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¿Y los seres humanos?

Origen de la monogamia y el adulterio

Declaro en nombre de la ley y de la Sociedad que quedan ustedes unidos en legítimo matrimonio con todos los derechos y prerrogativas que la ley otorga y con las obligaciones que impone; y manifiesto que éste es el único medio moral de fundar la familia, de conservar la especie y de suplir las imperfecciones del individuo, que no puede bastarse a sí mismo para llegar a la perfección del género humano. Éste no existe en la persona sola sino en la dualidad conyugal. Los casados deben ser y serán sagrados el uno para el otro, aún más de lo que es cada uno para sí.

El hombre, cuyas dotes sexuales son principalmente el valor y la fuerza, debe dar y dará a la mujer protección, alimento y dirección, tratándola siempre como a la parte más delicada, sensible y fina de sí mismo, y con la magnanimidad y benevolencia generosa que el fuerte debe al débil, esencialmente cuando este débil se entrega a él, y cuando por la Sociedad se le ha confiado.

La mujer, cuyas principales dotes son la abnegación, la belleza, la compasión, la perspicacia y la ternura, debe dar y dará al marido obediencia, agrado, asistencia, consuelo y consejo, tratándolo siempre con la veneración que se debe a la persona que nos apoya y defiende, y con la delicadeza de quien no quiere exasperar la parte brusca, irritable y dura de sí mismo propia de su carácter.

El uno y el otro se deben y tendrán respeto, deferencia, fidelidad, confianza y ternura. Ambos procurarán que lo que el uno se esperaba del otro al unirse con él, no vaya a desmentirse con la unión. Que ambos deben prudenciar y atenuar sus faltas. Nunca se dirán injurias, porque las injurias entre los casados deshonran al que las vierte, y prueban su falta de tino o de cordura en la elección, ni mucho menos se maltratarán de obra, porque es villano y cobarde abusar de la fuerza.

Ambos deben prepararse con el estudio, amistosa y mutua corrección de sus defectos, a la suprema magistratura de padres de familia, para que cuando lleguen a serlo, sus hijos encuentren en ellos buen ejemplo y una conducta digna de servirles de modelo. La doctrina que inspiren a estos tiernos y amados lazos de su afecto hará su suerte próspera o adversa; y la felicidad o desventura de los hijos será la recompensa o el castigo, la ventura o la desdicha de los padres. La Sociedad bendice, considera y alaba a los buenos padres, por el gran bien que le hacen dándoles buenos y cumplidos ciudadanos; y la misma censura y desprecia debidamente a los que, por abandono, por mal entendido cariño o por su mal ejemplo, corrompen el depósito sagrado que la naturaleza les confió, concediéndoles tales hijos. Y por último, cuando la Sociedad ve que tales personas no merecían ser elevadas a la dignidad de padres, sino que sólo debían haber vivido sujetas a tutela, como incapaces de conducirse dignamente, se duele de haber consagrado con su autoridad la unión de un hombre y una mujer que no han sabido ser libres y dirigirse por sí mismos hacia el bien.

Epístola de Melchor Ocampo (1859)

Melchor Ocampo fue un político liberal que tuvo una gran influencia a mediados del siglo XIX. Redactó las leyes de Reforma, y en 1859 (casualmente el año en que escribió su famosa epístola) firmó, por instrucciones de Benito Juárez, el tratado McLaneOcampo, que le daba a Estados Unidos el derecho de tránsito a perpetuidad por tres franjas del territorio mexicano, y que le valió un sitio espinoso en el legado histórico de nuestro país, tan lleno de héroes y villanos. Con su famosa epístola debemos ser clementes y ponerla en contexto. Se trata del artículo 15 de la “Ley de matrimonio civil”, promulgada para evitar el monopolio eclesiástico sobre acciones civiles como el enlace matrimonial. Sobre la epístola y su contenido volveremos más adelante.

Hace pocos años escribí una novela cuya protagonista femenina —Nahui— me resultó arrebatadora, al grado de que podría decir que me enamoré de ese personaje de ficción. Sí, los contadores de historias a veces idealizamos a nuestros personajes, que son producto de una curiosa e irregular mezcla de realidad y fantasía. El componente de realidad que construyó a Nahui provino de una querida amiga que era, por decir lo menos, combatiente: una mujer que, con toda justicia, jamás ha permitido que su condición de género la detuviera mínimamente de cumplir con sus planes profesionales, sociales o afectivos. Cuando esta amiga se iba a casar (únicamente en ceremonia civil), al juez responsable se le ocurrió, en un muy mal momento, sugerir la lectura de la tradicional epístola que da inicio a esta sección. ¡Nunca lo hubiera hecho! La respuesta violentísima (y que no consigno literalmente por ser francamente impublicable) fue una rotunda negativa amparada en el argumento de que si el señor juez quería leer epístolas obsoletas y machistas lo hiciera directamente con algún ancestro menos informado.

Pues bien, este texto escrito hace más de ciento cincuenta años nos sirve de ejemplo para analizar varias aristas. Detengámonos, para empezar, en el esquema de la protección y el suministro por parte del hombre a la mujer y trasladémonos a una sociedad de cazadores-recolectores, tribus paleolíticas y mesolíticas que vagaban por el mundo antes del descubrimiento de la agricultura, hace 10,000 años. Como se señaló en el capítulo anterior, los padres de una cría estarán dispuestos a su cuidado en la medida de su redituabilidad. En el caso de una mujer es claro que su inversión de tiempo y energía debido al periodo de embarazo y lactancia era significativamente mayor que la del hombre. Asimismo, este último seguramente tenía más oportunidades de reproducirse, mientras que la mujer al amamantar sufre lo que conocemos como amenorrea, el cese del ciclo menstrual, que la hace infértil mientras dure la lactancia. Un tercer factor sería la certeza de la paternidad: desde el punto de vista evolutivo no es buen negocio cuidar a una cría que porta genes ajenos, en la creencia de que son propios. Parecería, pues, que en aquella época no había muchos incentivos para que los hombres no abandonaran a las mujeres después de que ellas quedaban embarazadas; sin embargo, no lo hacían. ¿Por qué se quedaban juntos para formar una familia? Nuevamente por una cuestión de redituabilidad: si la mujer sola no conseguía sacar adelante a su cría, la inversión del padre perdía sentido; significaba un gasto energético (menor, pero gasto al fin) que no iba a redundar en la reproducción de sus genes. Sabemos que la infancia humana es excesivamente larga comparada con la de otros animales, entre ellos nuestros parientes más cercanos, los primates. Un chimpancé de un año se mueve con soltura por las ramas, y a los seis meses se hace relativamente independiente de la madre. En cambio, un bebé humano de la misma edad, sin el cuidado de sus padres se encuentra absolutamente indefenso. Se asume que este alargamiento de la infancia —conocido por los científicos como neotenia— es un paso evolutivo que nos permite asimilar la enorme cantidad de información que necesitaremos para la vida adulta.

Regresemos a don Melchor Ocampo: “El hombre, cuyas dotes sexuales son principalmente el valor y la fuerza, debe dar y dará a la mujer protección, alimento y dirección, tratándola siempre como a la parte más delicada, sensible y fina de sí mismo, y con la magnanimidad y benevolencia generosa que el fuerte debe al débil”. Olvidando lo olvidable del párrafo sobre fortalezas y debilidades y las cursilerías asociadas, es razonable pensar que en las sociedades de cazadores-recolectores un hijo recién nacido abandonado por el padre tendría muy pocas posibilidades de salir adelante, ya que requiere justamente protección y alimento.

Por eso los humanos tenemos un cuidado biparental. La siguiente pregunta sería: ¿y por qué en pareja? ¿Qué impediría la promiscuidad incluso entre consanguíneos? Charles Darwin nos puede dar algunas pistas al respecto.

Lo primero que debemos saber es que las fuerzas evolutivas no tienen una dirección, y en consecuencia no podemos hablar de organismos “más” o “menos” evolucionados. Sí podemos, en cambio, decir que hay organismos adaptados a su ambiente, como los koalas, que viven en bosques de eucalipto, o las especies polares, que indudablemente se han adaptado a las frías temperaturas de esas latitudes. Sin embargo, las presiones ambientales son variables: se pueden presentar nuevas enfermedades, el alimento escasear o el clima modificarse. En ese momento entra en juego un factor muy importante: la variabilidad genética, es decir, las diferentes opciones de respuesta que los individuos poseen y que pueden ser ventajosas o desventajosas. Esta variabilidad se produce debido a la mezcla de genes que se da en la reproducción sexual, que como se sabe es la que practican todos los vertebrados, grupo al que pertenecemos. Cada uno de los progenitores aporta la mitad del acervo genético, que al mezclarse da lugar a nuevas opciones, que, como decíamos, pueden ser ventajosas o desventajosas. ¿Qué pasa cuando el padre y la madre están emparentados y en consecuencia comparten genes? La diversidad disminuye, y aquellos genes portadores de enfermedades o malformaciones, que son los mismos en padre y madre, se expresarán y producirán crías con muchos problemas.

En 1831, el padre de la teoría evolutiva se embarcó como naturalista en el buque inglés Beagle en un viaje que daría la vuelta al mundo, y regresó a Inglaterra en 1836. Por el momento pasemos por alto su notable aporte a la comprensión de las modificaciones de las especies y concentrémonos en su vida personal. A finales de 1837, un circunspecto Darwin se sentó en su escritorio, pluma en mano, a sopesar un tema vital: ¿casarse o no casarse? Los elementos a favor de casarse eran la compañía en la vejez y el amor por la música y las conversaciones femeninas, mientras que entre las objeciones pesaba mucho la pérdida de tiempo y los compromisos económicos que supondrían sacar adelante una familia. Darwin escribió las siguientes líneas al final de su reflexión:

“Dios mío, es insoportable pensar en pasarse toda la vida como una abeja obrera, trabajando, trabajando, y sin hacer nada más. No, no, eso no puede ser. Imagínate lo que puede ser pasarse el día entero solo en el sucio y ennegrecido Londres. Piensa sólo en una esposa buena y cariñosa sentada en un sofá, con la chimenea encendida, y libros, y quizá música... Cásate, cásate, cásate”.

Y lo hizo. La mujer con la que Charles Darwin se casó el 29 de enero de 1839 era una encantadora dama de la incipiente sociedad victoriana y se llamaba Emma Wedgwood. Todo parecía ir sobre ruedas; sin embargo, había un problema, asociado justamente con la endogamia: Emma era su prima hermana, y la madre de ésta, hija de un primo tercero de Charles.

Un reporte publicado en la revista Bioscience rastreó a los hijos y a veinticinco familiares de los Darwin y encontró datos muy reveladores: tres de los diez hijos de la pareja fallecieron prematuramente un cuarto hijo, muerto de escarlatina, luce en las fotos familiares con deformidades corporales. Otros tres hijos, a pesar de haberse casado, nunca tuvieron descendencia. La conclusión es rotunda: “El perjuicio genético causado por la consanguinidad de la pareja pudo complicar la salud de la descendencia y elevar su mortalidad”.

Se entiende, pues, que las relaciones sexuales consanguíneas son muy costosas y que la evolución no debería favorecerlas. En un artículo publicado en la revista Nature la investigadora Debra Lieberman y sus colaboradores conjeturaron que un mecanismo para evitar el incesto son los sistemas sociales que permiten identificar a quienes comparten los genes, como cuando los hermanos mayores ayudan en el cuidado de sus hermanos más pequeños. En el mismo sentido, la convivencia parece reforzar la aversión sexual. Se han documentado casos en los que hermanos separados al nacer pueden sentir una mutua atracción sexual, que probablemente no experimentarían de haber crecido juntos .

Bien, ya vimos que una de las posibles razones por las cuales el padre de una cría no abandonaría a su pareja es que es preferible tener un descendiente vivo que diez muertos.

El papel de protección, cuidado y alimentación eran vitales en las parejas de cazadores-recolectores, y se sabe como los divorcios. Un segundo factor que podría propiciar la monogamia en los seres humanos tiene que ver con que somos completamente anómalos en lo que toca al establecimiento de relaciones sexuales y a la fisiología femenina.

En efecto, la enorme mayoría de los mamíferos que conocemos cuentan con periodos de celo en los que se encuentran aptos para la reproducción y que son vistosamente anunciados por medio de mecanismos químicos, visuales o conductuales durante el periodo de cortejo. Es un proceso muy complejo y lleno de rituales mediante los cuales los potenciales miembros de una pareja deciden si realizar o no el apareamiento. Las cornamentas de los alces, las colas de los pavorreales o los sacos de colores que portan en el cuello muchas aves son un ejemplo de la forma en que las especies intentan atraer una pareja. Existen danzas de cortejo que pueden tomar literalmente horas, como la de la araña pavorreal (Maratus volans), una especie que apenas mide unos milímetros pero que recurre a un fascinante ritual de cortejo en el que durante un par de horas levanta sus patas delanteras, golpea el tronco en el que habita y despliega la parte posterior de su cuerpo (llamado opistoma), plagada de colores brillantes y llamativos.

En cambio, en los seres humanos el periodo fértil de la mujer, salvo excepciones muy contadas, no se anuncia de ninguna forma. ¿Qué implicaciones tiene esto? La más evidente es que el hombre no sabrá si en el momento de la cópula su pareja está en condiciones de procrear, y en consecuencia no tiene la certeza de que en efecto se haya producido una fecundación. Por lo mismo, y por el tiempo que media entre la cópula y las primeras señales de un embarazo, tampoco tiene la certeza de su paternidad. Una vez más, sería muy mal negocio evolutivo participar en la crianza de un hijo que no es de uno. Los investigadores sugieren que este enmascaramiento de la fase fértil es otra de las razones para el establecimiento de parejas monógamas en los seres humanos.

Iniciamos esta sección con la epístola de Melchor Ocampo, que en el siglo XXI presenta más boquetes que el costado del Titanic 6, y que sin embargo habla de la fidelidad como un precepto a seguir. La fidelidad tiene motivos religiosos y morales, pero no necesariamente biológicos, como veremos un poco más adelante.

Tres veces te engañé

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