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CAPÍTULO 4

LA CASA

En el trayecto de vuelta, Sara se sintió como si la hubieran tirado dentro de una lavadora, sumergido en la ropa, revuelto, y con el mundo dándole vueltas sin parar. Por una parte se moría de ganas de volver a casa, hecha de costumbres y seguridad, pero por otra sólo quería dar marcha atrás, entre las montañas que le habían regalado tres días inolvidables aunque no hubiera pasado nada en concreto. Se sentía desdoblada, y cada parte era feliz en su realidad.

Luca había organizado una cena con los hijos, la cuñada y su marido para darle la bienvenida. Que sólo tuviera que preocuparse de llegar a casa, dejar las maletas y prepararse para la cena. Un detalle muy dulce, el de su marido, que la había hecho sentir estrechada en un abrazo cálido antes incluso de volver físicamente a Roma.

Pero tal y como el panorama cambiaba contínuamente fuera de la ventanilla del tren, de la misma forma su mente divagaba entre la vida real y familiar y la que acababa de saborear en aquellos pocos días. El día antes estaba apoyada contra Paolo, en aquel saliente frío e irregular, dando sorbos a la cerveza fría y alternando la conversación con largos silencios embelesados por la naturaleza que les rodeaba. Antes de irse, cogiéndola de las manos, antes de devolver las jarras vacías, le sugirió que se quedara también el fin de semana para familiarizarse con el pueblo y pasar juntos unos momentos alejados de pensamientos relacionados con el trabajo. Un nuevo contacto, que duró un instante pero hizo que se sobresaltara y se olvidara de todo lo relacionado con su otra vida, que la esperaba a quilómetros de distancia. El tiempo se detuvo durante un momento larguísimo, como sucede en las mejores películas, en el que tuvo que ponerse de acuerdo consigo misma, tomar una decisión y dar una respuesta.

Al día siguiente estaba de vuelta tras farfullar una excusa muy alejada de la realidad de los hechos, que la

obligaba a volver a la ciudad, al menos aquél fin de semana. A pesar de la emoción que le despertaba el interés de ese hombre aún desconocido tenía muchas ganas de volver a ver a su marido. Aletargada en el vagón, sentía que la dualidad de aquellos días no le pesaba en lo más mínimo, e incluso se sentía alegre y emocionada, como si hubiera recreado una película y ahora sólo tuviera que salir del set y ponerse su ropa.

Luca la esperaba en la estación, puntual, sentado en uno de los bancos de mármol situados bajo la pantalla de llegadas. La había avisado con un sms y no le costó mucho encontrarlo entre la multitud cuando llegó a la estación. Apenas la vio, Luca se levantó de un salto y fue a cogerle la maleta, más ligera que en la partida, y la abrazó antes de pronunciar palabra. Sara quedó muda, arropada por esa recepción, que no se esperaba. Evidentemente la distancia se había notado durante esos días de separación. Le entraron unas ganas irrefrenables de contarle a su marido cada momento de su estancia pero este fue más rápido y empezó a hablar sin parar sobre sus problemas laborales, de lo que había tenido que hacer y de las disputas con los hijos, que no le escuchaban demasiado. Siguió hablando cuando se metieron en el coche y ella empezó a hacer volar la fantasía, dejando de prestar atención a lo que sucedía a su alrededor. El entusiasmo del abrazo cálido se había desvanecido en cuestión de segundos, recayendo en el sopor de la rutina que había abandonado tres días antes. Volvió a sentir el cansancio acumulado durante los días anteriores y cuando se enteró de la cena que le habían organizado se sintió irritada. En aquél instante sólo tenía ganas de abrazar a sus hijos y quedarse en casa mirando una película los cuatro juntos. Tuvo la sensación de vivir en una burbuja donde el exterior se encontraba distorsionado, falso y lejano. Al llegar a casa, con la excusa del largo trayecto en tren se encerró en el baño, dejando al otro lado de la puerta la verbosidad contínua de Luca, que seguía hablado. Cuando por fin llegó el silencio, éste se vio roto por el sonido del móvil que llevaba encima, y lo desbloqueó sin demasiado entusiasmo. Cuando vio que el mensaje era de Paolo los ojos se le iluminaron y lo abrió con voracidad: «¿Ya has llegado?¿ Cómo ha

ido el viaje? Yo aquí aburridísimo, ¿qué haces esta noche?». Sara se apresuró a escribir la respuesta con manos temblorosas y el corazón acelerado. Se inventó unos planes sobre la marcha, ya que no le había confesado su verdadera vida en Roma. «Esta noche salgo con las amigas, tengo el tiempo justo de cambiarme y salir, ¿te apuntas?». La respuesta no llegó al momento y eso la apenó. Salió del baño sin apartar los ojos de la pantalla inalterada del teléfono. Cruzó el umbral de la habitación. A lo lejos se oía la televisión y a su marido concentrado en una llamada con los amigos de futsal. El teléfono volvió a sonar. «Puede, me encantaría venir… ¿Cómo vas vestida? Siento curiosidad» . Volvió a leer el mensaje intentando comprender el trasfonsdo, y, siguiéndole el juego, volvió a responder con premura. «Vestido negro y tacones altos…¿qué opinas?». Se sentó en la cama, echando un vistazo de vez en cuando a la puerta para asegurarse de que nadie perturbara aquél intercambio de mensajes. En ese instante oyó abrirse la puerta de casa. Había llegado su hijo pequeño, que nada más ver la maleta en la entrada se puso a llamarla, buscándola. Sara dejó el teléfono en la cama y fue a su encuentro. Tommaso tenía catorce años y todo el entusiasmo de un chico de su edad. Ahora era más alto que ella pero seguía teniendo la actitud de un niño para su madre. Se encontraron en el pasillo y Tommaso le saltó encima, casi tirándola al suelo, y estalló en una carcajada que llenó toda la casa. Al poco llegó su hija mayor, más reservada que el hermano a sus casi dieciséis años: — Bienvenida de nuevo, mamá, la tía llegará en nada, voy a cambiarme. Marta habló entre dientes. No se había tomado bien su decisión de trabajar fuera y todavía tenía que asimilarlo antes de controlar sus pensamientos y reacciones. Le dio un beso en la mejilla y se metió en su habitación, cerrando la puerta a sus espaldas. Tommaso también se alejó con una sonrisa en la cara y la pesada mochila aún colgada en la espalda. Al verse fuera de la habitación, sola, se acordó del intercambio de mensajes con Paolo y volvió a entrar corriendo, tirándose a la cama para revisar si le había llegado uno nuevo: «Quiero verlo,

mándame una foto. ¿Sigues ahí?». Sara se miró en el espejo. Aún llevaba puestos los tejanos viejos y un jersey blanco de cuello alto. Se levantó, corrió hacia el armario y se puso a examinar los vestidos que había en él. Vestido negro, vestido negro… era imperioso encontrar un vestido que le sentara bien, como un guante, y quería mandarle la foto cuanto antes. Sacó del cajón un par de medias opacas, se puso su vestido favorito, ajustado y escotado por la espalda y los tacones más altos que tenía. Se tiró el cabello hacia atrás, dejando que un solo mechón le cayera por el cuello y se situó ante el espejo de la habitación con el teléfono en la mano para sacarse una foto y mandársela. Al verse en el espejo se sintió inapropiada. Le dio miedo mandarle el mensaje equivocado a un hombre que apenas conocía. Se miró a los ojos y los vio con más vida que nunca. Eso la hizo sentir tan llena de entusiasmo que no se lo pensó más. Se puso a sacarse fotos, las revisó una por una y le mandó un mensaje a Paolo.

En la penumbra de la habitación se sintió más guapa, joven y fascinante que nunca. Sara vio cómo Luca se acercaba a sus espaldas, a través del reflejo del espejo. Se giró hacia él, esperando un comentario, un cumplido, pero en cambio sólo recibió una media sonrisa distraída y rápida que le dejó un gusto amargo en la boca. Viendo la falta de reacción del marido se arrepintió de haber enviado el sms, pensando que quizás no estaba tan guapa así vestida, pero la respuesta no tardó en llegar, y Sara recobró la seguridad al instante: «Menudo espectáculo, es casi un pecado que te pongas ese vestido». De repente se sintió desnuda y notó una ligera incomodidad que la ruborizó. En ese momento sonó el telefonillo de casa y tuvo que renunciar a pensar en una respuesta para abrir la puerta. Era su hermana, abrigada a más no poder y tiritando de frío por haber tenido que esperar a su marido en la parada del autobús más de media hora. Estaba tan enfadada que apenas la saludó. Detrás de ella, el culpable que se había retrasado la seguía como un perro apaleado sin pronunciar palabra.

Ya estaban todos listos. Así pues, antes de que a los últimos en llegar les diera tiempo de quitarse el abrigo, salieron de casa para ir a comer una pizza en un restaurante cercano. Los hombres y los niños, a paso

ligero, se distanciaron de las dos hermanas, que se quedaron atrás, indiferentes a la conversación sobre los últimos y próximos partidos de fútbol. — ¿Tú lo ves?, media hora esperando en la calle con este frío. Con que me mandara un mensaje… ¿Qué haces así vestida? Estás guapísima… ¡Pero si sólo vamos a por una pizza! Sara cogió a su hermana del brazo, sin responderle, esbozando una sonrisa y mirando hacia el grupo de hombres que tenía delante. Las calles de la ciudad estaban casi desiertas, y se podía distinguir cada paso caminado sobre el asfalto congelado.

Las farolas iluminaban la acera a trazos y los edificios jugaban con las luces de las casas, escondidas tras las persianas y alguna que otra maceta de flores apoyada en las ventanas. A lo lejos, los ladridos de un perro fueron el único indicio de señales de vida en el barrio. Mientras tanto un anciano caminaba al otro lado de la calle sosegadamente, sin nadie que le esperara en casa. En ese momento Sara se sintió como aquél señor, sola y paulatina hacia una meta que carecía de significado para ella excepto el de pasar la velada y pensar qué responder al último mensaje. Su hermana seguía hablando sin parar, pero su voz empezó a desvanecerse en su mente. Centró casi toda su atención en el sonido de los tacones que resonaban por la calle, rebotando contra las paredes romanas y los escasos adoquines que habían sobrevivido al nuevo asfalto. Mantuvo los ojos fijos en los zapatos, oscilando de un lado a otro como un metrónomo fijo e inexorable. Delante de ellas, los hombres y los hijos se habían alejado lo suficiente como para que no le fuera posible distinguir sus palabras.

Cuando el teléfono sonó anunciando un mensaje entrante toda su cara enrojeció, como si aquello hubiera contado en un segundo todo cuanto le había pasado por la cabeza durante el trayecto. Levantó la cabeza, aunque seguía con la mirada fija en el suelo, y siguió caminando como si nada. — ¿Y bien? ¿No contestas? — inquirió la hermana, algo molesta por el ruido que había interrumpido su monólogo interior exteriorizado. — No, ya lo leeré luego, todas las personas importantes están aquí… no será nada urgente.

Por primera vez en años mintió a su hermana, con tal desenvoltura que la conversación continuó sin ningún problema donde la habían dejado. Pero en su interior sentía una gran curiosidad por leer el mensaje, segura de que era de Paolo. Aceleró el paso, arrastrando a su hermana, inconsciente de las ansias que mostraba por llegar al restaurante. Avanzaron al resto del grupo, llegaron a la pizzeria y pidieron la mesa que habían reservado. Una camarera les indicó el camino. Se quitó el chaquetón, lo apoyó sobre la primera silla que vio, se excusó y corrió hacia el baño. Una vez sola, cogió el teléfono para leer el último mensaje, aquél que la había dejado en tensión los últimos diez minutos. Con manos temblorosas y tras tres intentos de desbloquear el teléfono, consiguió marcar el código correcto. Cuando abrió la cola de mensajes, sin embargo, vio que el sms era de la compañía telefónica que le notificaba la última recarga efectuada. Durante unos instantes permaneció quieta, incrédula y decepcionada, con el corazón aún acelerado como le sucede al menos una vez en la vida a todo adolescente con su primer amor. Para asegurarse, abrió y volvió a cerrar el contacto de Paolo para ver si le había llegado algún mensaje mientras tanto, pero nada, todo había quedado en aquél cumplido. Decidió entonces contestar algo: escribió un mensaje tres veces, borrándolo y reescribiéndolo una y otra vez hasta que escuchó a alguien que se acercaba y que golpeó la puerta enérgicamente:

1 — ¿Cielo, va todo bien ahí dentro? Estabas muy pálida…

La preocupación de su marido la hizo volver a Roma, tanto física como mentalmente, y salió con rapidez del baño sin responder.

Se aferró con fuerza a uno de los brazos de Luca, aún fornidos, y volvieron juntos a la mesa, donde ya se habían acomodado todos y estudiaban el menú, esperando su turno para pedir. Sara se dirigó a su sitio y tomó asiento junto a las únicas otras dos mujeres de la velada, que siguieron la conversación, sin inmutarse por su llegada. Sara se sintió un poco excluída. Se quedó admirando a su hija, que cada día estaba más guapa. Se parecía mucho a ella, con manos largas, delgadas y armoniosas y ojos tan grandes que podía leerse en ellos cada pensamiento que los cruzaba. Llevaba puesto un jersey que le cubría las curvas,

dejando entrever solo el físico esbelto de quién ha practicado deporte toda la vida, aunque estuviera apenas empezándolo. Mientras hablaba con la tía jugaba con un mechón entre sus dedos, y de vez en cuando le echaba una mirada elocuente, esperando que se sumara a la conversación. No pudo evitar pensar en cómo había sido ella a la edad de su hija. Se imaginó a sí misma sentada a la mesa del restaurante donde siempre iba con sus amigas, mientras jugaba con el pelo en una fase de la vida tan despreocupada. Por un momento deseó volver al pasado y reescribir algunas páginas. No se arrepentía de nada, pero los días tediosos de los últimos años empezaban a pesarle como nunca. Estaba perdida entre sus recuerdos cuando su hermana la despertó del sopor y le preguntó cómo había pasado esos días, lejos de casa por primera vez. Se sintió invadida en territorio desconocido, y le habló sin entrar en detalles sobre el nuevo puesto de trabajo y de los sitios que había podido admirar a su paso antes de volver a la ciudad. No hizo alusión alguna sobre Paolo, como si solo existiera en su imaginación.

Fue una velada tranquila, arropada finalmente por una vida de seguridad después de años apilando cada ladrillo de lo que era ahora, a sus cuarenta años. Una vida que no hubiera cambiado por ninguna otra, sumergida en sus costumbres, en los días que se repetían y la protegían del mundo exterior.

Pero si pensaba en esos últimos días en los Alpes su castillo se tambaleaba, movido por las certezas que ahora tenían otro sabor. Empezó a verse desde fuera, en las dos vidas paralelas que tenían para ella un significado real y concreto por más que parecieran incompatibles una con otra. Esas nuevas emociones calaron tanto en ella que apenas pudo comerse la mitad de la pizza. Se la terminó Tommaso, ansioso por acabarse las sobras de todos los platos. Su hijo pasaba por esa fase de la vida en la que no se es ni mayor ni pequeño. Sara adoraba observarlo a escondidas, estudiando cada uno de sus movimientos, que le recordaban los años en los que no era más que una bolita dando los primeros pasos en el mundo. La

despreocupación podía leerse en sus ojos y en su sonrisa, decidido a creer en cada palabra de su padre, siempre con admiración. Desde pequeño no había hecho más que intentar ser como él, complacerle y contar con su aprobación. Era tan bonito verles juntos y compartir las mismas pasiones… Se veía de lejos que eran el uno para el otro, sin olvidar nunca el amor que ambos sentían por ella.

Mientras esperaban el postre empezó a notar el cansancio del día y del viaje y cada segundo que marcaba el reloj se le hizo eterno. Dejó de pensar en la respuesta que podría enviarle a Paolo, anhelando volver a su cama y apoyar la mejilla en la almohada fría y perfumada. Cuando volvió al fin a su habitación después de darles las buenas noches a sus hijos se sentó en la butaca que había al lado de la cama con los pies desnudos apoyados en el suelo y recobró la circulación que le recorrió las piernas y le irrigó el cuerpo. Luca se había quedado en el comedor, sentado en el sillón, en la penumbra, leyendo un libro como ritual preparatorio para dormir.

Sara finalmente reunió coraje para levantarse y ponerse el camisón, que cayó deslizándose por su cuerpo donde antes estuviera el vestido negro, que descansaba ahora en el suelo. Antes de apagar la luz puso el móvil a cargar sobre la mesita con el deseo ferviente de leer el mensaje de buenas noches que hubiera querido recibir, a quilómetros y quilómetros de distancia. Antes de quedarse dormida pensó en los mensajes de Paolo y empezó a sentirse incómoda cuando recordó que volvería verlo en cuestión de días. Esas pocas frases, tan íntimas, habían cambiado inevitablemente una relación que aún no había encontrado cabida en su vida y que la hacía sentir tan viva que se moría de ganas de volver a esas montañas. Quería saber qué pasaría cuando volviera.

Cuando se levantó a la mañana siguiente estaba sola en la cama. Luca siempre había sido madrugador y le oyó en la cocina. El aroma del café invadía toda la casa. Para no romper el silencio apagó el teléfono para desconectar de todo lo que se encontrara

fuera de esas cuatro paredes, Paolo incluido. Fue a la cocina, donde encontró a su marido desayunando y leyendo el periódico que había comprado después de su habitual hora de ejercicio en el parque.

Cuando la vio se quitó las gafas de leer y con una gran sonrisa le dio los buenos días. Acto seguido le ofreció una taza de café recién hecho. El próximo año Luca cumpliría cincuenta, pero aparentaba muchos menos, sobre todo en su tiempo libre, cuando se ponía el chándal deportivo en vez del traje gris de trabajo. Desayunaron juntos en silencio, cada uno sumido en sus pensamientos y en la lectura matutina. La luz del día entraba a través de la ventana, tímida, reflejándose en la mesa vacía que capturaba sus rayos. Una corriente de aire que venía de fuera les permitía sentir el aire fresco de primera hora de la mañana y el perfume de la panadería que había debajo de su casa.

En Equilibrio

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