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CAPÍTULO 3

SABORES ANTIGUOS

Sara y Paolo llegaron a la pequeña oficina de provincia justo a tiempo. Durante el trayecto habían permanecido en silencio, como si hubieran dejado parte de ellos en aquel acantilado sumergido en la naturaleza más pura. Cuando volvió a ver uno a uno a los nuevos compañeros que le habían presentado la tarde anterior sonrió por lo bajo, recordando el intercambio de impresiones con Paolo, y también él, al cruzar la vista con ella, le hizo una mirada cómplice, llevándose un dedo a los labios para sellar el secreto de lo que dijeron. Pasaron las próximas horas en la oficina del jefe de personal, que le enseñó todo lo relativo a su nuevo trabajo. Tras muchos datos, estadísticas y procesos burocráticos llegó la primera buena noticia desde que había pisado el edificio. Mañana Paolo y ella tendrían que ir a una pequeña feria de pueblo no muy lejos de allí para recoger datos significativos en el terreno sobre la venta de leche no pasteurizada en fiestas por parte de los comerciantes. Si hace unos meses le hubieran dicho que llevaría a cabo una investigación de ese calibre le hubiera dado un ataque de risa; en cambio, en ese momento le pareció la cosa más emocionante del mundo.

Cuando acabó la reunión se pasó el resto del día recopilando información relevante sobre el tipo de búsqueda que debería realizar al día siguiente. A media tarde llegó el primer mensaje del día de Luca, que Sara respondió al instante, y quedaron en llamarse por la noche. En aquel momento Roma quedaba al margen, lejos de aquella nueva realidad tan tangible y perfumada de pan recién hecho al horno. Un aire que le llegaba de la ventana ajustada mientras el sol iniciaba su descenso, dando paso al cielo rosado y a la brisa fresca que siempre llega al anochecer. Las campanas de la plaza principal recordaban a todo el mundo que era hora de volver a casa y las voces se volvieron fervorosas en los pasillos hasta dispersarse por las calles. En el silencio de la oficina, ya vacía, sonó un teléfono, que rompió el hechizo y le hizo pegar un bote en la silla.

«¿Sigues en el trabajo? Mañana por la mañana te paso a buscar y vamos juntos a la feria. Cerveza a voluntad, que duermas bien…¡debes descansar! P.». Encendió el teléfono esperando encontrar otra invitación de cena por parte de su compañero. La idea de pasar la velada sola había apagado parte de su entusiasmo inicial.

Cuando al fin decidió marchar vio que la panadería seguía abierta. Tras haber respirado durante toda la tarde la fragancia de los alimentos recién hechos no pudo evitar pararse a comprar un poco de pan. Al entrar en la tienda el perfume se hizo embriagador y se le antojó comprarlo todo y saborear cada tipo de harina y dulce recién salido del horno que descansaba en el escaparate. Sara escogió tres tipos diferentes de pan, uno con nueces, uno integral y otro con aceitunas. Para acabar, un dulce típico del lugar adornado con glaseado de limón. Nada más salir, sin poder evitarlo, abrió la bolsa de papel para probar algo de su contenido. El pan, crujiente, se rompió entre sus dedos, liberando el humo y un perfume insaciable de nueces. Siguió caminando a paso lento, saboreando cada migaja como si fuera la última, intentando averiguar si el pan tenía el mismo sabor en la ciudad. El único sonido perceptible de la calle era el de sus tacones que resonaban sobre el suelo húmedo y lo único que ocupaba su mente era Paolo. Quién sabe qué hacía en ese momento. Tras un intenso día de simbiosis y el fresco despertar de la mañana, empezó a notar la soledad del pan consumido por las frías calles del pueblo y aceleró el paso, deseosa de volver al hotel e irse a dormir sin demora para llegar al trabajo lo antes posible a la mañana siguiente. Estaba tan concentrada en ello que casi se olvidó de llamar a Luca. Cuando entró en la habitación, dejó a un lado la bolsa, casi vacía, y colgó el chaquetón en la puerta, listo para cogerlo por la mañana. El cansancio acumulado durante el día se hizo presente de golpe. Se apresuró a llamar a casa por miedo a quedarse dormida antes incluso de sentarse. Marcó el código de desbloqueo del teléfono y miró si tenia algún mensaje. Seguidamente marcó el teléfono de Luca, el único que se sabía de memoria. Los primeros tonos le parecieron una nana y los ojos empezaron a cerrársele, pero la voz fuerte de su marido la volvió a la realidad.

1 — ¡Hola, por fin! Estamos todos a la mesa, espera que los niños te quieren saludar.

Al sentir sus voces, oírles hablar de los días de colegio y escuchar las pequeñas confidencias que le hacían en voz baja tuvo la sensación de que habían pasado meses desde su partida en Termini. Echó de menos la gran metrópolis, con su familia, un lugar al que podría regresar en menos de veinticuatro horas.

A la mañana siguiente el despertador sonó antes de que los primeros rayos de sol entraran por la ventana. Por miedo a quedarse dormida, Sara también había puesto la alarma del móvil, pasando del silencio absoluto de la habitación a una pequeña orquesta de sonidos en la mesita de noche. Después de apagar todas las alarmas se sintió despierta del todo y lista para salir de la cama y darse un baño bien calentito. Sumergida en el jabón perfumado de lavanda, Sara había decidido dedicarse quince minutos de relax antes de bajar a desayunar. Entonces le llegó el primer mensaje del día. Afortunadamente tenía el teléfono a mano y pudo cogerlo sin salir de la bañera.

«¿Estás despierta? Hoy te recomiendo tejanos y jersey. Nos vemos en nada. P.».

Por primera vez desde que estaba casada al leer esas palabras pensó en otro hombre. Imaginó que oía abrirse la puerta de su habitación y veía a Paolo, frente a la puerta del baño, sonriendo mientras la miraba, desnuda en la bañera y vestida solamente con pompas de jabón que dejaban entrever sus pechos, sobresaliendo del agua. Después él se desnudaba lentamente, dejando caer la ropa en el suelo hasta quedar completamente desnudo ante ella. Lentamente se metía en la bañera, a sus espaldas, la abrazaba y la estrechaba de forma que era imposible liberarse. Después empezaba a besarle el cuello, deslizando sus manos hasta perderse bajo el agua. Fue un sueño tan real que se excitó sólo de pensarlo y renacieron en ella sensaciones que ya había olvidado.

Posó la mirada sobre el reloj que se veía a través de la puerta entreabierta de la entrada. Cuando se dio cuenta de que ya casi era la hora de la reunión salió volando de la bañera, desbordando

agua y jabón por el suelo, dejándolo todo inundado. Cogió rápidamente la toalla y empezó a secarse apresuradamente dirigiéndose a la cálida habitación. Se puso a buscar unos tejanos y un jersey en la maleta, como decía el mensaje. Por suerte Sara siempre llevaba encima un conjunto más deportivo, alternativo al clásico, más serio, de trabajo. Fuera el día se presentaba especialmente húmedo y la idea de llevar puesto un jersey azul de lana le apetecía. Antes de bajar dio otro salto hacia el baño a por un poco de maquillaje, procurando no resbalar sobre los charcos de agua que enlucían el suelo, y seguidamente bajó corriendo para tomarse un capuchino caliente y un cruasán antes de salir.

El hotel no estaba en temporada alta: no había nadie en el restaurante y todo daba la sensación de inmaculado. Temerosa, frenó ante la puerta antes de sentarse, pensando que a lo mejor había bajado demasiado pronto. Un camarero se le acercó, ya listo y a la espera de que al fin alguien bajara a desayunar. La invitó a tomar asiento y le tomó nota con rapidez, de pie a su lado en una postura desgarbada y grácil a la vez. Luego desapareció detrás de una puerta corredera, dejando la sala en el máximo silencio. Para no perder tiempo Sara se levantó para coger algo de comida. Cuando volvió a la mesa vio de nuevo al camarero, que ya havía vuelto con una taza humeante sobre una pequeña bandeja. La dejó a su lado y se retiró, dejando la sala con la misma rapidez con la que había llegado.

Con el tiempo justo de comer con prisas y a un minuto de la hora de reunión Sara se pusó el chaquetón, la bufanda y el gorro. Salió del hotel e inhaló los perfumes del pueblo que amanecía. Paolo ya estaba listo, con las manos en los bolsillos y la mirada perdida a lo lejos, tanto que no se dio cuenta de su llegada. Cuando le vio no pudo evitar pensar en la bañera, y cuando este se giró y saludó con un asentimiento de cabeza enrojeció como si aquella fantasía hubiera sido visible a ojos del mundo. Tras años de matrimonio y serenidad, sobre todo desde el punto de vista de relación, soñar con otro hombre la había

incomodado ligeramente, pero al mismo tiempo sentía encima tal excitación que tenía miedo de traicionar sus pensamientos y hacérselos notar a su interlocutor. Se acercó al coche. No pudo evitar bajar la mirada para no cruzarse con la suya y se apresuró a meterse dentro para abandonar del todo los escalofríos que le recorrían la espalda.

1 — ¿Has dormido bien? Verás qué sitio más fascinante hoy. Para llegar tendremos que atravesar un monte entero y probablemente por la calle todavía quede algo de nieve.

1 — Adoro la nieve.

Esas fueron las únicas palabras que le salieron. Enterró el mentón en la bufanda para aliviar el frío que le había calado hasta los huesos. Afortunadamente Paolo rompió el momento de vacilación y empezó a contar mitos y leyendas de aquella zona, historias fantásticas e inventadas de la tradición popular, indispensables para relacionarse con la gente del lugar. Escuchó con atención cada sílaba, fascinada por el escenario que envolvía el coche a lo largo del camino y que hacía de fondo a las historias que contaba. El ruido del viento que chocaba contra el cristal del auto daba un toque misterioso. Rápidamente la imagen de ellos dos en la bañera se esfumó y lo relegó todo a un sueño divertido que ahora parecía fuera de lugar.

Empezaron a subir por la montaña. Los árboles tomaron un color sombrío y azulado, cubiertos de pequeñas salpicaduras de nieve y hielo sobre las raíces, compactos, dejando entrever poca cosa más alla de las ramas. De vez en cuando, a los márgenes del camino, aparecía de la nada algún animalillo saltarín que se asomaba y luego se volvía a adentrar en la oscuridad del bosque. A medida que ascendían la luz fue ganando presencia hasta predominar y dejar a sus espaldas lo más oscuro y tenebroso. Ante ellos se extendía una amplia superficie llena de coches, y más adelante se apreciaban las tiendas blancas de los estands de la feria. A un lado el humo que se reflejaba en el cielo acogía a los clientes con el perfume de la comida hecha a la leña. En estas ocasiones no existe el momento de comer. En cualquier momento del día un plato caliente siempre es bienvenido y nos desentendemos de reglas e imposiciones. No eran ni las diez de la mañana cuando empezaron a deambular por las mesas. La feria estaba

ya muy concurrida y muchos iban a por el primer plato, que consumían en bancos de madera situados a un lado, apartados de la fiesta bajo unas enormes carpas naranjas. No muy lejos de ahí había un gran estéreo del que emergía música popular y a un chico ataviado con un traje tradicional y un sombrero grande, concentrado en la selección de la lista de reproducción. Paolo la dejó curiosear un rato en un estand de joyas hechas a mano y aprovechó para saludar a su primo, que asistía a la feria, como siempre, con su propio estand. Sara se sintió observada y se giró buscando con la mirada a Paolo. Lo localizó a pocos metros de distancia conversando alegremente con su primo, que la miraba sin apartar la vista. Ella sonrió y volvió a mirar las baratijas brillantes que tenía delante. Se sintió algo incómoda. Tuvo la sensación de ser desnudada con la mirada, cosa que ya le había sucedido en el pasado pero que por primera vez le molestó.

Poco después Paolo volvió y empezaron la investigación con el distribuidor de leche entera. Sara no había visto uno en la vida y se sorprendió al descubrir que incluso en Roma hay varios distribuidores de leche de barril. Justo en ese momento llegó una señora de unos setenta años vestida con un hábito largo, rojo y blanco, típico del lugar y que se indumentaba en esas ocasiones. Se les acercó con una botella de cristal vacía y empezó a llenarla del barril. Sonrió y se alejó, perdiéndose entre la gente que se amontonaba en las callejuelas estrechas inmediatas a la feria, entre casas bajas con el techo de madera y ventanas y balcones repletos de flores. Al fin el sol empezaba a calentar las calles y poco a poco la feria cobraba vida a su alrededor. El griterío de la gente adquirió tal fuerza que el chico del sombrero grande decidió subir el volumen de la música, pero tuvo que bajarla enseguida por las quejas de un grupo de ancianos que se encontraban sentados cerca de allí. Es una escena que se repite siempre de la misma forma. Dos generaciones que se cruzan con exigencias y gustos diferentes, chocan durante un breve instante y luego cada una vuelve a su sitio, alejándose de los pequeños altercados. Equilibrio.

Al presenciar esa rápida escena ambos sonrieron, fijando la atención en el muchacho, que sin levantar la

vista del estéreo continuaba moviéndose de un lado a otro mostrando su insatisfacción tras bajar el volumen, bajo la mirada severa de los ancianos del pueblo. La serenidad volvió a la carpa y Sara dirigió la mirada hacia una fila que se hacía cada vez más larga y compacta ante una gran mesa con al menos tres mujeres cocinando. Se acercaron de lado, apartándose de la fila, para ver qué vendían. En una olla enorme se calentaba el aceite y las mujeres preparaban la masa que luego freían y servían en cucuruchos largos, donde metían una especie de pizza frita. Las insignias, todas en un perfecto alemán, ofrecían tres posibilidades a elegir, acompañadas de grandes jarras de cerveza alineadas junto al barril que surtía sin parar desde primera hora de la mañana. Detrás de la fila tres hombres se pusieron a entonar cánticos en dialecto, al ritmo de la música que se perdía a lo lejos y haciendo chocar sus jarras una contra otra. Las gotas rojas y el rubor evidenciaban que esas no eran las primeras que se tomaban.

A Sara le llamó la atención la mesa de frituras. Una señora corpulenta y con un gran delantal blanco le ofreció una pizza frita con masa de patata. Poco le faltó para quemarse en el momento de cogerla, ya que estaba recién hecha. Suerte tuvo del cartón que la envolvía.

En estas ocasiones todo lo que se come adquiere un sabor diferente. Casi se pueden distinguir los ingredientes por separado, que se funden con el paladar y se guardan en la memoria. En ese momento pensó que nunca había comido algo tan sabroso y fragante. En el estand gastronómico había cuatro grandes contenedores de hojalata con leche entera que había sido traída para la ocasión esa misma mañana. El sabor de la pizza transportó a Sara veinte años atrás, cuando pasaba los veranos en casa de la abuela. Las veces que preparaba pizza frita era toda una celebración. Dejaban la puerta de casa abierta y familiares y amigos, atraídos por el aroma que se perdía por las calles, hacían una larga procesión para probar las pizzas recién hechas. Se quedaban de pie en la cocina, comiendo y procurando

no quemarse la lengua. Había olvidado esas veladas donde los grillos cantaban y las luciérnagas llenaban las calles con sus lucecitas. Hasta ese momento no había vuelto a pensar en la madre de su padre, con sus manos consumidas por el trabajo y su forma de ser dedicada a los demás. No recordaba cuantas pizzas podía hacer en una sola velada, ni la velocidad con la que empastaba y les daba forma, pinchando el centro antes de sumergirlas en el aceite hirviendo. Eso sí que era una fiesta, una con sabores antiguos y la serenidad de tiempos pasados. La ciudad olvida eso y todo se convierte en una rutina.

Paolo empezó a probar de su pizza, cogiéndole trozos pequeños y riéndose de la travesura. A su vez, Sara le alejaba el tesoro, tomándole el pelo como si fuera un niño, y luego se lo volvía a acercar y le dejaba probar otro trozo. Cuando acabaron de comer, con una despreocupación auxiliada por el aire fresco que llenaba los pulmones, reemprendieron la recolecta de datos sobre el uso de la leche, que en gran parte proveían los barriles por razón del sabor intenso de la leche y el precio más bajo.

Ya antes de la comida las mesas de las tiendas estaban atestadas y la gente pedía carne y queso y comía sin mirar el reloj. Diferentes generaciones con los pies bajo la misma mesa, vestidos de forma tradicional, deteniendo el tiempo entre las faldas hinchadas y los senos a la vista con las camisetas entrelazadas a la espalda, los hombres con pantalones de terciopelo a la altura de la rodilla y medias blancas chillonas. Chalecos con flores de las nieves, sombreros de todas las formas, camisas a cuadros y tirantes sobre los que descansar las manos. El perfume de la leña que arde al mezclarse con carne a la brasa y se adhiere a la piel, mientras los niños corren, felices. Sara había enmudecido, sintiéndose cada vez más lejos de su vida en la grande metrópolis, de la que en ese momento hubiera querido escapar, perdida entre el humo negro que salía de las chimeneas de las casas.

Llenaron todo el papeleo que habían traído y Paolo decidió celebrarlo con una buena cerveza con hielo dentro de la pesada jarra de cristal. Se sentaron apartados de los demás, sobre un pequeño saliente de

piedra, junto a un árbol centenario. Tras pasar la mañana juntos sin interactuar demasiado le pareció que volvía entonces a su propio cuerpo, después de observarlo todo desde fuera. Una extraña melancolía la había estado envolviendo, recordando los momentos pasados en la montaña cuando sus hijos eran pequeños. En ese momento le pareció que todo había ido demasiado rápido y que se había perdido demasiados momentos de sus niños, y ahora la soledad de una madre lejos de casa era la única y cruda realidad. Cuando Paolo le trajo la jarra de cerveza consiguió hasta cierto punto acallar sus recuerdos y la trajo de vuelta con los pies al suelo, sentada a su lado y apoyada en él. Lo sintió muy cercano, en una intimidad que la tranquilizó tanto que borró de su mente todos los pensamientos negativos y melancólicos. Por primera vez pudo apreciar su propio perfume, con un regusto de incienso que superaba el olor acre de las brasas.

Se encontraba sentada sintiendo el frío de la piedra casi en la piel, el gusto de la cerveza en la boca, la nubes premurosas del cielo despejado y sin ningún teléfono que controlar, ningún teléfono que sonara… Y entonces se dio cuenta de que se lo había dejado en el coche, y se sintió libre de verdad.

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En Equilibrio

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