cocina. Seguro tendrá bastante trabajo. Ahora siéntate y explícame porque querías hablar conmigo.»

Hubo un ruido de sillas. Johnny caminó cautelosamente hacia la puerta que separaba la cocina de la habitación principal. La empujó lentamente, dejándola lo suficientemente abierta para escuchar a escondidas.

«¿Cómo está Anne?» preguntó Avery.

«No bien» contestó el portugués. «Son algunos días que parece haber mejorado. Esto me hace esperar. Pero sin la opinión de un médico, no podemos estar seguros.»

«Es una verdadera lástima.»

«Así es.»

Johnny se impresionó. Escucharlos platicar con un tono tan preocupado sobre la condición en la que se encontraba su madre lo animó. Empujó aún más la puerta y siguió mirando. Desde la posición donde estaba era capaz de vislumbrar la espalda de Avery.

El anciano comentó: «Sin embargo no quería platicar de eso, si no de lo que le pasó a Wynne. Fui a su ejecución.»

«¿Lo conocías?» preguntó Bartolomeu.

«Estábamos en el mismo barco.»

Faltó muy poco a que el joven gritara por el asombro. ¿Así que los rumores sobre la vida de Avery eran verdad? ¿Era realmente un pirata? Tenía que encontrar una manera de averiguarlo.

Se deslizó fuera de la cocina, empujando la puerta tan lentamente que se tardó una eternidad. Caminando gatoneando como un bebito llegó al largo mostrador y se detuvo para calmar los latidos de su corazón. Podía sentirlo palpitar hasta dentro de las sienes. En su mano derecha todavía sostenía la jarra de vino: se había olvidado que la tenía con él. La emoción era tan fuerte que ni siquiera notó que estaba apoyado en el estante lleno de botellas. El movimiento las hizo tintinear. Él levantó la vista, asustado. Durante una fracción de segundo, no sucedió nada. Luego oyó algunos pasos que se acercaban. Levantó la mirada. La mano callosa de Bartolomeu apareció por encima de su cabeza. Estaba a unas pocas pulgadas. Incluso podía oír el hedor de su aliento. Pronto le agarraría el pelo, lo sacaría y... al contrario, se inclinó sobre el estante y tomó una botella de ron, volviendo hacia Avery.

«Esto no me explica porque quisiste verme» comentó mientras abría el corcho de la botella.

«Ahora te lo explicó» contestó Avery.

Se escuchó el eco de un segundo ruido de pasos, seguido por las jarras que venían dispuestas una junta de la otra. Johnny se inclinó sobre el borde del mostrador. Vio a los dos servirse de beber.

«Wynne hizo muchas cosas malas en su vida» afirmó el anciano y se tomó su ron. «Pero era solamente un miserable. No merecía terminar su vida así.»

«Mejor él que nosotros» declaró Bartolomeu.

Avery asumió una expresión que era una mezcla entre incredulidad y resignación.

«¿Tienes miedo que te descubran?» le preguntó el portugués.

El no respondió. Empezó a mirar a su alrededor, sospechoso. Después de un rato añadió, con la voz reducida a un silbido apenas perceptible: «El problema tiene que ver con lo que dijo antes de ser ahorcado.»

Todavía escondido detrás del mostrador, Johnny se estremeció. Se acordó del pirata mientras se agitaba colgando de la horca, las piernas moviéndose en el aire y el borbotón de sangre que le manchaba la cara.

«¿Hablas del Triángulo del Diablo?»

«Las noticias corren rápidamente, Bart.»

«Son puras tonterías» comentó con fastidio el portugués.

«¡Te puedo asegurar que ese lugar existe!» La mirada de Avery destilaba una seguridad palpable... y amenazante. «Incluso el más ingenuo entre los marineros de agua dulce conoce la leyenda. Pero yo puedo asegurarte que existe.»

«¡Ya basta!»

«¿Como ves si te cuento una pequeña historia?»

El portugués murmuró algo, sin preocuparse.

«Muy bien.» Avery volvió a beber. Los dedos temblaban visiblemente y algunas gotas de ron se vertieron a lo largo del cuello de la botella. «Todo empezó hace unos años. Con la tripulación con la cual trabajaba nos desembarcamos en una isla cerca de Antigua. Nos alojamos en el puerto durante varios días tratando de averiguar dónde estábamos realmente.»

«El archipiélago de las Antillas es famoso por albergar islas que no aparecen en ninguna carta náutica» precisó Bartolomeu.

«Ya lo sé» contestó el otro, con tono fastidiado. «Lo que ninguno de nosotros podía imaginar era que el lugar estaba habitado por una tribu de indígenas.»

«¿Cuales?»

«Los Kalinago.»

Durante unos segundos Bartolomeu se quedó en silencio. Luego sacudió lentamente la cabeza, como si el asunto no le convenciera completamente.

«¿Los comedores de muerte?» preguntó.

«Exacto» replicó Avery. Estaba sonriendo. Evidentemente, ese recuerdo lo divertía. O lo ponía nervioso. Difícil de decir. «Déjame continuar.» Tragó la segunda copa llena de ron y se llenó una tercera. «El capitán decidió enviar una expedición para inspeccionar la isla. Los esperamos de regreso por varios días, en vano. Así que decidió ir él mismo, junto con otros de la tripulación. Incluyendo a Wynne y a mí. La tripulación estaba muy preocupada, aunque nadie se atrevía a discutir sus órdenes. Dejamos las chalupas en la playa y entramos adentro de la selva.»

«Allí se encontraron con los Kalinago» afirmó Bartolomeu.

«Fueron ellos que nos encontraron» dijo el anciano, resignado. «Nos capturaron tal como lo habían hecho con nuestros camaradas. Nunca olvidaré lo que vi. Son bestias, sin una pizca de piedad.» Tomó todo el líquido, haciendo que goteara sobre su barbilla y cuello. «Descuartizan sus víctimas cuando todavía están vivas, con una ferocidad sin precedentes.»

La actitud de Bartolomeu estaba cambiando. A diferencia de su interlocutor, apenas había tocado el ron. Ahora tenía sus brazos extendidos sobre la mesa, sus dedos tan estrechamente entrelazados entre sí que los nudillos se habían puesto blancos.

«Como quiera» comentó Avery, «nuestro capitán logró que el chamán lo recibiera. Pudimos evitar la muerte, pero a un precio demasiado alto.»

Escondido detrás del mostrador, Johnny empezó a temblar. El asunto era muy interesante. Terriblemente interesante.

Por otro lado, Avery era como dudoso, y se sirvió otra vez de beber.

«El capitán pactó con él» explicó, lentamente. «Y este le contó de la existencia de un gran tesoro escondido en una isla al noreste de las Bahamas. Incluso mostró un viejo dibujo grabado en una tableta de arcilla. La ubicación de este lugar coincidía aproximadamente con el punto donde se supone se encuentre el Triángulo.»

«Háblame de ese pacto.»

«El capitán tenía que comprometerse a recuperar el tesoro. Podía quedarse con lo que quería para el mismo. El chamán, a cambio, tenía que traerle un amuleto.»

«¿Un amuleto?»

Avery asintió. «Sí. Un amuleto de jade.»

«¿Porque?» insistió Bartolomeu.

«No tengo la menor idea. Sólo se lo dijo a él y a sus hombres más confiados. A nosotros nos dejaron afuera de la cabaña. Después me enteré de que gracias al amuleto habría garantizado al capitán que este iba a poder recuperar lo que había perdido en el pasado.» Se quedó pensando. «Quien sabe de qué estaba hablando.»

«¿Y luego?»

«Tan pronto como lo expuso, este aceptó. Para sellar el pacto marcó a ambos con un tatuaje. Añadió luego que si uno de los dos no respetaba los acuerdos, ese signo lo llevaría a la muerte.»

«Supersticiones» comentó el portugués.

«Piensa como quieras Bart» insistió Avery. «¡Sé lo que he visto! Y eso me lleva de nuevo a Emanuel Wynne. Pero te lo explicaré más tarde.» Emitió un gemido, como si esos pensamientos todavía lo atormentaran. «Puedo jurar sobre mi propia vida que después de esa experiencia, el capitán estaba como enloquecido. Algunos decidieron amotinarse. Eran treinta, incluyéndome a mí. Obviamente el capitán no estuvo muy feliz con eso y nos abandonó en una isla deshabitada al este de Puerto Rico, con sólo una botella de ron por cabeza y sin comida. Pasaron algunas semanas, regresó por nosotros. Los sobrevivientes erábamos quince.»

Bartolomeu abrió la boca en una mueca de asombro. Se pegó en la frente con el típico gesto de aquel que de repente se recuerda de algo importante. «Tú quieres que yo crea que…»

«Exacto» lo anticipó Avery, mostrando una profunda incomodidad. «Yo estaba en la tripulación del Queen Anne’s Revenge, bajo el mando de Barbanegra.»

A causa del asombro Johnny saltó hacia atrás, instintivamente puso las dos manos sobre el suelo, ignorando el hecho de que con una, sostenía la jarra. Perdió el equilibrio y se estrelló nuevamente contra del estante. Esta vez el impacto fue violento. Una punzada de dolor lo golpeó a las espaldas. Las botellas hicieron mucho ruido. Uno hasta se cayó rompiéndose al momento de golpear el pavimento. Partículas de vidrio brillaban por todas partes.

El anciano brincó sobre su silla. «¿Qué pasó?»

«Fue una rata» replicó Bartolomeu y se dirigió hacia la fuente del ruido. «Una rata muy grande.»

El joven se quedó paralizado, los ojos brillantes, las pupilas dilatadas. Podía oír su corazón latir con fuerza. Sus latidos dolorosamente rebosaban en sus oídos, semejantes al ruido de un martillo, tanto que los pasos del portugués parecían venir de un mundo lejano y desconocido.

“Tengo que hacer algo” pensó. “Me tengo que largar, ¡ahora mismo!”

Lástima que el pánico se hubiera apoderado de él. Era como si estuviera al acecho en las arenas movedizas: cuanto más se movía, más se hundía. Finalmente, la sombra de Bartolomeu cayó amenazante sobre de él.

«¿Qué haces aquí, mocoso?» quiso saber.

Johnny sonrió, con una expresión bastante estúpida.

Y se dio cuenta que estaba en serios problemas.

***

Lo hicieron acomodar a la fuerza en el medio de los dos piratas. Las velas temblaron por un momento, movidas por un viento invisible, haciendo que los contornos de la habitación fueran vagamente distorsionados.

«Tenemos un clandestino» dijo riéndose Avery.

«¿Desde cuando estás escondido allí atrás?» Bartolomeu se sentó otra vez. En su comportamiento, ese sentimiento paternal expresado al principio de su conversación había desaparecido. Ahora sólo había resentimiento.

«Te lo juro que yo no quería, Bart…» dijo con miedo el joven. Temblaba desde la cabeza hasta los pies.

El portugués dio un puñetazo arriba de la mesa. «¡No me interesan tus escusas! Te pregunté desde cuando estabas escondido atrás del mueble. ¡Contéstame!»

«Es suficiente mirarlo para darse cuenta que escuchó todo» intervino el anciano. Arrugó los labios, descubriendo sus encías. «Pero conozco un sistema para que empiece a confesar.» Después de haber dicho esto, sacó un enorme cuchillo desde abajo de su ropa y lo movió delante de Johnny.

En un segundo este dejó de respirar. La hoja giraba con una lentitud inusual, fría y despiadada. Recordó el cuchillo que había hecho, el mismo utilizado para derrotar a Alejandro. Entre el suyo y este no había comparación. Avery lo podía descuartizar como un cerdo.

«Estás exagerando, Bennet» le advirtió Bartolomeu. Sin embargo, no movió ni un músculo para impedir que hiciera lo que tenía en mente.

«¡En situaciones extremas, se necesitan remedios extremos!» sentenció Avery, agarrando la mano de Johnny. La apretó en contra de la mesa y levantó su cuchillo.

El chico emitió un gemido de miedo. El reflejo de la hoja lo traspasó con su cruel resplandor. Sabía que pronto la vería penetrar su carne. La idea de que Avery pudiera llevar a cabo un gesto similar lo espantaba más que el acto en sí mismo. Así que no lo pensó dos veces. Se echó a llorar. Entre un sollozo y el otro contó lo que había oído. Cuando termino, los dos piratas se miraron uno con el otro. Entonces los dos estallaron en risa. Johnny se quedó como embobado, sin darse cuenta de lo que estaba pasando.

Y por fin entendió.

«No tenía intención de lastimarme, ¿verdad?» dijo, probando una fuerte vergüenza. «Lo hiciste para obligarme a hablar.»

«Exacto» admitió Avery. Lo dejo ir y guardó su cuchillo. «Es un viejo sistema que uso para obtener informaciones.»

«La mejor defensa es atacar» añadió el portugués.

Nuevamente los dos empezaron a reírse. Por alguna razón, Johnny se unió a ellos, sintiéndose envuelto en esa extraña complicidad. El hecho de que se habían burlado de él no le interesaba. En lugar del temor ahora sentía una satisfacción indescriptible. Un vago sentimiento de pertenencia. Como si hubiera regresado a casa después de un largo viaje y hubiera abrazado nuevamente a su familia.

«Me vi obligado a portarme así» dijo Avery. «A ver si aprendes.»

«El problema es otro» agregó Bartolomeu, muy serio. Liberó su cola de caballo y empezó a jugar con algunos mechones de su pelo obscuro. «Ahora que sabes la verdad sobre nosotros, ¿qué piensas hacer?»

El joven los asombró.

«Quiero saber más» afirmó.

Durante un rato nadie dijo nada. Los dos lobos de mar permanecieron en silencio, estudiándose uno al otro. Su manera de comportarse parecía ocultar algún tipo de comunicación secreta.

Fue el anciano que reanudó la plática.

«Muy bien» comentó. «Tu seguridad me sorprende, así que si has escuchado nuestros discursos no se necesita agregar nada más. Además, también tú has presenciado la ejecución de Wynne.» Se sirvió otro vaso de ron. «Creo haya llegado el momento de explicarles algunas cosas sobre él. No estaba tan loco como quería que los demás pensaran. Y ha dejado un rastro sobre cómo llegar al Triángulo del Diablo.»

«Recuerdo que habló de un mapa» dijo Johnny.

«No estoy hablando de eso.» Avery sacó la pipa, llenó el depósito con una generosa cantidad de tabaco y se la metió en la boca. Hizo un gesto al muchacho, señalando la pieza de una vela. Él se la pasó. Una vez encendido la pipa, él comenzó a fumar de una forma lenta y ritmada. «Wynne tenía un ojo de vidrio. Había perdido el suyo durante un abordaje. Después del pacto entre Edward Teach y el chamán, este se ofreció de hacer un hechizo, que nos permitiera navegar por esas aguas.»

El portugués sonrío, pero sin alegría. «Me estás hablando de brujería, ¿Bennet?»

«Exactamente» contestó él, muy convencido.

«No lo puedo creer» comentó Johnny.

«Deberías.» Avery tenía una mirada emocionada y casi exaltada. «Y dado que nadie lo había pensado antes, elegí que debemos desenterrar el cadáver. Por eso llegué tarde. Estaba en el cementerio.»

El portugués se hizo la seña de la cruz. «¡Tú estás loco, Bennet Avery! Hablo en serio.»

«Gracias» replicó el anciano, moviendo su interés sobre Johnny. En el mirarlo, Avery sonreía como un halcón. «Y creo de haber encontrado a otro loco, que me pueda ayudar a desenterrar el cuerpo de Wynne. Un par de brazos robustos serán muy útiles a la causa.»

***

A la base de las murallas de Fort Charles, una figura se movía sigilosamente. Sobre su espalda era visible el bulto de un saco. Siguiendo el perímetro de la fortaleza, dio la vuelta a un primer bastión, después a otro y a otro, hasta encontrarse en la ladera que caía sobre el mar. Se deslizó cautelosamente en la parte de la playa que se encontraba entre los arrecifes y el muro de la ciudad.

Dio unos pasos y luego se detuvo.

Unas voces se escuchaban arriba de él, inesperadas.

Miró hacia arriba y vio a los soldados de la patrulla en su vuelta de ronda. Esperó que se alejaran. Luego se movió hasta alcanzar la primera batería de los cañones. Salían como si fueran postes de bronce sobre la superficie de piedra, alisada por las constantes tormentas que venían desde el sur. Escalar con las manos desnudas habría sido imposible. Afortunadamente, había preparado una cuerda robusta, cuyo extremo terminaba con un gancho. Abrió el saco: inmediatamente sacó la cuerda.

Habían pasado veinte días desde su llegada a Port Royal. El pequeño bote utilizado para desembarcar no había sido tomado en cuenta y había sido suficiente sobornar al oficial local para asegurarse un pequeño muelle lejos de los ojos indiscretos. Antes de partir para esa misión, el capitán había sido muy claro: tenía que averiguar cualquier información sobre Wynne. Y él lo había conseguido. La ejecución del pirata le había permitido no sólo completar la tarea, sino también estudiar las defensas de la fortaleza.

Hizo girar la cuerda y lanzó el gancho hacia la parte más alta de la pared. El metal golpeó la piedra, y un tintineo débil llegó a su oído. Dio un golpecito a la cuerda. El gancho cayó al suelo. Maldijo en silencio, deteniéndose para escuchar. Ningún ruido, nada que hiciera entender que alguien lo había escuchado.

Lanzó la cuerda por una segunda vez, observando la trayectoria sobre las paredes. Una vez más tiró y en este caso tuvo que moverse para no ser golpeado por la pieza que se cayó nuevamente.

“Me estoy tardando demasiado” pensó enojado. “Tengo que quedarme tranquilo… y darme prisa.”

Miró hacia el mar abierto. La oscuridad de la noche se confundía con el color negro de las aguas profundas. Sabía que allí, en algún lugar, el barco lo estaba esperando. Probablemente el capitán lo estaba observando en ese preciso momento. Se lo podía imaginar parado en el suelo de popa, con el catalejo abierto y una sonrisa irónica impresa en su rostro.

Eligió hacer un tercer intento y esta vez el gancho se atascó como debía. Unos momentos después oyó el parloteo de una segunda patrulla que avanzaba. Detuvo la respiración, esperando que los soldados no notaran la pieza de hierro puntiaguda insertada entre las piedras. Los vio alejarse como si nada. Entonces empezó a escalar. No fue una tarea fácil. La bolsa detrás de su espalda era muy pesada y dificultaba aún más la subida. Tuvo que ayudarse con los cañones que encontraba a lo largo de la subida, como si estuviera escalando entre las ramas de un árbol. Alcanzó el parapeto, se escondió y recuperó la cuerda.

El fuerte Charles estaba inmerso en el silencio, excepto por el platicar tranquilo de algunas guardias. Viendo como actuaban parecía que algunos de ellos estaban borrachos, mientras que las cabañas alrededor de la plaza central no mostraban signos de movimiento.

En silencio, envuelto en la oscuridad, se deslizó más allá de los almenajes. En la primera terraza los cañones apuntaban silenciosos hacia el mar abierto. Recordaba perfectamente que abajo de él se habían erigido tres pasadizos, cada uno con su propia batería lista para disparar. Y aún más abajo se encontraba el polvorín.

Lo había notado durante la ejecución. Un par de soldados hacían la guardia a la cabaña con aire de tranquilidad. Luego, durante la confusión causada por la horrible muerte del pirata, había logrado acercarse: una de los guardias había abierto la puerta y él había visto unos cincuenta barriles llenos de pólvora. Incluso en esto, los británicos habrían hecho su trabajo más sencillo: haciéndolo explotar, la explosión habría destruido las terrazas, dañando los cañones.

“Increíblemente sencillo” pensó.

Avanzó, escondido por la familiaridad de las sombras. Se concedió algunas cortas paradas, sólo para evitar que alguien lo pudiera ver acercándose. Finalmente logró bajar las escaleras que lo llevaron hasta el patio.

No había guardias por ningún lado.

«A lo mejor estarán adentro» murmulló entre sí. Alcanzó el cobertizo y apoyó una oreja a la puerta. Un profundo ronquido salía desde su interior. Sin entrar en pánico, saco la daga que tenía dentro de la bota y entró.

El interior estaba cubierto con placas de metal, una protección que servía para evitar accidentes. Iluminaba toda la habitación solamente un pequeño farol colgando del techo con un clavo curvo. Los barriles eran cuidadosamente ordenados en ambos lados. En la parte inferior, un soldado estaba durmiendo profundamente.

Caminó sobre la punta de los pies para no hacer ruido. Fue muy rápido, con una mano le tapó la boca mientras con la otra le clavaba la daga en la garganta. La víctima abrió los ojos y comenzó a patear. La hoja penetró aún más profundamente, cortando la tráquea y la laringe. Entonces encontró algo duro, tal vez un hueso. El guardia emitió un solo sonido gorjeante. Finalmente inclinó la cabeza hacia un lado.

«Excelente» dijo, sacando la daga. Rápidamente la limpió sobre la chaqueta y empezó a controlar la bolsa que tenía sobre su espalda. Extrajo diez velas de dinamitas que estaban amarradas entre sí con una mecha larga y sutil. Las puso cuidadosamente en el suelo. Sonrió.

En el resplandor de la lámpara, dos dientes de oro brillaron malvadamente.

***

Johnny se sorprendió al descubrir que Avery tenía la intención de terminar el trabajo esa misma noche. Bartolomeu había tratado de hacerlo razonar, sin éxito.

«Ahora tenemos tiempo» comentó el anciano, oyendo un trueno estallar a la distancia, seguido por otro y por el ruido de la lluvia. «No encontraremos a nadie que nos moleste. Y el suelo será más suave y fácil de cavar.»

Así que decidieron salirse.

El portugués habría cubierto al muchacho hasta su regreso; si Anne hubiera sospechado algo, eso sería una tragedia.

«Con cuidado» susurró. «Por el amor de Dios.»

Como había anticipado al anciano, no encontraron a nadie. Johnny estaba contento. La idea de ser descubierto allí lo ponía nervioso.

Cruzaron una serie de casas hasta recorrer un camino aislado. El último ramo de esa carretera giraba de repente a la izquierda; al otro lado se veía el cementerio, además de un torrente donde se encontraba un puente.

«Es el momento de la verdad» dijo Avery empezó a caminar sobre el pequeño puente. «¡Date prisa! Tenemos un trabajo que completar.»

Un portón de hierro se encontraba frente a ellos, delimitando los límites del cementerio. La puerta había sido arrancada, así que entraron sin dificultad. Toscas cruces de madera estaban agrupadas a lo largo de un camino que se extendía hasta llegar a una capilla, construida con esa forma tan austera por la cual los colonos eran famosos.

Avery indicó la construcción. «Tenemos que entrar allí.»

«Los piratas son arrojados en fosas comunes» observó en voz baja el muchacho.

«Tienes razón, pero antes tengo que hacer algo.»

Llegaron al pequeño templo. Un grabado en latín se encontraba por encima de la entrada. Johnny se detuvo por un momento, cubriéndose la frente de la lluvia y tratando de entender lo que estaba escrito. Fue interrumpido por el anciano, que lo invitó a que lo siguiera. La puerta hizo un ruido infernal y la oscuridad en la cual estaban avanzando era total. Después de un tiempo una llama rompió la oscuridad.

«Agarra eso, mocoso.» Avery le pasó una antorcha. Guardó su encendedor y su pedernal y se agachó detrás de algunos ataúdes apilados uno sobre el otro. Sacó un paño de terciopelo. «Traje todas las herramientas para cavar. Yo sabía que aquí estarían a salvo.»

Johnny vio dos palas salir de dentro la toalla.

«El verdadero problema será encontrar la tumba del pirata» comentó.

«No te preocupes. El gobernador ordenó que el cadáver fuera colocado en una sola tumba. La encontré casi de inmediato.»

«No lo creía tan bondadoso.»

El otro movió la cabeza y se cargó el pesado material sobre sus hombros. «Lo hizo para mostrar misericordia después de lo que pasó. Además quiso protegerse a sí mismo. En realidad no es por nada magnánimo.»

Cuando salieron, se dirigieron hacia el grupo escaso de árboles que crecían cerca de la capilla. El aire parecía hecho de plomo mientras caminaban entre las intrincadas ramas y raíces; era un aire pesado, lleno de obscuros presagios. Después de un poco, el suelo bajaba suavemente y la vegetación desapareció. Las cruces habían desaparecido, dejando el lugar a lápidas sencillas plantadas en el suelo.

«¡Allí está!» Avery se detuvo de repente, señalando a un montículo a pocos metros de distancia de ellos.

Sin perder más tiempo en conversaciones empezaron a trabajar. El trabajo era incómodo; la tierra era un fango frío y granular, tanto que estaban sumergidos en el lodo hasta los tobillos. La excavación tomó mucho tiempo. Hubo un momento donde Avery tuvo que parar. Batallaba en respirar.

«Síguele tu» dijo, sentándose en el borde lodoso de la fosa.

El muchacho continuó. Más hundía la pala, más sentía los latidos de su corazón acelerar. Varios minutos después también comenzaron a dolerle las manos. Trató de no rendirse. La absurda exaltación que estaba probando lo empujaba a continuar. Luego, de repente, se detuvo. La pala ya no estaba sacando más tierra. Producía un sonido chispeante, como garras que rascan bajo el suelo. La imagen lo llenó de miedo: ¿y si el cadáver se hubiera salido de la fosa para arrastrarlo con él?

«Desde ahora yo me encargo» anunció de forma providencial Avery. Desde su bolsa hizo aparecer una herramienta parecida a una cuchilla metálica. Una de sus extremidades era puntiaguda y ligeramente curva.

Johnny, aliviado, se salió de la fosa, y se sentó en el borde, al lado de la antorcha plantada allí cerca para dar luz: la madera humedecida iba a quemar todavía por poco tiempo. Tenían que darse prisa.

El anciano bajó, con cuidado de no resbalarse. Al llegar al fondo, movió otro poquito el suelo, del cual aparecieron los toscos ejes del cofre. Se inclinó, estudiando el espesor con la punta del índice. Parecía que estaba estudiando la situación, o tal vez, estaba rindiendo homenaje a Wynne. Cuando pareció satisfecho, alargó las piernas, plantó las botas sobre ambos lados del sepulterío y clavó la punta del pestillo entre las tablas. Empezó a quitarlas. El estallido de la madera era tremendo: recordaba el ruido de huesos rotos. La cubierta se quitó gradualmente hasta cuando ya se pudo entrever el cadáver.

Estaba rígido, apoyado en el féretro, con los brazos apretados contra los lados y el cuello torcido. El largo y manchado pelo estaba sucio de lodo y le cubría una parte de su rostro. La piel estaba tirada como papel viejo, músculos y tendones se podían notar debajo de ella. Sus dedos eran como verdaderas garras.

Cuando los vio, Johnny sintió un renovado sentimiento de terror. Eran los mismos que creía oír mientras cavaba. Todavía estaba pensando en ese ruido cuando se vio obligado a girar la cabeza al otro lado. Un hedor insoportable lo atacó, el inconfundible rastro ácido de la putrefacción. Se forzó a no vomitar: tenía el intestino en agitación, como si alguien lo estuviera meneando con un palo.

Avery también sobresaltó. Levantó la chaqueta para cubrirse la cara.

«¿Cómo te va, mi estimado?» preguntó directo a Wynne. La voz salió nasal, casi divertida en ese contexto.

En respuesta, la mandíbula del pirata comenzó a moverse a través de la confusa masa de pelo, casi como si se estuviera esforzando por hablar.

Johnny abrió bien los ojos. “Oh, ¡Dios mío! Todavía está vivo…”

Desde la boca no salió ninguna palabra, sino una rata. Antes vieron la cola, luego la mandíbula se abrió en gran bostezo y la bestia dio un paso atrás con sus patas. Retrocedió de unos pocos pasos, sin preocuparse de los humanos. Movió sus pequeños ojos negros, obviamente aturdido por la molestia de haber tenido que abandonar la guarida, para luego desaparecer en un agujero que se encontraba en el fondo del ataúd, donde la madera estaba podrida.

El anciano se quedó tranquilo. Johnny, al contrario, estaba muy agitado y preocupado.

«¿Qué hacemos?» preguntó. El palito dentro de su abdomen se había convertido en una viga. Tenía miedo de que Avery le ordenara que volviera adentro de la fosa.

Al contrario, él se quedó en silencio, pasando una mano sobre su mentón áspero, pensando. Los mechones de pelo gris caían a los lados de la cabeza y los arroyuelos de lluvia se deslizaban a lo largo del cráneo pelado.

«Pásame la antorcha, antes de que se apague» ordenó de repente al muchacho.

Johnny hizo lo que le pidió el anciano. Vio a Avery agarrar el cabello del muerto y arrancarlo con furor, su cabeza cambió de angulación y, aunque el cuello no se había roto, envió una serie de sonidos crujientes. Su rostro seguía sonriendo, la boca abierta y distorsionada, de donde había salido el ratón, era reducida a un pozo sin fondo. La ausencia de la lengua le permitía al roedor poder quedarse adentro de su boca sin ningún problema. Todavía había rastros de sangre seca alrededor de los labios.

«¡Ven aquí!» le dijo Avery. Sumergió la antorcha en el suelo. La luz amarillenta y agonizante proyectaba su sombra contra un lado de la fosa, estrechándola en una forma de medialuna.

Sin mucho entusiasmo, Johnny volvió a bajar. Por un momento perdió de vista el cadáver: Avery se había inclinado tanto que le cubría la vista. Parecía que estaba manipulando algo. Finalmente, soltó el cuerpo y Wynne cayó pesadamente en el ataúd.

«¿Entonces?» preguntó el joven.

El anciano se volvió para mirarlo, con la palma de la mano abierta y temblorosa. Entre sus dedos todavía tenía algunas partes del pelo grasiento de Wynne. El ojo artificial del pirata se destacaba sobre la piel de la mano muy arrugada de Avery. Era una esfera casi perfecta, a excepción de un ligero corte en un lado. Parecía mirarlo con un odio encadenado.

Luego movió la palma de la mano cerca de la antorcha, de modo que la luz se filtrara a través de ella. Un resplandor verdoso brillaba dentro del bulbo ocular. Si antes parecía una llama sutil, bajo el calor de la llama ahora estalló como un pequeño sol incandescente.

«Oh, ¡Dios mío!» exclamó Johnny, la boca abierta por el asombro.

«Ya ves, ¿ahora me crees?» Dijo Avery. Luego movió los labios, continuando a hablar, pero el muchacho no escuchó el resto de la oración.

Sin ningún previo aviso, un estruendo ensordecedor explotó cerca de la bahía, seguido de una columna de fuego, que se elevó en el cielo como el tentáculo gigante de un calamar. Y casi de inmediato se empezaron a escuchar terribles gritos de dolor.

Sangre Pirata

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