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2 Fe escondida

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“La gran paradoja de nuestro tiempo es que muchos de nosotros estamos ocupados y aburridos al mismo tiempo” (Henry Nouwen).16

Mientras me preparaba para escribir este libro, leí diversas obras de autores cristianos, buscando algún relato sobre creyentes frustrados con su espiritualidad; quién sabe, alguien que describiera sus luchas y decepciones a lo largo del camino. Sin embargo, para mi sorpresa, no encontré mucho escrito sobre este tema. Me preguntaba: ¿estoy queriendo escribir sobre un problema que la mayoría de los cristianos no tiene? ¿O será que muchos cristianos son tentados (estimulados) a esconder sus frustraciones debajo de la alfombra?

Bueno, tal vez haya esperado mucho; a fin de cuentas, a nadie le gusta hablar sobre sus fracasos. Pero los pocos que se aventuran por ese camino dejaron claro que las crisis existen, sin lugar a dudas; y que son más numerosas de lo que nos gustaría admitir. El escritor Calvin Miller afirmó: “Casi todos vestimos la fe cristiana como un discipulado que no nos queda bien en el cuerpo, como un traje barato que nos deja incómodos durante la mayor parte de la vida”.17

Al comienzo de mi jornada cristiana, nadie me contó cuán desafiante y estimulante podría ser la lucha de la fe. Eso me llevó a creer que tendría que ser perfecto como los héroes cristianos del pasado. Quedaba encantado con las historias de lo que Dios realizaba por ellos y cómo siempre vencían. Bueno, eso era lo que leía en las cortas biografías de hombres como Francisco de Asis, John Wesley, David Livingstone, Charles Spurgeon o Dwight Moody. Personas que hoy creemos extraordinarias y que, de alguna manera, cambiaron el mundo a su alrededor. Sin embargo, después de un tiempo me creía pésimo, pues no encontraba ningún eco de aquellas personas en mi propia experiencia. Quería desesperadamente ser como ellos, pero la realidad de mi vida cotidiana me dejaba en claro cuán lejos estaba del supuesto ideal. Resultó que yo no sentía más tanto placer en leer sobre la vida de esos “santos hombres”.

Es claro que los grandes cristianos del pasado también tenían sus luchas espirituales. Pero lo que me consoló fue escuchar relatos de amigos que me contaban sus propias frustraciones. Al escuchar una de esas historias de la vida contemporánea, me iba a dormir sintiendo la cabeza atontada. Al mismo tiempo que sentía tristeza por la persona, mi mente parecía decirme: “Mira, tú no eres el único que lucha con las crisis espirituales”. Entonces, por más extraño que parezca, dormía mejor.

* * *

Agustín de Hipona acostumbraba pedir a Dios que examinara sus debilidades con una mirada de compasión. Me encuentro constantemente pidiendo exactamente lo mismo. Durante algunos años creí que tenía que perfeccionarme, transformarme en alguien mejor. Después de mucho correr sin salir del mismo lugar, me di cuenta de que soy un rebelde que necesita desesperadamente de redención. Cuando las cosas no van bien, mi real necesidad es entregarme nuevamente a Cristo y recibir de él perdón y poder.

En realidad, la mayor lucha reside exactamente en rendirse, en someterse; nuestra naturaleza no está dirigida hacia esas cosas. Cuando siento necesidad de Dios, se hace difícil no notar cuán egoísta y orgulloso soy. Es como si al aproximarme a la luz, la mancha del pecado se revelara en su totalidad. Eso, muchas veces, me lleva a Jesús en busca de purificación. Sin embargo, hay momentos en que simplemente dejo la situación como está, y al día siguiente experimentaré un sentimiento incómodo mayor que el del día anterior. Saber cuál es el camino correcto y no andar por él es un drama de la naturaleza humana.

“El camino de los seguidores es apretado”, afirmó Bonhoeffer. “Fácilmente pasa desapercibido, es fácil no atinar con él; fácilmente lo perdemos incluso ya estando en él. Es difícil encontrarlo”.18 Pasó un tiempo, después de mi conversión, para que yo aceptara que la vida de la fe puede crecer y prosperar un día y desmoronarse al otro. Aunque viviera el problema, en mi mente no podía creer que el cristiano enfrentara el tedio y la frustración. Era como si el solo pensar sobre el asunto fuera pecado. Entonces, de manera insistente, una pregunta martilló mi cabeza durante meses: ¿son esos sentimientos normales en la vida del cristiano?

* * *

Hubo un momento, después de mi conversión, en que armé una imagen en mi mente de cómo debería ser el cristiano perfecto. El cristiano ideal, pensaba, sonreía todo el tiempo, no cedía a las tentaciones, conocía la Biblia muy bien y siempre era una influencia positiva, en favor del evangelio, para alguien. El problema es que cuanto más me imaginaba ser el cristiano ideal, más frustrado me sentía. El cristiano perfecto de mi imaginación siempre era mejor de lo que yo era. Al principio, me decía a mí mismo que el problema era mi falta de experiencia en las cosas con Dios. Como el tiempo fue pasando y no alcancé el estado de perfección, me preguntaba: “¿Qué es lo que me está faltando?” Sin respuestas, me irrité con el supercristiano de mi mente. Fue una crisis espiritual profunda para mí. Lo que más me intriga cuando me acuerdo de eso es que en ningún momento oré contándole el problema a Dios.

A esta altura, alguien podría decir que no soy más que un esquizofrénico espiritual. Sin embargo, mira lo que sucedió algunas semanas después: estudiando con más cuidado la Biblia (hablaremos del factor “Biblia” más adelante), noté que no tenía que ser un supercristiano. Dios no espera de mí una perfección que como pecador nunca podré alcanzar; no me pide volar a una altura que no puedo alcanzar. Eso me tranquilizó bastante, y la crisis espiritual que me perseguía hacía tanto tiempo se deshizo.

Brennan Manning afirmó: “Transpiramos debajo de diversos ejercicios espirituales como si fuesen concedidos para producir un Míster Universo cristiano”.19 Bien, a veces me sentí exactamente así: un atleta de la fe que tenía que crear músculos mayores de lo normal. Trabajé duro para llegar a ese ideal, y lo único que gané fue una dolorosa lesión.

Conozco algunos cristianos que luchan con su espiritualidad, que se esfuerzan por alcanzar un patrón inalcanzable. No sé bien de dónde viene esa tendencia de creer que tenemos que ser más de lo que podemos, pero una cosa sí se: no viene de la Biblia. Cada vez que termino de leerla, tengo la nítida impresión de que Dios nos trata de la única manera que realmente va a ser determinante: no como si fuese un espectador o un hincha fanático que desea que lleguemos a la línea final a cualquier costo, sino como un amigo que corre con nosotros, gritándonos palabras de aliento y dándonos un vaso con agua cada vez que tenemos sed.

“Corramos con perseverancia la carrera que tenemos por delante” (Heb. 12:1), dice el autor de Hebreos. Llegar al final de la carrera espiritual es el sueño de cualquier cristiano. Pero ¿por qué muchos dejan de correr? ¿Qué esperar, cuando somos tentados a desistir? Herny Nouwen presenta la cuestión de la siguiente manera:

Mientras creemos que nuestros dolores y luchas nos vinculan con nuestros semejantes, hombres y mujeres, y de este modo nos asocian a la lucha humana común por un futuro mejor, estamos predispuestos a aceptar una tarea exigente. Pero cuando pensamos en nosotros mismos como espectadores pasivos que no tienen una contribución que hacer a la historia de nuestra vida, nuestros dolores no son ya dolores de crecimiento y nuestras luchas ya no ofrecen nueva vida, porque entonces tenemos el sentimiento de que nuestras vidas terminan con nosotros y no nos conducen a ninguna parte.20

Sinceramente, ser un mero espectador es mucho más fácil que sudar la camiseta corriendo. Cuando miro la famosa carrera de San Silvestre por la televisión, me parece fácil afirmar que un corredor en la parte de atrás del pelotón está realizando poco esfuerzo. No soy yo quien está allá. No son mis músculos los que se están quemando; no es mi pie el que se está hinchando. Siendo apenas un espectador, nunca voy a entender correctamente por qué todo el empeño de ese atleta vale la pena, así como no voy a experimentar la gloria de la llegada.

Pero ¿qué ocurre cuando estás corriendo sin voluntad de correr? ¿Estaríamos ocupados y, peor, aburridos al mismo tiempo? No son pocos los cristianos que encajan en tal descripción. La vida cristiana comienza venturosa y, después de un tiempo, las cosas espirituales pierden su encanto. Podemos continuar en la iglesia o repitiendo nuestras oraciones diarias, pero enseguida notamos que alguna cosa no está bien.

* * *

No es raro que personas me busquen después de un culto para contarme cómo fueron a la iglesia sedientas de escuchar una palabra de ánimo. Agradecen por haber recibido lo que estaban buscando. Sin embargo, de vez en cuando, alguien más valiente afirma que la teoría se presenta muy distante de la práctica. En esos momentos no sé muy bien qué debo responder. En muchas ocasiones, tengo la impresión de que mis explicaciones no producen ningún cambio.

Tiempo atrás encontré a una señora que había frecuentado una iglesia en la que yo había sido pastor. Algunas veces estuve en su hogar, orando con ella, con su esposo y su hija. Ya habíamos conversado sobre las espinas que se presentan en el camino del cristiano. Aquel día ella dijo:

–No estoy yendo más a la iglesia.

–¿Qué ocurrió? –pregunté.

Suspiró y dijo:

–Bueno… no sé exactamente qué decirle; pero creo que me cansé.

–¿Se cansó? ¿Cómo es eso de “me cansé”?

–Me cansé de las personas de la iglesia, de los mismos sermones de siempre, de la monotonía de la alabanza; en fin, me cansé de todo.

La franqueza de esta hermana me tomó por sorpresa. Quedé pasmado no tanto por el contenido de su comentario, sino por el coraje de exponer claramente lo que sentía. Entonces, después de una larga pausa, le pregunté:

–¿Y de Jesús?… ¿Se cansó de Jesús también?

Ella quedó pensativa durante un tiempo y después afirmó:

–Yo amo a mi Salvador; pero… las cosas son… tan complicadas…

Sus contundentes palabras, más la entonación de la voz y la mirada distante, fueron suficientes para que yo desconfiara del problema. Ella era una más en la lista de frustrados espirituales. ¿Qué debía decirle?

Desgraciadamente, me he encontrado con muchas personas que, al igual que esta señora, han dicho: “¡Me cansé!” Los más conservadores podemos afirmar que se trata de un problema de falta de fe. No tengo esa seguridad. Juzgar la fe ajena parece ser una actitud muy temeraria, aunque en algunos casos la fe pueda haberse extinguido realmente. Lo que ningún cristiano maduro puede dejar de reconocer, de ninguna manera, es el hecho de ser igualmente tentado a desistir. ¿Quién de nosotros no se imaginó, aunque haya sido por algunos minutos, abandonando todo?

Para que el creyente llegue al punto de abandonar el sendero espiritual algo, innegablemente, tuvo que haberse perdido en el camino. En determinado momento de su vida, C. S. Lewis destacó que la alegría tiene una gran característica: “Quien la haya experimentado, deseará que vuelva”.21 La experiencia de la conversión, tan determinante en la vida de quien la experimenta, no siempre se extiende por el tiempo que nos gustaría. “¿Cómo hago para volver a tener la vida que tenía en la época que conocí el evangelio?”, me preguntó alguien. Cuando el mejor momento de la experiencia de vida queda como encajonada en un pequeño cajón del pasado, la nostalgia puede alejar mucho la frescura de la marcha en el presente. Si el cristiano pasa de un momento de plenitud y alegría a otro de aridez y fracaso, ¿qué debe hacer? Jerónimo escribió:

Nadie es más feliz que el cristiano, pues a él le está prometido el reino de los cielos; nada es más desgastante, pues todos los días él corre el riesgo de perder la vida. Nadie es más fuerte que él, pues él triunfa sobre el diablo; nadie es más débil, pues es derrotado por la carne. […] El camino que se recorre es resbaladizo, y la gloria del éxito es menor que la desgracia del fracaso.22

Cuando visito a un cristiano que me dice que está pensando en desistir, me acuerdo del relato del apóstol Juan, en el sexto capítulo de su Evangelio. Allí encontramos el famoso sermón de Jesús que fue el divisor de aguas en su ministerio. Antes de predicar aquel mensaje, las personas lo seguían porque estaban eufóricas. Jesús había realizado muchos milagros, entre ellos, la increíble multiplicación de los panes y los peces, que alimentó a una multitud de más de cinco mil personas. El pueblo entró en estado de conmoción, creyendo que el tan soñado día de la liberación había llegado. Aquel que anduvo sobre el mar y mandó que la tempestad se calmara, debería ser coronado como el nuevo rey.

Cuando Jesús advirtió que estaban por arrebatarlo como nuevo monarca, se apartó sin muchas explicaciones. Fue a orar en el monte. Estaba triste. “Mucha gente lo seguía”, escribió Juan en el inicio del capítulo. ¿Por qué lo seguían? “Porque veían las señales milagrosas que hacía en los enfermos” (vers. 2). Llega a ser trágico que los milagros que Jesús realizaba de alguna manera impedían que las personas vieran su carácter y su misión. Ese es el motivo que llevó a Jesús a predicar un mensaje contundente y claro, que desdichadamente dolió a oídos del pueblo.

Él dijo cosas tales como: “Yo soy el pan de vida”; “Trabajen, pero no por la comida que es perecedera”; “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna”. Jesús estaba dejando en claro qué tipo de alimento realmente da vida a alguien. Después de que él terminó el mensaje, el resultado fue relatado con espantosa seriedad por el apóstol Juan: “Desde entonces muchos de sus discípulos le volvieron la espalda y ya no andaban con él”.

La respuesta de Pedro a la pregunta del Maestro fue: “Señor, ¿a quién iremos?” (Juan 6:27, 48, 54, 66–68). Chesterton logró captar la importancia del “a quién” sin perder de vista el “dónde”. Afirmó:

Exactamente como yo buscaría en el desierto agua fresca, o trabajaría en el Polo Norte para hacer una hoguera, así he de sondear la vastedad y el vacío de la visión de la Tierra hasta descubrir alguna cosa fresca como el agua y reconfortante como el fuego; hasta descubrir algún lugar en la eternidad donde yo esté literalmente en casa. Y existe solo un lugar así para descubrir.23

Si la vida espiritual a veces se revela difícil o aburrida, conviene recordar que Jesús todavía es el “Pan de vida”. Si el cuerpo físico necesita alimento, de igual manera lo necesita el cuerpo espiritual. Posiblemente, mis luchas y frustraciones indiquen que las energías se están agotando y que necesito alimento de manera urgente. Incluso cuando pierdo el hambre por estar enfermo, tengo que someterme a la orden de alimentarme; solo de esa manera sentiré alguna mejoría. Dijo Jesús: “Yo soy el pan vivo que bajó del cielo. Si alguno come de este pan, vivirá para siempre. Este pan es mi carne, que daré para que el mundo viva” (Juan 6:51).

16 Henry Nouwen, Tudo se Fez Novo (Brasilia: Editora Palavra, 2007), p. 33.

17 Miller, Nas profundezas de Deus, p. 20.

18 Dietrich Bonhoeffer, Discipulado (San Leopoldo: Sinodal, 2004), p. 119.

19 Brenan Manning, O Evangelho Maltrapilho (San Pablo: Mundo Cristão, 2005), p. 17.

20 Nouwen, ibíd., p. 37.

21 Lewis, Cautivado por la alegría (Madrid: Ediciones Encuentro, 2008), p. 22.

22 Jerónimo, citado por Yancey, O Deus (In)visível, p. 179.

23 Chesterton, Ortodoxia, p. 252.

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