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Introducción

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“Aceptar que todo es un esfuerzo, entender que todo es una tensión” (G. K. Chesterton).1

Todo cristiano estaría de acuerdo con la idea de que la palabra “conversión” evoca el inicio de su experiencia real con Dios. A fin de cuentas, se transformó en algo común escuchar al cristiano afirmar que la conversión fue una experiencia de transformación; o, haciendo alusión al significado de la palabra en el texto griego original, un completo “cambio de rumbo”.

Para mí, la conversión también significó cambio. Abrió camino para un período en el que, aparentemente, había encontrado el sendero definitivo para la alegría y el contentamiento en la vida espiritual. El propósito de Dios parecía estar cumpliéndose satisfactoriamente en mí.

Algunas cosas todavía me impresionan cuando pienso en los cambios que mi conversión trajo como consecuencia. Por ejemplo: a pesar de que mi madre me había llevado a la iglesia desde pequeño, yo detestaba escuchar sermones o participar de estudios bíblicos; era como enfrentar un pequeño suplicio. Solamente con saber que estaría dos horas “preso” dentro de la iglesia, obligado a asistir al culto y todo lo demás, ya era suficiente para que comenzara un dolor de barriga.

Sin embargo, después de mi conversión, hacía uso del púlpito de la iglesia sin ningún tipo de vergüenza, predicando a un auditorio de quinientas personas. Tras bambalinas, coordinaba estudios bíblicos para jóvenes de mi edad. Pasaba más tiempo en la iglesia que en casa. La conversión, realmente, cambió las cosas. No obstante, lo que experimenté durante aquel tiempo no permaneció durante los siguientes años. Como una estación de lluvias que va llegando al final, mi espiritualidad dejó de demostrar la frescura del comienzo.

Al principio, creía que era solo una debilidad espiritual pasajera; posiblemente provocada por la ausencia de oración. Buscaba cumplir mis votos fielmente ante Dios; pero a pesar de todo, definitivamente, alguna cosa se había perdido. Entonces escuché a aquel predicador decir que la conversión conducía al cristiano a la experiencia conocida como “el primer amor”. Sin embargo, también afirmó que ese período no duraba para siempre. Mi mente quedó confusa. ¿El primer amor había pasado en mi experiencia? ¿Qué vendría después?

Desde ese momento, encuentro a cristianos que me cuentan –algunos entre lágrimas– sobre el sentimiento de nostalgia del período inmediatamente posterior a la conversión. Hablan de la alegría contagiosa de aquellos días, del deseo incontenible de hablar de Jesús a otras personas, de la satisfacción que sentían al participar de un culto en la iglesia, de la facilidad de ver el lado bueno de las personas; en fin, de la experiencia gratificante y palpitante que desdichadamente se había disipado. Muchas de esas personas tienen algo en común: el final del primer amor trajo consigo un período de crisis espiritual. A partir de ese punto, comenzó un nuevo ciclo. Un ciclo en el que las crisis vienen y van.

Leyendo sobre el asunto, descubrí que el problema no afecta solamente a los cristianos contemporáneos; a lo largo de los últimos dos mil años, personas que profesaron la fe en el Salvador, como Agustín, Blas Pascal, Martín Lutero y la Madre Teresa de Calcuta tampoco escondieron sus duras luchas del ejercicio diario de la espiritualidad. Algunos relataron sus dificultades sin dar vueltas; mira cómo Juliana de Norwich expresó su drama:

Él me mostró un gran placer espiritual sentido en el alma, y en él estaba repleta de eterna seguridad, firmemente sustentada, sin ningún terror doloroso. Ese sentimiento era tan positivo y espiritual que yo estaba enteramente en paz, en calma y en reposo, de manera que nada en la Tierra podría perturbarme.

Eso duró poco tiempo. Después, fui cambiando y me abandoné a la depresión, cansada de la vida y asqueada de mí misma; de manera que solamente a duras penas preservé la paciencia para continuar viviendo. Yo no tenía ningún confort, ninguna calma, excepto la fe, la esperanza y la caridad; esas yo tenía de hecho, aunque las sintiera muy poco.2

Al enfrentarme con una experiencia semejante, inevitablemente fui llevado a ciertos cuestionamientos: ¿qué puedo esperar de la experiencia cristiana después de que pasa el período del primer amor (la conversión)? ¿Por qué, después de ir de la duda a la fe, regresé a la duda? ¿Qué debo hacer cuando miro mi espiritualidad actual y me siento un fracasado?

Esas inquietudes fueron las que me estimularon a escribir este libro. Inquietudes que todavía no se solucionaron del todo, debo confesarlo. Sin embargo, quiero adelantar, y dejar bien en claro que no es mi objetivo presentar una serie de respuestas supuestamente satisfactorias para el problema, ni demostrar que la Biblia tiene explicación para todo. Escribo esto como un ejercicio, como una parte de mi peregrinación espiritual. Una especie de viaje cuyo objetivo es sacar el máximo provecho del paisaje y después contarles a algunos amigos las cosas nuevas que haya descubierto.

* * *

He usado el púlpito de diversas iglesias para intentar dar respuestas ante las crisis espirituales. Es difícil decir si lo que predico es realmente aquello que las personas quieren o necesitan escuchar. Lo que me deja incómodo, sin embargo, es la percepción de que las respuestas que presento no siempre se transforman en la experiencia de fe más satisfactoria de las personas. No es raro visitar a algún miembro de mi propia iglesia que está atravesando una crisis espiritual y percibir que las dudas y el desánimo continúan allí, incluso después de que haya escuchado un sermón sobre “La victoria en Cristo” en el último culto.

Eso me entristece, pero no tanto como en el comienzo de mi ministerio pastoral. En aquella época, no entendía lo que sucedía en algunos cristianos que no demostraban ninguna reacción al estímulo espiritual que, yo suponía, mis sermones dejaban; y se alejaban. Sentía ganas de abordar a determinada persona y preguntarle: “¡Ey! ¿Cuál es tu problema? ¡Jesús es vida! ¡Jesús es alegría! ¡Sonríe!”

Hoy, por más doloroso que sea reconocerlo, padezco a veces de los mismos síntomas. Hay momentos en los que Dios parece tan distante que me siento cercado por la incertidumbre y la tentación del desánimo. Hasta imagino lo que escucharía si le contara esto a un miembro de mi iglesia. ¿Serían las mismas palabras de advertencia que tantas veces yo mismo utilicé (y a veces, todavía pronuncio) en el púlpito? O, quién sabe, ¿una reprimenda educada de un dirigente cristiano con más experiencia?

Bueno, reconocer que tengo duras luchas en la vida cristiana no significa que haya desistido. A fin de cuentas, en la vida del cristiano, todo día es un día para aprender y madurar. Los desafíos de la espiritualidad traen algo como una especie de experiencia necesaria. Como afirmó Thomas Merton: “Dios, a veces, se entrega a nosotros desde donde parece más distante”.3

* * *

La verdad es que la vida cristiana es un inmenso desafío. Para comenzar, existe el problema del pecado. Es difícil aceptar que, incluso cuando nos entregamos a Jesús sin reservas, nuestra naturaleza pecaminosa no desaparece. Siempre tuve dificultades con aquellas frases repetidas hasta el cansancio por algunos cristianos como, por ejemplo: “¡El pecado no reinará en su corazón si Jesús está allí!” O: “¡Usted necesita orar más para vencer al pecado!” Aunque lo intentara, me sentía como disminuido para alcanzar la realidad de tales afirmaciones. No tardé mucho en darme cuenta de que, cuando mi preocupación principal era el deseo de no pecar, pensaba más en el pecado y me sentía más desanimado. Decididamente, el pecado simplemente no se iba de mi vida. E incluso cuando ocurría, continuaba pensando en él, en cómo reaccionaría si regresara. Todo este asunto se hace estresante y se transforma en una incómoda obsesión.

De hecho, la naturaleza pecaminosa es una gran carga. Pero lo que realmente es difícil de aceptar es el dolor que surge de donde menos se debería esperar: la iglesia. Es difícil pasar una semana sin encontrar a alguien que se sienta decepcionado con la iglesia. No estoy refiriéndome a las personas que enfrentan problemas de relación con otros cristianos, sino a aquellos que no encuentran en la iglesia el consuelo o la motivación para enfrentar las dudas y las crisis espirituales. No es que la iglesia sea realmente la culpable, pero, en algunos lugares, se utiliza el púlpito más para llamar la atención de los pecados de los miembros (aunque no estoy diciendo que esto no sea necesario) que para enfatizar la gracia de Dios. Cierta señora que fui a visitar me dijo que desistió de frecuentar la iglesia porque estaba cansada de escuchar a los predicadores decirle cómo debería actuar, hablar, vestirse, alimentarse, etc.

Obviamente, estoy citando dificultades que no alcanzan a la totalidad de los creyentes. La experiencia con Dios puede ser tan diferente de una persona a otra que aprendí a ni siquiera sugerir generalizaciones. Sin embargo, lo que la mayoría de las personas con quienes he tenido contacto afirma es que la más grande de las batallas consiste en mantener una comunión diaria y sustancial con Dios. ¿Es Dios real en el vivir cotidiano?

El filósofo humanista y escritor de bestsellers Luc Ferry afirmó recientemente que, a pesar del aumento del número de personas que concurren a la iglesia en los últimos años, ninguna de esas personas moriría por el dios que profesan. Dijo además:

Hoy, en el Occidente, nadie más acepta morir por un dios, un país, un ideal. Hay, sin dudas, religiosos extremistas en el Islam. Hay gente en Chechenia o en Osetia dispuesta a morir por la nación. Pero estoy plenamente seguro de que no hay ciudadanos con tales intenciones en Alemania, en Francia o en los Estados Unidos […]. Más que nunca, vivimos en un mundo en el que la religión no es suficiente para darle al hombre las respuestas que busca.4

Me pregunto si Ferry dice eso como una provocación a los cristianos, o si el problema se hace evidente frente a la dificultad cada vez más grande que tienen los cristianos contemporáneos para demostrar hasta qué punto la fe es esencial e innegociable. Parece que muchos creyentes no logran llevar adelante una vida religiosa significativa.

El problema de la comunión con Dios y las demás dificultades que mencioné serán abordados con más profundidad en la primera mitad del libro. Presentaré casos reales de personas en crisis espiritual con las cuales trabajé de manera muy cercana. Tal vez tú, como lector, te identifiques inmediatamente con esos ejemplos; tal vez, no. Sin embargo, serán como pequeños puntos de luz que nos llevarán hasta el sendero de la insustituible gracia de Dios. La gracia y la esperanza serán los temas de la mitad final del libro.

Mientras escribía, pensando siempre en cómo podría ayudar a aquellos que enfrentan crisis espirituales, una frase de C. S. Lewis siempre me daba vueltas en la mente. Él afirmó:

Hay un sentido en el cual ningún médico cura jamás. Los mismos médicos serían los primeros en admitirlo. Lo mágico no está en la medicina, sino en el cuerpo del paciente, en la “vis medicatrix naturae”, es decir, la energía recuperativa o autocorrectiva de la Naturaleza. Lo que el tratamiento hace es simular las funciones naturales o evitar lo que las impide.5

No tengo la pretensión de curar las crisis espirituales de nadie. Tampoco creo que las elucubraciones y las especulaciones humanas puedan resolver todos los anhelos del corazón de una persona. Sin embargo, como cristiano, acepto por la fe que Jesús es el gran Médico y que, enfermo por el pecado, estoy en tratamiento. Al recibir a Jesús cada día en el corazón, creo que se genera tal “magia” señalada por Lewis. Cristo estimula las funciones de la naturaleza espiritual que me concedió y remueve aquellas que causan perjuicio.

* * *

Conviviendo con cristianos, he notado que nada es tan perjudicial para la vida religiosa que sentir que la religión no tiene efecto. En la vida de muchos, comienza el proceso espiritual con grandes certezas y expectativas; pero, a medida que pasa el tiempo, la duda y la frustración inundan el alma como una gotera constante. Las promesas bíblicas parecen infundadas… y el silencio de Dios se hace desagradablemente agudo. En ese punto, muchos desisten completamente; otros preguntan qué se puede hacer al respecto.

“En este mundo afrontarán aflicciones” (Juan 16:33)6, afirmó Jesús. No creo que estuviese hablando meramente de las persecuciones religiosas que sus seguidores sufrieron a lo largo de los siglos o de la lucha de muchos para proveer alimento para su familia. Sin duda alguna, se refería también a las aflicciones espirituales. Lo que pasa en el corazón nos afecta más que cualquier cosa. Si, como cristiano, no me siento bien espiritualmente, de alguna manera eso va a alcanzar mis decisiones y elecciones diarias. También estoy convencido de que únicamente cuando estoy seguro con Dios me sentiré bien conmigo mismo. Mientras escribo, oro al Padre para que, hasta el fin del libro, nos ayude a encontrar puntos de apoyo que serán determinantes en días en que el suelo no parece firme. Por ahora, recuerda esto: “No podemos sentir hoy la paz y el gozo que sentíamos ayer; pero deberíamos asirnos por la fe de la mano de Cristo y confiar en él tan plenamente en la oscuridad como en la luz”.7

1 G. K. Chesterton, Ortodoxia (San Pablo: Mundo Cristão, 2008), p. 31.

2 James Stuart Bell y Anthony Palmer Dawson, A Biblioteca de C. S. Lewis (San Pablo: Mundo Cristão, 2006), p. 17.

3 Thomas Merton, Homem Algum É Uma Ilha (Campinas: Versus, 2003), p. 126.

4 Luc Ferry, entrevistado por Gabriela Carelli, “A família virou sagrada”, Veja, 22 de octubre de 2008, p. 17.

5 C. S. Lewis, Los milagros (Nueva York: HarperCollins, 2006), p. 221.

6 Las referencias bíblicas utilizadas corresponden a la Nueva Versión Internacional, excepto cuando se indique otra versión.

7 Elena de White, Mensajes para los jóvenes (Buenos Aires: ACES, 2017), p. 108.

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