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En una casa...

P

equeña de piedra, un poco alejada de las demás, dos mujeres esperaban. Una, a terminar sus días: «Partiré con la lluvia y cuando el río se seque»; el seno del río estaba seco y estéril. La otra, expectante, a comenzar a vivir. La fuerza y la savia nueva de la más joven evidenciaban la decrepitud de la anciana, el relumbre cegador del fuego de la hoguera que comienza a arder frente al débil resplandor del cabo de una vela a punto de extinguirse.

Estaba anocheciendo y, desde que amaneció, el cielo no había dejado de llorar. Era un llanto pausado y sereno, silencioso, formado por minúsculas gotas de agua que trenzan una fina sábana casi transparente que se extiende con la naturalidad de un sudario cubriéndolo todo. El pueblo recibía el agua en un silencio reverencial. Los campos la absorbían agradecidos bajo la vigilante mirada de las montañas que rodeaban el valle.

Las familias que llegaron a pasar los días más calurosos del estío en las viejas casas familiares hacía tiempo que habían regresado a sus respectivas ciudades y a primeros de octubre apenas quedaban cuatro viviendas abiertas. En una de ellas, las dos mujeres aguardaban: una, impaciente por partir; la otra contemplaba su marcha, entristecida y apesadumbrada.

Lucía tenía diecisiete años. Un amplio jersey rojo de lana y unos vaqueros anchos ocultaban su cuerpo joven y prieto despertando a la vida. Los ojos oscuros, ahora tristes y apagados, acentuaban la piel blanca y suave de su rostro, y el pelo rubio recogido en una larga coleta le otorgaba un aspecto dulce y frágil. Nada más lejos de la realidad. Lucía era fuerte, dura, recia como la montaña, como la tierra, y a pesar de su rostro aniñado, su porte y compostura traslucían una madurez y un equilibrio propios de alguien mucho mayor.

Esperanza se consumía por momentos, y mientras dejaba que la vida se apurase, recontaba sus años. ¿Cuántos?... Un montón. Ochenta y muchos, acaso más de noventa. Demasiados. Hacía tiempo que perdió la cuenta. No había podido entretenerse en contar los días que pasaban sobre ella. Había tenido más que suficiente con vivirlos, con lo que estos le trajeron de malo y de bueno. Cuando alguien se extrañaba de que no recordara su edad, siempre contestaba: «¿Acaso un árbol percibe el tiempo que lleva vivo?, ¿o las montañas tienen constancia de si son viejas o jóvenes? ¿Distingue el río si se encuentra en su nacimiento o en su final? No, simplemente están, viven y cumplen el ciclo de la vida». Y Esperanza, postrada en su cama, sabía que el suyo por fin había expirado.

Lucía había esperado ese momento con inquietud. Se lo imaginó muchas veces y la abuela le habló de ello otras tantas; incluso le dio órdenes concretas de lo que tenía que hacer: «Pondrás mi cama en la cocina, cerca del fuego. Desde ese lugar debo marcharme. Son ñoñadas de vieja, pero tú hazme caso. Cuando veas que ya estoy fría, llama a Venancio. Él devolverá mi cuerpo a la tierra. Después, coge el dinero que hay escondido dentro de mi colchón. Será suficiente para que empieces a vivir en la capital. Cierra la casa y vete. No me llores. Allá donde voy, estaré bien».

Ante el gesto triste de su nieta y el inicio de su protesta, Esperanza la atajaba bruscamente: «No te apenes; mi tiempo tiene que terminar. Y estaré contenta de que acabe, porque eso significará que he cumplido. Debes alegrarte por mí».

Y el plazo estaba a punto de expirar. Lucía había estado temiéndolo desde que vio con preocupación cómo el riachuelo comenzaba a disminuir su cauce. Entonces, dio por verdad las palabras que tantas veces escuchó en boca de su abuela: «Partiré cuando el río se seque. Me llevará la lluvia. Ella me trajo a este mundo y ella me sacará de él».

El pequeño arroyo con pretensiones de río atravesaba el prado que se extendía a los pies de la casa. Siempre había llevado mucha agua, pero, poco a poco, desde hacía un par de años, fue consumiéndose sin que en apariencia hubiera explicación ninguna. Al principio, Lucía achacó la disminución de su caudal a los calores de los últimos veranos y esperó que, con las lluvias y las grandes nevadas del invierno, el río recobrara su torrente habitual. Pero, a pesar de lo llovido en primavera y en otoño y de toda la nieve caída durante el invierno, el río fue consumiéndose lentamente y en el último verano terminó de secarse.

Durante todo ese tiempo, Lucía había hecho de su visita diaria al río un ritual. Se levantaba al amanecer y, después de desayunar leche caliente migada con pan y antes de comenzar las faenas diarias, atravesaba la empalizada de la casa y pasaba unos minutos contemplando el arroyo para comprobar cómo iba agotándose al mismo tiempo que veía consumirse a su abuela. Ese hecho, que a Lucía la llenaba de angustia, a Esperanza parecía sumirla en un extraño estado de complacencia. Se diría que esperaba feliz. El río estaba seco, y en cuatro días no había parado de llover. Era tan solo cuestión de tiempo. No por esperado es menor el dolor y más pequeño el desgarro que produce el decir adiós a alguien a quien se ama, por eso Lucía sentía que algo moría también en ella mientras contemplaba cómo su abuela se despedía con pausa de la vida, de ella, de las cosas en las que se reflejaba su existencia.

Sentada al pie de la cama, en la silla de mimbre que de forma habitual ocupaba su abuela, Lucía se abrazó a sus piernas y meció su desconsuelo. Una profunda tristeza la aplastaba y la dejaba menguada, indefensa y pequeña. La sombra abrumadora de la soledad se le pegaba a la piel igual que la hiedra y el musgo se adhieren a la roca cubriéndola toda hasta que musgo y roca se funden, y ya no se sabe lo que es musgo o hiedra y lo que es roca.

Pasó el día yendo y viniendo a la ventana para ver si la lluvia cesaba. Su abuela, incorporada en la cama y con los ojos entrecerrados, la había observado y haciendo un enorme esfuerzo, con voz entrecortada, le dijo: «Vas a marearte con tantas idas y venidas, y eso no va a cambiar lo que tiene que pasar». Por temor a molestar, Lucía no se movió más. No hacía falta; desde donde estaba podía escuchar el siseo del agua al caer con calma sobre los cristales, en una monótona y vacía plegaria. A pesar de que el sonido era prácticamente imperceptible, le dañaba los oídos y el corazón.

La cocina se hallaba sumida en una penumbra rojiza, iluminada tan solo por la lumbre que se consumía en la hornacha. Abuela y nieta estaban en silencio. Esperanza, con la lucidez plena de que su reloj biológico marcaba sus últimos minutos, desgranaba sus recuerdos. Lucía, contemplando la respiración pausada, casi imperceptible de su abuela, hilaba sus pensamientos.

El latido del agua

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