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IV Un siseo
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rocedente de la cama donde reposaba Esperanza apartó a Lucía de sus recuerdos. La abuela salmodiaba palabras ininteligibles con los ojos cerrados. Parecía rezar. Su rostro estaba sereno, relajado, apenas alterado por ese ligero movimiento de sus labios. Lucía se acercó a la cama y se inclinó frente a ella; escuchó y la tomó de la mano.
Al sentir el tacto de su nieta, Esperanza esbozó una sonrisa.
—Tranquila, mi niña, estoy repasando mis cosas —le dijo con un hilo de voz apenas perceptible.
Fuera era noche cerrada. Dentro, en la casa, el silencio invadía todas las esquinas. De pronto, Lucía, alertada por algo, se levantó y… No, no podía ser, era imposible, pero estaba segura de haber oído el gorgoteo del arroyo bajando en cascada caudalosa, igual que cuando se inicia el deshielo. No, no era posible, su imaginación estaba jugándole una mala pasada. Hizo intención de sentarse, pero el sonido se repitió. Temblando, se dirigió a la puerta y la abrió.
La lluvia se había hecho casi invisible, apenas una finísima capa formada por minúsculas gotas que caían silenciosas; nada se oía fuera. Cerró la puerta y, confusa, con el corazón acelerado, regresó junto a su abuela. Apretó fuerte los ojos para contener las lágrimas, y el recuerdo de la voz de Esperanza ocupó su mente de nuevo:
—Debes empaparte de la vida, sumergirte en todo lo que sientes y vives. No puedes pasar por ella de puntillas. Eso es pecado. Tienes que abrir tu espíritu y tu corazón, alertar los sentidos para reconocer y hacer tuyos sonidos, imágenes, olores, colores. Aprende a reconocer el lenguaje de la naturaleza. Ella nos habla, escúchala. Es tu mejor amiga y la mejor de las maestras.
—Abuela, ¿la lluvia son las lágrimas del cielo? —le preguntó una Lucía de siete años mientras miraba a su abuela remover la tierra con el azadón donde después sembrarán las patatas.
Esperanza, sin detenerse, le contestó:
—Las lágrimas guardan una gran riqueza. Son un regalo. Ellas expresan todo tipo de sentimientos. Se llora de alegría, de emoción, de tristeza, de rabia o de dolor, y también de amor. Las lágrimas son preciosas, mi niña, y no deben desperdiciarse; por eso no hay que llorar por tonterías y sin causa justificada. Sí, la lluvia son las lágrimas del cielo.
—Entonces…, ¿a través de la lluvia, la naturaleza nos dice lo que siente? —continuó preguntándole la pequeña.
—Así es. La furia: cuando el cielo se rompe en truenos y relámpagos y el agua cae con fuerza demoledora, como para hacer daño, destrozando y machacando los frutos recién nacidos, o doblando y macerando las mieses del cereal y curvando las ramas de los árboles. La alegría: esa lluvia vivaracha y racheada que va de acá para allá en los días de primavera, jugueteando con la luz del sol, risas y lágrimas, para diluirse después en un arcoíris. La tristeza: lluvia fina, persistente, cansina, de los días grises de finales de otoño, cuando ya está a las puertas el invierno. Lluvia de ceniza, de ánimas y muertos. Las lágrimas son agua y el agua es el bien más preciado de la naturaleza. El agua es vida.
Lágrimas tristes caían del cielo desde hacía cuatro días; las mismas que lloraba Lucía mientras vigilaba la respiración cada vez más débil de su abuela. Su piel había adquirido poco a poco el color cerúleo que precede a la muerte. Su rostro se afilaba cada vez más y sus labios finos, amoratados, permanecían ya inmóviles. Sus ojos, en los que hasta hacía muy poco seguía brillando una fuerza y una luz que hacía olvidar sus muchos años, estaban cerrados.
Esperanza podía sentir a su nieta triste y apenada. Ella, en cambio, estaba feliz, esperando marcharse… ¡Ya tardaba! Todo estaba repasado y cumplido. Y se iba tranquila, ya que no dejaba a Lucía sola.