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CAPÍTULO 5

NOSOTROS DOS

Sara se quedó mirando a su marido con la taza humeante en la mano mientras sus dedos se calentaban con la cerámica y el humo movía figuras pálidas nuevas ante sus ojos. Cuando este se dio cuenta le devolvió la sonrisa y se apresuró a darle una porción de la tarta que su hermana le había dejado la noche anterior.

1 — Los niños se han ido a jugar a tenis, no es que se parezcan mucho a ti.

Se acercó a ella y la besó en la frente antes de irse.

Sara se quedó sola en la gran cocina blanca y acabó de desayunar sin prisas. Luca empezó a preparar el baño para darse una ducha. El repiqueteo del agua llenó el silencio entre estrofas de canciones ya cantadas antes de meterse bajo la ducha. Sara se acercó poco convencida a la habitación y cuando pasó por delante del baño le vio completamente desnudo, envuelto en el vaho que formaba el calor del agua. A pesar de los años que habían pasado desde que estaban juntos seguían sintiéndose fuertemente atraídos el uno por el otro. Cuando él la vio acercarse a la puerta del baño la llamó con dulzura, invitándola a meterse con él. Sara, sin pensárselo dos veces, dejó que el camisón cayera al suelo, descubriendo un cuerpo esbelto de curvas perfectas. Luca la cogió de la mano, atrayéndola hacia sí con dulzura. Comprimidos bajo la lluvia de agua se envolvieron en un beso largo y apasionado que les hizo retroceder en el tiempo, cuando eran unos adolescentes enamorados y alocados. Luca cogió un poco de jabón, la hizo girarse y empezó a besarle el cuello mientras le enjabonaba lentamente la espalda. Los pezones empezaron a endurecérsele, excitada, y la respiración se fue intensificando. Seguidamente la atrajo hacia él y deslizó las manos por sus pezones, masajeándolos y llenándolos de espuma. Sara puso las manos sobre las suyas, acompañando con delicadeza los movimientos circulares cada vez más intensos acompañados de los labios que encontraron los suyos. En aquél momento deseó que aquel instante fuera eterno. Con los años,

la comprensión sexual con su marido se había acrecentado, y aunque a veces fuera demasiado mecánico, ambos sabían como satisfacer al otro. Sin embargo, la pasión se extinguió cuando Sara vio cómo su marido echaba una ojeada al reloj de pared y se escabulló de la ducha sin darle lo que deseaba.

Justo después salió ella, envolviéndose en la toalla que el marido le había dejado sobre la pica. Pasados unos minutos volvió a entrar en el baño, preparado para irse con los niños a jugar a tenis. Al verla un poco contrariada, la estrechó con fuerza y le prometió que retomarían aquello por la noche. Sara sabía perfectamente que difícilmente lo cumpliría, pero las palabras pronunciadas en un abrazo y un beso en la frente la reconfortaron a la vez que se sintió pequeña e indefensa. Cuando Luca cerró la puerta a sus espaldas decidió salir del baño. El silencio de la casa le provocó un escalofrío y se apresuró a encender el mp3, colgado del equipo de música sobre la cómoda. Empezó a sonar la banda sonora de El piano, llevándola lejos de esas frías y vacías paredes. Se había encontrado la casa en perfecto estado. La chica de la limpieza le echaba una mano a la familia, así que ahora no había nada que hacer excepto lavar la taza que había usado para desayunar. Decidió ponerse el chándal y los zapatos de deporte y sintió unas ganas repentinas de sentarse en el sofá para mirar fotos de sus hijos. De vez en cuando tocar los álbumes de fotos con la historia de su familia, pasar página tras página y notar siempre el mismo perfume a pesar de los años la hacía sentir bien. Esta vez, al ver las primeras fotos de su hija pequeña en brazos del padre se puso a llorar en silencio, dejando caer las lágrimas sobre las imágenes ligeramente desgastadas por los bordes. Al principio ni siquiera ella misma entendió el motivo de ese malestar. Viendo esas fotografías con toda su alma sólo veía una familia feliz y llena de amor. De repente, sin embargo, se sintió en otra parte, completamente alejada de las personas retratadas en aquellas capturas, ella incluida; un sentimiento desconocido que le hizo cerrar al instante el álbum

de los recuerdos, incómoda, mientras en su interior miraba a las personas que estaban a su lado. Apenas levantarse del sofá vio el reloj y se dio cuenta de que aún faltaba más de media hora para que su familia volviera. Pasó junto al teléfono pero no tuvo el coraje suficiente de mirar si le había llegado algún mensaje. Para abandonar del todo el estado de ansiedad en el que había sucumbido decidió dedicarse a las plantas que tenía en la gran terraza que rodeaba la casa. Se puso una chaqueta corta y salió fuera, refugiada al instante por el calor del sol y una brisa ligera que le hizo entrecerrar los ojos al primer contacto.

Cada vez que salía fuera tenía la sensación de ser acogida por seres animados, no por simples flores y plantas verdes. Llegaba a sentirse observada, estudiada, y esta vez incluso esperada tras su ausencia. Como de costumbre empezó a dar una vuelta, inspeccionando todas las variedades de plantas que había reunido con los años, admirando los brotes nuevos y los capullos que se estaban abriendo a pesar de la época del año en la que estaban. Tampoco allí vio nada por hacer; estaba todo perfecto y bien conservado. Se asomó a la balaustrada con los brazos cruzados y los codos apoyados sobre la piedra. Des del sexto piso gozaba de unas vistas envidiables. Roma se abría ante ella entre edificios y monumentos lejanos, una mezcla de plantas y del sabor de las casas a su alrededor. Una ciudad tan grande apenas encerrada por el sol sobre sus cabezas, el ronroneo de vez en cuando de alguna moto y coches esporádicos que en aquél domingo ecológico pasaban por allí. Los transeúntes festivos se veían lejanos y diminutos, algunos con pequeñas bandejas de pastas y otros que acababan de comprar el periódico y hojeaban las primeras páginas. Algún niño pasaba a toda velocidad en monopatín por las calles de la ciudad, seguido de cerca por los padres preocupados. Y luego estaba ella, con los cabellos movidos por el viento y las manos frías que ganaban temperatura con el calor de la tardía mañana.

Aquellos días se sucedían de la misma forma en la normalidad de una vida consolidada por los años, interrumpida por la euforia de los hijos en constante evolución. Desde que había vuelto su madre, Marta no había abandonado la expresión de desacuerdo y apenas volvía a casa, corría a encerrarse en su habitación,

ponía la música a un volumen considerable y se eclipsaba del resto de la familia durante horas con la excusa del estudio y de llamadas largas con sus amigas. Tommaso, en cambio, había renunciado a sus planes de domingo para pasar un rato con su madre, con una sonrisa estampada en la cara y ganas de hacer cosas con ella, recuperar los días perdidos y compensar los próximos.

Acordaron pues reservar unas horas para ellos dos en uno de sus paseos madre hijo por el centro. Se apresuró a recoger la cocina después de comer mientras Luca limpiaba la terraza. Poco después estaban en la calle, hacia el centro de la ciudad. Tommaso la cogió del brazo, apretándole la mano. Tenían ahora la misma altura y caminaban a paso ligero apoyándose el uno en el otro para mantener el ritmo. Llegaron a Trinità dei Monti cuando la plaza estaba ya llena de turistas, amontonados en las escaleras. Ver la ciudad desde arriba daba una sensación de omnipotencia. El viento les rozaba las mejillas y los rayos de sol les hacían entrecerrar los ojos. El frío mármol era un apoyo perfecto para dejarse caer sobre los codos y observar cada una de las escaleras antes de descender hasta abajo del todo de un tirón. Mientras esperaba a que su hijo atendiera una llamada, decidió enviarle una foto a Paolo, que se sacó allí arriba, como si estuviera en la cumbre de una cascada de luz. Respondió al momento, como si fuera lo único que hubiera estado esperando.

«Despídete de la Plaza de España, porque mañana volverás a estar entre estos dos montes». Sara quedó algo insatisfecha ante el mensaje tan poco íntimo después de los que se habían intercambiado la noche anterior. No supo qué responder, bloqueó el teléfono y volvió a asomarse a la escalinata. Su mente volvió al lago. Cerró los ojos, deslumbrados por el sol, y volvió a imaginarse allí, envuelta en un abrazo que nunca antes había experimentado, al principio suave y sensual y luego más íntimo, hasta ponerse encima de él con todo el peso y el pelo acariciándole el rostro.

1 — ¿Mamá?

La voz de su hijo la trajo de vuelta a la realidad. Bajaron y se mezclaron entre la multitud que poco antes parecía lejana y minúscula. Los domingos Roma tiene mil caras. Empieza silenciosa, las calles susurran silencio y la luz se refleja en cada

casa. Luego aparecen las primeras personas, moviéndose con lentitud, como si caminaran por un suelo repleto de huevos. Las calles se llenan de deportistas más o menos entrenados, aparecen los primeros niños correteando de un lado para otro y el ruido lentamente se hace dueño del silbido del viento ligero. Luego se llenan. Las calles se cubren y son absorbidas por la belleza del caos multiétnico; eso si te gusta el caos. Tommaso parecía empapado de todo ello, mientras que su madre procuraba alejarse todo lo que podía de la gente, buscando un rincón donde poder recuperar el aliento. — La próxima venimos pronto, cuando la ciudad tiene un sabor totalmente diferente y todo el mundo duerme. — Sí, lástima que tú también tengas que dormir. Tommaso se echó a reír, demostrándole lo diferente que era su punto de vista. Ambos amaban la ciudad por igual aunque la apreciaran desde ángulos diferentes. Tomaron un helado en Plaza Navona y decidieron volver, recorriendo otra vez las mismas calles para volver a casa. Tenían que prepararse para la semana de estudio y trabajo respectivamente. Un bigote de helado de chocolate confería al rostro de su hijo un aire de ternura único. Sara se lo quedó mirando un rato antes de decírselo, retrocediendo unos años, cuando se lo llevaba de paseo Roma cogiéndole de la mano; era pequeño pero con las mismas ganas de vivir que hoy. Aquella sonrisa que siempre llevaba puesta le daba mucha energía. Se sacó del bolso un pañuelo de papel, se detuvo y le limpió la cara con delicadeza. — Mamá, ¡que ya soy mayorcito!— le dijo Tommaso, mirando a su alrededor, avergonzado. Entonces, Sara lo vio todo de otra forma. Ya no era su pequeño, embelesado con cada novedad que capturaban sus ojos. Se quedaron quietos unos segundos, sin decir palabra, mirándose a los ojos, y luego prorrumpieron en risas: — Te quiero, mamá.

La noche antes de su partida Sara preparó las cosas que se llevaría. Mientras que la primera vez preparó la maleta sin prestar demasiada atención, centrada en dar una buena impresión ante sus superiores en el trabajo, esta vez por cada cosa que elegía se preguntó si le quedaba bien o si podía ser más o menos valorada. Se encerró en la habitación después de cenar mientras su familia miraba en el salón una de sus

películas favoritas. La indecisión llegó al punto máximo, dejando la cama cubierta con su ropa. Metió en la maleta un par de pantis autoadherentes que nunca había usado; la idea la intimidó especialmente, viendo en aquella indumentaria algo prohibido. Le dio miedo que su marido lo viera y las escondió en el fondo, tapándolo con el pijama de franela. Se sintió como una niña robando caramelos y le dieron ganas de reír. El vestido que llevaba puesto cuando le mandó la foto a Paolo era de las primeras prendas que había escogido, pero enseguida pensó que era demasiado obvio, y de todas formas las temperaturas de montaña no le habrían permitido ponérselo con la misma facilidad.

Esta vez decidió añadir un par de zapatos deportivos que combinaría con los tejanos y un jersey blanco lleno de agujeros. Al final, para ponerse los pantis autoadherentes de encaje negro se decantó por una prenda sencilla que le llegaba por la rodilla, hecha de un tejido suave y cálido que le envolvía el cuerpo y le resaltaba las curvas. Lo arregló todo cuando los niños estaban ya durmiendo. Al cabo de poco llegó su marido; se quedó en la puerta de la habitación mirándola en silencio mientras terminaba de recoger la cama, de espaldas, sin advertir su presencia. Se había puesto una camiseta ligera de seda de color crema que le quedaba bien con el pelo castaño, y el culote del mismo tejido que cubría las delgadas caderas. Parecía una niña con los pies descalzos, y cuando se giró descubrió que la mirada de Luca era la misma de cuando era joven y se conocieron, tantos años atrás. Sin decir palabra se le acercó, le quitó de la mano la ropa que estaba terminando de recoger y la estrechó en un abrazo.

1 — Cada día estás más guapa — le susurró, mientras sus cuerpos se balanceaban al unísono.

Y entonces la besó sin apenas tocarla y la miró a los ojos mientras le quitaba la camiseta y le dejaba los pechos al descubierto. La acercó a la cama sin soltarla, se sentaron uno al lado del otro, y Sara se giró, poniéndose encima de él. Empezó a hacerle el amor con su cara entre las manos, sin dejar de besarlo apasionadamente hasta que ambos cayeron sobre la cama.

Luca se levantó enseguida para coger una manta de algodón del armario, cubrió con ella a su mujer y se tumbó a su lado. En la casa reinaba tal silencio que por un momento Sara tuvo miedo de que sus hijos hubieran escuchado sus gemidos desde su habitación, pero escuchó sus respiraciones profundas y supo que hacía rato que estaban dormidos. Ellos también se quedaron dormidos. Cuando Sara se desveló, vio que la luz del baño estaba encendida y oyó el ruido de la ducha. Luca se había levantado; había pasado solo una hora y ya se estaba preparando para la noche. Decidió levantarse y ponerse el camisón cuando se dio cuenta de que estaba completamente desnuda. Antes de volver a la cama se fue a la cocina, sin encender la luz. Disfrutando de la penumbra que llegaba de la calle se preparó un capuchino caliente que saboreó ante la la ventana que daba al exterior del edificio. Poco después llegó Luca, que le acarició el pelo, le descubrió el cuello y le dio un beso debajo de la oreja. Se estremeció y por un momento pensó que podrían pasarse la noche haciendo el amor, llevada por un afecto que no había disminuido en todos esos años. Pero tener que marchar en breves para trabajar toda una semana hizo que se decantara por otro capuchino, que se tomó en el silencio de la cocina, y luego ambos se fueron a la cama para despedirse del domingo.

A la mañana siguiente Sara se había puesto el despertador antes que lo demás y dejó listo el desayuno, puso el café al fuego y difundió el aroma por toda la casa mientras marido e hijos se deleitaban en la calidez de sus sábanas. Tommaso fue el primero en llegar, despeinado y con los ojos entrecerrados. Soltó un «buenos días», se sentó a la isla de la cocina con las piernas colgando y los pies descalzos y le sonrió a su madre, que intentaba terminar de prepararlo todo. Al rato llegaron los otros dos. Luca aún seguía con la expresión de beatitud de la noche anterior. Marta, por su parte, tenía cara de pocos amigos y se sentó a la mesa sin ni siquiera saludar. Sara, que hasta entonces había disfrutado de la serenidad del despertar, quedó taciturna cuando se dio cuenta del malestar de su hija, pero decidió dejarlo para evitar discutir con ella cuando faltaba tan poco para que se fuera. Llamaría a su hermana y le pediría que se pasara por la tarde y

hablara con su sobrina. Mientras vertía la leche caliente en las tazas de sus hijos le vinieron unas ganas locas de estar en los Alpes y escapar de una serenidad a veces sólo aparente de quién lleva descontento muchos años y se ha tragado demasiadas amarguras. Los últimos meses habían sido muy difíciles con Marta. Sin quererlo, las dos mujeres de la casa habían entrado en una competición fisiológica entre madre e hija que estaba haciendo insostenible en muchas ocasiones su proximidad. La ausencia de Sara por un lado había alegrado a su hija, que se sentía más libre de hacer lo que quería, pero por otro había creado un muro aún más macizo entre las dos, como si Marta se sintiera traicionada y abandonada por una mujer que, en cambio, siempre había estado a su disposición.

Tommaso encendió el televisor en busca de un telenoticias con información de última hora. En directo se estaba emitiendo un especial relativo a la desaparición de una chica en el norte de Italia, a una hora en coche del lugar de trabajo de Sara. Últimamente no se hablaba de otra cosa, y el pequeño de casa se pasaba el día buscando información y novedades sobre el caso, atemorizado por lo que pudiera pasar en las inmediaciones del nuevo trabajo de su madre, que advertía lejano y peligroso.

1 — ¡Al diablo con esta historia! —gritó Marta, que cogió el mando a distancia y apagó el televisor, enfadada, y se fue de la cocina con paso decidido, llevándose consigo la taza del desayuno.

Parece absurdo cómo los sentimientos y los estados de ánimo pueden cambiar con tanta rapidez. Se necesita muy poco para derrumbar incluso a quien hace poco gozaba de la propia satisfacción emotiva. A veces basta una palabra, algo que pase lejos de donde estemos, un gesto realizado o ausente y todo cambia. Sara, aquél lunes por la mañana se sentía así, pasando de la alegría a la angustia en un instante, sin posibilidad de invertir la situación. Así pues, subirse a aquél tren fue para ella la única posibilidad de tener un respiro, y solo entonces se armó de valor para mirar el teléfono y ver si le había llegado algún otro mensaje de Paolo.

CAPÍTULO 6

FOTOGRAFIANDO LA VIDA

Cuando abrió la aplicación de los mensajes quedó decepcionada. No había ningún sms de él. Justo cuando iba a apagar la pantalla oyó un tono que anunciaba un mensaje entrante. Como si sintiera que Sara tenía el teléfono en la mano el nombre de Paolo apareció entre los mensajes recibidos. Una vez más se alternaron sentimientos opuestos con tanta rapidez que dejó de alarmarse. Dos máscaras, la de la felicidad y la del dolor, que se cambiaban por turnos y dejaban espacio la una a la otra sin avisar.

«Pasaré a buscarte a la estación, ya he consultado los horarios. Me acompañará una persona que tienes que conocer. Hasta luego». Por una parte, las atenciones que le profesaba la hacían abandonar la máscara negativa, pero por otra sentía que por dentro aquellas pocas palabras no la satisfacían. Aun así, despertó en ella cierta curiosidad la figura misteriosa que se uniría a ellos. Después de borrar cinco respuestas diferentes, se decantó por un: «Gracias, me alegro de volver a verte. Siento curiosidad». La respuesta de Paolo llegó casi al momento: «No dudaba de que sentirías curiosidad. Nos vemos en nada, ¡tienes muchas cosas que contarme!». Aquello hizo que se le escapara una sonrisa, ablandada por aquella pequeña intimidad al preguntarle por los detalles del fin de semana. Sara se tranquilizó, dejó el teléfono e intentó descansar para llegar con el mejor aspecto posible a su destino. Se había levantado una hora antes de lo necesario por la mañana para escoger la ropa, y ahora, después de los mensajes, se alegró de la decisión. Había encontrado en uno de los cajones un jersey de lana color beis finito y ligero que le marcaba las curvas y dejaba adivinar un cuerpo esbelto gracias a unas leves transparencias.

Cuando llegó a la estación, el aire era aún frío y una ligera neblina envolvía el andén, difuminando las pocas personas que estaban esperando. Parecían sombras

pintadas en una tela con carboncillo, pero a medida que se acercaba a la salida adquirían forma. Al fin consiguió distinguirlas. Vio a Paolo bajo el gran reloj esperando con las manos en los bolsillos y hablando con una sombra desconocida. Se acercó aún más hasta distinguir a una mujer de pelo largo y negro. Llevaba una cámara colgada del cuello y un abrigo largo de piel. Cuando estuvo suficientemente cerca como para ser vista, ambos se giraron hacia ella. Paolo cogió a la mujer del brazo y se le acercaron. — Hola Sara, te presento a Elena, la chica de la que te hablaba. Tras los primeros cumplidos y las presentaciones de rigor se dirigieron a un bar cercano para desayunar. Elena era la fotógrafa más conocida del lugar y por lo general se dedicaba a sacar fotos a comisión para las diferentes cabeceras de periódicos, principalmente crónicas, gracias a varias exclusivas que había realizado años antes. Había estado en los lugares más bonitos y encantadores de la zona, desconocidos para la mayor parte de la población. — Elena ha sido asignada a nuestro equipo y se ocupará de fotografiar los lugares y los productos que controlemos esta semana. Nos conocemos de toda la vida y me hace mucha ilusión que se una a nosotros. En un primer momento la noticia enfureció a Sara, que ya se había imaginado estando a solas con Paolo paseando por la montaña. Elena notó el cambio de comportamiento y para romper el hielo intentó tranquilizarla: — Tranquilos, ni siquiera notaréis mi presencia —dijo, lanzando una mirada significativa a su nueva compañera, que enrojeció bajo la intensidad de sus ojos negros, hurgados hasta el fondo del alma. Cuando Elena se alejó para ir al baño se quedaron a solas. Por un lado consiguió controlar la agitación que había brotado en ella pero por otro se sintió incómoda ante el significado que esa mirada había intercambiado. — Si te has traído el vestido negro de la otra noche me gustaría llevarte a un sitio hoy, ¿te apetece? Nosotros dos solos. La inesperada propuesta le aceleró el pulso. No supo adivinar qué podía esperar de todo aquello. Asintió con rapidez justo cuando la fotógrafa volvía. De nuevo se cruzaron sus miradas, y por miedo a que captara lo que sentía en ese momento se giró y fingió buscar algo en el bolso. Cuando terminaron de comer, la acompañaron al hotel y seguidamente fueron a la

oficina a recoger los encargos de los días siguientes. Una vez sola, en la habitación, consiguió desprenderse de toda la tensión acumulada durante la mañana.Ver todas sus cosas la hizo sentirse en casa, en un nidito donde podía refugiarse a voluntad. Sacó la ropa

de la maleta, aún cargada con la fragancia del suavizante, y la colocó cuidadosamente en el armario, asegurándose de que el vestido negro siguiera liso como cuando lo había metido dentro. Le hubiera gustado llamar a su hermana y contárselo todo, pedirle consejo, pero decidió separar por completo sus dos vidas. Le envió un mensaje fugaz a Luca para avisarle de su llegada y se fue al instante con sus dos compañeros.

Paolo la estaba esperando, listo y con el motor encendido. Elena no estaba con él. Le contó a Sara que les estaría esperando en el lugar de destino. Hoy iban a controlar la calidad de una fábrica de queso bastante cerca, en mitad de las cumbres más bonitas de la alta Italia. Durante el trayecto Paolo le contó algunas cosas sobre la recién llegada, una mujer independiente, sin ligaduras y sin miedo a enfrentarse a ningún nuevo reto que le propusieran. Recientemente había pasado un mes entero en un refugio a grandes altitudes fotografiando aludes puntuales causados por el mal tiempo de la última temporada. Había sido la única en aceptar el trabajo, ya que implicaba someterse a un alto riesgo. No tenía nada que perder, esa fue su respuesta al aceptar el encargo. Le habló también de la belleza de las fotografías que tomaba, capturando en un segundo la espectacularidad de cuanto la rodeaba, mostrando cosas que el ojo inexperto nunca habría advertido. Cuando Paolo hablaba sobre ella parecía fascinado, como si fuera un ser superior, inalcanzable, como si fuera imposible estar a su altura. Al principio experimentó una especie de celos e intentó descubrir si entre ellos dos era posible que existiera algún tipo de relación. Pero a medida que hablaban de ella empezó a sentir verdadera admiración por esa mujer de pelo negro, misteriosa y de mirada penetrante.

Dejaron el coche en un aparcamiento grande, a unos quilómetros de la fábrica que se divisaba en lo alto.

1 — ¿Te apetece caminar un poco? Hay cosas que se comprenden mejor si uno se sumerge en el paisaje que las contiene.

Sara no se lo pensó dos veces,

fascinada por los grandes árboles que delimitaban el camino de recorrida hasta llegar a la cima. La niebla de primera hora había dado lugar a los rayos del sol y al rocío que bañaba todas las pequeñas hojas del suelo. A parte de sus pasos sobre la grava lo único que se oía de vez en cuando era el graznido de algún pájaro que delataba su posición. Una paz inigualable para respirar a pleno pulmón con los ojos cerrados. Paolo cogió el teléfono, se giró hacia ella y empezó a sacar algunas fotos. — ¿Qué haces? —le preguntó Sara, riendo. — Es como si hubieras nacido para estas montañas, quiero tener una foto tuya para los días en los que estés lejos. Las nuevas emociones que estaban naciendo en ella impidieron que encontrara las palabras justas, temerosa de decir demasiado o demasiado poco. Siguió sonriendo y caminando, mirándole a los ojos de vez en cuando. Cuanto más avanzaba en la cuesta más alejada se sentía de la realidad que había dejado en Roma. La idea de vivir dos vidas diferentes y separadas le empezaba a gustar de verdad, y no sentía remordimientos a tanta distancia de su casa. Cada respiro ahí arriba tenía un olor diferente, y bastaba echar un vistazo alrededor para captar las diferencias. Las rocas frías a ambos lados del camino limitaban con los amplios prados que se extendían por el valle, revestidos de árboles de diferentes tipos, arbustos cubiertos de flores y animales pequeños que se escondían a su paso. Y luego estaba el sol, grande y de un intenso color, diferente al que se apreciaba en la ciudad. Era como vivir en otro mundo, en otra vida. Los rayos fragmentaban la sombra de las ramas y dejaban ver las nubes, que se movían velozmente con toda su plasticidad. Evasión, eso era lo que sentía al sumergirse en todo aquello. De repente, Paolo la detuvo, cogiéndola del brazo, y le puso un dedo en los labios para que guardara silencio. Le señaló un punto a su derecha, en mitad del bosque. Un cervatillo había interrumpido el paso al notar su presencia. El mundo se detiene ante estos espectáculos que parecen salidos de una película. Tras unos segundos interminables de observarse mútuamente, el animalillo salvaje corrió hacia la montaña y desapareció instantes después entre los abetos. Sólo entonces Sara se dio cuenta del contacto: Paolo había seguido cogiéndola del brazo, y poco a poco la atrajo hacia sí. En ese momento sonó el teléfono y el mundo

reanudó la marcha.

Era Elena, avisándoles de que había llegado. Dijo que les esperaría dentro y que aprovecharía para sacar alguna foto sin ser distraída. Mientras Paolo hablaba por teléfono Sara intentó localizar al cervatillo con la esperanza de que siguiera a su alcance visual. Se adentró en la maleza. Le pareció ver que algo se movía entre las rocas. Se quedó quieta para no hacer ruido pero no consiguió ver nada. No obstante, tuvo la sensación de ser observada y se imaginó al cervatillo escondido Dios sabe dónde, estudiándola.

Cuando colgó la llamada, reeemprendieron la marcha. Paolo le contó alguna que otra curiosidad sobre las plantas que se cruzaban en el camino, y se disipó por completo la sensación de no estar solos. Sara se sintió como una adolescente en mantillas, con el primer amor, cuando uno no sabe qué esperar ni cómo acabará. Esa sensación de rejuvenecimiento la hizo sentir tan bien que se hubiera quedado en aquél sendero mucho más tiempo. Sin embargo, tras sobrepasar un par de curvas más se encontraron ante el caserío de madera. A su izquierda una veintena de vacas pasturaban bajo la mirada atenta de un perro enorme y blanco que iba dando vueltas a su alrededor. Algunas, aburridas y rechonchas, descansaban en el prado; otras se movían con lentitud sin rumbo fijo, hasta que la orden de un pastor puso en guardia al perro y este las juntó y las escortó hasta el fondo del caserío. La fábrica en sí se encontraba más al fondo, en una gran construcción de piedra. La entrada de puertas correderas daba, por un lado, a la tienda donde se podían comprar sus productos caseros, y por otro, a una escalera empinada que llegaba a las salas donde podían observar las instalaciones y la elaboración de la leche y el queso.

1 — ¡Manos a la obra! —exhortó Paolo, dándole una palmada a la espalda.

En la primera sala se cruzaron con un grupo de niños de un colegio, embobados con un video que mostraba el proceso entero de producción. Llevaban la mochila colgada de la espalda, estaban sentados correctamente y tenían la boca abierta de par en par, asombrados. Uno de ellos, pequeño, que se encontraba de pie, tenso y apartado, les dijo con voz muy seria en cuanto se acercaron:

1 — Si sois buenos, cuando acabe esto os darán un vaso de leche.

Sara sonrió y le dio las gracias al niño por el consejo. Siguieron adelante, hacia las oficinas

donde les esperaba el propietario de la fábrica. A través de uno de los grandes ventanales de las plantas de elaboración vieron a Elena, concentrada en su labor. Para avisar de su llegada, Paolo golpeó ligeramente el cristal hasta que se giró. La saludaron con la mano, indicándose que se verían más tarde.

Los controles rutinarios fueron más rápidos de lo esperado. Los tres se reunieron en la planta baja, donde les habían preparado una selección de quesos y un vaso de leche fresca a modo de degustación.

1 — No es que sean lo más divertido del mundo, los controles de las fábricas… pero al menos podemos probar estos deliciosos productos.

1 — Si sois buenos…— dijo Sara, repitiendo las palabras del niño pequeño de la excursión, y los tres rompieron a reír.

Elena había estado en silencio todo el rato, consultando el teléfono de vez en cuando como si estuviera esperando algún tipo de comunicado.

1 — ¿Va todo bien?—le preguntó Paolo.

1 — Sí, todo bien, estoy esperando a que me confirmen el trabajo que tendré que hacer en la cascada esa que tenemos por aquí cerca. ¿Os apetece venir mañana? Me gustaría ir para hacer una inspección y si os apuntáis os puedo sacar alguna foto para probar la luz.

Paolo pareció molesto con la propuesta y la rechazó, alegando un compromiso fijado hacía tiempo y una reunión que no podía rehusar. Sara, en cambio, aceptó la invitación. Antes de irse se pusieron de acuerdo acerca del lugar donde se reunirían al día siguiente. Hacía tan poco tiempo que rondaba esas tierras que tenía más planes de los que normalmente era capaz de organizar en la ciudad. Para volver al valle aprovecharon el viaje de Elena, que los llevó en su Jeep blanco. Sara se metió dentro mientras los otros dos hablaban en la parte delantera sobre la pésima gestión de personal por parte de la empresa. Poco interesada en estos temas, se entretuvo admirando el escenario que se desplegaba ante su mirada. Era el mismo que había contemplado de ida pero esta vez lo observó con otros ojos. Elena gozaba de una conducción deportiva y se deslizaba por el camino sin asfaltar sin apenas darse cuenta de las curvas. Si hubiera ido en el coche con el marido y los hijos le habría gritado a quien fuera que llevara el volante que ralentizara la marcha. En cambio, en ese momento disfrutaba de la emoción que le bridaba lo inesperado y el peligro detrás de cada esquina. La adrenalina le hizo imaginarse una noche con Paolo que iba más allá de la cena en el

restaurante.

Cuando llegaron al aparcamiento se despidieron de la fotógrafa. Antes de irse Elena le dedicó una mirada significativa a Sara y luego se fue, más rápida que nunca. Si hubiera sido un hombre quien la hubiera mirado así, habría pensado que tenía un interés más físico que amigable. Se preguntó entonces si su nueva amiga tendría inclinaciones diferentes a las suyas, pero vio fuera de lugar preguntárselo a Paolo y se quedó con la duda. Antes de volver al hotel fueron juntos a entregar el material a la oficina. Después, Sara decidió volver sola, dando un paseo aprovechando que el sol seguía en lo alto del cielo. Paolo fijó la hora de la cita, recordándole que llevara puesto el vestido negro de la foto. Toda esa atención por parte de un desconocido la hacía sentir feliz e importante y acrecentaba la curiosidad por lo que le tenía preparado esa noche. Decidió recorrer las calles interiores del pueblo, alargando un poco el camino. A esa hora las casas seguían vacías y alguna que otra anciana tendía la ropa sobre los hilos que colgaban de ventana a ventana o empezaba a preparar la cena, liberando a través de las ventanas el aroma intenso de jugos y carne. Las chimeneas expulsaban el humo hacia el cielo, juntando el olor de la leña quemada con el de las flores sacudidas por el viento. Sobre un banco marcado por el tiempo tres señoras vestidas con hábitos negros y largos y el pelo blanco recogido en un moño vigilaban el camino. Cuando vieron que una desconocida cruzaba ante sus casas no dudaron en saludarla. Sara devolvió el saludo, preguntándose por dentro cuánto hacía que esas tres amigas se reunían cada mañana en ese banco, guardián de sus confesiones. Más adelante pasó junto a una cabaña derribada; la hierba sobresalía del camino en el lugar en el que antes hubiera una puerta de entrada. Un gato anaranjado dormitaba en la ventana de la planta baja, desde donde se apreciaba un interior derrumbado y cubierto de flores y piedras. Sin moverse ni un ápice, el gato abrió los ojos para controlar los peligros habituales y luego volvió a adormecerse aprovechando los últimos rayos de sol del día. El perfume del pan de anís recién hecho que escapaba de una casa le recordó a Sara al que cocinaba siempre su abuela en invierno, transformando la casa urbana en un hogar con sabor a campiña. Lo pasaba bien ayudándola a preparar la masa y

controlando la cocción en el horno de gas. Conseguir que la masa del pan subiera la llenaba de satisfacción y siempre la guardaba a parte para dársela a sus padres, que venían a buscarla al día siguiente. Aunque hacía muchos años que la abuela ya no estaba con ellos, cobraba vida en sus recuerdos; y ahora, más que nunca, la sentía cercana, en la fragancia de aquél pan recién hecho, y se imaginó que era su abuela quien lo preparaba en aquella casa que escondía a los protagonistas de la cocina.

Aquél pensamiento la alivió en gran medida y sintió una sensación de paz en su interior. Cuando llegó al hotel se dio cuenta de que faltaba una hora para la cita y toda la serenidad que había acumulado en la calle dio paso a la agitación de tener el tiempo suficiente para acicalarse. En primer lugar llamó a casa, pero sólo encontró a Marta, que estaba estudiando con una amiga del instituto. El padre le había dicho que la saludara de su parte; había salido con el grupo de amigos a tomar una cerveza y probablemente no estaría atento al teléfono. Tommaso, por otro lado, había ido a cenar a casa de su tía, que lo traería de vuelta a las nueve. Todo estaba controlado en la ciudad. Podía volver a su otra vida.

Se tomó una ducha rápida para eliminar el olor a cuajo que le había calado los huesos. Se miró en el espejo, desnuda, y se sintió segura de sí misma en un cuerpo aún perfecto. Se secó el pelo con delicadeza, se puso un poco de maquillaje para resaltar los ojos y a diez minutos de la cita se puso el famoso vestido negro con los pantis. El atractivo residía en la sencillez. Se tiró el pelo hacia atrás y se puso un jersey que se ajustaba a los hombros. Tras un día entero con los zapatos deportivos no le fue fácil ponerse los tacones, pero poco a poco se acostumbró a ellos y bajó al recibidor, esperando a su «caballero». Paolo llegó puntual, como siempre. Al verle pasar de la oscuridad de la calle a la luz del hotel se quedó con la boca abierta. Había abandonado sus eternos tejanos y lucía un aspecto elegante y juvenil. El chaquetón abierto dejaba entrever una camisa y una americana de pana encima. Él, por su parte, no le había quitado los ojos de encima desde que había entrado, y al repasarla de la cabeza a los pies creció aún más en ella la agitación y las ganas de descubrir qué harían aquella noche.

La cogió de la mano, la llevó hacia afuera y la acompañó hasta dentro del coche. — ¡Menudo caballero! —le dijo. — Debe ser el efecto de la americana, pero con corbata lo soy aún más. Se sentaron el uno junto al otro y se rieron. De repente pararon y se miraron a los ojos. Paolo le puso una mano detrás del cuello, se acercó a ella con dulzura y la besó con una pasión que hacía años que no sentía.

La velada transcurrió en un restaurante rural frente al lago. Durante el día atraía a turistas y familias y por la noche se transformaba en un sitio romántico para parejas. De por sí a esa hora había poquísimos visitantes, pero aquél día, aparte de ellos, sólo dos mesas más habían sido reservadas. Antes de entrar se quedaron admirando la belleza del lago, iluminado por la luz de la luna, que se reflejaba en él. A su alrededor los árboles eran aprisionados por el agua como en un lienzo, absorbidos por las montañas. Por tercera vez aquél día la envolvió una sensación de paz, esta vez de la mano de ese atractivo hombre que había entrado en su vida como un tornado. Sara se sorprendió al darse cuenta de que no sentía ningún remordimiento respecto a su familia por estar con otro hombre. Se sentía otra persona, como si hubiera abandonado el cuerpo de la esposa perfecta en el tren que llegaba de Roma. En ningún momento había dejado de querer a su marido, pero lo que sentía en ese preciso instante sofocaba el pasado y su único deseo era vivir el nuevo presente.

Se sentaron ante una gran ventana y continuaron admirando el lago, que cada vez era más oscuro, absorbido por las tinieblas de la noche. Paolo había pensado en todo. Nada más sentarse el camarero les sirvió una copa de vino tinto y un entrante con embutidos y queso típicos del lugar.

1 — Espero que no te hayas aburrido con tanto queso hoy. —le dijo Paolo sonriendo, y añadió— Habrá más sorpresas… hasta mañana por la mañana, ¿estás lista?

1 — ¡Sí!

En Equilibrio

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