Читать книгу El poder curativo de la naturaleza - Eva M. Selhub - Страница 9
ОглавлениеBeneficios de la naturaleza para el cerebro: de la intuición de la antigüedad a la resonancia magnética
El hombre es un animal que vive al aire libre. Trabaja con ahínco sentado frente a una mesa, y habla de libros de contabilidad, salones y galerías de arte, pero ese tesón es una herencia directa de sus antepasados, cuyo parentesco desprecia y de los que ha heredado y desaprovechado su vitalidad. El hombre es lo que es como consecuencia de siglos y siglos de contacto directo con la naturaleza.
Doctor James H. McBride, Journal of the American Medical Association, 1902
De niños, ambos crecimos en hogares en los que se fomentaba el contacto con la naturaleza. Los recuerdos que conservamos de nuestra infancia corroboran que el tiempo que pasamos al aire libre estaba repleto de curiosidad, fascinación y descubrimiento, además de tranquilidad, alegría y felicidad. La fragancia de los pinos y las flores; el murmullo de los riachuelos y los saltos de agua; el embate de las olas al romper sobre la arena; la visión de las luciérnagas y otras interesantes criaturas captaban toda nuestra atención. Con el paso de los años, las responsabilidades y ocupaciones de la edad adulta nos quitaron tiempo para permanecer en contacto con la naturaleza. El reconocimiento y el recuerdo inmediato de sus beneficios quedaron eclipsados por nuestros esfuerzos por medrar en un mundo dominado por la tecnología. Los agentes estresantes, las ansiedades personales y las abrumadoras exigencias de la vida contemporánea nos han permitido recuperar finalmente los aspectos medicinales de la naturaleza mediante una investigación sobre la validez científica de estos recuerdos infantiles.
La pauta de nuestra estrecha relación con el medio natural durante la infancia y el posterior distanciamiento en la edad adulta refleja en cierta forma la evolución de la civilización occidental: a medida que la sociedad ha ido evolucionando, nos hemos distanciado de la naturaleza, y hemos dado mayor importancia a las tareas tecnológicas y a nuestras propias creaciones. Sin embargo, las crecientes evidencias científicas ponen de manifiesto que, al alejarnos del medio natural, no solo nos hemos distanciado de las preocupaciones medioambientales sino que nos arriesgamos a perder el contacto con una de las herramientas más esenciales para la salud mental: la naturaleza. Ambos tenemos la suerte de tener recuerdos infantiles en los que la naturaleza ocupa un lugar preponderante. Estas experiencias nos han permitido reconocer y apreciar el valor y la importancia de la protección medioambiental. Sin embargo, ¿qué ocurriría si no tuviéramos estos recuerdos? ¿Qué ocurriría si nuestras experiencias infantiles y nuestra relación con el medio natural se basaran exclusivamente en imágenes pixeladas extraídas de una pantalla? Negándonos la posibilidad de interactuar con la naturaleza, corremos el riesgo de ignorar una parte vital de nuestra herencia, una realidad que, irónicamente, gracias a los avances en tecnología médica, ahora podemos ver con mayor claridad.
LA BIOFILIA: UNA CONEXIÓN ESENCIAL DE LA HUMANIDAD CON LA NATURALEZA
A lo largo de la historia, el contacto del hombre con la naturaleza ha dejado una huella indeleble, una fuerza que nos impulsa a sentir afinidad por todos los seres vivos (tanto plantas como animales). Nuestra conexión con la naturaleza está en nuestro ADN: esta sería la esencia de la hipótesis de la biofilia. La «biofilia» fue definida por primera vez en los diccionarios médicos de la primera década del siglo XX como «el instinto de supervivencia» o «el impulso instintivo a permanecer vivo». En 1980, Edward O. Wilson, biólogo de Harvard, señaló que la biofilia era una «afiliación emocional innata de los seres humanos respecto a otros organismos vivos». Wilson no consideraba que la afiliación del hombre con la naturaleza se derivara de la experiencia individual o de una idea romántica, ni tampoco la entendía como un subproducto de la atracción de los norteamericanos por lo natural. Más bien pensaba que era un hilo común a todas las culturas, un fenómeno que ha sido confirmado por varios grupos de científicos que han determinado que la preferencia por ciertos aspectos de la naturaleza es un elemento cultural universal: paisajes con árboles (aunque no demasiado compactos), vistas que ofrecen una buena panorámica o cierto grado de vigilancia sobre el terreno, la presencia de agua dulce y la diversidad de plantas y animales.
Wilson extendió su definición de «biofilia» al plano emocional, porque consideraba que la naturaleza ejercía una influencia única en la mente humana y que podía afectar a aquellos aspectos de los que se ocupan los profesionales especializados en salud mental: la cognición y el comportamiento. El amplio punto de vista de Wilson sigue coincidiendo, en buena parte, con la definición original de «biofilia», porque estas reacciones cognitivas y actitudinales innatas al medio natural garantizan la supervivencia: nos acercan al agua, a la nutrición y a la vivienda adecuada, y nos ayudan a escapar de los depredadores. Se ha demostrado, por ejemplo, que nacemos con una predisposición a sentir miedo de los reptiles y las arañas, aunque nunca hayamos estado en su presencia. Algunos estudios experimentales han demostrado que la respuesta fisiológica al estrés se desencadena incluso cuando el individuo no es consciente del peligro. Los investigadores utilizan ingeniosas técnicas de ocultación para enseñar imágenes de estímulos potencialmente amenazadores (como una araña) de forma muy rápida (solo 30 milisegundos) junto con imágenes neutras, de modo que el sujeto examinado no percibe conscientemente el estímulo amenazante. Se observa una marcada respuesta al estrés ante estos estímulos, y se han realizado estudios que indican que este temor «ancestral» está muy arraigado y es más resistente que amenazas modernas como las armas u objetos neutros como las setas o las flores.
Científicos de la Universidad de California, en Santa Bárbara, han identificado otros elementos que corroboran la hipótesis de la biofilia. Para ello pidieron a una serie de individuos que detectaran los cambios realizados en fotografías de animales y en imágenes de vehículos y objetos inanimados. Podríamos suponer que la exposición diaria al tránsito rodado nos ha preparado para discernir mejor imágenes de vehículos que de animales, ya que estos representan una mayor amenaza para la vida contemporánea. Sin embargo, al parecer, la capacidad para observar visualmente a los animales —una habilidad esencial para el cazador-recolector— sigue vigente en el adulto acostumbrado a vivir frente a la pantalla, una realidad que no sirve de mucho cuando se intenta, a la vez, andar y enviar un mensaje de texto en una zona metropolitana. Esto es lo que Wilson propuso respecto a la biofilia: el contacto con la naturaleza ha modelado el cerebro humano, y, como tal, lo ha equipado para una visión determinada, una visión que «persiste de generación en generación, atrofiada y manifestada de forma irregular en los nuevos entornos artificiales en los que la tecnología ha catapultado a la humanidad». Puede haber cierta atrofia en nuestro mundo de hoy, pero la respuesta biofílica sigue estando ahí… aunque esté infravalorada.
En 2010, un grupo de psicólogos de la Universidad de Virginia pusieron de relieve lo innatas que son las respuestas del ser humano ante la naturaleza: los recién nacidos muestran signos de temor cuando se les expone a amenazas naturales para las que nunca han sido preparados culturalmente. Cabe destacar que la exposición subliminal a las arañas desencadena una actividad en la amígdala cerebral (dos estructuras cerebrales en forma de almendra repetidamente asociadas al miedo). Aunque estos temores pueden amplificarse mediante el aprendizaje social (y quizá viendo películas como Aracnofobia a una edad demasiado temprana), la detección cerebral de antiguas amenazas de origen natural parece que está escrita en nuestro código genético. Aunque la afiliación de la humanidad con la naturaleza puede amplificarse a través del aprendizaje social y el romanticismo, la naturaleza parece activar nuestro cerebro tal como activaba el de nuestros antepasados. Por ejemplo, en varios estudios se ha demostrado que los sujetos prefieren contemplar paisajes naturales antes que vistas urbanas o con edificios, incluso cuando pueden visualizarlas en tan solo una décima de segundo; de hecho, cuanto más rápida es la presentación de imágenes de la naturaleza en otros entornos, mayor preferencia muestran los sujetos por los paisajes naturales en comparación con las imágenes con lugares con edificaciones.
LA NATURALEZA: EL ABANDONO DE UNA ANTIGUA HERRAMIENTA TERAPÉUTICA
Hace mucho tiempo que los médicos de distintas tradiciones, desde la medicina ayurveda del subcontinente índico hasta la medicina tradicional china, abogan por la exposición a la naturaleza como herramienta terapéutica. En estos sistemas sanitarios se considera que los elementos naturales —montañas, árboles, plantas y cursos de agua en entornos naturales— están llenos de energía, una fuerza vital que puede transferirse a las personas para la promoción de la salud. Cuando los seres humanos iniciaron la transición de la vida rural a las civilizaciones urbanas, se hizo hincapié en los beneficios medicinales de la naturaleza. Por ejemplo, los registros de los primeros filósofos y terapeutas romanos, como Cornelio Celso, revelan que pasear por el jardín, tener habitaciones bien iluminadas, permanecer cerca del agua y realizar otras actividades en contacto con la naturaleza eran elementos importantes de los planes estandarizados para promover la salud mental y el descanso.
La noción de naturaleza virgen como reconstituyente mental ganó popularidad en la Norteamérica de mediados a finales del siglo XIX. También en este caso los principales impulsos fueron la rápida expansión de las ciudades y la idea de que la Revolución industrial, con fábricas mal iluminadas y ventiladas y viviendas atestadas, contribuía a propagar las enfermedades mentales. En la década de 1800, escritores como Henry David Thoreau y el naturalista John Muir manifestaron su preocupación por la vida urbana y otorgaron a la naturaleza un papel esencial para la salud y el bienestar. Para Thoreau la naturaleza era un tónico calmante y un impulsor de creatividad, un lugar «donde mis nervios recuperan el equilibrio, y mis sentidos y mi mente desempeñan su función». Muir observó que «las personas cansadas, nerviosas y demasiado civilizadas» podían experimentar una especie de «despertar» al entrar en contacto con la naturaleza. En la ponencia pronunciada en el congreso anual de la Asociación Americana de Medicina en 1898, el doctor Frederic S. Thomas vinculó el alto índice de trastornos mentales con el estrés de la civilización moderna. La estimulación excesiva, el ruido, el humo y el mal olor actuaban, según él, sobre una predisposición heredada. Frederick Law Olmsted, arquitecto paisajista y figura clave en el desarrollo de los parques nacionales estadounidenses, estaba convencido de que los parques tenían un impacto beneficioso en la salud mental. En su informe federal sobre el estatus del Parque Nacional Yosemite, de 1865, afirma: «Si analizamos el efecto que producen en la mente los paisajes bellos, y consideramos la íntima relación de la mente con el sistema nervioso y con toda la economía física, así como el proceso de acción-reacción que tiene lugar constantemente entre las condiciones mentales y corporales, se entiende perfectamente la regeneración que supone contemplar estos paisajes». Este informe señala que la inmersión en la naturaleza promueve la salud, el vigor y la inteligencia, y que «no solo es un placer en el presente sino que incrementa la capacidad para la felicidad futura y los medios para garantizarla». Aunque no se proponía como un remedio para las enfermedades mentales, el contacto con la naturaleza se describía como un medio para reducir «la excitabilidad mental y nerviosa, el mal humor, la melancolía o la irascibilidad», principales factores que debilitan el funcionamiento mental óptimo.
A medida que las ciudades norteamericanas se fueron expandiendo, los médicos empezaron a aconsejar el contacto con la naturaleza como un medio para reducir el estrés y mejorar el estado mental. Esta práctica no se basaba en evidencias científicas, sino que rescataba las recomendaciones intuitivas de los médicos del pasado. Sin embargo, las investigaciones de la época vinculaban la ansiedad y la depresión al estrés de la vida urbana moderna, por lo que parecía plausible que la mejor receta fuera alejarse de estas presiones. Empezó a surgir una próspera industria de balnearios y centros de salud, siempre ubicados en entornos naturales. El mismo nombre de estos sanatorios, que se anunciaban en un gran número de revistas médicas de finales del siglo XIX, sugería un retorno a la naturaleza. Los propietarios de estos establecimientos, y los médicos que trabajaban en ellos, ofrecían servicios para tratar leves trastornos mentales y curar la afección causada por agotamiento y estrés que tan de moda se puso en la época: la neurastenia. Prácticamente todos los anuncios alardeaban de bellos paisajes, bosques de pinos y paseos idílicos, refiriéndose incluso al «carácter ondulado y heterogéneo» del terreno. Estos establecimientos reclutaban al público entre los urbanitas acomodados, que se dejaban seducir por la exuberante vegetación del entorno. Los que no tenían tanto dinero, encontraban su remanso de paz en los recién creados parques metropolitanos, como el Central Park de Nueva York, diseñado por Olmsted, quien defendía que estos paisajes urbanos debían promover la relajación mental del usuario.
A principios de la primera década del siglo XX, la mayor parte de la profesión médica acogió con interés —y algunos sectores, incluso con entusiasmo— la idea de que el retiro en la naturaleza producía efectos beneficiosos para la salud. Todo parecía indicar que podía tener un efecto medicinal y actuar como un tónico para las mentes obligadas a enfrentarse a un mundo cada vez más complejo. Además de recetar estancias en entornos naturales, los médicos advirtieron que el estilo de vida sedentario y de puertas para adentro entraba en contradicción con el género humano. Tanto los diseñadores de parques urbanos como los médicos teorizaban que la naturaleza estaba en nuestros genes, que había ayudado a modelarnos y que si decidíamos darle la espalda nos expondríamos a un serio peligro. La Revolución industrial estaba cambiando el mundo a un ritmo vertiginoso, y los terapeutas como James McBride (cuya cita abría este capítulo) intentaban llamar la atención sobre la creciente desconexión con la naturaleza.
Una serie de cambios culturales, económicos y científicos puso fin al auge de los sanatorios. Aunque existía cierto grado de aceptación entre la profesión médica, y pocos hubieran contradicho la idea de que el hombre «es un animal que vive al aire libre» —como James McBride había informado a sus colegas—, el mensaje estaba perdiendo peso. La base científica para la existencia de estos centros de reposo era muy limitada. Cuando el péndulo cultural osciló para dar mayor importancia a la validación científica, los supuestos beneficios de estas instituciones — ejercicio, dietas con alimentos integrales, sol, aire libre, hidroterapia, inmersión en la naturaleza— para curar afecciones nerviosas quedaron ocultos bajo una maraña de especialidades pseudocientíficas y remedios para la calvicie. En pocas palabras, los médicos y científicos empezaron a distanciarse de la vaga idea de que el contacto con la naturaleza era en una fuerza vital en sí misma. A medida que el automóvil y la expansión urbana fueron cobrando importancia, los anuncios a media página de todo tipo de sanatorios dieron paso a noticias que proclamaban las bondades del meprobamato (o de Miltown, su primera versión sintetizada y comercializada) y de otras sustancias químicas para tratar la ansiedad y combatir el estrés de la vida moderna. Algunos de estos sanatorios, hoy abandonados, permanecen ocultos bajo una maraña de árboles y arbustos como recuerdos evocadores del pasado, de un tiempo en que la receta que más se extendía eran unos días de reposo en estrecho contacto con la naturaleza.
LA NATURALEZA Y LA FISIOLOGÍA DEL ESTRÉS
La idea de que los paisajes naturales pueden influir en el bienestar psicológico y en la fisiología del estrés no pudo verificarse hasta que Roger S. Ulrich decidió prestarle atención en 1979. Unos años antes, cuando cursaba el doctorado en geografía, había detectado que los residentes de Ann Arbor (Michigan) solían evitar la autopista para tomar una ruta más lenta y larga hacia el principal centro comercial de la ciudad simplemente porque la consideraban más pintoresca. Sacrificaban tiempo y dinero en gasolina para tomar un camino más largo, y Ulrich se propuso averiguar el porqué de esta decisión sin lógica aparente. Deseaba investigar más a fondo la cuestión y examinar las variables psicológicas que pudieran explicar hasta qué punto la estética de los paisajes naturales podía afectar al comportamiento humano.
Ulrich se propuso analizar la influencia de los paisajes en la mente de un grupo de estudiantes estresados. Después de realizar un examen de una hora en un aula sin ventanas, 46 estudiantes se ofrecieron voluntarios para contestar unos test psicológicos y luego visionar unas cincuenta diapositivas. Tras responder el cuestionario, los estudiantes se dividieron en dos grupos: el primero visionó diapositivas de entornos naturales sin edificios, y el segundo, edificios urbanos (comerciales e industriales) sin grafitis ni basura en las inmediaciones. En ninguna de las diapositivas había imágenes de personas o animales. El test psicológico demostró que, aunque todos los estudiantes estaban algo estresados y cansados después de realizar un examen de una hora, su estado mental y actitud general, tras mirar uno u otro tipo de paisaje, divergía de forma asombrosa. Los paisajes naturales ejercieron un efecto altamente positivo, ya que los integrantes de este grupo presentaron sentimientos de afecto, alegría, amistad y euforia. No ocurrió lo mismo con los estudiantes que contemplaron paisajes urbanos. Estos lograron avivar de forma significativa una emoción en los estudiantes estresados: la tristeza. Los paisajes naturales tendieron a disminuir los sentimientos de ira y agresividad, mientras que los paisajes urbanos los incrementaron. Dada la capacidad del estrés para empeorar la salud, y la capacidad de la actitud mental positiva para mitigarlo y promover la salud, los resultados de este estudio tuvieron una gran repercusión. Aun así, debían validarse científicamente; en concreto, los marcadores de la respuesta corporal al estrés ayudarían a reafirmar la importancia de la naturaleza.
Ulrich, esperanzado, pasó de los cuestionarios subjetivos iniciales a examinar más detalladamente la forma en que los paisajes naturales influían en la fisiología del estrés e incluso en la actividad cerebral. Realizó un experimento parecido con adultos sanos no estresados, aunque en este caso utilizando un electroencefalograma (EEG) para medir la actividad cerebral. Como era de esperar, el equipo de investigación descubrió que contemplar paisajes naturales se asociaba a una mayor amplitud de ondas alfa, lo que a su vez se vinculaba a una producción más elevada de serotonina. La serotonina es una sustancia química que opera en el sistema nervioso. Prácticamente todos los fármacos antidepresivos actúan reforzando la disponibilidad de serotonina para la comunicación celular nerviosa, de ahí que reciba el sobrenombre de «hormona de la felicidad». Cuando disminuye nuestro nivel de excitación y nos invade la calma, como en el caso de la meditación, se observa una mayor actividad de ondas alfa. Por otro lado, la ansiedad se asocia a una menor amplitud de ondas alfa y a una mayor actividad de ondas beta.
Ulrich prosiguió su estudio con otra investigación a fin de confirmar la capacidad de los paisajes naturales para influir en la fisiología del estrés a través de mediciones del corazón, la piel y los músculos, como el tiempo de tránsito del pulso y electrocardiograma (ECG), conductancia de la piel (transpiración como respuesta al estrés) y tensión muscular mediante electromiografía (EMG). Unos 120 estudiantes de grado vieron un vídeo estresante (titulado It Didn’t Have to Happen), relacionado con las trágicas consecuencias de cometer errores en el lugar de trabajo. Inmediatamente después de este documental de 10 minutos de duración, vieron otro vídeo de 10 minutos con imágenes urbanas (tiendas y comercios, con o sin tráfico y aglomeraciones de gente) o bien con paisajes naturales (árboles, vegetación, con o sin agua). Las mediciones objetivas demostraron que los estudiantes que visionaron paisajes naturales se recuperaron de forma más rápida y completa del estrés causado por el vídeo anterior. La naturaleza actuó como una especie de Valium visual, al fomentar pensamientos positivos y mitigar la ira y la agresividad que suelen producirse tras un episodio de estrés. Para muchos de los participantes, los paisajes naturales no solo compensaron los efectos del vídeo estresante, sino que mejoraron los indicadores de actitud mental positiva en comparación con la puntuación obtenida antes del test.
Otro trabajo de Ulrich y su equipo demostró que los paisajes naturales reducían los marcadores fisiológicos del estrés en 872 donantes de sangre. En este estudio, realizado durante un período de tres meses, se examinaron los marcadores corporales de los donantes que esperaban entrar en la consulta sentados en una sala. La única variable que se manipuló fue la programación de la televisión que colgaba de la pared: unos días la televisión estaba apagada, otros mostraba escenas urbanas, y el resto, escenas de paisajes naturales. La presión sanguínea y el ritmo cardíaco llegaron al nivel más bajo con la televisión apagada. En otras palabras, la suposición de que más televisión y más programas —noticias, telenovelas, debates— ayudan a los pacientes a sobrellevar pacientemente la espera, no es más que una farsa. Sin embargo, si por alguna razón la televisión tiene que estar encendida, vale la pena mirar programas que traten sobre el medio natural, los cuales se asociaron a una mayor disminución del estrés que la programación habitual.
El pionero trabajo de Ulrich mediante test objetivos ha sido avalado por recientes investigaciones de equipos internacionales:
•Adultos de edad avanzada, residentes en un centro geriátrico de Texas, presentaron un menor nivel de cortisol tras realizar las mismas actividades mentales (mirar libros de fotos y realizar observaciones sobre el entorno) en un jardín al aire libre que en un aula interior.
•Según una investigación de la Universidad Estatal de Kansas, la presencia de plantas en una sala —especialmente plantas con flores— puede acelerar la recuperación del estrés después de ver un vídeo sentimental, y lograr que las ondas beta recobren su actividad normal.
•Un grupo de Taiwán ha llegado a la conclusión de que las imágenes que muestran aspectos de la naturaleza —riachuelos, valles, terrazas, huertos, bosques, granjas y cursos de agua— ejercen un efecto terapéutico, según los marcadores objetivos hallados en EEG, EMG y conductancia de la piel. Por ejemplo, las imágenes de granjas rurales generan una mayor actividad de ondas alfa, especialmente en el hemisferio derecho del cerebro, vinculado a la creatividad. Las imágenes de bosques y agua promueven la actividad de ondas alfa y disminuyen el ritmo cardíaco. Por el contrario, las vistas urbanas se asocian a un incremento de la tensión muscular.
•Investigadores japoneses han evaluado los marcadores de estrés fisiológico en 119 adultos que se dedicaron a trasplantar plantas sin flor de una maceta a otra. En comparación con los adultos que simplemente llenaron las macetas de tierra, los individuos que trabajaron con plantas presentaron una mayor producción de ondas alfa inmediatamente después de realizar esta tarea; también presentaron una menor tensión muscular, según los valores del EMG, así como una reducción objetiva de fatiga.
•Investigadores japoneses también han confirmado mediante ECG la asociación entre menor ritmo cardíaco y visualización de imágenes que muestren aspectos de la naturaleza durante un período de 20 minutos. Un estudio de pacientes con enfermedades mentales, realizado en 2004, demostró que la presencia de plantas verdes (ficus) disminuía la presión sanguínea y el ritmo cardíaco, además de amplificar la actividad de ondas alfa.
Estos estudios constituyen un gran paso adelante en la evaluación científica de los beneficios de la naturaleza para la actividad cerebral. Sin embargo, no son ni mucho menos suficientes para convencernos de que la naturaleza ejerce sobre nosotros una influencia que ni siquiera llegamos a comprender. Por un lado, parece asombroso que el simple hecho de contemplar imágenes que muestren aspectos de la naturaleza pueda tener un efecto tan profundo en la fisiología del estrés y en el estado de ánimo, pero siguen sin conocerse exactamente cuáles son los efectos de sumergirnos de verdad en la naturaleza, atravesándola con nuestros pasos y respirando a través de ella. Pero esa idea adquiere nitidez cuando añadimos a este panorama las numerosas investigaciones realizadas por los miembros de la Sociedad Japonesa de Medicina Forestal.
EL SHINRIN-YOKU: UN BAÑO DE BOSQUE
No es solo por su belleza que el bosque deja huella en nuestros corazones, sino por algo más sutil: esa calidad del aire, esas emanaciones de los árboles, que renuevan y transforman admirablemente al espíritu cansado.
Robert Louis Stevenson
Entre las múltiples razones que se esgrimen para preservar lo que queda de la masa forestal, destacan los aspectos mentales. La idea de que los bosques ocupan un lugar especial en el ámbito de la salud pública, incluyendo la capacidad para animar a los que se sienten alicaídos, no es nueva. En las primeras revistas médicas de Estados Unidos, profesionales como Franklin B. Hough escribieron que los bosques «poseen una influencia alegre y tranquilizadora sobre la mente, especialmente en aquellas personas que están sometidas a un trabajo mental agotador». En distintos artículos se afirma que los bosques son el paisaje perfecto para cultivar lo que se llaman experiencias trascendentales, es decir, momentos inolvidables de felicidad extrema y de sintonización con el exterior, que son percibidos como muy importantes por el individuo.
En 1982 la Agencia Forestal del Gobierno japonés estrenó su plan de shinrin-yoku. En japonés shinrin significa «bosque», y yoku, aunque tiene varios significados, se refiere en este caso a «baño, ducha o exposición». Más ampliamente, se define como «captar la atmósfera del bosque con todos los sentidos». El programa se estableció para fomentar el contacto con la naturaleza, zambullir literalmente el cuerpo y la mente en los espacios verdes, y sacar provecho de los bosques de titularidad pública como medio para promover la salud. Un 64% del territorio japonés está ocupado por masa forestal, por lo que hay muchas oportunidades de huir de las grandes metrópolis que salpican su paisaje.
Sin duda, hace siglos que los japoneses aprecian el valor terapéutico de la naturaleza, especialmente de sus antiguos bosques, aunque el término shinrin-yoku es contemporáneo. Se originó, en realidad, como concepto de marketing, y fue acuñado por Tomohide Akiyama en 1982 cuando ocupó el cargo de director de la Agencia Forestal de Japón. El plan inicial de shinrin-yoku, diseñado hace treinta años, se basaba en la simple idea de que estar en contacto con la naturaleza, especialmente en los exuberantes bosques japoneses, era beneficioso para el cuerpo y la mente. Esto cambió en 1990, cuando un equipo de la radiotelevisión pública japonesa (NHK) rodó un reportaje sobre el doctor Yoshifumi Miyazaki, de la Universidad de Chiba, mientras este realizaba un pequeño estudio en el hermoso bosque de Yakushima. Era un estudio de shinrin-yoku y la NHK no quería perdérselo. Se escogió Yakushima porque era la región donde se encontraban los mejores bosques de Japón, con cedros de más de mil años. Miyazaki llegó a la conclusión de que cierto nivel de actividad física (40 minutos andando) en el bosque de cedros, equivalente al ejercicio realizado en el interior del laboratorio, se asociaba a una mejora del estado de ánimo y a una mayor sensación de vigor. No era una idea nueva, pero en este caso las explicaciones subjetivas estaban respaldadas por indicadores objetivos: una disminución de los niveles de la hormona del estrés (cortisol) en los individuos que anduvieron por el bosque en comparación con los que lo hicieron en el laboratorio. Era el primer indicio de que un paseo por el bosque podía ser muy distinto que un paseo en otro entorno.
Desde entonces, los investigadores universitarios y gubernamentales han realizado estudios conjuntos para evaluar los marcadores fisiológicos de los individuos que pasean por el bosque. El equipo de investigación del Centro de Salud Medioambiental y Servicios Externos de la Universidad de Chiba ha recopilado datos psicológicos y fisiológicos de unos 500 adultos que practican shinrin-yoku, y un grupo de Kioto ha publicado una investigación en la que han participado otros 500 adultos. Estos estudios han confirmado que pasar un tiempo en un entorno forestal puede reducir el estrés psicológico, los síntomas depresivos y la hostilidad, a la vez que mejora el sueño e incrementa tanto el vigor como la sensación de vitalidad. Estos cambios subjetivos se corresponden con los resultados objetivos observados en casi una docena de estudios de 24 bosques: una disminución de cortisol, presión arterial y pulsaciones. Además, estos estudios han hallado una mayor variabilidad del ritmo cardíaco (VRC), lo cual es un buen indicador, ya que significa que el sistema circulatorio responde bien al estrés y puede detectar un dominio de la rama «tranquilizante» del sistema nervioso: el sistema nervioso parasimpático.
La cantidad justa de árboles
La investigación ha demostrado que las emociones ligadas al placer y a la felicidad aumentan cuando hay una mayor densidad de árboles en un entorno determinado, incluso en la ciudad. Cuanto más grandes y densos sean los árboles, mayor será la belleza panorámica del lugar… hasta cierto punto. Si los árboles están demasiado juntos —si un sendero es demasiado estrecho u oscuro—, su visión resulta angustiante y puede acrecentar la sensación de miedo.
Por otro lado, forrar las paredes con madera es una idea algo excesiva. Investigadores japoneses han demostrado que la cantidad justa de madera en la pared y el suelo de un interior está entre el 30 y el 40% de su superficie. Este porcentaje posee el mayor índice de relajación y se vincula a un descenso de los marcadores fisiológicos del estrés (presión arterial y pulso). Si se panela de madera toda una habitación, como muchos sótanos estadounidenses de los años setenta, los marcadores de estrés pueden elevarse.
Para reafirmar sus resultados, en muchos de estos estudios, se han llevado a cabo mediciones objetivas en entornos urbanos como medio de comparación. En este caso, los investigadores controlaron la actividad física, la hora del día, la temperatura, la media de horas de luz solar, entre otros factores. En otras palabras, no estaban inclinando la balanza a su favor registrando indicadores objetivos en medios urbanos lluviosos y fríos y comparándolos con el sol y la calidez de los bosques. Concretamente, en uno de estos estudios, los investigadores llegaron incluso a incorporar un instrumento capaz de medir la actividad cerebral en los entornos urbanos y forestales en los que se realizaba la investigación. La espectrometría resuelta en el tiempo permite conocer el uso de oxígeno en el cerebro a través del reflejo de una luz infrarroja en los glóbulos rojos. Los investigadores japoneses hallaron que 20 minutos de shinrin-yoku (en comparación con 20 minutos de paseo en un entorno urbano) alteraba el flujo sanguíneo cerebral de una forma parecida al estado de relajación. Más concretamente, la hemoglobina total (que se encuentra en los glóbulos rojos) era menor en la zona de la corteza prefrontal mientras el individuo estaba en el bosque. Los niveles de hemoglobina se incrementan en esta zona cuando se anticipa una amenaza (estrés) y tras un período de intenso trabajo físico y mental: realizar ecuaciones complejas o exámenes en el ordenador, jugar a videojuegos, hacer ejercicio hasta cansarse. Por lo tanto, esencialmente, una disminución de estos niveles significa que el cerebro está en estado de reposo mientras se encuentra en el bosque. Aunque se sabe que los fármacos sedantes o ansiolíticos también reducen la actividad en esta región cerebral, pueden tener una influencia perjudicial en la cognición. (En el próximo capítulo analizaremos cómo la influencia curativa de la naturaleza puede incrementar las capacidades cognitivas.)
Las hormonas del estrés pueden poner en peligro las defensas inmunológicas; en concreto, las actividades de la primera línea de defensa, como la función antiviral de las células NK (natural killer), quedan suprimidas por las hormonas del estrés. Dado que los baños de bosque pueden reducir la producción de cortisol y mejorar el estado de ánimo, no es sorprendente que también afecten a los marcadores del sistema inmunitario. Quig Li y sus colegas de la Facultad Nipona de Medicina han demostrado que los baños de bosque (tanto una excursión de un día como un par de horas diarias durante un período de tres días) ejercen una influencia duradera en los marcadores inmunes en comparación con las excursiones en suelo urbano. En concreto, se halló un incremento significativo del número de células NK, un aumento de la actividad funcional de estas células antivirales y una mayor cantidad de proteínas anticancerígenas intracelulares. Estos cambios mantuvieron un nivel significativo incluso una semana después de la excursión. La mejora del funcionamiento del sistema inmune se asoció a una disminución del nivel de hormona del estrés presente en la orina cuando se está en contacto con la naturaleza. En cambio, no se observó ninguno de estos cambios en los itinerarios turísticos realizados en la ciudad. Como se ha mencionado anteriormente, la reducción del estrés tiene mucho que ver con la mejora del sistema inmunitario. Sin embargo, las sustancias naturales que segregan los árboles de hoja perenne, que reciben la denominación común de fitoncidas, también se han asociado a una mejora de la actividad de las defensas. El doctor Li ha medido la cantidad de fitoncidas en el aire durante sus estudios, correlacionándola con la mejora del funcionamiento del sistema inmunitario. Es un hallazgo interesante en el contexto de las investigaciones realizadas hace más de un siglo sobre la prescripción de aire puro y paseos por el bosque para el tratamiento de la tuberculosis. Desde mediados hasta finales de la década de 1800, los médicos Peter Detweiler y Hermann Brehmer fundaron una serie de sanatorios en los pinares de Alemania, tal como hizo Edward Trudeau en los bosques de Adirondack, en el estado de Nueva York. Todos ellos documentaron los beneficios del aire puro y, pese a las expectativas iniciales, los resultados parecían mejorar cuando aumentaba la humedad. Entre los médicos de la época se dijo que los pinos segregaban un bálsamo curativo, y actualmente, en un giro inesperado de los estudios de shinrin-yoku, se ha descubierto un remedio desconocido hasta el momento.
El shinrin-yoku goza actualmente de buena salud y el término ha quedado fijado para siempre en el léxico japonés. En la actualidad existen 44 zonas que han recibido la calificación de «áreas de terapia forestal». Estos espacios, además de ser investigados por su eficacia para combatir los síntomas del estrés, son catalogados según otros criterios —como accesibilidad, alojamiento (si están lejos), referencias culturales, áreas de interés histórico, alimentación variada y comodidad— por un equipo de expertos pertenecientes al comité ejecutivo del Centro de Terapia Forestal de Japón. El profesor Miyazaki de la Universidad de Chiba, que desempeñó un importante papel para que el shinrin-yoku pasara de ser un concepto de marketing a convertirse en una creíble intervención médica preventiva, sigue investigando y actualmente está estudiando los efectos fisiológicos del contacto con los principales parques urbanos de Tokio.
PLANTAS, DOLOR Y ENFERMEDAD
En el marco de sus amplias investigaciones sobre fisiología, Ulrich publicó un estudio de referencia en la prestigiosa revista Science en 1984. A partir de los datos recopilados en un hospital suburbano de Pensilvania, entre 1972 y 1981, Ulrich realizó un estudio muy específico con adultos a los que se les había extirpado la vesícula biliar (colecistectomía), y cuyo único rasgo diferencial era la habitación que ocuparon durante el postoperatorio. Las habitaciones de un ala del hospital tenían ventanas con vistas a un pequeño bosque, mientras que las del otro extremo estaban orientadas a una pared de ladrillos. Los resultados fueron asombrosos: los que tenían vista al exterior necesitaron menos días de hospitalización y tuvieron menos problemas posquirúrgicos. También necesitaron analgésicos menos potentes (aspirina, en vez de narcóticos). Finalmente, además, las enfermeras hicieron menos observaciones negativas en su historial. ¿No es una de las mayores aspiraciones de cualquier paciente salir del hospital sin la frase «paciente difícil» escrita en su historial médico?
Ulrich, que actualmente está jubilado como profesor de la Universidad A&M de Texas y vive en Suecia, ha revelado recientemente que su propia experiencia le llevó a investigar el efecto de las vistas de las habitaciones de hospital. Al estar obligado a guardar cama durante la infancia debido a una enfermedad renal, Ulrich recuerda que el hecho de poder ver árboles y vegetación fue un factor importante para su estado emocional. Sus observaciones científicas han sido ratificadas posteriormente en varias ocasiones. Por ejemplo, un reciente estudio sobre enfermedades cardiopulmonares (publicado en Clinical Rehabilitation, en 2011) ha demostrado que los pacientes que tenían una vista panorámica de la naturaleza presentaban un mejor estado de salud.
Desde las primeras observaciones de Ulrich, se han realizado otros estudios que confirman que la mera presencia de flores y plantas en una habitación de hospital puede marcar la diferencia. En concreto, en una serie de pacientes que se estaban recuperando de una apendectomía y que fueron asignados al azar a una habitación con una docena de macetas con plantas, el uso de analgésicos fue significativamente menor que en los que ocupaban habitaciones sin plantas; además, presentaron una menor presión arterial y ritmo cardíaco, y tuvieron una menor percepción del dolor. Por otro lado, los que tenían plantas en la habitación presentaron un mayor nivel de energía, pensamientos más positivos y menor nivel de ansiedad.
Puesto que la simple visión de la naturaleza o de unas pocas plantas puede influir en nuestros valores subjetivos y objetivos de estrés, y quizás ayudarnos a salir antes del hospital, parece plausible que la naturaleza pueda mantenernos alejados de la enfermería. El primer indicio de que esto pudiera ser cierto se halla en un informe del arquitecto Ernest Moore de 1981. Al repasar el registro anual de enfermedades de la prisión estatal del Sur de Michigan, Moore observó que existía una flagrante diferencia en la demanda de los servicios de salud en función de la situación de la celda. Concretamente, los reclusos que ocupaban celdas orientadas a un paisaje de bosques y campos verdes habían visitado con menos frecuencia la enfermería que los que residían en las celdas del ala interior, con vistas a un patio de hormigón. Pero existen también otros datos que confirman este hallazgo:
•Un estudio realizado en Noruega demuestra que tener una planta en la oficina, o tenerla al alcance de la vista desde el puesto de trabajo, disminuye significativamente el riesgo de baja por enfermedad. En 2010 un estudio de la Universidad de Tecnología de Sídney (Australia) llegaba a la conclusión de que los niveles de ira, ansiedad, pensamientos depresivos y fatiga se redujeron a lo largo de un período de tres meses en un sorprendente 40%, mientras que el nivel de estrés decreció en un 50%. Por otro lado, los participantes que no contaron con la intermediación de una planta para mitigar la tensión emocional, indicaron que sus niveles de estrés se habían incrementado en más de un 20% en el transcurso del estudio.
•Poner plantas en la unidad de radiología de un hospital redujo la baja temporal por enfermedad en un 60%.
•Un estudio publicado en 2008 en el Journal of the Japanese Society for Horticultural Science demostró que ajardinar las aulas de secundaria con plantas durante un período de cuatro meses redujo las visitas a la enfermería de los alumnos que ocuparon estas aulas.
ZONAS VERDES CERCA DE CASA: SALVAVIDAS Y AMORTIGUADORES DEL ESTRÉS
Las proyecciones a largo plazo indican que, en menos de veinte años, el 75% de la población mundial vivirá en un entorno urbano. La capacidad potencial de un único factor para poner freno a los problemas cotidianos y a la cascada hormonal del estrés tendrá una enorme trascendencia para nosotros y para las futuras generaciones. Mientras que interesantes e innovadores estudios confirman que contemplar paisajes naturales reduce los síntomas fisiológicos del estrés, se están realizando investigaciones que demuestran que la facilidad de acceso a una zona verde también actúa como una especie de amortiguador. En concreto, se ha confirmado que las personas que en un radio de 3 km disponen de un espacio verde de dimensiones considerables (según la base de datos de la National Land Cover Classification), tienen menos tendencia a experimentar el impacto negativo del estrés sobre la salud. Entre los que habían sufrido episodios estresantes de carácter vital (pérdidas de seres queridos, problemas económicos, rupturas personales, problemas legales, etc.), el hecho de tener un denso espacio verde a un radio de 1 km de su hogar se asoció a menos problemas de salud, en comparación con los que vivían cerca de una zona verde de menor tamaño.
Un estudio realizado en 2003 en el que participaron 337 niños demostró que la proximidad a la naturaleza disminuía el impacto psicológico de los episodios estresantes. En este caso, los niños y niñas, de una edad media de 9 años, procedían de cinco pequeños municipios del estado de Nueva York. Nadie es inmune al estrés y al infortunio, pero cuando los problemas empiezan a acumularse a una edad temprana, sientan un precedente para la ansiedad y los pensamientos depresivos en etapas posteriores de la vida. Como hemos señalado más arriba, la actividad de la amígdala cerebral, órgano que desencadena los circuitos del miedo en el cerebro, se aplaca gracias al contacto con la naturaleza y se activa contemplando paisajes urbanos. En los niños que han crecido con una acumulación de factores estresantes —grandes pérdidas, violencia, abusos, intimidación, asistencia social—, la amígdala tiene un tamaño significativamente mayor, lo que se asocia a una tendencia, a largo plazo, hacia la negatividad y el riesgo cerebral. Esto no significa que la naturaleza pueda anular por sí sola todo el daño que ya está hecho; sin embargo, si la proximidad a una zona verde puede reducir aunque solo sea una mínima parte de la carga que ha de soportar la amígdala, ofreciendo cierto respiro a la cascada del estrés —y las investigaciones así lo han confirmado—, entonces médicos e investigadores deberían dar prioridad al estudio de la naturaleza como agente terapéutico.
Dado que el espacio verde es un amortiguador del estrés, y hay tantos aspectos de la salud e incluso de la longevidad influidos negativamente por este trastorno, se deduce que la vegetación promueve la salud, la vitalidad y la longevidad. Un estudio en el que participaron más de 11 000 adultos de Dinamarca indicó que quienes vivían a más de 1 km de una zona verde (bosques, parques, playas y lagos) tenían un 42% más de posibilidades de experimentar estrés y obtenían las peores valoraciones en los indicadores de salud general, vitalidad, salud mental y dolor corporal. Los que solo disponían de un 10% de espacio verde a 1 km de su casa, tenían mayor riesgo de padecer depresión (25%) y mayor riesgo de presentar trastornos de ansiedad (30%) que los que se situaban en el percentil superior. Son hallazgos hasta cierto punto sorprendentes. Por otro lado, cuando investigadores de los Países Bajos examinaron los historiales médicos de 195 médicos de cabecera, hallaron que el índice anual de prevalencia de 15 de las 24 enfermedades más comunes era inferior en los pacientes que tenían una gran zona verde a un radio de 1 km de su hogar.
En efecto, los cuatro estudios siguientes demuestran que la vegetación se asocia a una menor mortalidad:
•Investigadores de la Facultad Nipona de Medicina (Japón) compararon el porcentaje de zona forestal en todas las prefecturas con los índices de mortalidad por cáncer suministrados por el Ministerio de Sanidad. Incluso después de ajustar los indicadores por hábito tabáquico y estatus socioeconómico, la mayor cobertura forestal ofrecía un efecto protector significativo contra varios tipos de cáncer: pulmón, mama, útero, próstata, riñón y colon.
•En un estudio de la Universidad de Florida Oeste, se examinaron los datos recopilados durante un período de cinco años relativos a la mortalidad por accidente cerebrovascular y hallaron que las zonas verdes (medidas mediante tecnología de satélite) ofrecían una protección significativa, mientras que las zonas con menor vegetación se asociaban a un riesgo muy elevado de mortalidad por esta causa.
•En un gran estudio realizado en residentes de Shanghái, los barrios con una mayor proporción de parques, jardines y otras zonas verdes se asociaron a un menor riesgo de mortalidad.
•Investigadores de la Universidad de Glasgow (Escocia) compararon una base de datos de usos del suelo con los registros de mortalidad. Como en el caso del estudio de Shanghái, hallaron una asociación similar entre el hecho de vivir en zonas con mayor vegetación y un menor índice de mortalidad.
Como en el gran estudio realizado en Japón, los investigadores escoceses controlaron las diferencias socioeconómicas, ya que un mayor acceso a los espacios verdes entre las personas acomodadas puede ser un marcador subsidiario de otras ventajas sanitarias (mayor acceso a centros asistenciales, mejor nutrición, menor nivel de estrés acumulado, menos cortisol, etc.). Por extraño que parezca, el espacio verde demostró ser un gran ecualizador, ya que, a un nivel significativo, fue capaz de salvar las enormes distancias en recursos sanitarios de que disfrutan las clases altas y los que intentan sobrevivir en el extremo inferior del espectro económico. Se hallaron muy pocas diferencias en los índices de mortalidad de las personas con menos ingresos y mayor nivel de vegetación residencial y las personas acomodadas. Sin embargo, cuando la pobreza se asocia a un entorno más urbano que natural, la distancia con respecto a las familias ricas se amplifica. Los investigadores llegaron a la conclusión de que los espacios verdes eran una variable independiente capaz de salvar miles de vidas al año en comunidades de bajos ingresos.
Las zonas verdes podrían ser un mero marcador subsidiario de otros factores de promoción de la salud, ya que brindan la posibilidad de realizar actividades físicas y de establecer relaciones sociales. Un estudio demostró que las personas que vivían en barrios con mayor número de zonas verdes tenían el triple de posibilidades que las demás de realizar alguna actividad física. Aun así, cuando los investigadores eliminaron la actividad física y el apoyo social de la ecuación, la asociación entre áreas de vegetación y salud mental positiva se mantuvo. Simplemente, estar en contacto con la naturaleza durante breves períodos, o incluso tan solo tenerla ante nuestros ojos, puede reducir la cascada de la hormona del estrés y mejorar nuestro sistema inmunitario.
NATURALEZA Y RESONANCIA MAGNÉTICA
Aunque todas las investigaciones citadas resultan prometedoras, sería más concluyente poder verificar que, debajo de nuestro cráneo, las neuronas se activan de forma distinta cuando el cerebro se ve afectado por la naturaleza. Un primer paso en esa dirección es saber que, en general, las diapositivas de campos y bosques promueven una sensación de tranquilidad en adultos sanos, y que se suele asignar un mayor nivel de percepción de peligro con las fotografías de entornos urbanos. Sin embargo, podría aducirse que los sujetos que afirman estar de mejor humor al contemplar paisajes naturales o pasear por el bosque lo que hacen, simplemente, es marcar las casillas «correctas» para satisfacer las expectativas del encuestador. ¿Realmente el cerebro actúa de forma distinta cuando está inmerso —por lo menos inmerso con la vista, si no con el resto de los sentidos— en un entorno natural? El objetivo final de estos ensayos es introducirse en el cerebro, es decir, visualizar su actividad cuando está en contacto con la naturaleza.
En 1899 el médico Juan Breña afirmó que los beneficios calmantes, y vigorizantes, de los bosques para la salud mental «se deben a un mecanismo que no puede ser explicado por ningún dogma de la ciencia médica… [y] seguirá siendo incomprensible hasta que no tengamos la clarividencia necesaria para descifrar los fenómenos más ocultos de la vida física». En la época de Breña, los sanatorios en plena naturaleza estaban destinados a desaparecer si no encontraban la necesaria validación científica. Al cabo de poco más de un siglo, una serie de investigadores californianos aportarían una gran dosis de clarividencia gracias a la resonancia magnética funcional (RMf), una sofisticada técnica de diagnóstico por la imagen. Sus investigaciones demostraron que las vistas más bonitas (paisajes naturales estéticamente agradables, perspectivas de la costa) activan un área específica del cerebro, la parte anterior de la circunvolución del parahipocampo, en la que hay una gran abundancia de receptores opiáceos. Estos receptores están conectados con las células cerebrales del sistema de recompensa de la dopamina, y, como tal, tienen el potencial de desencadenar sensaciones de bienestar y activar la motivación requerida para una modificación positiva de la conducta.
Fue un hallazgo increíble, que puso de manifiesto que la naturaleza es como una gotita de morfina para el cerebro. Aunque se les conoce principalmente por su capacidad para inhibir el dolor, los receptores opiáceos son responsables de muchas otras funciones. Cuando se activan, la respuesta es extraordinaria: las personas suelen sentirse menos estresadas, tienen tendencia a establecer vínculos emocionales y dejan de regodearse en recuerdos negativos, centrándose más bien en lo positivo. Se ha observado que las personas con depresión poseen una menor actividad cerebral en la circunvolución.
En otros estudios, realizados por estos mismos investigadores y por otros equipos, se ha confirmado que, en comparación con los paisajes naturales (bosques, cursos de agua, montañas, vegetación), las imágenes de interiores (oficina, cocina, pasillo) generan una mayor actividad en una región específica del cerebro involucrada en el procesamiento de imágenes de entornos. En 2011 se descubrió que esta región, el parahipocampo, también se activa cuando se muestran multitudes de cualquier tipo: cines, centros comerciales al aire libre, supermercados vistos desde fuera, ascensores, túneles, embotellamientos de tráfico, estaciones de tren, metros urbanos, autobuses, puentes y torres. En definitiva, la región cerebral encargada de procesar la información que proporcionan las imágenes de entornos responde con excesiva estimulación y activación ante imágenes de entornos no naturales. El mayor esfuerzo que se precisa para hacer funcionar el cerebro en el mundo urbano actual puede traducirse en fatiga mental. Este mayor esfuerzo cerebral requerido para procesar el espacio en entornos interiores, y en exteriores creados por el hombre, es más pronunciado en personas con tendencia a la ansiedad.
Expediente de la doctora Selhub
Jenna, una chica de 29 años, se sentía agobiada y angustiada por el trabajo; no hacía ninguna pausa, en un esfuerzo por centrarse en el flujo de datos y cifras que se deslizaban por su pantalla, e intentando cuadrar los números de la multinacional para la que trabajaba. Lo peor era que cometía errores, errores garrafales que preocupaban a sus jefes y que la obligaron a pasar por un período de prueba. El estrés no la dejaba dormir y le causaba cefaleas, y se dio cuenta de que las cifras de la pantalla empezaban a transformarse en una masa amorfa y confusa. Era incapaz de concentrarse. Tras varias visitas, me contó que se pasaba como mínimo de 12 a 14 horas al día delante de la pantalla, sin contar el uso de su teléfono inteligente y ordenador personal. El único momento en que estaba al aire libre era durante el trayecto que recorría en coche de su casa a la oficina, y viceversa. Era evidente que, entre otras cosas, hacía tiempo que no estaba en contacto con la naturaleza.
Le aconsejé que paseara por lo menos 10 minutos al día y tomara conciencia de lo que estaba haciendo, que apreciara la naturaleza y colocara una imagen de su paisaje favorito al lado de su ordenador. Le recomendé que apartara la vista del ordenador cada cuarto de hora y dedicara unos minutos a contemplar la fotografía.
A medida que fueron pasando los días, Jenna vio como mejoraba su concentración, desaparecía el dolor de cabeza y disminuía su nivel de estrés. Además, se dio cuenta de que esta no era la profesión que más le convenía.
Investigadores coreanos han realizado resonancias magnéticas del cerebro con la intención de averiguar de qué modo las imágenes urbanas y de paisajes naturales activan determinadas regiones cerebrales. En dos investigaciones independientes, evaluaron las pautas de activación mental mediante RMf mientras los participantes en el estudio contemplaban paisajes naturales (bosques, montañas) o urbanos. En el primer estudio, la visión de entornos urbanos generó una mayor actividad en la amígdala y en el polo temporal anterior. Se sabe que la amígdala es la región más primitiva del cerebro; ha formado parte del ser humano durante toda su evolución junto con la naturaleza, y, tal como se ha descrito antes, es la que mostró mayor actividad en niños a los que se les enseñaron imágenes de arañas. Se activa en respuesta a situaciones de peligro, como catástrofes medioambientales, así como a estímulos adversos y circunstancias que requieren un juicio temerario. La actividad excesiva de la amígdala se ha asociado a la impulsividad y la ansiedad. Además, el estrés crónico y la presencia de hormona del estrés (cortisol) pueden favorecer su actividad. Cuando presenta un estado hiperactivo, tendemos a priorizar selectivamente el recuerdo de acontecimientos y experiencias de cariz negativo, lo que se traduce en un círculo vicioso: el mundo parece más amenazante y depresivo, y nuestros recuerdos dominantes así lo corroboran. En otras palabras, cuando la amígdala se activa de forma habitual, se aceleran los circuitos cerebrales del miedo y se cortocircuitan las áreas capaces de mitigar su actividad. Lo bueno es que, con el tiempo, podemos recuperar el control tomando conciencia de nuestros procesos mentales y situándonos en entornos que ponen a cero el marcador de la amígdala. Con un cambio consciente a favor de una actitud mental más positiva, que dé prioridad a las emociones positivas y no a las negativas (más alegría, satisfacción, vitalidad, interés y amor; menos ira, resentimiento, culpabilidad, miedo, vergüenza y melancolía), podemos tomar las riendas de la amígdala. Y aquí es donde la naturaleza desempeña un papel de primer orden.
En ese primer estudio, los investigadores coreanos observaron que las imágenes de entornos urbanos también afectaban al polo temporal anterior, que se asocia a respuestas emocionales negativas como la ira y la depresión. De forma notable, las imágenes de la naturaleza generaron una mayor actividad en dos centros cerebrales: el cingulado anterior y la ínsula. El incremento de actividad en ambas regiones se asocia a estabilidad emocional y a una actitud mental positiva, mientras que una actividad inferior a la normal se ha vinculado al déficit de atención. La actividad de la ínsula se asocia al amor. Las imágenes urbanas no modificaron la actividad del cingulado anterior ni de la ínsula.
El segundo estudio con RMf arrojó resultados muy parecidos. El diseño era el mismo: los participantes contemplaban un paisaje rural o urbano durante dos minutos, seguidos de una pausa de treinta segundos. Para minimizar la influencia de la distracción en los sujetos (es decir, para evitar que estuvieran pensando en lo que iban a cenar o en el importe de la factura de televisión por cable), las fotografías se presentaban de forma bastante rápida: cada segundo y medio se les enseñaba una nueva foto. No se trataba de un ejercicio de evaluación contemplativa de una obra de arte, sino de adentrarse en las regiones más primitivas del cerebro para ver cómo reaccionaban. También en este caso, los investigadores observaron una notable actividad de la amígdala cuando los participantes contemplaban imágenes urbanas. Por el contrario, las imágenes de la naturaleza promovieron una mayor actividad de los ganglios basales, una zona que se activa en respuesta a la contemplación de un rostro feliz o ante un buen recuerdo. Curiosamente, las imágenes de la naturaleza también activaron las zonas cerebrales que rigen la adicción y la recompensa, lo que indica que, si nos lo proponemos, aún hay esperanza de que la naturaleza pueda triunfar sobre la pantalla.
Actualmente existen proyectos de investigación en varias universidades para estudiar el funcionamiento del cerebro mediante imágenes, algunos de los cuales también incorporarán test psicológicos para determinar de qué forma la contemplación de la naturaleza y de entornos urbanos interactúa con la actitud mental y el respeto por el medio ambiente.
La última investigación realizada con RMf ha demostrado que las imágenes de paisajes rurales activan las regiones cerebrales asociadas a las emociones positivas y la felicidad, mientras que las imágenes urbanas generan una mayor actividad en tres zonas clave relacionadas con la ansiedad y la estimulación. De hecho, los paisajes urbanos causaron un aumento de la actividad de una zona que es sabido que reacciona en estados de ira. Estos primeros indicadores de la influencia de la naturaleza sobre el cerebro, en una sofisticada máquina de diagnóstico por la imagen, concuerdan con las incipientes neuroimágenes que han conseguido psicólogos y neurocientíficos que han trabajado en colaboración en el ámbito de la psicología positiva. Estos investigadores están intentando identificar el llamado «cerebro feliz», es decir, aquellas regiones cerebrales que se activan cuando somos felices en nuestra vida cotidiana.
La amígdala urbana
Décadas de investigaciones han demostrado que vivir en una gran ciudad tiene importantes consecuencias para la salud mental: el riesgo de padecer ansiedad y/o depresión es un 40% más alto en una ciudad que en el campo. Utilizando sofisticados aparatos de diagnóstico por la imagen, investigadores coreanos han demostrado que los adultos sanos que contemplan imágenes de entornos urbanos presentan una mayor actividad de la amígdala, un incremento que no se dio cuando los mismos participantes visionaron paisajes de la naturaleza. En 2011 un estudio alemán utilizó RMf para investigar los efectos de estresar deliberadamente a los sujetos que participaron en el experimento. Demostraron que los urbanitas, o las personas que hacía mucho tiempo que vivían en una ciudad, eran más propensos a incrementar la actividad de la amígdala cuando percibían que estaban siendo estresados por otros seres humanos. En situaciones similares, un entorno que se percibe sistemáticamente como una amenaza puede sumarse a otros factores de riesgo de enfermedad mental.
EL PASADO Y EL FUTURO
Deteniéndonos un momento para revisar lo que hemos tratado hasta el momento en este capítulo, queda claro que nuestros antepasados estaban en lo cierto y que el boom de los sanatorios, con todas sus grandilocuentes promesas, no era una idea errónea. Si las investigaciones y estudios citados en este capítulo se consideran de forma aislada, puede que a los críticos les resulte fácil desestimar algunas de sus conclusiones, pero vistos en su conjunto empieza a emerger en toda su magnitud la influencia de la naturaleza. (Sobre todo cuando los estudios de grandes poblaciones que indican un efecto amortiguador del estrés se suman a otras investigaciones que utilizan evaluaciones subjetivas y objetivas del estado de ánimo y el estrés, y cuando, estos, a su vez, se añaden a datos hospitalarios y estudios funcionales del cerebro realizados con técnicas de diagnóstico por la imagen.) Y cuando a todo ello se le yuxtaponen los numerosos estudios de shinrin-yoku realizados en Japón, con más de mil participantes, es imposible negar que la naturaleza tiene consecuencias para la salud y la psicología humanas.
El cerebro está absolutamente influido por la naturaleza, y ya no cabe calificar a los filósofos y poetas de meros soñadores románticos. Los resultados de las investigaciones científicas que se han presentado en este capítulo deberían servirnos de aviso. La mortalidad de los individuos, de los pueblos e incluso del propio planeta depende del reconocimiento y la aceptación de que la naturaleza es parte de nosotros. La percepción del estrés, el estado mental, la inmunidad, la felicidad y la resilencia están influidos químicamente por el sistema nervioso y su respuesta al entorno natural.