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Introducción

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Existen ciertas palabras que con su mera enunciación poseen el poder de desatar un torrente de ideas preconcebidas acerca de su significado. En ese sentido, Medio Oriente constituye un ejemplo privilegiado. El entrecruzamiento de noticias formateadas por los grandes medios de comunicación, la propaganda política, los prejuicios, las visiones superficiales difundidas por buena parte de los comentaristas internacionales, y la iconografía modelada por el cine y la televisión han depositado un espeso sedimento sobre un concepto que denota una realidad geopolítica, cultural, social y religiosa de extraordinaria complejidad hasta convertirlo en un estereotipo empobrecedor. El problema de los clichés que se forman para caracterizar determinados fenómenos es que, en vez de erigirse como puntos de partida para un posterior análisis que desentrañe la naturaleza profunda de su objeto, se asumen como puertos de llegada que clausuran toda posibilidad de conocimiento.

Cuando se dice Medio Oriente, la primera imagen que surge en las mentes de millones de personas, particularmente en Occidente, es la de una región castigada por el terrorismo, por guerras incesantes, por el fanatismo musulmán y la incompatibilidad del islamismo con formas de sociedad democráticas, por un atraso secular y por el eterno conflicto entre Israel y los palestinos, cuyos verdaderos motivos se ignoran. Se trata de una suma de ideas confusas que desembocan en un sistema de preconceptos, de lugares comunes y de simplificaciones que no hacen más que escamotear la realidad.

El propósito de este libro es, precisamente, desmontar varios de los mitos sobre Medio Oriente que se tienen por verdades incontrastables, revelar la endeblez de ciertas simplificaciones, iluminar los procesos históricos que condujeron a este presente, y resaltar la complejidad y las innumerables aristas que contienen fenómenos aparentemente unívocos. Por ello, los títulos entrecomillados de cada uno de sus siete capítulos hacen alusión a algunos de esos mitos o falsas verdades, cuya impugnación y deconstrucción se irán desarrollando en las páginas que siguen.

Pero cabe preguntarse: ¿qué se entiende por Medio Oriente? ¿Qué países lo componen?

Tratar de responder qué significa Medio Oriente, y principalmente dónde empiezan o terminan sus límites, parece una proeza imposible. En términos culturales, es difícil limitar el Medio Oriente a un área geográfica de fronteras rígidas. El término Medio Oriente –tal como lo conocemos hoy– es significativamente nuevo y fue articulado por visitantes extranjeros: siempre existieron viajeros occidentales en la región, tanto comerciantes, peregrinos o diplomáticos como cautivos o sirvientes de los gobiernos islámicos. Hoy, la definición más difundida extiende geográficamente la zona hasta Egipto al oeste, Irán en el este, Yemen en el sur y Turquía en el norte (aunque ocasionalmente se omite a Turquía encuadrándola dentro de Europa). Es decir, todo el territorio situado entre estos dos extremos: la península arábiga, Mesopotamia y las tierras de Persia y Asia central.

El “Medio Oriente” ha sido una construcción occidental inestable (y eurocéntrica) durante más de un siglo. En la década de 1890, según Europa, solo había “Cercano Oriente” y “Lejano Oriente”. Asia occidental, donde se encuentran la mayoría de los países del Medio Oriente moderno, solía llamarse “Cercano Oriente” (regiones del Mediterráneo oriental más cercanas a Europa) en contraposición con la zona del “Lejano Oriente” (China, Japón, Corea y otros territorios de Asia oriental distantes del continente europeo). En 1902, D. G. Hogarth, un arqueólogo y viajero inglés, publicó un libro con el nombre de El Cercano Oriente, el que ayudó a fijar los límites del título empleado. Según Hogarth, el Cercano Oriente estaba compuesto por un área integrada por Albania, Montenegro, el sur de Serbia, Bulgaria, Grecia, Egipto, todas las tierras otomanas de Asia y, por último, pero no menos importante, la península arábiga.

No obstante, la primera vez que el término Medio Oriente apareció impreso fue dos años antes, en 1900, dentro de un artículo del general sir Thomas Gordon, un oficial de inteligencia británico y director del Banco Imperial de Persia. Gordon, que estaba preocupado principalmente por proteger de las amenazas rusas a una India gobernada por los británicos, localizó el Medio Oriente en Persia (actual Irán) y Afganistán. Luego, en septiembre de 1902, el marino e historiador estadounidense Alfred Thayer Mahan popularizó el término, que utilizó en su artículo “El golfo Pérsico y las relaciones internacionales”, aparecido en la publicación conservadora británica National Review. Allí escribió: “El Medio Oriente, si puedo adoptar un término que no he visto, algún día necesitará su Malta, así como su Gibraltar (...) La armada británica debería tener la capacidad de concentrarse en la fuerza, si surge la ocasión, sobre Adén [hoy Yemen], India y el Golfo…”. Mahan empleó Medio Oriente para designar un área no especificada a lo largo de la ruta marítima que va desde Suez a Singapur. La vía era de importancia crítica para el entonces Imperio británico, y Mahan instó a los ingleses a fortalecer su poder naval en el área por esa misma razón.

Desde entonces y con el transcurrir del tiempo, el concepto de “Medio Oriente” fue modificándose sin cesar, a veces extendiendo sus límites, otras achicándolos o aun intercambiándolo con el de “Cercano Oriente”, tanto por parte de autoridades del Reino Unido como de otras potencias europeas. Lo mismo ocurrió con los sucesivos gobiernos de Estados Unidos. Técnicamente, hoy en día no hay diferencia en el lenguaje empleado por Washington para referirse al Cercano y al Medio Oriente. Incluso si diversas secretarías y secciones del gobierno consideran que cada uno posee límites distintos, como es el caso del Departamento de Defensa o su Central de Inteligencia (CIA).

En el caso de los países de lengua árabe, la idea de “Medio Oriente” o al Sharq al Awsaṭ (según la traducción a su idioma) ha sido adoptada –aunque cuestionada– por sus propios habitantes a partir de su uso político y diplomático alrededor del mundo en la segunda mitad del siglo XX. Muchos prefieren denominar la zona como el Mundo árabe excluyendo a Israel e Irán y colocando a Turquía en el sur de Europa (el término árabe generalmente se refiere a las personas que hablan árabe como su primer idioma, ya que este el más hablado en el Medio Oriente).

También circulan otras definiciones que pretenden agrupar a los pueblos de la región según coordenadas geográficas, cuando es, en cambio, la cuestión étnica –y también la religiosa– la que muchas veces se impone como principal factor de identificación: Irak (chiitas, sunnitas y kurdos); Siria (árabes, kurdos, drusos, etc.); Israel (judíos y árabes); Irán (persas, kurdos y árabes), etc.

De la misma manera que existen discrepancias sobre el nombre y los contornos del Medio Oriente moderno, también habitan –dentro de sus límites y fuera de ellos– estereotipos sobre sus cuestiones más ríspidas, comúnmente reguladas tanto por miradas condescendientes como por ideas inocentes. Medio Oriente existe de forma separada a Occidente, pero no es solo una cuestión geográfica: hay connotaciones culturales y políticas entre las dos.

Por lo tanto, si bien existe el orientalismo –considerando el término como un enfoque crítico sobre la construcción cultural de “Oriente” por los poderes hegemónicos de Europa y Norteamérica–, también se emplea algo parecido a una especie de “occidentalismo”, que resulta la imagen calculada de “Occidente” como una entidad unificada que posee una mirada siempre equivocada sobre la región. Las dos ideas contienen en sus contornos ingredientes peyorativos. Es cierto que el principal lente con que se conoce a Medio Oriente pueden ser películas o libros occidentales, en los que no hay una mirada muy abarcadora o benigna sobre cuestiones más bien complicadas, pero no puede dejarse de lado que muchas veces los autóctonos (habitantes en general y estudiosos) no se destacan por ser muy diferentes, tienen una visión idealizada de la zona y, por consiguiente, una concepción de Occidente como la creadora de todos los males.

Ambos son conceptos interrelacionados en los que se repite la inversión del imaginario –y el contradiscurso– con un objetivo político. Si se tiene una perspectiva antioccidental, con el objetivo de servir a una agenda tercermundista que desea muchas veces acallar toda discusión, el otro repite una mirada esencialista. Incluso en un punto se tocan: si el orientalismo fue creado por los “grandes Estados” de Occidente para lograr sus objetivos, el concepto fue popularizado por una elite oriental que trabaja y vive en Occidente, que se siente atraída por muchos de sus principios y valores. Al fin y al cabo, las dos ideas tienen sus problemas y agujeros negros, y ninguna logra captar todo lo que ocurre en los ámbitos de referencia.

Teniendo en cuenta estas complejidades, y con la intención de trabajar entre los “grises” de esas dos ideas, este libro pretende desarmar, o por lo menos matizar, lugares comunes, prejuicios y clichés que abundan sobre las cuestiones más difundidas de Medio Oriente.

Medio Oriente, lugar común

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