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CAPÍTULO 4 RECUERDOS
ОглавлениеLo que de verdad necesito es una tarde toda para mí y en mi casa. Vuelvo después de hacer una pequeña compra y mi casa me acoge con el calor de los radiadores todavía encendidos. Me quito el abrigo y la bufanda, me quito los zapatos mientras me acerco a la cocina para meter en la nevera la leche que acabo de comprar. Sin ni siquiera encender las luces, voy al baño principal y abro el grifo del agua caliente de la bañera. No quiero ninguna otra cosa en este momento que no sea un baño caliente que aleje todo el malhumor, toda traza de cansancio que me ha dejado este día. Antes de entrar en la bañera, me sirvo una copa de vino espumoso, en su punto justo de frescor y lo apoyo sobre el lavabo mientras me desnudo antes de sumergirme en la espuma. Me suelto el pelo, tomo la copa en mi mano y entro en la bañera ya llena y tan caliente que me quema la piel en el primer momento. Para ser un baño perfecto solo faltan las velas encendidas y la música de fondo, pero por hoy está bien y, cerrando los ojos, con la cabeza apoyada en el borde empiezo a pensar en muchas cosas que ocurren en mi cabeza. Este año me gustaría hacer muchas de esas cosas que al final puedo hacer pocas veces o ninguna. Un viaje al extranjero, apuntarme a un gimnasio, tener tiempo para ir a la librería al menos una vez a la semana... y volver a correr a Villa Borghese, cuando todavía solo se oyen los pequeños pasos de las ardillas sobre la grava y la ciudad parece un lugar encantado y surreal, a años luz de las calles caóticas y llenas de automóviles.
Suenan las ocho en el reloj de la cocina y así, un poco a regañadientes, empiezo a quitarme la espuma de encima abriendo la ducha. La primera agua fría hace que me corra un escalofrío por la espalda para luego abrazarme con la nueva agua caliente que sale enseguida. Me quedaría así durante horas. Envuelta en mi blando albornoz, acabo la copa de vino y empiezo a ver qué hacer para cenar. Tomo unas sobras de la tarde anterior, que caliento al microondas y voy a comer al salón a ver una buena película, en esa habitación oscura que es toda para mí. Cuanto estoy sola siempre tengo pocas ganas de cocinar, así que me las arreglo con unas pocas cosas sencillas para no irme a dormir con el estómago vacío. Estoy tan cansada que no tengo tampoco ganas de prepárame la comida para mañana, así que escribo a mi colega para pedirle que vayamos a comer juntas. Fuera solo se oyen algunos automóviles de vez en cuando, la ciudad está descansando y recargándose para el nuevo día que va a llegar. Una atmósfera tan relajada que cuando suena el timbre del mensaje me sobresalto. El SMS es de Camilla, que acepta de inmediato mi propuesta para la comida y sugiere irnos pronto y hacer compras toda la tarde. Liquido la cuestión con un veloz «ok», ya hundida en el sofá y con la manta de lana sobre las piernas desnudas. Me despierta un disparo: son las dos de la madrugada, me debo haber dormido sobre el sofá y de inmediato me doy cuenta de que no recuerdo nada de la película que había decidido ver. En la televisión hay ahora una película policiaca y fuera está diluviando. Apago la televisión y me voy a la cama, pero ahora estoy desvelada y por tanto decido oír un poco de música para tratar de volver a dormirme. La primera canción que mi playlist es “Adagio”, de Lara Fabian. Cada vez que la oigo me palpita el corazón y recuerdo a mi abuelo y lo cercanos que estábamos. Mis padres murieron cuando era pequeña y por eso tuvo que cuidar de mí, algo que hizo hasta que una terrible enfermedad se lo llevó el año pasado, dejándome la casa donde vivo ahora y un gran vacío en el corazón. Se me viene de inmediato a la cabeza su casa de la montaña, aquí cerca de Roma, y los hermosísimos días de verano transcurridos juntos en el campo o cuidando de su pequeña huerta o los domingos invernales andando por el caminillo escuchando sus historias de la guerra y los tiempos pasados. Gran parte de los recuerdos de mi familia se los debo a él, porque recordaría muy poco de mi madre y mi padre si no fuera a través de lo que me contaba. Y así veo ante mis ojos la habitación oscura, llena de objetos recogidos con el paso de los años. La pequeña vitrina con las cerámicas propiedad de mi abuela, la foto de toda la familia sobre el aparador en el fondo del cuarto. Nosotros dos sentados en las mecedoras antiguas, con los cojines rojos y la suave alfombra en medio. La única luz venía de la chimenea encendida, entre los crujidos de la madera y el calor sobre las piernas que se iba apagando hasta llegar a la cara. Su voz aparece siempre en mis recuerdos, tan imponente y un poco ronca, que se pasaba horas contando anécdotas e historias en tono reposado y aterciopelado. Yo me perdía en sus palabras y vagaba por lugares lejanos y familiares, casi como hubiera vivido esas mismas aventuras que me sabía de memoria, pero que quería oír como si fuera la primera vez. Muchas veces era yo la que pedía esta o aquella historia, mientras que otras nos llegaban a través de los acontecimientos del día y nos traían a la memoria hechos pasados. Me gustaría recordarlo siempre así, olvidando los últimos meses pasados en el hospital, donde se había quedado indefenso como un niño, pero siempre fuerte y fiero luchando por su vida. Tampoco allí había perdido la voluntad de contar cosas y darme energías, hasta el día en que dormimos juntos en esa habitación fría donde ha sido ingresado desde hacía ya mucho tiempo: al principio de la tarde tenía ganas de hablar conmigo, de contarme cosas que quería que se grabaran en mi mente para siempre. A pesar del cansancio de un hombre ya viejo, estuvimos conversando toda la noche hasta muy tarde y esta vez conté mucho de mí y él me dio buenos consejos de alguien que había aprendido a vivir gracias a las muchas experiencias que nos indican el camino. Los ojos pesados por las medicinas, pero la sonrisa siempre presente en su rostro arrugado por la enfermedad. Una barba blanca bien cuidada y las manos grandes apoyadas sobre la sábana. Me quedé dormida en el sillón a su lado, pero él nunca volvió a abrir sus ojos desde aquella noche.
La canción ha terminado y me encuentro con los ojos hinchados y llenos de lágrimas que tratan de colmar su ausencia. Apago todo, me quito los auriculares y me dejo acunar por el temporal que todavía azota la ventana, soplando sobre las persianas que ululan al viento. Al despertar estoy todavía muy cansada, así que decido permanecer un poco más en la cama, disfrutando del calor de la noche ya terminada. Lo único que hace que quiera salir se las sábanas es el pensamiento de que voy a volver a verle.
Cuando llegamos al bar, lo que veo primero es que él ya ha llegado y esto me sorprende bastante. Por primera vez ha llegado antes que yo y tampoco se vuelve a mirarme, aunque sé muy bien que se ha dado cuenta de nuestra ruidosa llegada. Me paro en la puerta un poco molesta de que no me haga caso, pero el camarero me saluda y me pregunta:
—¿Lo de siempre?
Respondemos que sí y nos dirigimos a nuestra mesa. Estoy a punto de sentarme cuando veo una pequeña margarita justo delante de mi sitio y por segunda vez en muy pocos minutos me quedo perpleja y un poco perdida por un gesto que ha cambiado la disposición normal de las cosas. Seguro que ha sido él, pero esto no debe pasar. ¿Por qué está buscando una aproximación distinta de la misteriosa mirada de cada mañana? Me quedo sentada con esa pequeña florecilla en la mano, mirándolo de espaldas al mostrador, mientras se gira de golpe, me lanza una mirada y escapa del local de manera furtiva. Si, seguro que ha sido él el que ha puesto esa flor sobre la mesa… sobre mi mesa. Quedo sin palabras, entusiasmada y molesta al mismo tiempo, pero también un poco confundida y ya no tan segura de que realmente lo haya hecho él. Mi amiga me mira y se echa a reír, tras haber asistido a esta escena un poco infantil de dos adultos perdidos en una historia tan absurda y ausente de sentido para el resto del mundo. La miro y, después de que el camarero nos trae nuestro desayuno, me doy cuenta de que estoy sosteniendo la flor en la mano y la dejo rápidamente junto al capuchino como si fuera algo ardiendo que me quemara la piel. Comienzo a tener sensaciones diversas que se alternan rápidamente. Para empezar, me siento honrada por ese pequeño regalo, luego me siento sin embargo reticente y me pregunto si he entendido de verdad qué significa. ¿Y si era para mi amiga? ¿Y si al misterioso portador de miradas le atrajera ella y no yo? ¿Pero entonces por qué me mira siempre? No, vale, yo soy la fuente de su interés… pero si hasta hoy todo se resolvía con un intercambio de miradas y alguna sonrisa lanzada casi a escondidas, ¿qué quiere decir este «regalo»? Como si fuera una reliquia, recojo la flor y la pongo dentro de mi libro, que luego meto dentro del bolso grande y espacioso. Camilla, todavía con una media risa que no consigue controlar, me dice que ya hemos llegado a avanzar en esta absurda no relación y oírselo decir a ella me asusta y me entran ganas de huir y no volver nunca a este sitio. Pero luego pienso cómo me encuentro cuando no lo veo, no podría renunciar a estos diez minutos que compartimos, aunque sea a una breve distancia.
En cuanto acabamos el desayuno nos vamos de inmediato al trabajo, sabiendo que hoy la jornada laboral será breve y a la hora de la comida podremos escaparnos juntas para una tarde de compras. Por suerte, la lluvia de la noche ha dado paso al sol, dejando tras de sí solo alguna nubecilla dispersa. A la una, como un reloj, estamos fuera, listas para tomar el coche para pasar la tarde en el Outlet para hacer compras aprovechando las rebajas. En el automóvil, Claudio Baglioni a todo volumen y nosotras dos cantando con las ventanillas bajadas como dos adolescentes inconscientes. Al primer gallo empezamos a reírnos, mientras en lontananza aparecen los campos de cereal con las balas de paja ordenadas en filas. Son muy bonitos de ver, siempre me imagino ahí abajo, tumbada bajo su sombra para mirar el cielo, esperando ver el paso de algún avión y su estela blanca que corta el azul, para poder inventar historias sobre sus pasajeros y los viajes que los llevarán lejos, tal vez a algún lugar exótico o una ciudad desconocida. Después de unos minutos de silencio, Camilla se pone seria y empieza, por primera vez, a tomarse en serio mi no relación:
—Tienes que dar el próximo paso, el juego tiene que avanzar por parte de ambos. Te ha mandado una señal, quiere continuar de otra manera, pero sin arrojarse de inmediato a conoceros de verdad. Ahora tienes que tomar tú la iniciativa, de un modo igualmente romántico o misterioso, o sea, no banal. Sería demasiado fácil dirigirse a él y darle las gracias…
Tiene razón, el pequeño paso de la flor sirve para cambiar de camino, para elegir qué sendero seguir y debe hacerse de una forma original para mantener ese velo de misterio que desde hace tiempo nos hace mirarnos y conmovernos tanto sin más, sin decir ninguna palabra. Ni siquiera sabemos nuestros nombres respectivos y esto nos bastaba hasta hoy. Ahora tengo que decidir si seguir de otra manera o cerrar el camino. Tal vez sea él mismo el que se haya arrepentido: esta mañana se ha escapado como no había hecho nunca. Tal vez mañana no le vuelva a ver.
—Tienes que darle un giro a tu vida, tal vez el misterioso observador pueda ser el hombre que buscas y, si no lo es, tal vez sea hora de que vuelvas a vivir y encuentres a alguien con el que compartir tu vida —continúa Camilla con su tono serio a media voz.
Se despierta en mí un fuerte deseo de jugar, de romper los esquemas y de atreverme, aunque esto signifique perderlo todo. Empiezo a reír mientras el viento entra con fuerza por la ventanilla y me lanza el pelo sobre la cara.
—Vale, juguemos.
Llegadas al mágico mundo de las compras, así nos gusta llamar a estos grandes almacenes de alta costura a bajo precio, empezamos a dar vueltas sin mucha convicción mirando los escaparates hasta que nos detenemos en una pequeña pastelería donde decidimos tomar algo, porque tampoco hemos comido. Para mí, una porción de tarta de chocolate y un café, mientras que mi amiga se limita a un cruasán integral y un zumo de naranja, al tener que mantener bajo control el fiel de la balanza. Camilla es una mujer muy guapa, que con su voluptuosidad deja a su paso una sensación de serenidad y una visión agradable. Siempre bien vestida, sin ningún cabello fuera de su lugar, es la clásica mujer que hace que los hombres se giren cuando va por la calle, a pesar de algún kilito de más, pero bien proporcionado en todo el cuerpo. Un nuevo entusiasmo nos ha involucrado en el juego con el desconocido y así empezamos las dos a pensar en mi próximo movimiento. Generalmente entra en el bar, llega al mostrador donde hace una consumición de pie y luego se va. ¿Cuál puede ser mi movimiento concentrado en esos pocos momentos y sin que haya tampoco un punto concreto donde actuar como él sí ha podido hacer con nuestra mesa? Lo único que sé es que quiero dejarle también una señal tangible, tal vez al hilo de margarita para así hacerle entender con seguridad que se la envío yo. La idea se me ocurre en la pastelería: a un lado de la vitrina veo muchos bombones en envases verdes y dentro confeccionada una maravillosa margarita blanca y amarilla. Añado así a nuestra cuenta una caja de bombones y empezamos a pensar cómo entregársela, tal vez con el mismo café que toma cada mañana. Me siento como una niña, he vuelto a los tiempos del instituto, cuando la parte más bella de cada amor era justamente aquella anterior a la declaración. Las tardes pasadas con las amigas pensando si este o aquel podía estar «enamorado» de nosotras, soñando con el primer beso delante de una pizza y un vaso de Coca Cola, cuando un normalísimo «Hola» empezaba a tener tres mil posibles significados que analizábamos uno a uno. Tiempos en los que te palpitaba el corazón solo cruzando las miradas, guardando las distancias a la espera de su primer paso. Con casi cuarenta años, vuelvo a ser una joven adolescente que descubre por primera vez el amor, con muchas ganas de jugar. Me siento renacer, he vuelto a vivir y a no tener de nuevo miedo a poner a prueba mis sentimientos por alguien. Parece absurdo, pero me ha bastado esa pequeña florecilla insignificante para sacudirme de tal manera que he entendido que estaba perdiendo el tiempo y que debía hacer que las manecillas de mi reloj volvieran a ponerse en marcha.
Vuelvo a casa cuando es tarde, así que decido comer un trozo de pizza en la pizzería que hay debajo de casa. Cuando entro, no hay nadie en el pequeño restaurante, ni siquiera el propietario, al que oigo moverse en las cocinas, probablemente metiendo en el horno las últimas pizzas del día. La campanilla avisa de mi entrada y poco después le veo asomarse a la puerta, delante de los grandes hornos todavía encendidos. Nos saludamos y poco después estamos sentados juntos en las coloridas mesas de madera, conversando mientras se cocina mi pizza. Me ofrece una cerveza y empieza a hablarme de esto y de aquello y de todos los acontecimientos extraños y divertidos que han sucedido en el local durante el día. Siempre me divierte mucho oírle hablar, porque sé muy bien que tiende a exagerar mucho sus historias, añadiendo detalles que no son reales, pero que las hacen más simpáticas e interesantes. Además, generalmente tienen siempre un fondo cómico, así que hablar con él acaba siempre con risas ruidosas que atraen las miradas de los paseantes que nos oyen desde la calle. Como deprisa, ya cansada y con muchas ganas de quitarme los zapatos y meter los pies en la bañera caliente. Hemos andado realmente tanto que, a pesar del frío del día, tengo los pies tan hinchados que apenas puedo caminar.
En cuanto llego a casa y me quito los zapatos, me meto directamente en la cama con mi fiel portátil en busca de alguna información sobre mi misterioso amigo de las sonrisas. Tal vez me arriesgo a encontrar algo sobre él relacionado con nuestro bar, que tiene tanto un sitio en Internet como una página en Facebook. Accedo con mi usuario y empiezo a buscar. Ningún rastro de él, habría estado bien encontrar algún comentario suyo para descubrir así por fin su nombre y curiosear algo en el muro de la red social, al menos en la parte pública. Al pensar que quizá él también pueda tener la misma idea, empiezo poniendo un «Me gusta» en la FanPage del bar y, mirando las diversas fotos, comento una al azar, como dejando una señal. Una vez publicada, miro mi foto, que aparece al lado del comentario. Un tristísimo primer plano, elegido al azar hace mucho tiempo. Me apresuro a buscar una nueva foto donde se me vea mejor y cambio la de mi perfil. Ahora me siento más tranquila y espero infantilmente que también él se conecte y, a verme, pueda tener ganas de escribirme un mensaje. Durante diez minutos permanezco con la mirada perdida en la pantalla, esperando una señal que no llega. Actualizo varias veces la página, salgo y entro pensando que la conexión tal vez no sea la mejor y finalmente decido apagar el portátil, pero solo después de haber activado las notificaciones de Facebook en mi teléfono celular, por si el hombre misterioso decide buscarme y escribirme precisamente esta noche. Mientras que antes esperaba que nuestra no relación no pudiera variar una sola coma, ahora la idea de su contacto se ha convertido en casi obsesiva e irracional. Mañana será un gran día para nuestro juego y por tanto trato de dormirme lo antes posible, pero tengo tal agitación sobre cómo deberé comportarme tras nuestro encuentro que no consigo pegar ojo. A medianoche todavía estoy así, dando vueltas en la cama fría, cuando decido levantarme. Sin encender ninguna luz, ayudándome solo de la débil iluminación de la calle que entra silenciosa por las ventanas, llego a la cocina. En estos casos, la única solución es un buen vaso de leche con galletas. Hace años era mi abuelo el que me preparaba estos tentempiés nocturnos y me hacía compañía delante de una buena taza de achicoria que se calentaba en su cacillo de acero, hasta hacerlo hervir y a menudo derramándose sobre la llama que empezaba a chirriar y a cambiar de color por el líquido repentino. Cuando podía empezar a beberlo, ya casi había terminado mi leche y galletas y me quedaba haciéndole compañía hasta que acaba de beber su taza caliente. Por la noche siempre he sido más locuaz que de día y así me liberaba de muchos discursos y dudas sobre lo que había pasado el día anterior. Estas noches juntos en general precedían a los exámenes en la universidad, era tanta la tensión que acababa muy tarde de repasar y la taza de leche era una ayuda para tener sueño y relajarme tras el último día de estudio. Hoy, sentada junto a la mesa, siento todavía con más fuerza su ausencia, de modo concreto y no solo por un sentimiento herido, sino como una ausencia tangible. Ahora delante de mi taza de leche no puedo hablar con nadie y me falta también el perfume de la achicoria que se derramaba sobre los fuegos. Una vez, para aumentar el sufrimiento, junto a mi café preparé también achicoria en el cacillo de acero, pero esto solo sirvió para sentirme peor, así que me volví a prometer tratar de seguir adelante, abandonado lo más posible esas costumbres pasadas, pero sin perder el recuerdo de esos maravillosos momentos junto a él.