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III Gerardo
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o era del pueblo. Llegó años atrás de la mano de su tío Manuel, siendo apenas un rapaz.. Había perdido a sus padres. Unas fiebres se los llevaron a ambos, uno detrás de otro. En un mes se vio huérfano y desvalido, al amparo y caridad de algunas de sus vecinas, hasta que llegó Manuel, su única familia, y se hizo cargo del muchacho.
Gerardo era extraño. Huraño y violento, creció sin que los esfuerzos de sus tíos templaran y asentaran su carácter. Siempre estaba enredado en líos y peleas con los otros chicos del pueblo. Cuando fue mozo, no quiso pastorear; prefirió quedarse en casa con su tía mientras su tío partía con las ovejas buscando los pastos. De tal manera que, cuando Manuel no estaba, el señor de la casa era él. Su tía, mujer sumisa, lo dejaba hacer por no discutir, pero sufría en silencio su mal carácter y brusquedad, sin contárselo a su marido por temor a que los dos hombres se enfrentaran. Por su talante vengativo y mezquino pronto se vio sin amigos y eso lo convirtió en un hombre solitario y hosco. Lo que deseaba lo cogía, por eso había tenido serios encontronazos con algunos de los vecinos al traspasar las lindes de sus prados y sembrados.
Lo que se lleva dentro se refleja fuera. De Gerardo podría haberse dicho que era un mozo guapo si no hubiera sido porque la crispación constante de su rostro le otorgaba un talante muy desagradable. El ceño siempre contraído que unía sus cejas espesas en una uve, los ojos pequeños, huidizos y de mirada esquiva, y la boca torcida en una mueca entre burlona y cruel le conferían un aspecto nada atrayente que inspiraba aversión.
Cuando decidió casarse, sus tíos lo vivieron como una liberación. Buscó mujer entre las mozas del pueblo y alrededores, pero fue rechazado una y otra vez. Ninguna quiso compartir vida con un hombre a quien su mala fama lo precedía. Después de mucho buscar, encontró novia en una de las aldeas más alejadas; una buena chica, algo mayor que él, de carácter tímido y apocado. Una fea cicatriz, secuela de una quemadura que sufrió de niña, retraía la piel de la mitad de su rostro y tiraba de la comisura de su boca hacia arriba componiendo una grotesca mueca. Por esa razón, estaba quedándose para vestir santos. Su fealdad no le importó a Gerardo. Con que le pariera hijos y trabajara bien a él le bastaba y le valía.
Se construyó una casa a la entrada del pueblo; allí se aposentó y empezó su vida independiente. Pronto vinieron los hijos: primero, María; después, Raquel y, por último, el pequeño Pepín, un niño rollizo y hermoso.
A Gerardo le gustaba cazar, pero no por lo que de noble puede tener esa práctica, sino por el placer de matar. El hecho de quitar la vida lo hacía sentirse superior y siempre se envalentonaba porque sus presas eran las más grandes, hasta que ocurrió el percance del lobo.
Ese invierno fue especialmente duro. Las nevadas comenzaron en octubre y se sucedieron unas a otras sin intervalos. En el monte no había nada que comer, todo lo cubría la nieve, y fue entonces cuando aparecieron los lobos. Primero fue una de las ovejas de Sixto; después, dos cabras de Lucita, y así hasta que prácticamente todos los habitantes de los pueblos de la zona habían perdido algún animal. Se organizaron batidas, aunque sin resultados. Las nevadas constantes ocultaban las huellas y, a pesar de los esfuerzos de todos, no pudieron dar con las loberas. Se pusieron trampas, se azuzó a los perros, pero los intentos de acabar con los ataques fueron inútiles. No había día que no llegaran noticias de algún que otro animal muerto.
Gerardo perdió tres de sus cabras, por lo que la matanza del lobo lo obsesionó. Llegó incluso a salir solo, rastreando huellas. Cuando regresaba a casa sin resultados, llegaba cargado de odio y jurando que no pararía hasta que colgara la piel de un lobo en la pared de su casa.
Pasó el invierno, comenzó el deshielo y, con él, cesaron los ataques. Bajo la nieve que se derretía emergía la hierba verde y fresca. La naturaleza comenzaba a resurgir y a renacer. La primavera se anunciaba espléndida: los árboles retoñaban de hojas, los arroyos y manantiales bajaban de las cumbres, haciendo sonar sus canciones de agua, y las primeras aves comenzaban a retornar y a preparar sus nidos. Los animales que durmieron el invierno despertaban con la tibieza de los rayos de sol… La vida lanzaba su grito.
Todos olvidaron los ataques de los lobos. Todos menos Gerardo. No había semana que no se echara al monte con la única obsesión de abatir alguno. Solía salir solo, pero esa tarde de junio, cuando se adentraba por el lindero que atravesaba el bosque de hayas, se le unió Joaquín, el hijo del esquilador, un muchachote fuerte y robusto con fama de no errar nunca un tiro. De hecho, en las batidas de ciervos y jabalíes, era el que mejores piezas lograba.
Atravesaron el hayedo y comenzaron a subir por el monte. Joaquín hablaba animado:
—Cazar no es matar por matar. De hecho, yo nunca abato más de una pieza. Perseguir y cercar a una presa exige el esfuerzo del cuerpo y también de la cabeza; te hace pensar. Es una batalla entre la inteligencia del hombre y el instinto y la sagacidad del animal perseguido. Dice mi padre que la caza fue el primer oficio de los hombres y que por eso debe merecernos un gran respeto, el mismo que le debemos a la pieza que perseguimos. Ella solo defiende su vida.
Gerardo caminaba a su lado y siempre atento al suelo sin prestar atención a las consideraciones de Joaquín. Ascendían ahora por un terreno escarpado y enredado cuando Gerardo se paró en seco.
—¡Por fin! —exclamó—. ¡Rastros de lobo!
Así era. Se dibujaban con claridad a pesar de lo abrupto del terreno.
Continuaron subiendo guiados por sus marcas, orín y excrementos en las piedras, hasta que se adentraron en una zona donde oquedades horadadas en las paredes rocosas daban lugar a grutas más o menos profundas. Gerardo caminaba atento a las señales, con la mandíbula contraída y la respiración agitada. Ponía sumo cuidado en dónde posaba los pies para amortiguar lo más posible cualquier sonido que pudiera alertar de su presencia. El viento se confabuló a su favor. Soplaba en dirección contraria, por lo que tampoco podría olfatearlos. Acariciaba su escopeta cada vez que presumía que podría encontrarse con el lobo.
Joaquín seguía sus pasos sin osar pronunciar palabra. Un par de veces que intentó hablar, la mirada fría y cruel de Gerardo lo silenciaron, acompañada del gesto de su mano sobre la boca. Joaquín se arrepintió de haberse unido a ese hombre, y hasta deseó que sus esfuerzos se vieran abortados y no se cruzaran con ningún lobo. Pero las señales eran inequívocas: los lobos estaban muy cerca.
A punto estuvieron de cumplirse los deseos de Joaquín, porque casi pasaron de largo. Pero algo alertó a Gerardo, que volvió sobre sus pasos. Despojos de animales —los lobos nunca devoran del todo a sus víctimas— se hallaban dispersos entre la maleza. Siguiendo los rastros, llegaron hasta una zona de profusa vegetación de brezos y escobas tras la cual encontraron la entrada de la guarida: una pequeña cueva que se adentraba en la roca.
Los dos hombres se miraron. Dentro se oían ruidos: uñas que rascaban la tierra, pisadas que se acercaban y se alejaban. No había duda, en la oquedad se revolvía un animal.
Gerardo y Joaquín se alejaron un par de metros y se apostaron pacientes frente al cubil; tarde o temprano, el lobo saldría. Los dos aguardaron expectantes. Poca fue la espera. No pasaron más de cinco minutos cuando una hermosa loba asomó por la entrada de la cueva. De pronto, todo se hizo silencio. Las chicharras que se ocultaban en la maleza y las rapaces que sobrevolaban las cimas habían enmudecido, y hasta el sol parecía haberse detenido. Gerardo, pálido y sudoroso, con el pulso latiéndole en las sienes, encaró la escopeta y esperó a que el animal terminara de salir. Joaquín, tranquilo, lo imitó.
Cojeaba, una costra de sangre reseca le cubría casi toda la pata derecha y estaba preñada; su abultado vientre indicaba que le quedaba poco para parir. Al verse sorprendida, erizó el pelo del lomo, enseñó con fiereza los colmillos y comenzó a gruñir. Se paró ante ellos con la cabeza baja y las patas flexionadas en una clara posición de ataque, pero no se movió.
Gerardo sonrió en una mueca burlona y cruel, presto a disparar. Joaquín, que había bajado su arma, sujetó el brazo de Gerardo.
—No dispares. Está herida y a punto de parir. No tiene ninguna intención de atacar. Es mejor que nos retiremos despacio y la dejemos en paz. El macho no andará lejos.
Gerardo, con un movimiento brusco, se zafó de la mano de Joaquín. Volvió a apuntar a la loba y apretó el gatillo de su escopeta. No lo oyeron llegar, ni supieron de dónde había salido, pero el proyectil se incrustó en el lomo de un enorme lobo que con un salto impresionante se había interpuesto entre ellos y la hembra. El estampido atronó el aire. El lobo cayó al suelo a pocos metros de Joaquín y de Gerardo, quienes, sorprendidos por la inesperada aparición del animal, retrocedieron unos pasos.
El lobo yacía malherido, con su mirada fija en aquellos dos hombres que portaban en sus manos un instrumento de muerte. La loba, gimiendo, se acercó al macho y les hizo frente. Las miradas de los lobos y de Gerardo se cruzaron durante unos instantes. Cuando percibió el odio que emanaba de los ojos de aquel hombre, el lobo se supo derrotado. Herido como estaba, no podía defenderse ni proteger a su hembra. Supo que no le quedaba otra opción que seguir el código de honor que llevan escrito en sus genes los de su raza: el vencido se tumba patas arriba y le ofrece la garganta a su rival como signo de rendición absoluta. El vencedor, desde ese momento, da por terminada la pelea y el perdedor no se revuelve cuando se ve libre. Sí, había sido vencido sin que en realidad se hubiera producido lucha ninguna.
Sangrando profusamente, se arrastró hacia ellos, se tumbó sobre su espalda y les mostró el cuello y la parte inferior del abdomen en franca señal de sumisión. Estaba ofreciendo su vida para salvar la de su pareja.
Gerardo no se conmovió. Recuperado del estupor que le produjo la aparición del lobo, con un rápido y certero disparo abatió a la loba. La detonación se extendió por el aire. Las montañas se hicieron eco y el sol se ocultó de pronto tras los picos. Nada se oía, excepto la respiración agitada de Gerardo, que se complacía y saboreaba su momento de triunfo y de muerte.
El lobo sintió cómo su compañera caía cerca mientras mantenía sus ojos fijos sobre la figura de aquel hombre. En su mirada se mezclaba el dolor por la muerte segura de su hembra y la confusión y la extrañeza de que se hubiera trasgredido una ley inalterable.
—¿Por qué lo has hecho? ¡Ya tenías a tu lobo, se había rendido! ¿Por qué matar a la hembra? —le preguntó Joaquín, sintiendo que la ira lo dominaba. Cerró los puños y apretó los dientes para controlar el deseo de golpear a ese hombre.
Gerardo no se molestó en contestar. Se acercó a la loba y se la echó sobre los hombros. ¡Tendría su piel sobre la pared de su casa!
Joaquín sintió asco.
—Espera, hay que rematar al macho. No lo dejes malherido —insistió, viendo que Gerardo se disponía a regresar. Le apuntó con su escopeta para darle el tiro de gracia, pero Gerardo se lo impidió interponiendo delante el cañón de su arma.
—Ni se te ocurra disparar. Será una lección para el resto de la manada, que lo rematen y se lo coman los buitres.
Joaquín desistió. En los ojos de Gerardo alentaba una extraña expresión de locura que daba miedo.
Nadie en el pueblo, advertido de lo ocurrido por Joaquín, hizo comentario alguno sobre lo acontecido en el monte. Cuando Gerardo contaba su «hazaña», se cambiaba de conversación o se le respondía con el silencio. Nadie hizo referencia alguna a la muerte de la loba, hasta que comenzaron a oírse los lamentos.
Ocurrió a finales del mes de octubre. El otoño, lluvioso y airón, había despojado de hojas a los árboles, preparándolos para recibir al invierno. Naturaleza y hombres se apresuraban para que los primeros fríos que traerían las nieves no los cogieran desprevenidos. Las aves hacía tiempo que habían migrado. Los animales tenían preparadas sus madrigueras. Los campos fueron barbechados y abonados; las patatas, recogidas y almacenadas en las paneras, igual que las pacas de paja que servirían de alimento al ganado se amontonaban en los graneros. Las alacenas de las casas ya guardaban las legumbres, el sebo, el queso, la manteca, la miel, y en las leñeras se apilaba suficiente madera para alimentar en los meses de frío la hornacha y la lumbre. Todo estaba hecho y dispuesto. El cierzo, duro y gélido, soplaba entre las cumbres que apuntaban al noroeste. Tan solo quedaba esperar a que de nuevo la nieve lo cubriera todo.
La noche en la que se escuchó por primera vez el lamento del lobo era oscura y sin luna. Al principio parecía tratarse del ulular del viento atravesando los riscos y los desfiladeros del valle, pero la cadencia con la que se sucedían los gemidos era imposible que la produjera el aire.
—Sabía que la muerte de la loba traería consecuencias —le dijo Esperanza a Lucía la primera vez que lo oyó al tiempo que le ordenaba asegurar bien la tranca que cerraba la puerta de la casa—. La naturaleza hará justicia. Nadie queda impune cuando se transgreden sus leyes —añadió.
Lucía se apresuró a obedecer. No entendió muy bien el significado de esa frase que parecía un enigma, pero, por entonces, con apenas diez años, ya había comprobado que su abuela nunca hablaba en balde, pues más tarde o más temprano se cumplía lo que sentenciaba.
Esa noche apenas pudo cenar; se le atragantaban las sopas de ajo que su abuela le había preparado y se sobresaltaba cada vez que el lobo volvía a aullar. Poco después, temblando en su cama, pasó mucho rato despierta escuchando el lamento del animal, que parecía estar muy cerca. Se diría que el aullido salía del hayedo por el que se aventuraba el camino que llegaba hasta el pueblo. Y sí, así era, el lobo estaba realmente muy cerca, demasiado. El grito lastimero que se expandía por el aire llegando hasta el último rincón del monte se interrumpía durante unos momentos para volver a repetirse. Era un sonido nítido, lleno de una fuerza y un sentimiento que estremecían. A pesar de su miedo, Lucía escuchaba asombrada. Nunca había oído un lamento tan triste; incluso podría decirse humano. Era un llanto amargo, doloroso, lento, largo, lleno de melancolía.
La proximidad del lobo volvió a alterar la tranquilidad de la aldea. Gerardo instó a los hombres a que organizaran batidas y salieran para darle caza antes de que empezara a matar, pero nadie secundó su iniciativa. El invierno no había llegado y en el monte todavía quedaba comida más que suficiente. El lobo no atacaría al ganado.
Viendo que no lo seguirían, por la mañana temprano, Gerardo se echaba al monte con la obsesiva intención de darle muerte al lobo y regresaba furioso sin ningún resultado al atardecer. Por las noches sentía tan cerca al animal que casi podía oler su aliento cuando trataba de otearlo en la oscuridad desde el dintel de la puerta de su casa; pero de día no había rastro alguno. Si no fuera porque no creía en esas cosas, habría pensado que era algo fantasmal.
Las cosas continuaron así más allá de una semana. Los aullidos se sucedieron invariables todas las noches, hasta que de pronto dejaron de oírse. El día siguiente a la última noche en la que se escuchó al lobo amaneció radiante. El sol lucía regalón en el cielo. Sus rayos perezosos se esparcían en la atmósfera, acentuando los colores ocres y dorados de la mañana. Parecía que el pueblo y los prados se hallaban inmersos en un halo de mágica luz que se reflejaba en el cielo azul, sin una nube. Las montañas que lo rodeaban semejaban áureos gigantes que vigilaban que nada alterara la quietud y el equilibrio, como si cualquier pequeño suceso pudiera romper en mil pedazos la armonía de ese día en el que todo y todos parecían encontrarse exactamente en su sitio y en su lugar.
Gerardo, al igual que venía haciendo en las últimas jornadas, antes de que el sol llegara al mediodía y con la escopeta al hombro, salió de su casa. Se detuvo unos instantes con su hijo Pepín, que jugaba sentado en la puerta. Pepín era un niño sanote y hermoso. Acababa de cumplir tres años y era la debilidad de su padre. Gerardo acarició la cabeza del pequeño y desapareció por el camino que se adentraba en el monte. Y allí estuvo hasta bien pasada la hora de comer, por eso no vio cómo nada más alejarse apareció la niebla. En un principio fueron pequeños cúmulos de nubes que coronaban las cimas más elevadas, para después convertirse en lenguas blancas que descendían deprisa por las laderas de la montaña absorbiéndolo todo. A su paso desaparecían, como si de magia se tratara, los árboles, los campos de labor, el arroyo, los apriscos, las casas... En pocos minutos, la niebla lo engulló todo, dejando al pueblo sumergido en una bruma blanquecina y estática. El sol lucía sobre ella, pero sus rayos no llegaban a atravesar esa capa lechosa que había transformado un día luminoso en oscuridad.
Lucía observaba a través de la ventana. «Esta niebla no es normal», dijo su abuela, y realmente era un fenómeno extraño. Muchas veces, muchas, la niebla los visitaba y a Lucía le gustaba introducirse en ella, pasear y recrear un espacio mágico e irreal en el que se dejaba llevar por su fantasía infantil. Siempre la recibía con alborozo, la sentía su amiga. Pero ese día parecía distinta; era una niebla espesa, meona, espectral, que sumió al pueblo en una sucia mortaja. Un escalofrío le puso la piel de gallina y de manera instintiva se alejó de la ventana.
La bruma se disipó tan rápido como había aparecido. Fue replegándose como si obedeciera una orden silenciosa, dejando que la luz entrara y se instaurara de nuevo. La mañana recobró su pulso, hasta que se quebró por un grito que atravesó el pueblo de parte a parte. Tras él, sobrevino de nuevo el silencio para repetirse instantes después.
Esperanza, seguida de Lucía, salieron a la calle. Con la cara descompuesta, subía corriendo la mujer de Gerardo.
—¡Mi hijo! ¡No encuentro al niño! —gritó cuando llegó hasta donde ellas estaban—. ¿Habéis visto a mi hijo?
—No, no lo hemos visto. Estamos muy lejos de tu casa. ¿Cómo podría haber subido hasta aquí? Es muy pequeño —dijo Esperanza.
—No lo encuentro, no sé dónde está. Cuando bajó la niebla, jugaba en la puerta de casa. Fui a meterlo dentro, pero ya no estaba. Lo he buscado por todas partes, lo he llamado, pero no aparece, no contesta.
La madre, en su desesperación, se movía sin parar mientras hablaba al tiempo que, llorando, gritaba el nombre del pequeño.
—No te preocupes, mujer —intentaba tranquilizarla Esperanza—. Los rapaces siempre están dando sobresaltos. Seguro que cuando bajó la niebla se asustó y se habrá escondido en algún sitio; puede que hasta se haya quedado dormido y por eso no responda. Cálmate, mujer, que seguro que aparecerá.
La madre, enloquecida, volvió a recorrer las calles del pueblo voceando el nombre del niño:
—¡Pepín, Pepín! ¿Habéis visto a mi hijo? —les bramaba desquiciada a los vecinos que salían de sus casas al reclamo de sus gritos.
Todos buscaron al pequeño… Se registró casa por casa, pajar por pajar, las paneras, los apriscos, los prados cercanos, el arroyo. Nada, no había rastro del niño. Cuando Gerardo llegó a su casa, su mujer salió a su encuentro y, entre sollozos, le explicó lo sucedido. Como un loco, recorrió de nuevo todo el pueblo, aullando el nombre de su hijo.
El niño no apareció. Después de días de infructuosa búsqueda, lo dieron por perdido. Cada uno pensó lo que quiso: unos, que se cayó en algún pozo cercano; otros, que llegó hasta los prados, se introdujo en alguna hura y luego no pudo salir; algunos, que se precipitó a una poza del arroyo… Esperanza, cuando Lucía le preguntó sobre ello, le repitió:
—La naturaleza hace justicia y pone las cosas en su lugar. Lo que hoy está arriba, mañana puede que esté abajo. No hay nada que no tenga consecuencias, todo se refleja.