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LECCIÓN I.

ANTES DE NADA, SER HIJO (ACERCA DE DAVID Y DE LOS TURBIOS ANCESTROS)

El Niño es el padre del Hombre;

y desearía que mis días estuviesen ligados

unos con otros por natural piedad.

William Wordsworth. «El arco iris».

Poemas familiares

NO SÉ TÚ, PERO YO SIEMPRE pensé que era un príncipe. Mi madre era secretaria en Puteaux, en la gran empresa de fotocopiadoras Rank Xerox. Mi padre trabajaba en París en la Oficina Internacional del Trabajo. Lo cual no generaba en mí la menor duda. Me sentí humillado cuando me enviaron al colegio de la calle de la República. Ser un alumno de primero de primaria diluido en medio de un patio gélido no cuadraba muy bien con mi dignidad. Mis compañeros coincidían conmigo. A partir de cuarto de primaria intentamos recuperar nuestra nobleza primigenia jugando como paladines de nivel 15 a Dragones y mazmorras.

Con semejantes inclinaciones no estoy seguro de ser demócrata. Más bien sería «panbasilista». La idea que defiendo es que todos somos reyes y que nuestras familias deberían tener una casita con jardín. Cuando la envergadura de nuestro poder es demasiado importante resulta imposible reinar: los consejeros arramblan con todo. Más vale una casita que vastos dominios. Precisamente porque el panbasilista quiere ser rey, sus ambiciones son modestas.

Un día leí a Blaise Pascal y me dio la razón. Somos «reyes desposeídos». El pecado original genera en nosotros una sensación de caída, de descoronación, de abdicación. Esa es la condición del hombre. Ese es el linaje de José. José es hijo de David. Desciende de los reyes de Judá y, por lo tanto, tiene derecho al trono. Lo que no impide que deba ganarse el pan como carpintero. Es más, el rey de entonces le obliga a exiliarse lejos de su país.

UN PASADO REGIO Y VERGONZOSO

1. La monarquía no es del todo regia. Los reyes de Francia intentaron no olvidarlo tomando por emblema la flor de lis, y no el águila o el león, y ni siquiera el gallo. Un recordatorio de las palabras de Jesús que sitúan a la corona por debajo de las margaritas: Fijaos en los lirios del campo, cómo crecen… Ni Salomón en toda su gloria pudo vestirse como uno de ellos (Mt 6, 28-29). Y un símbolo trinitario también —los tres pétalos de una única corola— que invita a rechazar la tentación monolítica y absolutista.

En la gesta bíblica no hay nada más ambiguo que la monarquía. Por un lado, remite al Mesías y deja vislumbrar su figura; por otro, es el gran error de Israel: Nómbranos un rey que nos gobierne como hacen las demás naciones (1S 8, 5). Samuel se lo toma muy mal. Dios se muestra más indulgente y se pliega al capricho del pueblo, no sin recalcar su infidelidad: No es a ti a quien rechazan, sino a mí; no quieren que sea su rey (1S 8, 7). Lo que quieren es ser como las demás naciones para poder competir con ellas en prestigio y poder militar.

La organización política originaria de Israel se identifica con la familia, insertada en una de las doce tribus, y con los jueces, jefes de mil, de cien, de cincuenta y de diez (Ex 18, 21-22), conforme a una perfecta subsidiariedad. El Señor es su rey y, como también es el creador, a cada uno lo nombra rey y reina, cada uno a su nivel. El sol se levanta sobre todos sin excepción y cubre cualquier cabeza con la diadema más espléndida. Naturalmente, un poder centralizado, monárquico, cuenta con más fuerza para oponerse a las invasiones de los conquistadores. Las doce tribus nacidas de Jacob no ofrecen la misma resistencia que la unión jacobina. Una organización en familias soberanas como esta tiene algo de utópico. No obstante, no se trata de la utopía abstracta de un ideólogo; se trata de la utopía práctica de un padre de familia.

2. La genealogía de Jesús que se nos ofrece no es la de María, sino la de José. La madre inserta al hijo en la carne, lo lleva en su seno. El padre lo inserta en la sucesión de generaciones, reconoce al hijo ante el estado civil. Entre el anuncio que recibe María y el sueño enviado a José la diferencia viene marcada por este reparto. A María el ángel Gabriel le ofrece como prueba el hecho de que su prima Isabel se halla milagrosamente encinta. Ante José, el ángel del Señor cita al profeta Isaías: La Virgen concebirá y dará a luz un hijo, a quien pondrán por nombre Emmanuel (Mt 1, 23). No recurre por encima de todo a un milagro contemporáneo, sino a la historia de Israel y a ese misterioso Emmanuel que ha de sustituir a Ajaz, rey de Judá.

La genealogía de José, aun siendo regia, no es del todo monárquica. En Mateo (1, 1) el hijo de David va inmediatamente seguido de un hijo de Abrahán, señal de que la realeza del monarca depende de la realeza del justo. En Lucas (3, 38) se remonta directamente a Adán, señal de que el privilegio real vale menos que la humanidad común. Por otra parte, las dos genealogías no casan. Mateo y Lucas coinciden en no coincidir. De lo que se trata no es de reivindicar un trono esgrimiendo títulos de nobleza. De lo que se trata es de entender que nobleza obliga. La dignidad nos confiere deberes antes que derechos.

En las dos genealogías se va más allá del linaje davídico: en sentido ascendente hasta Adán o hasta Abrahán, en sentido descendente a partir de Zorobabel (Mt 1, 12-13). Después de Zorobabel, de hecho, el rastro se pierde en la noche, como si el pasado más reciente fuese menos conocido que el antiguo. Jefe de la primera caravana que retorna de Babilonia, el último de los reyes conocidos después del exilio y portador aún del sello de ese exilio —pues su nombre no significa hijo de David, sino «semilla de Babilonia»—, ni siquiera se sabe si efectivamente llegó a reinar. Las Escrituras no mencionan a su descendencia. Los que se nombran entre él y José pertenecen tanto a los Pérez como a los Smith. La corona y el cetro terminan entre el serrín. Los sustituyen el escoplo y la garlopa. El heredero de los reyes es un modesto artesano de la madera.

3. Si los miramos más de cerca, esos antepasados no son muy recomendables. Hay algunas excepciones, pero en conjunto ser hijo de Goebbels o de Stalin sería motivo de vanaglorias prácticamente semejantes (por otra parte, Goebbels y Stalin también llevaban por nombre José). Ahí está David, sin duda. A lo largo de la sucesión de reyes de Judá, cuando el Señor soluciona las cosas, suele hacerlo en consideración a David. Aun así, en la genealogía de José, David aparece como adúltero y asesino. El evangelista nos recuerda que engendró a Salomón de la mujer de Urías (Mt 1, 6). Mientras Urías pelea por David, este se acuesta con su mujer y, acto seguido, ordena el asesinato de su fiel soldado, maquillándolo de muerte en combate.

Tampoco es que el sabio Salomón, escamoteado en la genealogía según Lucas, se muestre más comedido. Yerno de un faraón, henchido de orgullo por haber edificado un templo a modo de superpirámide, gozó de salud suficiente para tomar a setecientas esposas principescas y a trescientas concubinas. En su juventud pide al Eterno un corazón dócil (1R 3, 9). Cuando Salomón llegó a la ancianidad, ellas [sus mujeres] inclinaron su corazón tras dioses extraños (1R 11, 4). Construye santuarios en honor de Camós, «ídolo de Moab», y de Milcom, «ídolo de los amonitas». Al final se acaba descubriendo el pastel: todos sus espléndidos edificios han impuesto un pesado yugo a sus súbdi­tos. Restaurar la esclavitud con vistas a la construcción del Templo trae consigo el cisma de Israel, su división en dos reinos fratricidas (aunque bien es cierto que el propio Salomón inició su reinado ordenando matar a su hermanastro mayor Adonías pese a los ruegos de Betsabé).

Hay dos monarcas de la dinastía davídica que destacan por su extrema crueldad. Después de hacer pasar por el fuego a su hijo, Ajaz convierte el Templo del Señor en lugar de culto al rey de Asiria, ante quien, por miedo al rey de Aram, dirá: Yo soy hijo y siervo tuyo (2R 16, 3-7). Manasés, que también ordenó asar a su primogénito, colocó en el Templo el ídolo de Aserá que había fabricado… [y] derramó además muchísima sangre inocente, hasta llenar Jerusalén de un extremo a otro (2R 21, 5-16).

REDIMIR EL TIEMPO

4. Estos son los antepasados de José. Es una herencia que pesa mucho. Hay motivos para querer romper con esa humanidad que no deja de revolcarse en el fango, para salirse de la historia, de sus dudosos progresos, de sus incontestables tartamudeos. Las estatuas de nuestros grandes hombres, que a distancia demuestran ser cada vez más pequeños, caen por tierra. Constatamos que el pasado de Francia o de Estados Unidos no es tan glorioso como nos lo han presentado los manuales patrióticos.

Después de dos o tres guerras mundiales, unas cuantas epidemias, la destrucción total que se avecina y la estupidez, que nunca dejará de multiplicarse, ardemos en deseos de pasar a otra cosa: la inteligencia artificial, el chihuahua de pelo corto, no volver a comer carne ni vestir prendas de cuero, intentar ver si la hierba es más verde entre los espíritus del viento, cometer un atentado suicida atómico que carbonice a nuestros congéneres pero salve las flores…

¡La inocencia de los lobos y de los tiburones antes que la crueldad del Sapiens Sapiens! La pureza del robot, que se ciñe a su programa sin desviarse ni a derecha ni a izquierda; nada aficionado ni al whisky ni a las rillettes de pato; ni judío ni antisemita; ni negro ni blanco; ni creyente ni ateo; ni hombre ni mujer: ¡nada más que un engranaje perfecto en un sistema bien engrasado! Es algo que, al concluir ciertos días, me resulta tentador. Sobre todo, en época de elecciones presidenciales. En ese caso me trago con ansia el documental sobre los macacos de Borneo. Renuncio a ser hijo. Preferiría que me hubieran fabricado como un aparato cualquiera, con una función bien definida. O bien ser la cría de un delfín liso que nada feliz en los mares septentrionales.

5. Pero renunciar a ser hijo es renunciar a ser padre. Cuando no se asume la inmoralidad de la historia, no se está preparado para reavivarla con un nuevo nacimiento, es decir, con una libertad renovada con capacidad para lo peor y lo mejor, para el monstruo y para el santo, para Abel y para Caín. La sucesión de generaciones no es una cadena: se abre cada vez a la posibilidad tanto de la redención como de la reincidencia.

Ya en la mitología griega los hijos del incesto, Antígona o Adonis, pudieron convertirse en abogado de la justicia o en manifestación de la belleza. En la genealogía del judío por excelencia el incesto aparece mencionado a través de Tamar, la prostitución a través de Raab, el adulterio a través de la mujer de Urías; lo cual no implica ninguna fatalidad. La salvación brota de una sucesión de brazos rotos y piernas inquietas.

Esto es lo que constatamos de entrada con Ezequías y Josías, hijo y nieto respectivamente de los atroces Ajaz y Manasés. De improviso, uno y otro van a hacer lo recto a los ojos del Señor. De Ezequías se dice que confió en el Señor, Dios de Israel, y después de él no hubo otro igual entre todos los reyes de Judá, ni entre los que le precedieron (2R 18, 3-5). Aun así, es hijo de Ajaz y padre de Manasés: un justo emparedado entre dos injustos. Antes de él, las cosas no iban bien. Después de él, las cosas no van mejor. Para que no nos desmoralicemos del todo, su fe vuelve a aparecer dos generaciones más tarde. Su bisnieto será Josías, el gran reformador. Así que, tanto si tu padre ha preparado un asado con tu hermano mayor como si tu hijo ha hecho correr ríos de sangre por las calles de la ciudad, no sucumbas al pánico, porque está escrito: la partida no ha terminado. Aún sigue valiendo la pena haber traído al mundo a un canalla.

6. La innovación más rupturista siempre es menos novedosa que un nacimiento. La innovación produce un nuevo objeto; un nacimiento engendra un nuevo sujeto. Fabricar delante de nuestros ojos un color inédito está muy bien; pero es incomparablemente mejor permitir que otros ojos se abran al mundo.

Por otra parte, un hijo siempre es más original que un aparato. El aparato tiene una finalidad bien definida, útil, rentable. En este sentido podríamos preguntarles a los diseñadores del Galaxy 2051. Pero ¿por qué Delphine Bonichon? ¿por qué Robert van Nutt? Estas personas existen exactamente igual que yo: las he encontrado en Facebook sin saber de antemano para qué sirven.

Por último, mientras que el transhumano último modelo provoca la obsolescencia del modelo precedente y, por lo tanto, rompe con el pasado, el recién nacido asume el pasado y lo transforma en una aventura incierta. Mira, hago nuevas todas las cosas (Is 43, 19; Ap 21, 5). Esa es la afirmación del Hijo. Todas las cosas significa no solamente el presente y el futuro, sino también el pasado, transfigurado por el perdón.

Escupir sobre nuestros antecesores bochornosos no es una mera muestra de ingratitud, ya que es precisamente de ellos de quienes recibimos la posibilidad de escupir; es sobre todo perder una ocasión maravillosa: la de hacer que la historia se ilumine, que en un viejo árbol genealógico podrido pueda madurar un fruto delicioso: un fruto en el que hallan justificación hasta sus raíces más oscuras. Supón que el hijo de Adolf Hitler y Eva Braun acaba siendo un perfecto caballero o incluso un buen tipo (sé que no tuvieron hijos y que una hipótesis como esta incomodará a algunos moralistas): esa es una revolución mayor que la invención del superhombre.

Esto es lo que Pablo les pide a los fieles de Éfeso en unos versículos que describen muy bien al hombre sencillo y recto: Redimid el tiempo, porque los días son malos (Ef 5, 15). Quien quiere salirse de la historia metamorfoseándose en bestia o en ángel, en cyborg o en sirena, rompe con el tiempo, pero no lo redime. Solo un hijo puede hacerlo. Como Jesús.

Y como José. En los profetas, el nombre de José remite a Israel en oposición al nombre de Judá. José y Judá son hermanos enemigos, figura del reino dividido después de Salomón. De ahí esta profecía de Ezequiel (37, 19), que sigue inmediatamente a la de los huesos secos: Yo tomo el trozo de madera de José que está en la mano de Efraím y las tribus de Israel, unidas a él, y lo pongo junto al trozo de madera de Judá y los haré uno solo. Serán uno solo en mi mano. La fractura de Israel en dos reinos, el de José y el de Judá, es la herida de la historia judía, siempre abierta. Eso es lo que recuerda quien lee la Biblia. Y, cuando a las puertas del evangelio ve mencionado a un José de la tribu de Judá, y encima carpintero, aguza el oído: ese nombre une los dos trozos de madera en forma de cruz. Anuncia la reconciliación entre hermanos en la que ya no se confiaba. El José del Génesis perdonó a sus hermanos, que lo habían vendido, y clausuró el drama iniciado con la muerte de Abel a manos de Caín. También el José de Mateo y de Lucas, hijo de un drama milenario, renueva a toda su ascendencia, redime la sangrienta saga de los reyes de Israel y de Judá, transforma el pasado de su pueblo en la sencillez de una humilde vida de familia.

SER PLENAMENTE HIJO O DEJAR ATRÁS LA INFANCIA

7. Decía que para ser padres hay que ser hijos. Pero no es del todo cierto. Al menos cronológicamente. Porque es haciéndonos padres como nos incorporamos plenamente a la filiación.

El niño no se ve como hijo. Es Spiderman. La princesa Pocahontas. Un elfo. Un heredero legítimo del trono de Gondor. Desde luego, no procede de sus padres, a menos que estos sean agentes secretos o hábiles kriptonianos con intenciones ocultas. En breve llegará a casa una carta transportada por una lechuza. Y él acabará saliendo por el andén 93/4. O bien vendrán unos tipos a buscarlo cuando esté acostado para explicarle que es el cobaya de una experiencia clasificada como secreto de Estado: tiene que reunirse sin demora con los dioses del Olimpo (nadie puede ignorar que Zeus mantuvo más de una relación con mujeres mortales). Está convencido de que, si dejaran de obligarle a comer brócoli, no tardaría en recuperar sus poderes mágicos. De hecho, es un Jedi; y, aunque le hayan puesto Lucas de nombre en memoria del evangelista, su verdadero padre es Darth Vader.

A mí me llevó tiempo admitir que no era hijo de Darth Vader ni de Nietzsche, ni tampoco de san Agustín. Fue necesario que me convirtiera en esposo y padre. En cuanto les di la espalda a mis padres para inclinarme sobre mi primer hijo, se me cayeron las escamas de los ojos. Entreví lo que ellos habían sido para mí. Sentí reverberar en mí su entrega sin retorno… sin otro retorno que el de empujarme a seguir avanzando, recomenzando junto con mi mujer la aventura de los orígenes.

La memoria del hijo no llega tan lejos como para pensar en la herencia. Una reflexión como esta exige una memoria de adulto e incluso de anciano… poco antes de perder la memoria, claro. Se materializa en la misión del padre. Al abrazar a su hijo, abraza la experiencia de todos los padres que lo han precedido: esos hombres que han llegado hasta él y se han retirado en la sombra.

8. Partiendo de esta toma de conciencia, yo soy hijo de mis hijas y de mis hijos. «Padre» es un sustantivo de relación. Sin hijo (y sin mujer) no hay padre. Si consideramos estas palabras en su significado más auténtico, padre e hijo son concomitantes, y no sucesivos. El padre va antes que el hijo según el origen, antes de ser padre según el tiempo. En mi caso, nací como padre a los treinta y un años, en Brignoles, en Var, en algún punto entre un test de embarazo y un funcionario del ayuntamiento. Y, como los hijos son muy distintos entre ellos, he vuelto a ser cada vez —y cada vez más mayor— un padre recién nacido. Y, como las edades de la vida se suceden y no se parecen las unas a las otras, porque el adolescente no tiene nada que ver con el niño, nunca he llegado a adquirir mi paternidad de manera definitiva. Cada revolución hormonal o social la obliga a transmutarse.

Lo que en nuestro caso atañe únicamente a una toma de conciencia se cumple plenamente en el propio ser de José. El Nuevo Testamento comienza con estas palabras: Genealogía de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abrahán. A Mateo lo han moldeado las Escrituras: sería incapaz de ignorar que esa fórmula introduce a los hijos de la persona nombrada, no a sus antepasados, puesto que el nombre propio está en genitivo subjetivo. Esta es la relación de los descendientes de Abrahán (Gn 5, 1); estos son los descendientes de Noé (Gn 6, 9); estos son los descendientes de Ismael (Gn 25, 12)… En el Génesis esta expresión se emplea en once ocasiones y siempre para elaborar la lista de los hijos de Adán, de Noé, de Ismael… En el caso de Isaac la expresión se acerca mucho al incipit del evangelio según Mateo: Estos son los descendientes de Isaac, hijo de Abrahán: Abrahán engendró a Isaac (Gn 25, 19). No obstante, lo que leemos a continuación es la historia de Isaac y de Rebeca y del nacimiento de sus gemelos, Jacob y Esaú, después de la esterilidad. Cuando escribe «Genealogía de Jesucristo», Mateo nos está presentando al Hijo como si se hallara en el principio de todos los engendramientos desde Abrahán, en consonancia con lo que Él mismo afirma explícitamente en Juan (8, 58): Antes de que Abrahán naciese, yo soy.

A diferencia de la genealogía descendente que va de Abrahán a José, en la que Jesús se erige a la vez como fuente y estuario, Lucas ofrece una genealogía que se remonta desde José; y no lo hace al principio de su evangelio, sino tras el bautismo de Jesús recibido de Juan el Bautista. También aquí se revela cierta circularidad o, más bien, una filiación en cruz: Se oyó una voz que venía del cielo: «Tú eres mi Hijo, el Amado, yo te he engendrado hoy». Tenía Jesús al comenzar unos treinta años, y era, según se decía, hijo de José, hijo de Helí, hijo de Matat… (de los setenta y siete nombres me salto unos cuantos) … hijo de Set, hijo de Adán, hijo de Dios» (Lc 3, 22-38). Jesús es Hijo de Dios por el cielo, verticalmente, eternamente, en línea recta. Es hijo de Dios por la tierra, horizontalmente, temporalmente, a través de la sucesión de generaciones desde el primer hombre. Y José, padre virginal según este linaje terrenal, se muestra él mismo, a través del Hijo, como hijo del Altísimo.

9. He dicho que hay que ser padre para ser hijo. Pero no es del todo cierto. Para dejar realmente atrás la infancia de los hombres, su corta memoria, su amplia proyección, su grata irresponsabilidad, hay que dejar reconocerse como hijo de Dios.

Yo solo puedo asumir plenamente haber nacido en este lugar y en esta época, en Nanterre y no en Asgard, tan tarde en un mundo tan viejo, el último canalla de una turbia ascendencia, si tengo fe en la Providencia que me ha colocado en este sitio. Tampoco estaba del todo equivocado cuando creía ser un Jedi o el heredero de Gondor. De hecho, tenía mucha más razón de lo que podía imaginar. Si yo procedo de toda esa humilde o ilustre extracción no elegida por mí, lo que me conduce al lugar exacto de mi misión es una especie de transporte semiclandestino. Ya no fantaseo. Dejo atrás la edad pueril porque, como José, soy plenamente hijo, y todos los corredores del laberinto de mi ascendencia son otros tantos hilos que tejen mi relación con el Eterno.

Ser padre con san José

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