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PRÓLOGO

En 1942 el barco llegó a puerto en una Buenos Aires que apenas comenzaba a levantarse; cientos de tripulantes procedidos de España e Italia bajaban en picada con el conforte de empezar una nueva vida en aquel territorio. Fiorenzo Diarcho de 44 años había arribado con la misma ilusión y rápidamente encontró trabajo como quintero, una labor muy común de la época cuando la ciudad estaba en crecimiento; él se encargaba de trabajar en los cimientos de las adornadas quintas de barrio a la vez que empezaba a hacerlo en la suya y la de su familia que tan pronto ocuparía. Esa mañana había pasado horas en el puerto esperando recibirlos, un nuevo barco desembarcaba, esta vez tenía la esperanza de que fueran ellos, entre el enorme tumulto de extranjeros alcanzó a ver su falda tocar tierra, la misma que había visto la última vez. Ahí estaba su esposa Stella buscándolo con la mirada, sin perder de vista a sus hijos Donato con sus 24 años recién cumplidos y su chiquita Emma de tan solo 15 años, que en ese momento luchaban con las pesadas valijas cargadas de ropa y pertenencias de valor emocional que habían podido rescatar. Alcanzó a oír el llamado de su voz y le respondió aún más alto, chocando a cada quien que se cruzase hasta caer en sus brazos, sus ojos se habían iluminado, sus labios se habían entrecruzado con la misma emoción de la primera vez. Volver a ver a sus pequeños no parecía más que otra alucinación, habían cambiado abruptamente de la última vez que los vió, ya eran mucho mayores, sin embargo, les transmitió el mismo cariño que cuando eran niños, los ayudó con sus valijas en el camino a su nueva vida en aquella casa que apenas era una estructura con cemento en los alrededores de la ciudad.

Pronto se enamoraron de sus edificios europeos, sus parques verdes, su río extenso rico en recursos, la diversidad de sabores que poco a poco se instalaban con la llegada de las diferentes culturas, Buenos Aires les prometía todo. No les costó adaptarse, Donato comenzó a trabajar junto a su padre en las quintas mientras Stella cuidaba de su hermana y le enseñaba las tareas del hogar. En ese entonces él y su padre regresaban de un día de trabajo para continuar con la construcción de su vivienda, especialmente los fines de semana donde ocupaban el rato haciendo trabajos de carpintería y mampostería mientras adoptaban la tradición de las masas fritas, nombradas así por los españoles inmigrantes. Era lo que excedía su mísera dieta a base del arroz y pan, pues la mayoría de la plata se invertía en la casa, los jóvenes se tomaban el trabajo de ir los miércoles y viernes hasta la cocina de un café en donde les regalaban una bolsa de azúcar y una de harina a cambio de que dejaran el lugar impecable. Eso no era problema para Donato, mientras su hermana se distraía en su mundo de fantasía y era capaz de poner muequitas para que Marcello, el dueño, la termine mimando con alguna golosina de regalo. Él era capaz de escuchar por horas y horas a los pasteleros e ir de a poco aprendiendo de sus recetas, por lo que cada vez que volvían con azúcar y harina, Emma también lo hacía con un chocolate extra y él con algún nuevo conocimiento que compartir con sus padres. Desgraciadamente, para él, nunca los pudo poner en práctica en su propio hogar, pues aún no estaba terminado y además su madre venía enferma desde aquel viaje, había estado sufriendo de una fiebre reumática que la había incapacitado y en ese entonces él adoptó la posición de hombre de la casa que cuidaba de las mujeres. Ella llegó a ser la única testigo de cómo su pasión por la cocina se hacía más fuerte; en 1945 Stella Diarcho murió súbitamente en la cama de sus aposentos. Esto había dejado a todos en la familia descolocados, su esposo había caído en una completa depresión, Emma aún no era capaz de darse cuenta de lo sucedido, y Donato solo se remontaba a releer un viejo recetario que le regaló su madre antes de su muerte, sin embargo, una oportunidad que daría un nuevo giro esperanzador a su vida se le dio de vuelta en la cocina del café; Era un miércoles como cualquier otro, el dueño ya estaba harto de las mentiras de uno de sus empleados y había tomado la decisión de despedirlo delante de sus narices, esa fue la oportunidad de Donato de convencer a los pasteleros de su habilidad, él había empezado a hacer las masas fritas en su casa, lo único capaz de lograr con tan pocos recursos, en ese momento supo captar la atención de Marcello y sus ayudantes, su explicación había sido la misma que la que alguna vez habrá escuchado de él en la cocina, esto lo dejó sorprendido hasta el punto de querer contratarlo, pues con un cargo libre qué mejor que alguien tan atento y práctico como él lo era. Así comenzaron sus días en la cafetería detrás de recepción, su primera tarea como todo aquel que inicia fue la de limpiar los trastos sucios, algo no muy alejado de pasar el trapo sucio a la cocina, poco después comenzó con el amasado y horneado de las masas que solían servir junto al té. Ahora con su ascenso, Donato era capaz de poner en práctica los sabores occidentales del recetario que su madre había traído de Italia, y a la vez, podía cubrir los gastos de la comida en su casa, algo que antes lo tenía preocupado a su padre pues cada vez era menos la ayuda que recibía de su parte en las quintas. Sin embargo, a finales de los años cuarenta el éxito del café se vio afectado por el crecimiento desmedido de los lugares de comida, esto lo obligaba a cubrir horas extra, a reformular el menú, incluso había hecho que el casamiento de Marcello con su mujer se postergara. En uno de esos días difíciles el amateur italiano le había enseñado una receta de aquel libro que se había estado guardando para la ocasión, esa misma tarde lo sorprendió con una torta de casamiento que él mismo había decorado con rosas de crema. Cada detalle de aquella torta se había ganado el corazón de su familia, de su jefe y su actual esposa que quiso guardarla para su ceremonia y tuvo el tupé de tenerlo como invitado. Cada día que había pasado en aquella cocina era una chance más de encantar a su jefe, era tal la confianza que se había ganado, que en su luna de miel fue él quien había delegado el mando de la cocina. Ahora con la autoridad suficiente, Donato tuvo la libertad de incluir las tortas de casamiento en el menú al ver el auge de estas tradiciones como una fuente astuta de ingresos, así se lo planteó a Marcello luego de su viaje. Fue entonces cuando el negocio no tardó en hacer crecer su clientela, aunque esta vez era mucho más exigente y con pedidos que demandaban mucha más mano de obra, las dimensiones de la cocina habían cambiado. Al equipo se sumó Emma que en ese momento ya era lo suficientemente mayor y quería dejar de depender del cuidado de su padre, ahora el pequeño café se había convertido en una panadería que traía a la Argentina los sabores europeos de su recetario, a la vez que comenzaba a hacer su nombre por las tortas de casamiento allá por mediados de los cincuenta.

Ahora sus hijos se habían convertido en honorables con una sólida fuente de ingreso, pero lejos de estar agradecido, Fiorenzo no dejaba que ellos le den una mano, cuando por fin logró completar su hogar, a sus 65 años y aún en depresión, murió en la misma situación que su esposa en aquella cama de la casa en la que había estado trabajando por años, y en la que quizás algún día sus hijos construirían sus propias familias, presumiendo del lecho de su padre como muestra de su sacrificio.

El novio de porcelana

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