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Santa Julia, octubre de 1987

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Don Sánchez entró eufórico, estaba cada vez más cerca de conseguir la factibilidad para comenzar a explotar la nueva mina, esto significaba extender la vida de Santa Julia. Con el ritmo de explotación que teníamos en ese momento, se estimaba que el yacimiento se agotaría en un par de meses. Sin embargo, el nuevo equipo lo había logrado, una nueva veta había sido encontrada a pocos kilómetros del actual yacimiento, la planta de procesamiento podría seguir funcionando; y no solo eso, sino que se volvería a extraer mineral como en las mejores épocas.

Santa Julia había sido un pueblo minero pujante, vivían tres mil personas, de las cuales mil eran trabajadores, el resto eran parejas e hijos de ellos. De los mil trabajadores, novecientos cincuenta eran hombres y solo cincuenta mujeres. La empresa tenía una política muy selectiva respecto a las mujeres, más aun teniendo en cuenta que les permitían convivir con su pareja. ¿Cómo evitar que se queden embarazadas y estén meses siendo improductivas?

En el año 1987, de los mil trabajadores, solo quedaban doscientos, la población total del pueblo se había reducido a seiscientas personas. Cientos de viviendas habían quedado abandonadas, los espacios públicos quedaron enormes para la escasa población de Santa Julia. La empresa de aquel entonces, National Gold, era mayoritariamente de capitales ingleses. Ellos habían diseñado un pueblo perfecto, querían obreros satisfechos para que cumplieran bien con su trabajo. Tenerlos en el pueblo les permitía controlar que tampoco se divirtieran demasiado en su tiempo libre. Por otro lado, de esta forma la empresa se ahorraba los constantes traslados hacia Los Algarrobos. Todo estaba perfectamente diseñado: el gimnasio, la cancha de fútbol, la capilla, la plaza y hasta el cine. Una vez al mes subía el Padre Del Castillo y daba la misa para toda la comunidad. Los ingleses fueron reacios a ello al principio, pero Don Sánchez les explicó lo importante que era que el pueblo mantuviera intacta su fe.

El nuevo hallazgo le permitiría al emprendimiento recuperar sus antiguos niveles de producción, era una noticia fantástica, digna de celebrarse una y otra vez. Sin embargo, a mí me generaba ciertas preocupaciones. Santa Julia guardaba muchos secretos, solo había dos personas que teníamos pleno conocimiento de ello, Eduardo Sarrinda y yo.

Esa misma noche decidí que iría personalmente a inspeccionar el lugar del hallazgo y la posible traza de caminos que debía hacerse para llevar el material hasta el sitio actual de la planta de tratamiento.

Al día siguiente me levanté temprano, ensillé mi mula y salí sin que nadie se percatara. Tomé los puntos cardinales de referencia de la libreta de Antonio, ya que compartíamos la misma oficina; salí antes de que la noche le cediera paso al día. Demoré dos horas, si bien el lugar estaba a seis kilómetros, las posibilidades de acceso eran bastante complejas. Apenas llegué, reconocí perfectamente la zona e imaginé sin duda alguna el sitio exacto por donde pasaría el camino. Había estado varias veces por allí, pocos conocían la cordillera como yo. No es por presumir, pero sabía a dónde conducía cada una de las quebradas.

La nueva mina fue bautizada como Santa Teresita, en honor a su descubridora. A decir verdad, esa veta ya había sido explorada, se contaban con informes anteriores; no obstante, fue Teresita quien sugirió volver a trabajar en ella. Si bien faltaban estudios técnicos, todo hacía indicar que el proyecto sería factible. Era cuestión de semanas para que comenzara a realizarse el camino de acceso que conectaría con Santa Julia, se mantendrían todos los campamentos en el lugar actual, al igual que la planta de procesamiento del mineral. La empresa había estudiado que ello era menos costoso que cambiar de sitio todo el procesamiento. Lo que más me preocupaba de esta situación era la quebrada por la que tomaría el camino, decidí inmediatamente pedir dos días de licencia y bajar a dialogar con Sarrinda.

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