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1 Rutina inalterada
Оглавление“Por supuesto, concuerdo totalmente en que la religión cristiana es, a la larga, un consuelo inefable. Pero no comienza en el consuelo; comienza en el desaliento” (C. S. Lewis).8
Cuando alguien decide ser bautizado en mi iglesia, yo sé que lo visitaré. Primero, le ofrezco las felicitaciones al nuevo creyente por su decisión de permanecer al lado de Jesús. Después, le hablo del significado del bautismo y refuerzo lo que él ya ha aprendido. Entonces, en la última parte de la visita, le comento lo que puede esperar de la vida cristiana y de la comunión con la iglesia. En ese momento, la mayoría de las personas acostumbra tener la misma reacción: señalan positivamente con la cabeza y sonríen. Algunas hasta agregan pequeñas contribuciones, hablando del asunto como si realmente lo comprendieran. Y ahí está el problema: ellas no tienen ni la más mínima idea de lo que les espera en esta nueva jornada espiritual. Hubo una vez que un señor llegó a darme un pequeño “sermón” sobre cómo él ayudaría a solucionar los problemas de la iglesia. Algunos meses después, él ya no estaba en la congregación. Cuando lo encontré, su principal frase fue: “Es más complicado de lo que pensé”.
Yo hablo con las personas sobre su futuro espiritual porque creo que de alguna manera eso las va a ayudar. Sin embargo, allá en el fondo de mi corazón sé (por experiencia a lo largo de los años) que mis palabras marcarán poca diferencia cuando aparezcan las primeras dificultades. Estoy totalmente de acuerdo con la afirmación de G. K. Chesterton: “Por lo tanto, toda convicción completa está envuelta en una especie de desamparo”.9 No pasa mucho tiempo y algunas de esas personas me vuelven a buscar, relatando sus frustraciones. Quedo con el corazón afligido. Pero lo que me causa especial inquietud es encontrar en ellas una especie de eco de mis batallas espirituales. Y más: percibo en tales experiencias la lucha constante y a veces persistente que la vida cristiana parece exigir. Y no es nada fácil lidiar con eso.
Constantemente, mientras estoy escuchando a alguien de mi iglesia contarme sobre sus batallas con la espiritualidad, busco en mi memoria las escenas de su bautismo, aquel momento de emoción y alegría en el que los ojos brillan y el corazón se acelera. ¿Adónde se fue esa sonrisa?
Cierta vez, después de un culto de domingo a la noche, una señorita de mi iglesia me buscó para hablar. Los jóvenes acostumbran conversar en pequeñas rondas después de las reuniones. Cuentan anécdotas y sonríen con felicidad. Ella formaba parte de ese grupo; sin embargo, ese día parecía distante de todos. Con la mirada fija en el suelo, entre lágrimas, me dijo que estaba en crisis espiritual: “No consigo orar más ni leer la Biblia. Me siento fracasada y sin fuerzas”. Mientras balbuceaba algunas palabras, me puse a pensar en cómo podría responder sus inquietudes. ¿Qué era lo que necesitaba escuchar? A fin de cuentas, yo también tengo momentos de frustración y sé que no siempre las explicaciones teológicas satisfacen un corazón angustiado y en descompás espiritual. Frente a mi indecisión, ella dijo algo que me dejó más arrasado aún: “No siento más lo que sentía en la época en que me bauticé. Me gustaría volver a sonreír con el corazón, como hacía antes”.
“A veces, los cristianos se sienten como Sísifo –afirmó R. C. Sproul–. “El progreso parece tan lento en la vida cristiana que parece que estamos en el mismo lugar, girando sobre ruedas, redoblando nuestros esfuerzos y perdiendo terreno”.10 La mención de Sproul del héroe de la mitología griega nos fuerza a pensar en los desajustes de la vida cristiana. Sísifo fue condenado al infierno eterno por haber ofendido a los dioses. Como castigo, tendría que empujar una gigantesca piedra hasta la cumbre de la montaña. Cuando finalmente llegara a la punta, la piedra rodaría de vuelta hasta el punto de inicio. Allá se iba el héroe, a bajar la montaña para empujar la piedra otra y otra y otra vez. La misión nunca terminaba.
Cuando la vida espiritual no está bien, surgen muchas preguntas. Comenzamos a cuestionar nuestras elecciones y nuestras acciones. La experiencia de la conversión parece una luz que quedó atrás, no alumbra ni calienta más el corazón. Entonces, el desánimo puede llevarnos a un distanciamiento aún mayor, dejándonos tan lejos de Dios que, cuando nos damos cuenta, se abrió un pequeño abismo y parece imposible retornar.
El profeta Jeremías en cierto momento de su vida afirmó: “La vida se me acaba, junto con mi esperanza en el Señor” (Lam. 3:18). ¿Cuántos cristianos frustrados no se identifican con sus palabras? Como en la historia de Sísifo, parece, a veces, que nuestra experiencia con Dios se resume en una rutina monótona y desgastante, donde el corazón y el estudio de la Biblia conviven con períodos de aridez espiritual completa. Cuando una persona enfrenta una crisis espiritual y, finalmente, resuelve desistir, ¿quién estaría en condiciones de condenarla?
* * *
Durante el período en que cursaba la enseñanza secundaria, yo no era un alumno, digamos, esforzado (¿o debería decir motivado?). Trabajaba durante el día y estudiaba en la noche. Repetí un mismo curso tres años seguidos a principios de la década de 1990. Comenzaba los estudios en febrero, esperando que el año terminara lo más rápido posible; pero, cuando se aproximaba agosto o septiembre, desistía y no aparecía más por el colegio. Frente a las vehementes protestas de mis padres y de mi conciencia pesada, intentaba justificarme con pensamientos del tipo: “¡Estoy muy mal en las materias, no voy a pasar de año de ninguna manera!” O: “Puedo vivir la vida sin completar mis estudios”. No le contaba a nadie que, en el fondo, no aguantaba más todo eso de ecuaciones matemáticas, tabla periódica y verbos transitivos indirectos. Sin embargo, inexplicablemente, cuando empezaba el nuevo año lectivo, allá estaba yo, otra vez en el salón de clases.
Cuando recuerdo aquel período de estudiante, viene a mi mente mi trayectoria espiritual. Muchas veces inicié un nuevo ciclo de espiritualidad, sintiéndome feliz y victorioso, para enseguida terminar desanimado y perplejo. Si, en algún momento, la espiritualidad del cristiano alcanza un nivel de inconformidad semejante al que sentía en aquella época en el colegio, ¿por qué simplemente no desistir?
Pero la decisión de desistir o proseguir no se toma sin antes cuestionarnos las propias motivaciones, como bien expresó Dietrich Bonhoeffer:
¿Quién soy yo? ¿Este o el otro? Soy los dos al mismo tiempo, hipócrita delante de los demás. Y delante de mí mismo, ¿un débil despreciable y miserable? ¿O existe aún algo dentro de mí, como un ejército derrotado, huyendo desordenado de la victoria ya alcanzada?
¿Quién soy yo? Mis preguntas solitarias se burlaban de mí.11
Cuando la religión parece ineficaz, tenemos la impresión de que las preguntas se “burlan” de nosotros. Desistir puede ser el siguiente paso. Pero ¿y si esas preguntas nos llevaran a encontrar el camino perdido? “El placer de comer y beber es nulo si no lo precede la molestia del apetito y de la sed”,12 afirmó Agustín.
Cuando pienso en los motivos que me hicieron regresar al aula de clases en la enseñanza secundaria, el miedo de sentir remordimiento en el futuro pesaba más que cualquier otro factor. Es decir, temía que un día tuviera que hacerme la pregunta: “¿Por qué no lo intenté?” Ver a mis amigos avanzando en la vida profesional, ganando dinero y comprando lo que soñaban, mientras yo estuviera en terreno resbaladizo, en un empleo con salario mínimo, me llevó a evaluar una vez más mis prioridades. La vida sería trabajosa de cualquier manera, y debía aprovechar el tiempo para prepararme mejor para enfrentarla. Yo tenía que volver a la escuela.
Como un cristiano en lucha, reconozco que los caminos que llevan al desánimo espiritual son (aparentemente) mucho más numerosos que los que nos conducen al contentamiento. Cuando Dios parece distante, comienzo a pensar en cómo los héroes bíblicos luchaban con ese problema. Alguien con una visión más romántica diría que no tenían tiempo para disturbios espirituales. Pero me resulta difícil creer que entre los siervos de Dios del pasado no haya habido muchos que sintieran frustraciones en su experiencia con Jehová. Me pregunto, por ejemplo, ¿qué pensamientos inundaban la cabeza de Moisés después de una semana en que Dios no daba señales de vida y el pueblo lo criticaba duramente como la causa de sus problemas en el desierto? ¿Cómo quedaba el corazón de David después de una madrugada entera acostado en la trinchera, junto con su ejército, esperando una señal del Cielo para avanzar contra el enemigo o huir de él? ¿Y el apóstol Pablo? Frente a la oposición de su propio pueblo, más lo incómodo de tener dos naturalezas luchando por la posesión de su vida (como él mismo se lo confesó a los romanos), ¿cómo serían sus noches de sueño?
Mis sugerencias en relación con las desventuras espirituales de los personajes bíblicos no tienen como objetivo, de ninguna manera, llevar a alguien a dudar de la grandeza de esos individuos. Mi intención es no dejar pasar la oportunidad de sugerir un problema que –creo personalmente– alcanza a los hijos de Dios desde que el pecado entró en la historia humana. El propio autor de Hebreos, al celebrar la famosa galería de los héroes de la fe, afirma que todos ellos “sacaron fuerzas de flaqueza” (Heb. 11:34). No cabe duda de que nadie es fuerte todo el tiempo. ¿Cuál es el problema de reconocer que no siempre las cosas funcionan bien en la relación con Dios? Como todo cristiano maduro sabe, hay días en que la crisis espiritual aparece sin pedir permiso. Por otro lado, en algunos casos, la debilidad puede estimular al cristiano a buscar una fe que no sospechaba que poseía. El apóstol Pablo afirmó: “Cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Cor. 12:10).
¿Cuántos cristianos pueden afirmar que nunca tuvieron días de desánimo? El escritor Philip Yancey relata en uno de sus libros lo que decidió decirle a Dios cuando enfrentaba un tiempo de crisis espiritual:
A veces, te trato como a una sustancia, un narcótico como el alcohol o el Valium, cuando preciso de una dosis a fin de abandonar la dureza de la realidad o terminar con ella. Otras veces, huyo de este mundo cayendo en un mundo invisible imaginario; y la mayoría de las veces realmente creo que existes, tan real como este mundo de oxígeno, plantas y agua. ¿Pero cómo hacer lo inverso, y dejar que la realidad de tu mundo, o tú, entre y transforme la melancolía entorpecedora de mi vida diaria, de mi yo diario? […] A veces, me transporto a tu mundo y te amo. También aprendí a convivir bien con ese mundo. Pero ¿cómo puedo conciliar los dos mundos? Esta es mi oración, yo creo: creer en la posibilidad de cambiar. Viviendo mirándome a mí mismo, se hace difícil divisar el cambio. Con mucha frecuencia parece que se trata de comportamiento aprendido, de adaptaciones al medio ambiente, como dicen los científicos. ¿Qué debo hacer para dejar que cambies mi existencia, mi naturaleza, para que yo sea más parecido a ti? ¿Será esto realmente posible?13
John Donne afirmaba que sus ascensos de fe llegaban y se evaporaban como una tremenda fiebre. La idea de la enfermedad viene a mi mente siempre que pienso en mis desvíos espirituales. Tal como una enfermedad crónica, hay momentos en que la mejoría es considerable y hay otros en que la situación empeora nuevamente. Nunca hubo un día en que logré decir que estaba completamente sano.
Constantemente me pregunto si esa incomodidad no es de alguna manera providencial. Como pecador, tengo la necesidad diaria de buscar a Dios. ¿De qué manera percibiría eso si no existiera una espina para incomodarme? Tal vez el poeta Donne experimentó algo parecido, pues afirmó que se sentía mejor cuando temblaba de miedo.14
* * *
Nosotros, los predicadores, acostumbramos afirmar que Jesús es el único que puede llenar el vacío del corazón humano, haciéndonos eco de una famosa frase de Blas Pascal. Y, de hecho, es eso lo que creemos. Sin embargo, no acepto fácilmente la idea de que cuando alguien pasa por la experiencia de la conversión, el vacío del corazón no vuelve nunca más. Si eso fuese verdad, bastaría la conversión y todo estaría solucionado; el cielo sería aquí. Sin embargo, no encontré hasta hoy un solo cristiano que me revelara que la conversión es una solución para todo. Es como si la vida de este mundo de pecado siempre encontrara un pequeño orificio para el agujero negro. Cuando este comienza a aumentar, queriendo jalarme hacia adentro, es hora de ir a Jesús y clamar por socorro.
Jesucristo es el único que puede dar sentido a nuestra vida, y yo sé de eso porque lo experimenté por mí mismo. Pero la vida cristiana no está conformada solo de éxtasis y alegría. Las espinas existen, y en diversas oportunidades lastiman mucho. Cuando la crisis espiritual llega y la fe se vuelve vacilante, intentamos encontrar una salida, pero no siempre aparece en el momento y de la manera en que la esperamos.
En ningún momento, sin embargo, deberíamos olvidar que el amor de Dios por nosotros continúa tan fuerte como antes. No es porque la fe anda tambaleante que la misericordia divina vaya a abandonarnos. La promesa de Jesús fue: “Estaré con ustedes siempre” (Mat. 28:20).
Mi hija de ocho años, Jéssica, acostumbra tener momentos de valentía y, a veces, de irritante independencia. Es común que yo le pida algo y escuchar inmediatamente la pregunta: “¿Por qué?” Cuando tengo poca voluntad para dar las debidas explicaciones, le pido que confíe en mí. Hay días en los que esto surte efecto; en otros, no. Me decepciona cuando parece que ella no confía. Pero como siento un amor inmenso por ella, su desconfianza me hace sentir el deseo de abrazarla, decirle que la amo y que nunca permitiría que algo la lastimara.
Hoy sé que Dios me trata de una manera semejante. Si la vida me lleva a ciertos cuestionamientos acerca de la fe, Dios estará esperando para hacerme comprender lo más importante: su eterno amor por mí.
“Tan compasivo es el Señor con los que le temen como lo es un padre con sus hijos” (Sal. 103:13). Elena de White confirma: “El corazón de Dios suspira por sus hijos terrenales con un amor más fuerte que la muerte”.15 Como puedes ver, somos hijos amados del Padre y nuestros tropiezos no cambian esa verdad que conforta.
8 Lewis, Mero cristianismo (Chile: Editorial Andres Bello, 1994), p. 38.
9 Chesterton, Ortodoxia, p. 139.
10 R. C. Sproul, Como Viver e Agradar a Deus (San Pablo: Cultura Cristã, 1998), p. 16.
11 Dietrich Bonhoeffer, citado por Calvin Miller, Nas Profundezas de Deus (San Pablo: Vida, 2000), p. 89.
12 Agustín de Hipona, Confesiones (Buenos Aires: Losada, 2005), p. 217.
13 Philip Yancey, O Deus (In)visível (San Pablo: Vida, 2001), p. 16.
14 John Donne, Sonetos de Meditação (Río de Janeiro: Philobiblion, 1985), p. 71.
15 White, El camino a Cristo (Buenos Aires: ACES, 2014), p. 18.