Читать книгу Dos - Eva Forte, Eva Forte - Страница 6
CAPÍTULO 3 LA MARGARITA DE VILLA BORGHESE
ОглавлениеCansado del estupendo paseo por las afueras, acabo decidiendo volver a casa y trabajar un poco en la tranquilidad de mis cuatro paredes. Tengo un retraso de correos electrónicos que evitar y quiero trabajar sobre mis últimas fotos tomadas hace ya demasiado tiempo. También tengo que entregar el trabajo realizado hace unas semanas, que recoge en unas pocas imágenes la vida en el mar después de las vacaciones de verano. He decidido hacer todas las fotos en blanco y negro, colores que reflejan muy bien el estado de ánimo que se puede tener delante de la extensión de agua salada cuando se ha acabado el buen tiempo. Y, sin embargo, a mí, ir al mar de invierno me impacta fuerte. Fui solo, saliendo muy pronto por la mañana, capturando las primeras luces del alba que salían de dentro del mar. Armado con una manta y un gorro de lana, me coloqué sobre la arena todavía húmeda que crujía bajo mi peso. Solo yo en toda la playa, yo y lo mastodóntico delante de mí, con su dulce rumor y el ir y venir de la orilla. Así esperé a que saliera el sol, un espectáculo increíble que iría a ver todos los días si viviera más cerca de la costa. Sentado sobre mi manta, con los guantes para evitar tener las manos congeladas en el momento de tomar la primera foto, el frío en las mejillas y la nariz roja. Entonces llega el sol, delante de tus ojos con toda su belleza y el mar empieza a colorearse y a brillar como siempre, y el aire fresco se apaga poco a poco sobre la piel. En estos momentos soy una sola pieza con la cámara fotográfica y tengo avidez de fotografías, como si tuviera que detener cada instante concreto, porque sé que nada se repetirá del mismo modo. Mientras hacía las primeras fotos, se acercó un perro de tamaño mediano, que había llegado a la playa con un señor anciano que se ha quedado justo al inicio de la arena, mirando al mar con un esbozo de sonrisa que denotaba un estado de ánimo despreocupado y sereno. Entretanto, el perro corría como un loco, volviendo siempre a sus pies, para luego lanzarse de nuevo en una carrera entusiasmada hacia las pequeñas olas que mordían la arena. Para romper la soledad que probablemente debía ser la situación natural cotidiana para él, el hombre se me acercó lentamente para ver qué estaba haciendo. Después de un primer saludo de cortesía, empezamos a hablar de ese lugar encantador y de la belleza que solo puede verse en invierno. De nuevo a solas, comencé a apreciar ese lugar un poco melancólico, pero lleno de tantos matices. Los perfumes de las plantas habían empezado a hacerse más diferenciados y cerrando los ojos conseguían llevarme atrás en el tiempo, a otros lugares y otras situaciones marinas. La arena todavía fría entre las manos, con la que jugar sin dejar rastro. El mar siempre allí, con su movimiento constante, que permite ver ahí abajo algunas pequeñas conchas y que te parece que te está invitando a atravesarlo, a entrar para nadar hasta el horizonte. Solo me despierta el olor del restaurante cercano sobre el mar que está empezando a preparar la comida con mucha anticipación, probablemente para alguna fiesta o acontecimiento especial.
Todas estas son las emociones que vuelvo a sentir a semanas de distancia viendo mis fotos, esperando que también quien me encargó este trabajo pueda entender todo su valor. Revisarlas en el ordenador me genera un gran deseo de volver ahí y, por primera vez, el deseo es el de ir con mi misteriosa compañera de café, sin hablar, saboreando juntos las mismas emociones, quizá de la mano, un contacto entre nosotros que no hemos buscado hasta hoy. Acaba de trabajar y envío todo a través del correo electrónico y luego cierro rápidamente el ordenador antes de ponerme bajo la ducha y prepararme para la cena con Lucia. Como es habitual, llego al lugar de la cita mucho antes de la hora y que me pongo de perfil y me entretengo mirando a los paseantes y sus pequeñas historias hechas de pequeños momentos robados. Pasa una familia con dos niños pequeños, todos apresurándose en su anhelo de llegar a casa después de un largo día, cada uno con sus propias tareas. La madre abraza dulcemente al niño más pequeño, cansado y adormecido entre sus brazos, mientras que el mayor está contando al padre la tarde pasada, tal vez dedicada a algún deporte. Poco después llega una señora en bicicleta, vestida elegantemente y con el bolso a la espalda para no perder el equilibrio. No falta el joven que pasa inmerso en su música preferida y el hombre que, con paso veloz, habla al teléfono de sus planes para la tarde. Por fin llega ella, mi querida amiga que aparece en la esquina del fondo, siempre guapa y radiante. Hace meses que no nos vemos, pero en cuanto la vuelvo a ver parece como si nunca nos hubiésemos despedido en el aeropuerto, escondiendo cada uno una lágrima para perdernos luego en la cotidianeidad de dos países lejanos. Un largo abrazo nos devuelve al día de hoy y empezamos enseguida a jugar a quién cuenta primero las últimas novedades al otro, mientras entramos en nuestro restaurante preferido, donde solo se come pizza y pinchos de carne. El local es sencillo, con mesas de madera y manteles de papel a cuadros blancos y rojos, sillas típicas de las trattorias romanas y la calurosa acogida de los dueños de siempre, a los que conocemos muy bien. Delante de una buena pizza horneada con leña y una jarra de cerveza, Lucia tiene la cara presa de una gran excitación, con la urgencia de querer decirme la primera su verdadera noticia y yo estoy listo para festejar su retorno. Sin embargo, cuando empieza hablar, entiendo que mis esperanzas son completamente erróneas. En Francia ha conocido a un hombre, se han enamorado inmediatamente y ahora espera un hijo. De golpe se desmorona todo mi castillo hecho de la esperanza de recuperar a mi amiga para siempre conmigo y la veo nuevamente irse hacia la lejanía, esta vez para siempre de verdad. De hecho, ha venido a Roma para preparar la mudanza de sus cosas y se establecerá definitivamente con él, en una hermosa casa en el centro de París. Para mí será una oportunidad de volver a visitar la capital más romántica del mundo, pero con un ánimo distinto, cuando nazca el pequeño. Celebramos la estupenda noticia de la nueva vida que va a venir y Lucia continúa contándome sus magníficos meses franceses entre el nuevo trabajo, que le está dando grandes satisfacciones, su primera muestra fotográfica y su edificante historia de amor que ha galopado velozmente hasta la meta del embarazo inesperado, pero bien aceptado. Todo lo que me cuenta me hace entender que mi vida se ha parado, estoy en un momento de estancamiento que, sin embargo, solo me afecta a mí y estoy me fastidia un poco. Empiezo a sumirme en mis pensamientos y a no oír nada de lo que me rodea, incluida Lucia, que, al estar tan concentrada en su vida, no tiene tampoco deseos de saber qué está pasando con la mía. Vuelvo con la mente a la mañana tan tranquila y hecha de colores y ahora solo querría escapar del caos del local ahora lleno e inmerso en el jaleo de la gente que habla y come vorazmente. La idea de que en unas pocas horas volveré a mi bar a recargarme con su sonrisa me ofrece una vía de salida y el local recupera el aspecto familiar de cuando llegamos y el jaleo se transforma en un vocerío normal hecho de risas y conversaciones entre amigos. Lucia todavía está hablando mientras saca de su bolso una tablet para enseñarme las fotos de su exposición. Este es uno de mis viejos sueños, poder exponer personalmente las mejores fotos que he tomado todos estos años. Aunque no está previsto ni lejanamente, ya he empezado a elegir un tema y a decidir cuáles son las imágenes de más mérito para imprimirlas en gran formato para atraer las miradas de los visitantes. Ya me los imagino a todos con las narices hacia arriba, cautivados por mis fotos y también mis emociones, dependiendo sin embargo de cada una de sus vidas. Porque la fotografía, como la poesía o incluso las canciones puedes ponértela como si fuera ropa. Las mismas palabras encierran en su interior muchos significados y todos pueden hacerlos propios. Del mismo modo, la fotografía puede transmitir muchas sensaciones diversas y lo que para unos es triste puede dar fuerza y energía a otros. Recuerdo el mar en invierno, tan triste y melancólico para quien lo ama lleno de gente y solo lo aprecia con un sol abrasador, y refrescante en el invierno por el contrario para quien, como yo, adora los lugares solitarios y que muestran un aspecto fuera de las reglas convencionales.
La exposición de Lucia estaba verdaderamente bien organizada hasta los más mínimos detalles, en un espacio abierto con paredes muy altas e inmaculadamente blancas. Nada que impida ir de una a otra foto, todas expuestas a la misma altura y con el mismo tamaño a lo largo de las tres paredes. Una sola mesa recibía a los visitantes con algo para beber y algún tentempié para tomar durante la visita. Todas las fotos estaban trabajadas en blanco y negro con algunos detalles en color y el hilo conductor era la presencia de corrientes de agua: recodos de ríos, fuentes de las que beben niños, detalles de diversas fuentes, un lago al atardecer… el agua en todas sus dimensiones, terminando con una bellísima foto de un lavadero donde todavía las mujeres del pueblo van a lavar la ropa, mostrando todo el sabor de algo antiguo que se prolonga en el presente.
Incluso han hablado de su exposición en uno de los principales periódicos de París, dedicándole una buena reseña que ha llevado a muchos visitantes más después de su publicación. Por lo que parece, el nuevo hombre de Lucia es un pez gordo que le ha permitido prosperar de la manera apropiada y que se merece. Estoy muy contento por ella, mucho… un poco menos por mí, que deberé volver a refugiarme en el envío de correos electrónicos y mensajes a distancia con una amiga que para mí es como una auténtica hermana, la que nunca he tenido.
Su casa está un poco alejada del restaurante, así que, al acabar la cena, la acompaño hasta su viejo portal. Ahora tendrá que vender la casa y así se está cerrando otra parte de mi pasado para hacer espacio a las novedades futuras. Siempre me produce un efecto extraño saber que alguien cambia de casa, igual que cuando veo tiendas que cierran, sobre todo los que forman parte de la historia de mi infancia. Criado siempre en el mismo barrio, ya casi conozco todas, o al menos todas aquellos que todavía no han desaparecido. El periodo infeliz un poco para todos ha llevado a decisiones radicales, tanto de los comerciantes más viejos, ya cansado de luchar con todos los cambios y la crisis laboral, como de las familias que buscan casas con mejores precios y se alejan del centro. Después de años siempre con las mismas personas alrededor, he visto estos cambios como un abandono. Empezando por mi madre, que decidió vender su casa en el centro para quedarse definitivamente en el pueblo, donde ha renacido al recuperar la posesión de sí misma y de lo que siempre ha querido hacer. Mientras vivió mi padre, trabajó en una oficina pública aquí en Roma, huyendo de la ciudad a cada pequeña ocasión hacia su amado pueblecito, donde se liberaba de todo el cansancio acumulado durante la semana. A mi madre nunca le ha gustado mucho la vida en la ciudad, se sentía un poco perdida aunque siempre se ocupó de todo como la perfecta ama de casa de un buen barrio. Una señora estupenda, siempre bien vestida y con un collar de perlas invariablemente en el cuello. Las mismas perlas que hoy sigue sin abandonar, aunque prefiera ropas más cómodas sin preocuparse por marcas o tejidos finos.
Bajo el gran portal de madera, saludo a mi querida amiga, con la promesa de volvernos a ver antes de que se vaya definitivamente. Espero a que entre y me dirijo a mi casa, lleno de miles de pensamientos y con el deseo de irme pronto a la cama y son tantas las ganas de que llegue a mañana siguiente que pongo la manecilla del despertador una hora antes y me escondo bajo el edredón.
En cuanto suena, me pongo en pie. Hoy quiero dar un paseo por Villa Borghese antes del habitual ritual matutino en el bar, así que me visto rápidamente y salgo raudo del edificio hacia el parque. La villa por la mañana es un encanto: pocas personas pasean por ella, sobre todo son ancianos que pasean por motivos de salud y debido a su insomnio aprovechan las primeras horas del día, cuando todo está todavía cerrado y no hay mucho que hacer en la ciudad. Veo en el teléfono un mensaje de Lucia, que me da las gracias por la cena y me dice que si su hijo es un varón le llamarán como yo. Así consigue robarme la primera sonrisa del día cuando ya estoy bajo los árboles y a su sombra. A esta hora también se pueden encontrar ardillas, grandes y regordetas únicas dueñas de la naturaleza que se expande bajo sus apagados saltos, casi sin preocuparse por tu presencia. Llego hasta el Pincio y allí se presenta la ciudad en toda su magnificencia. Monumentos, plazas, iglesias… todos dormitando pacíficamente mientras los demás los miran y sin que el sol o la lluvia los muevan o cambien. Recojo una margarita que ha sobrevivido al frío y la llevo conmigo al bar. Hoy me siento distinto y quiero modificar el ritual de nuestros encuentros con un pequeño gesto, así que pongo la pequeña flor sobre la mesa donde dentro de poco ella se sentará para el desayuno, esperando que nadie llegue antes y pueda apropiarse así del detalle dedicado a ella. Voy rápidamente al mostrador y pido mi café habitual, invirtiendo el orden de llegada y también sin mirar a la entrada. Después de unos minutos la oigo llegar, reconozco su voz y también oigo que, al darse cuenta de que ya estoy ahí (es la primera vez desde que nos «conocemos», ya que llego cuando ya han terminado su desayuno), interrumpe por unos momentos la conversación, para continuarla mientras se acerca a la mesa. No tengo el valor para ver su cara cuando vea la flor y por otro lado no quiero tampoco que esté segura de que he sido yo la que la ha puesto en su sitio. Así que acabo el café más aprisa de lo habitual y al salir le lanzo una mirada que me responde rápidamente, pero esta vez ocultando la duda por esa florecilla que ahora tiene en la mano, como si esperara mi siguiente paso, que no llego a dar. Todo debe permanecer así y me alejo lo más rápido posible.