Читать книгу Tres veces te engañé - Fedro Carlos Guillén - Страница 6
ОглавлениеSi nos atenemos a los principios bíblicos, los seres humanos deberíamos practicar rigurosamente la monogamia y evitar de manera literalmente religiosa el incesto, ya que en ambos existen mandamientos y prohibiciones (que a veces se cumplen y a veces no). Por supuesto, anticipadamente declaro que no es mi intención juzgar estos espinosos aspectos de la conducta humana, en los que cada quien debe tomar sus propias decisiones en la soledad de su criterio y sus creencias personales. Mi único propósito es entender los caminos que la evolución ha moldeado con respecto a comportamientos animales que en los hechos encuentran equivalencias en los humanos, aunque también están muy distantes uno de otro en un sentido que no es nada trivial. El recurso de explicar conductas humanas complejas exclusivamente a partir de su naturaleza biológica a veces nos hace patinar sobre hielo muy delgado. Evidentemente somos seres vivos y estamos sometidos a las reglas biológicas, pero esto no supone que nuestros comportamientos estén determinados de manera inexorable por nuestra carga genética. Un hospital, por ejemplo, es un monumento que atenta contra los principios de selección natural darwinianos. Un animal que nace ciego no tendría ninguna posibilidad de sobrevivir en la naturaleza, mientras que nosotros, gracias a procesos culturales y sociales como la compasión, permitimos que personas con una condición de desventaja física tengan la posibilidad de salir adelante. Valores como la solidaridad o el cuidado de los enfermos están sencillamente ausentes en poblaciones naturales donde la simple regla es: sobrevivirá el más apto. Por otro lado, es posible —y hay que demostrarlo— que algunas conductas humanas tengan un origen común con las de otros seres vivos. Es un tema complejo que quizá se simplifique con un ejemplo: nuestras conductas potenciales son “cerraduras” que se encuentran latentes y se activan en el momento que se presenta alguna “llave” adecuada. Esto nos permite sugerir que lo que hacemos y dejamos de hacer tiene una base genética, claro, pero también una ambiental.
Diversos estudios confirman que sí hay elementos biológicos en la atracción sexual. Por ejemplo, un estudio llevado a cabo de manera conjunta entre el Departamento de Antropología de la Universidad Estatal de Pensilvania y la Universidad de Missouri, en Estados Unidos, y la Universidad de Sterling, en Escocia, demuestra que el cambio hormonal en las mujeres alrededor del periodo de ovulación tiene efectos sutiles pero que pueden advertirse, como transformaciones en el rostro y en el tono de la voz. Estudios previos ya habían demostrado que en la ovulación aumenta el deseo sexual, así como la preferencia por varones con mandíbula prominente. Los investigadores, con David Puts a la cabeza, tomaron fotografías y grabaron las voces de 202 mujeres y realizaron determinaciones hormonales en dos momentos diferentes del ciclo menstrual. Después, más de 500 varones puntuaron el atractivo facial y oral de los dos momentos, y encontraron un mayor atractivo cuando los niveles de estrógenos estaban elevados y los de progesterona en su nivel más bajo. Se interrogó igualmente a más de 500 mujeres sobre el atractivo de las otras mujeres estudiadas, y su evaluación coincidió con la de los varones. Es decir, tanto en varones como en mujeres existe la percepción de que el atractivo femenino aumenta durante el momento del ciclo menstrual donde más probable es conseguir un embarazo en caso de tener relaciones sexuales.
Los expertos consideran que la metodología y el número de casos estudiados demuestran de manera concluyente la influencia de las hormonas sobre factores que pueden condicionar el comportamiento. Ya otro estudio había demostrado que las bailarinas eróticas conseguían mayores propinas durante la fase fértil del ciclo menstrual. Uno de los más interesantes presenta las primeras pruebas científicas de una manifestación económica en la sensibilidad de los hombres hacia los cambios en el ciclo menstrual de las mujeres, y en concreto en su atractivo sexual. Durante dos meses midieron las propinas diarias que recibían bailarinas de clubes nocturnos (donde bailan topless) en función del día de su ciclo menstrual (durante la menstruación las bailarinas utilizan tampones, que se cambian cuando retornan al camerino entre coreografía y coreografía). Estas bailarinas están muy motivadas para comportarse de la forma más atractiva posible todos los días, ya que sus propinas dependen de ello. El resultado es sorprendente. Las bailarinas en los días de mayor fertilidad reciben considerablemente más propina que el resto de sus competidoras (entre 5% y 30%, dependiendo del club).
Los seres vivos están moldeados por un mecanismo evolutivo descubierto por Charles Darwin, expuesto en su libro El origen de las especies, que vio la luz el 24 de noviembre de 1859. En este texto clásico, el naturalista inglés describió el mecanismo por medio del cual los seres vivos cambian en el tiempo, es decir, evolucionan. El diseño teórico de Darwin —apoyado por numerosísimas observaciones a lo largo de su vida— es de una sencillez y elegancia asombrosas: Darwin observó que en toda población existen variaciones de forma, tamaño, color y conducta, y dedujo correctamente que estas variaciones pueden representar ventajas o desventajas para sus poseedores (por ejemplo, si hay depredadores, ser rápido es ventajoso). Los organismos con ventajas tienen mayores probabilidades de sobrevivir y, en consecuencia, de reproducirse. Esto implica que sacarán más “copias genéticas” de sí mismos, con lo que a la larga la variable ventajosa se extenderá en una población. La moneda con la que se mide el éxito de un individuo es lo que los biólogos llaman adecuación, que no es otra cosa que su representación genética en las siguientes generaciones, es decir, el número de descendientes directos o indirectos (los sobrinos también llevan sus genes) que tiene a lo largo de su vida.
Ahora podemos ver por qué la monogamia no parece una buena idea en el mundo animal y por qué de hecho tan pocas especies la practican. Un individuo monógamo tiene menores posibilidades de copiarse a sí mismo que aquel que ejerce la poligamia (lo siento, así son las cosas).
Es obvio, entonces, que a un bicho de cierta especie no le conviene emplear tiempo y energía cuidando crías que no son las suyas, y en consecuencia trata de tener la mayor certidumbre parental posible. Los machos de algunas especies de culebras bloquean la cloaca de la hembra después de la cópula para evitar adulterios inesperados, o para poner un ejemplo más dramático, los leones que conquistan una manada matan a las crías del macho perdedor para poder fecundar con su propio material genético a las hembras, que de otra forma (con crías a las cuales cuidar) no serían receptivas al apareamiento. Los datos son aplastantes: sólo una fracción marginal de los mamíferos del planeta practican la monogamia, debido en gran medida a la fertilidad permanente de los machos, en contraste con la limitación de las hembras a continuar reproduciéndose cuando quedan preñadas. Hay excepciones, por supuesto: muchas aves, como los pingüinos, los cisnes o el águila real, son monógamas. Esto posiblemente se explicaría porque en monogamia, y con la colaboración de la pareja, hay más certidumbre de conseguir sacar adelante a una cría (es más difícil que un progenitor lo logre por sí solo). Con todo, estudios de ADN con algunas aves han arrojado resultados asombrosos: 90% de los nidos revisados en un experimento tenían crías procreadas por un macho diferente del que las cuidaba. Aquí la hembra manifiesta otra estrategia evolutiva, consistente en aparearse y reproducirse con un macho vigoroso, y “engañar” a otro macho, dispuesto a acompañarla en el cuidado de los polluelos. Como se puede apreciar, en todo el reino animal los polígamos se inventan toda clase de astucias para evitar ser sorprendidos.
Para regresar a los seres humanos, veamos lo que algunos sexólogos, como la mexicana Vivianne Hiriart, proponen para explicar nuestra tendencia monógama: “Quizá para el macho hubiera sido más conveniente tener varias hembras para diseminar más su información genética, pero en esas circunstancias no le habría sido posible ocuparse de todas, acopiar la suficiente comida, protegerlas del peligro, ni del resto de los machos en épocas de celo. La probabilidad de supervivencia habría sido muy poca. A él también le convenía abocarse a una sola mujer, por lo menos mientras los hijos lo requirieran”. La idea es interesante y se relaciona con una ecuación elemental: siempre será más redituable tener un hijo que sobreviva a diez que no lo hagan. Sin embargo, esta teoría no explica satisfactoriamente la enorme tasa de deserción entre los machos de muchas especies, que seguramente se debe en parte a la capacidad independiente de la hembra para cuidar y proteger a la camada. El científico y divulgador Jared Diamond sugiere que la monogamia obedece en gran medida al ocultamiento del periodo de ovulación de las mujeres, que al no ser evidente impide que el macho sepa cuál es el momento fértil para tener relaciones sexuales. Sea como sea, la monogamia en el ser humano —pese a nuestras reglas y costumbres— no parece estar tan generalizada como algunos creen: 84% de las culturas del planeta permiten que los hombres tengan a más de una mujer, mientras que en el mundo occidental se guardan mucho las apariencias. Diamond aporta un dato escalofriante (con una varianza muy alta, eso sí): entre 5% y 30% de los niños nacidos en Estados Unidos e Inglaterra son producto de relaciones extramaritales.
Lo cierto es que al menos muchos seres humanos tienen tentaciones polígamas. Cada quien deberá forma su criterio y orientación particular; de eso se trata la vida.
Tendemos a “humanizar” las conductas animales y cargarlas de adjetivos. Por eso los perros son “leales”, los pandas “tiernos” y las arañas “repugnantes”. Desmond Morris, el célebre biólogo inglés, hizo alguna vez un experimento en el que pidió a un grupo de niños que enumeraran los diez animales que más les atraían y los diez que les eran menos afines. La primera lista la encabezaron especies como perros, gatos, conejos y caballos, mientras que la segunda estaba conformada por bichos que nos causan horror, como serpientes, arañas y cucarachas. La explicación es evidente: tenemos mucha mayor afinidad por especies con mayor grado de parentesco que por aquellas más distantes evolutivamente, y existe la tentación de asignarles valores que son producto de una construcción social, como, lealtad, fidelidad y generosidad, pero lo cierto es que no hay tal cosa como la “fidelidad” (ni como la “infidelidad”, claro está) entre los animales.
Los seres vivos se rigen por reglas sistemáticas y, como hemos visto, entre ellos el éxito se mide por la cantidad de genes suyos que se representan en las generaciones siguientes; a esto se le llama adecuación. Casi cualquier conducta, por espeluznante o entrañable que nos parezca, está destinada a aumentar la adecuación genética. Ilustrémoslo con un ejemplo.
El bobo de patas azules es un ave marina que habita en las costas del océano Pacífico desde el Golfo de California hasta Perú. Se caracteriza por el color azulado de sus patas y por construir sus nidos en el suelo durante todo el año. Otro rasgo de estos organismos es lo que los biólogos llaman reproducción asincrónica, esto es: si la hembra pone más de un huevo, lo hará con dos o tres días de diferencia entre uno y otro, y en consecuencia, la cría que nazca en primer lugar tendrá un mayor tamaño que la segunda, y así sucesivamente. Si las condiciones de disponibilidad de alimento son escasas ocurrirá algo que nos puede parecer terrible: la cría mayor picoteará y hostigará a la menor hasta causarle la muerte y expulsarla del nido, ante la presencia indiferente de los padres. El fenómeno se conoce como siblicidio (matar a un hermano). ¿Por qué ocurre esto? La adecuación nos brinda la respuesta: si no hay comida suficiente, es preferible llevar adelante una cría que perder dos. Este cálculo elemental e inconsciente nos muestra la crudeza del mundo animal.
Hay muchísimos ejemplos de conductas que nosotros calificaríamos como “infidelidad” o “fidelidad”. Estos comportamientos están regulados de forma inconsciente por las fuerzas evolutivas. Las parejas monógamas, como las ya mencionadas especies de aves, se establecen y generan una relación que dura toda su vida. Frecuentemente ponen dos huevos, y en estas especies también se practica el siblicidio. Sin embargo, otras especies de aves, como el papamoscas tienen un comportamiento que seguramente nos resultará “familiar”. Un macho construye un nido y se aparea con una hembra, que pone huevos en ese nido, y con ello el macho tiene la certeza de la paternidad. Dado que la hembra no es fértil durante la incubación, el macho busca un segundo lugar para construir un nuevo nido (lo suficientemente lejos para que no se advierta la treta) y se aparea con otra hembra. Cuando ésta a su vez pone huevos, el macho regresa a alimentar a los polluelos de su primer nido, a los que brinda preferencia sobre los del segundo. El término humano equivalente a este comportamiento es la casa chica.
¿Qué motiva las conductas de ambas especies? La respuesta se halla en lo que los biólogos llaman presiones de selección. Las condiciones ambientales no son fijas ni estables en todo el planeta; en algunos casos hay abundancia de alimento, en otros escasez. Hay especies con muchos competidores y otras que sufren altos niveles de depredación. Todos estos factores determinan el comportamiento en pareja y el cuidado o abandono de las crías por uno o ambos miembros de una pareja. No se trata de cuestiones que admitan un juicio de valor: aquí no hay conductas buenas o malas. Todas buscan siempre, como hemos visto, maximizar la adecuación genética.
Veamos un ejemplo extremo. La mantis religiosa es un insecto que presenta dimorfismo sexual, es decir, los machos son diferentes de las hembras y tienen un menor tamaño. En ocasiones, durante el apareamiento la hembra decapita a su pareja y luego lo devora. Jared Diamond propone una hipótesis para explicar esta peculiar conducta, en la que el macho no se resiste y en ocasiones propicia su propia muerte. Dadas las condiciones de poca abundancia de alimento y la dificultad de encontrar una pareja, parecería más redituable asegurar que sus genes se expresen en sus futuras crías, aunque ello le cueste la vida (recordemos que la decapitación ocurre en plena cópula). De esta manera el macho mantis aumenta su adecuación y es superior a otros machos vivos que jamás se reprodujeron.
Mi hija María y yo somos aficionados al bádminton, y lo jugamos en un club cercano a casa. Ella es competente, yo no. Hace unos días jugamos en pareja contra dos amigos que iniciaron con un contundente 90 (un partido se juega a 21 puntos). En ese momento propuse suspender la partida e iniciar una nueva, pues no le veía ningún caso a seguir adelante. El desenlace de esta anécdota es irrelevante pero me sirve para ilustrar las conductas de deserción o permanencia con una pareja en el mundo animal. Siempre se está dispuesto a invertir más si hay un esfuerzo previo q.ue cuando éste no se ha dado. Se sabe que de las 4, 300 especies de mamíferos que habitan el planeta, la mayoría carecen de cuidado paterno Las hembras que cuidan solas a sus crías, como los osos polares, invirtieron mucho más en producir los óvulos, en consumir alimento para resistir el invierno y en amamantar a sus crías. El macho simplemente depositó su esperma, lo cual representa una inversión mucho menor. A eso se debe que él esté dispuesto a abandonar a los oseznos, mientras que ella se ve obligada a velar por su descendencia; de no hacerlo, su pérdida (o su inversión desperdiciada) sería mucho mayor. Muchas especies con reproducciones explosivas, como algunos peces, carecen por completo de cuidado por parte de padres y madres; otras no brindan ningún cuidado porque ponen los huevos en lugares donde queden a buen resguardo, como las tortugas marinas, que desovan en las playas.
Podemos concluir, pues, que es imposible trasladar estos comportamientos, instintivos y producto de fuerzas evolutivas completamente carentes de conciencia y dirección, a nuestras conductas humanas, en las que las fuerzas evolutivas también se manifiestan, desde luego, pero de una forma muy sutil, y además están enmascaradas por nuestra enorme evolución cultural... Y cuando digo enorme no lo hago con admiración, ya que estamos plagados de debilidades, sino para expresar la amplia y evidente distancia que hay entre los seres humanos y el resto de los seres vivos que viven y han vivido en la Tierra.