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Políticas islámicas

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Durante la mayor parte de los 13 siglos transcurridos desde la muerte de Mahoma hasta el año 1924, cuando fue abolido formalmente el último califato otomano –la histórica entidad política gobernada por la ley islámica–, hubo una continuación de políticas “islámicas” parcial o ampliamente aceptadas (el imperio otomano colocaba al sharif o custodio de la Meca con poca o nula oposición). Desde la disolución del califato otomano, la lucha por establecer un orden político que fuese aceptado se ha desarrollado en Medio Oriente con éxitos y fracasos, y su principal aspecto regulador fue la religión y su papel en la política.

El impacto de la política en los religiosos y de los religiosos en la política es una complicada historia de matices. Los creyentes muchas veces han desafiado la autoridad (corrupta o no) y se han rebelado contra una denominada apostasía contribuyendo al desarrollo de procedimientos políticos que en ocasiones han abrazado la modernidad, el mantenimiento de las instituciones o la política económica. Los seguidores del islam han sido gobernantes u opositores que han reclamado su legitimidad política en nombre de la fe, sin por ello dejar de imponer sus respectivas interpretaciones en esta dicotomía. Las diversas interpretaciones impuestas por teólogos, pensadores y políticos crearon escuelas de pensamiento (y práctica) que terminaron por desarrollar diferentes visiones del islam, que en muchos casos han interpelado a la ortodoxia.

Cuando a comienzos del siglo XX el imperio otomano empezó a perder el control de sus dominios en Medio Oriente, donde permaneció por más de cuatro siglos, el impacto de los cambios políticos globales había desgastado su arraigo en una única forma o tipo de vida islámica. Asimismo, la importación de ideas políticas occidentales, que entraron en la región junto a la penetración colonial inglesa y francesa, debilitó la ortodoxia del islam. Se empezó a estimular la noción del “gobierno de la gente para la gente”, la secularización de la sociedad, el distanciamiento entre la religión y la política y la promoción de estructuras económicas como el capitalismo u otras, que colisionaron con las normas políticas, sociales, económicas y religiosas que hasta ese momento habían dominado el mundo islámico. La respuesta de muchos pensadores locales fue llamar a una reforma que trajera una rápida modernización del islam, con resultados diversos (7).

La escuela de pensamiento dentro del islam que rechaza la idea de que este y la democracia puedan ser compatibles teme que el futuro de su fe esté en juego, de la misma manera que el clero europeo temió el impacto de la Ilustración y el advenimiento del secularismo en Europa. El rechazo a este tipo de democracia que se encuentra en el islam no difiere, por ejemplo, de los planteamientos de los judíos fundamentalistas en Israel.

Sin embargo, como algunos de sus primos de fe, muchos musulmanes no tienen miedo de participar en elecciones democráticas mediante el voto popular si les permiten comunicar su mensaje. Otros elevan su voz de queja hacia la democracia debido a sus connotaciones seculares. La pregunta que se hacen es: ¿cómo un creyente puede abrazar una noción de igualdad asociada a la democracia cuando el propio islam ya de por sí motiva a sus seguidores a aceptar la igualdad como parte de su fe?

Allí se encuentra uno de los debates primordiales entre los denominados islamistas y los secularistas de la región. Otro delicado motivo de disputa es la noción de soberanía de las cámaras legislativas, pues para muchos creyentes el islam supone legislar sobre todos los aspectos de la vida, en lo que la soberanía primaria no descansa sobre los hombros del pueblo –como es común en las sociedades seculares y democráticas– sino en Dios (8).

Eso no quiere decir que muchos musulmanes no puedan tolerar nociones de democracia que ellos creen aceptables: solo tienen opiniones divergentes de su preciso significado. Las interpretaciones islámicas de la democracia (Shura donde el Corán y el profeta Mahoma alientan a sus fieles a decidir sus asuntos en consulta con aquellos que se verán afectados por esa decisión) imponen diferentes niveles de vehemencia en cuanto a qué persona está encomendada a ejercer el poder y cumplir con sus obligaciones (9).

Por supuesto, todo esto debe hacerse reconociendo la autoridad máxima de Dios, quien continúa siendo el jefe supremo de las personas. A pesar de ello, los ciudadanos gozan de ciertas prerrogativas sobre sus líderes terrenales (o califas), que guían a la comunidad bajo el estandarte del islam: el líder debe buscar la aprobación de su comunidad sin importar quién sea, y si es un líder corrupto o injusto (o antiislámico), no tiene que ser tolerado por la gente. Este enfoque reconoce la importancia del consenso entre la comunidad de los creyentes (Umma), sin el cual, se cree, el islam no puede desarrollarse.

Sin ser una democracia como la conocemos en muchos países occidentales –en los Estados musulmanes existen evidentes barreras, que muchas veces tienen que ver con ciertas características sociales o políticas que sus sociedades comparten–, hay importantes debates dentro del islam sobre cómo amoldar el rol de la religión en tiempos de naciones Estado, sistemas multipartidarios y economías capitalistas (10). La obsesión por resaltar solamente los extremos en los discursos de los islamistas –junto a la hostilidad hacia la cultura política de las poblaciones árabes– ha llevado a muchos autores a considerar que no existe ninguna posibilidad de coexistencia entre el islam y la democracia.

Es cierto que muchos musulmanes solo han abrazado la democracia como un proyecto a corto plazo que les permita imponer un modelo islámico que termine siendo autoritario y antiliberal, como tal vez el caso de la Hermandad Musulmana en Egipto, pero la noción del poder político de la Hermandad Musulmana se basa en un gobernante elegido, no en un gobernante infalible como puede ser un califa (o imán para los chiitas)(11).

Existe una importante diferencia con el islamismo chiita iraní desarrollado por el ayatola Ruholah Jomeini. La Hermandad Musulmana representa una idea republicana que adoptó sus principales rasgos de modelos de gobierno europeos enunciados en la década de 1930; en contraposición, y para resaltar su especificidad, la jurisprudencia enunciada por Jomeini tiene una concepción muy distinta de la autoridad política, en la que una clase de individuos particularmente religiosos –los ayatolas– actúan en representación de toda la sociedad (12).

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