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EL TREN AZUL.
CONSIDERACIONES PASTORALES
EN TORNO A LA MUERTE

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Después de casi veinte años de ministerio sacerdotal, más los que he vivido previamente alrededor del llamado «fenómeno más universal», en expresión de Karl Rahner, creo que puedo hacer un sencillo aporte para laicos, sacerdotes, religiosas y religiosos en torno al tratamiento pastoral del acompañamiento de las personas que nos dejan y sus familias, así como la preparación y posterior celebración de exequias y funerales. En este año de 2017 he celebrado el entierro de mi abuela Juana el mismo día que cumplía cien años, que fue como su fiesta de entrada en el cielo. El cirio se convirtió en la gran vela del banquete del «cumpleaños» eucarístico. Unos meses más tarde he tenido que despedir a mi tío Bernabé, que era mi padrino de bautismo, dos días después de la celebración de su santo. Utilicé la etimología de su nombre –«el que anima y entusiasma»– para indicar cuál fue la misión de mi tío, una persona que mostraba con la fuerza del testimonio el camino de la bondad. Ambas celebraciones en Algodonales, uno de los pueblos blancos de la provincia de Cádiz, rodeado de sierra, olivares y el cielo del sur. La geografía, la situación de la iglesia o del cementerio pueden ayudar a asimilar de un modo natural el paso de las generaciones y de lo que es la propia vida.

Entiendo que, a la hora de presidir unas exequias, con o sin eucaristía, es necesario tomar contacto previamente con la familia del difunto. Normalmente, los sacerdotes articulamos bien la teología y estamos llamados a hablar de la esperanza de la resurrección, de la vida a la que Cristo nos da entrada por el Misterio pascual. Pero si todo esto se hace bien contextualizado, tratando de ver cómo la persona que despedimos ha procurado vivir la fe o los valores del Evangelio, facilita el proceso del duelo de la familia y nos sirve a todos para encontrar razones para la acción de gracias por la vida que ponemos en las manos del Padre. Además, aunque las personas que mueren han tenido sus limitaciones y pecados, lo cierto es que también resplandece en ellas la huella del Creador. Tan solo en una ocasión, en todos estos años, recuerdo cómo una familia, antes de la eucaristía de funeral, me pidió que no hiciera ninguna referencia a la vida de la persona por la que la ofrecíamos, porque decían que había sido muy mala con ellos y que mejor omitir cualquier comentario.


Un tren por la Cerdaña


No me ocurrió esto con la familia de Joan. Había muerto en el hospital, con 55 años, afrontando una leucemia. Aunque llevaba enfermo desde hacía algún tiempo, la muerte se precipitó casi sin que la esposa y los tres hijos se diesen cuenta. Él fue un hombre trabajador que disfrutaba especialmente de la convivencia familiar y veraniega en la Cerdaña (Pirineo gerundense). Allí solían utilizar el conocido tren groc –tren amarillo– o canario, que les proporcionaba la contemplación de un maravilloso paisaje. La imagen del tren la utilicé en la homilía de la misa corpore insepulto en la parroquia de la Mare de Déu de Gràcia, de Sabadell:


Los viajes no siempre son fáciles. Las vías, con frecuencia, sobre todo en la Cerdaña, han de sortear diferentes elementos geográficos que son difíciles y pronunciados, pero que pueden convertirse en oportunidad para contemplar algo único. Joan estaba convencido de la necesidad del esfuerzo, del trabajo bien hecho, de las exigencias que conlleva la aventura que es vivir, de aplicar con todos ecuanimidad y justicia. Además, la constancia, la perseverancia, la entrega fueron claves en la travesía de su existencia. Hoy las recibís como herencia, como recuerdo, sobre todo como brújula para continuar hacia el horizonte del Amor, que, como nos decía san Pablo (cf. Rom 14,7-9), es vivir para los otros.


Luego quería además unir esta imagen ferroviaria con el destino de la vida de Joan. De ahí me vino el cambio de color:


No podemos quedarnos en la estación de la muerte. La muerte no es el final del viaje de Joan, sino la Vida. No nos quedamos ni en el miedo ni en el desconsuelo. Ahora vosotros podéis estar más unidos a él por unos lazos que ya no os separarán jamás. Ahora, más que con las palabras, hablaréis con una comunicación nueva, de corazón a corazón, con Joan, que os seguirá cuidando y protegiendo desde la estación definitiva, que es la del cielo, por donde circula el tren azul.


Cerrar las llaves de paso


Las metáforas e imágenes nos ayudan a aproximarnos a temas tan complejos y de tanto calado como el que nos ocupa. Jordi Llavina, en una columna en La Vanguardia (12 de julio de 2017), titulada «Cerrar todas las llaves de paso», se hace eco de esta original metáfora:


El sábado fui al tanatorio de mi ciudad. Había fallecido el padre de una buena amiga, que hace un montón de años fue también mi profesora. Abracé a Anna, que me dijo que su padre había muerto de una manera tranquila, «como si lo hubiera hecho tras cerrar todas las llaves de paso» –añadió Pere, su marido, amigo mío también–. La idea me pareció muy bonita...


Una llave de paso o llave de corte es un dispositivo de metal usado para dar paso o cortar el flujo de agua, gas o luz por una conducción. Cuando nos vamos de vacaciones o cerramos la casa por un viaje, tenemos especialmente cuidado con las llaves de paso, para evitar posibles inundaciones o incendios. Ahora, cuando toca el paso definitivo, cerrar la llave de paso es como decir que todo está en orden, controlado, que nos hemos despedido de las personas que queremos y hemos podido expresarnos con ellas, que al recibir la unción y el perdón sacramental sentimos la fuerza de Dios y que ya llega el momento de descansar en paz. En realidad, cerramos una llave y se nos abre otra posibilidad de fontanería, de canales, más bien de ríos y manantiales que nos desbordan de Amor, gracias a la acción del «gran Fontanero» que es el Espíritu de Cristo resucitado.

O sea, que la muerte no atranca, sino que abre una vida. Es lo que la hace deflagrar. La Iglesia antigua hablaba del día de la muerte como dies natalis, día del nacimiento. «En cada uno de nosotros existen energías de amor que esperan las condiciones aptas para ser desarrolladas y cumplidas», señala Paolo Scquizzato.

Pero, en ocasiones, cuesta morir, la agonía es lenta y larga, puede surgir la rebeldía, la pasión por continuar en este mundo... Una reciente película dirigida por Jean-Pierre Améris ahonda en esta idea. La historia de Marie Heurtin (Francia, 2014) narra las dificultades de una adolescente sordo-ciega de catorce años que comienza a comunicarse gracias al gran esfuerzo e ingenio de la hermana Marguerite, que padece una enfermedad pulmonar. Hay una escena en que la religiosa está en su lecho de muerte. La superiora entabla un lúcido comentario con ella sobre la complejidad del morir, incluso en personas consagradas a Dios:

–Dime, hija mía, ¿por qué no quieres hablar con esa niña una última vez?

–No estoy preparada.

–No te queda tiempo para prepararte, pero esta pequeña sí está preparada. Has trabajado tanto... Ella sabe que la dejarás y lo ha aceptado, pero tú no. Tú no has aceptado tener que dejarla.

Morir nos sienta fatal es el título de un libro de Mª Ángeles López Romero. Y en nuestra cultura nos sienta peor todavía. Curioso esto que nos pasa a los hombres y mujeres de hoy: más longevos que en tiempos precedentes, más preparados que nunca, no sabemos si más lúcidos sobre nuestro devenir y, sin embargo, más reacios a reconocer y mirar de frente la única certeza que tenemos desde el día en que nacemos: que todos y cada uno de nosotros nos vamos a morir. Aunque muchos tratan de que la muerte pase inadvertida en nuestra sociedad, es una realidad que está ahí y que en muchas ocasiones hemos de acompañar y sufrir. Jesús, con su Palabra, ilumina nuestra realidad de seres limitados que están en las manos de Dios. El que cree en Jesús no morirá para siempre, tendrá la luz de la vida. Como recitaba José Luis Martín Descalzo:


Morir solo es morir. Morir se acaba.

Morir es una hoguera fugitiva.

Es cruzar una puerta a la deriva

y encontrar lo que tanto se buscaba.


Christian Bobin, con gran impacto entre creyentes y no creyentes en Francia, al escribir sobre la muerte es altamente esperanzador:


Ignoro dónde están aquellos a los que amé y que ya murieron. Solo sé que no están en los cementerios, aun cuando el sol se incline cada día ante sus tumbas para hacer brillar sus nombres. No me imagino nada del más allá; si acaso, algo parecido a esos campos que llevan mucho tiempo sin cultivar y a cuyos propietarios es imposible encontrar, ni siquiera buscando en los pesados registros color malva de las alcaldías. Cristo recorre esa tierra sin cultivar que ha escapado a la tiranía de lo útil.


Otra imagen bonita para arrimarnos al ámbito celestial es la de la tradición mesopotámica e israelita. Estaban convencidos de que el cielo era una tienda de campaña, y las estrellas, pequeños agujeros a través de los cuales brillaba el reino de los cielos. Al benedictino Notker Wolf le gusta esa imagen «porque muchas cosas de la vida son agujeros por los que se ve la eternidad. Todo lo positivo que vivo ahora es una pequeña rendija en la oscuridad, una ranura en la pared de la eternidad a través de la cual se puede ver su brillo».


Un triple eje


Recientemente me comentaba José Luis Celada, periodista de Vida Nueva, que había asistido al funeral, en la parroquia de la Cena del Señor, de Madrid, de una señora de unos sesenta años que había muerto a causa de un cáncer. El sacerdote, en la homilía, aplicó un esquema con una triple mirada: hacia la familia, el propio difunto y Dios. Lo hizo de una manera sencilla, pero otorgándole contenido a algunas cantinelas que repetimos muchas veces, sin concederles su valor y honda significación.

– Palabras para la familia: «Te acompaño en el sentimiento». Estas y otras frases expresan solidaridad, empatía, compasión y cercanía, tan necesaria en los momentos del duelo. Considero muy oportuna la observación que hace la teóloga Cristina Inogés sobre lo que significa «acompañar en el sentimiento»: «Cuando una persona pierde a un ser querido, es importante estar cerca de ella, que sepa que no está sola. No hay que estar tratando de distraerla, hay que ayudarla en el proceso del duelo, acompañarla en la nueva forma de relación que entablará con el ser querido». La misión del que va al tanatorio o a un entierro no es distraer, sino acompañar. En algunos velatorios, con tal de distraer, a veces lo que se logra es el efecto contrario. En este aspecto es bueno que revisemos nuestro lenguaje y nuestras frases. Hay maneras de dar el pésame que no ayudan: «Ya habrás descansado, con lo mayor que era tu padre y el tiempo que te llevaba cuidarlo», «Dios aprieta, pero no ahoga», «tú puedes con esto y con más»...

Necesitamos expresar nuestro dolor, llorar, sentir consuelo. De ahí que adquieran tanta importancia los abrazos y los gestos de afecto auténtico. Además, si no sabemos qué decir, antes de meter la pata, mejor el silencio, la cercanía afectuosa y, sobre todo, la escucha atenta. No hay que llenarlo todo de palabras. «Quien llora a un ser querido –reconoce Anselm Grün– carece de suelo bajo los pies. De ahí que necesite personas que le apoyen en su dolor, para que así pueda encontrar un nuevo estado».

No es extraño que Rosaline, hermana de Jacques Hamel, sacerdote degollado por jóvenes yihadistas en su parroquia al noroeste de Francia en 2016, en declaraciones recogidas por Vida Nueva Digital, afirmase: «La gente no se da cuenta de que este sufrimiento está todavía en nosotros, que todavía está vivo, que cada uno lo gestiona a su manera [...] Nos dicen cosas absurdas, como que “la vida sigue”. Otros dicen que están conmocionados, tocados, pero a veces sin preocuparse realmente de lo que vivimos. Nosotros no pudimos ir a socorrer a mi hermano [...] Cuando estamos en momentos bajos, lo revivimos, pero la gente no se da cuenta».

– Palabras al difunto: «Descanse en paz». Es el deseo de la Iglesia en oración que ese hermano o hermana que nos ha dejado esté gozando de la paz de Dios. Es entrar en el corazón de Dios, que es un corazón traspasado, del que brotan la sangre y el agua, los sacramentos de la Iglesia, que son fuente de vida. Es un corazón que nos atrae, hace que carguemos con la cruz y aprendamos de su pedagogía cordial. Es un corazón que no se deja vencer por la carga ni por la muerte. Frente al desánimo, el dolor, el sinsentido, el desgarro de tantos que sufren, las palabras de Cristo son aliento y descanso. Van dirigidas también a los moribundos: «Venid a mí» (cf. Mt 11,25-30). En él aprenderemos a descansar y a morir en paz con el alivio de su compañía. El corazón de Cristo mira por sus hijos, las necesidades de estos son sus necesidades, especialmente las de los más pobres y arrinconados por la injusticia del mal, las estructuras de insolidaridad y el egoísmo. Y por aquellos que surcan el tránsito hacia una nueva vida.

Los cristianos hemos de hablar con más naturalidad de la «hermana muerte», que diría san Francisco de Asís. Y hacerlo con la esperanza que nos brinda la fe en aquel que por nosotros murió y resucitó. Jesús venció a la muerte, y este enemigo último de la humanidad ya no es un aguijón que nos aniquila, sino puerta que nos abre al corazón del Padre. Esto ha de vehicular sosiego y tranquilidad. Y, si aún estamos intranquilos, recordemos al gran Vicente de Paúl: «Nadie que ha amado a los pobres puede temer a la muerte». Una vida entregada a los más sufrientes y necesitados, la vida de tantas madres que se han desgastado por sus hijos, de tanta gente pequeña que saca adelante a tantos es la mejor manera de adelantar el cielo aquí en esta tierra. Es traer la paz. Y retengamos en este posible miedo a la muerte lo que experimentaba san Óscar Romero: «Duermo tranquilo, porque sé que no hago mal a nadie. Solamente digo lo que Cristo me dicta y me dejo guiar por la palabra de Dios». Utiliza esta comparación: «Se quema una bujía y se quema un foco, ¿y qué? ¿Acaso el río no sigue su curso y sus aguas empujando las turbinas que originan la electricidad?».

Alguien que consiguió la paz fue Teresa de Jesús. Ella confesaba que antes había sentido mucho miedo a la muerte, pero desde su conversión entendió que «la vida es vivir de manera que no se tema a la muerte» (Fundaciones 27, 12).

Hagamos memoria de aquellos que fueron importantes en nuestras vidas y ya duermen el sueño de la paz, también de tantas personas anónimas que no tienen quien rece por ellas.

– Palabras a Dios: «Concédele, Señor, el descanso eterno». Concédele, Señor, tu abrazo, como al hijo pródigo de la parábola, al que llenaste de besos y de tu amor de Padre. Recuerdo muy bien cómo en sus últimos días, en el tramo final de su enfermedad, sedaron a Sor Laura, una Hija de la Caridad próxima a los ochenta años que había dedicado, como tantas hermanas, su amor y dedicación a los más pobres. Sabía que era la hora de la despedida, de ir durmiendo en el Señor, en su descanso, en su regazo. Hacía muy poco tiempo que habían concedido a las Hijas de la Caridad el Premio Príncipe de Asturias. En su discurso en Oviedo, la entonces superiora general de la Compañía, Sor Evelyne Franc, citaba las palabras del Salmo 84: «El amor y la fidelidad se encuentran. La justicia y la paz se besan». En la homilía cité estas palabras del salmista y continué así: «Sor Laura ya se ha encontrado con el Amor. Su fidelidad a lo largo de los años se ve ahora recogida en el abrazo amoroso de Dios Padre. Para ella, este Adviento era especial. Este tiempo se ha convertido en un camino de preparación para el encuentro definitivo con el Amor. De ahí que hayamos querido que las lecturas de la Palabra de Dios de esta celebración sean las propias del día en el que nos encontramos. El Esposo del Cantar de los Cantares habla a Sor Laura y le dice: “¡Levántate, amada mía, hermosa mía, ven a mí!” (Cant 2,8-14)».

Timothy Radcliffe evoca las palabras de su amigo Gilbert Markus en el funeral de su madre, donde describía el salto confiado de su hijo como una imagen de la fe: «Cuando Dominic tenía unos cuatro años, al llevarle al jardín de infancia se subía a lo alto de un muro que tenía como un pie de altura en uno de sus extremos y unos seis pies de alto en el otro. Tras subirse a él por el extremo más bajo corría a toda velocidad por la parte alta y lisa del muro hasta lanzarse al vacío por encima de mi cabeza, confiando en que yo lo atraparía. Le dije a mi madre que esta me parecía una buena forma de vivir y de morir: correr y correr, y luego saltar, confiando en que nos recogerán los brazos de un Padre».

No se me olvida nunca una entrañable pareja de abuelitos, Carlos y Amparo, que participaban asiduamente en la eucaristía de la parroquia de los Sagrados Corazones de Sevilla. Carlos, que había sido piloto militar de profesión, murió con 87 años. En los últimos días, sabedor de que partía para su último vuelo, comentaba, a modo de despedida, con humor y cariño, que seguro que Dios le abriría pronto las puertas del cielo, que si por él mismo no se merecía esta apertura, lo conseguiría por la bondad y el amor de su mujer. ¡Qué manera tan maravillosa de estar unidos en la vida y también en la confianza de la nueva vida junto a Dios!


Mar i cel (Mar y cielo)


En este proceso del vivir vamos ensayando con esperanza el porvenir, bellamente expresado por Gerardo Diego:


Buena muerte o mala muerte,

eso es todo, compañero.

Hay que ensayarla despacio,

día a día y tiento a tiento.


Tomás Moro lo explica con la imagen del salir de casa: «Si estuvieras saliendo de una casa, ¿estarías saliendo solamente cuando tu pie está en el mismo borde del umbral, con tu cuerpo ya medio fuera de la puerta, o más bien cuando das tu primer paso adelante para salir, sea cual sea el lugar de la casa en el que te encuentras cuando decides salir? Yo diría que estás saliendo de la casa desde el primer paso que das hacia adelante para marchar».

Es verdad que, al salir de casa, al viajar, día a día, vamos con más proximidad a nuestro «final terrenal», por así decir. Pero, en realidad, lo ideal sería que cielo y tierra estuvieran más unidos o, como titula su obra –Mar i cel– el genial dramaturgo Àngel Guimerà: lo del mar –lo cotidiano, nuestras luchas, preocupaciones, alegrías y sinsabores– está unido al cielo, que simboliza la unión con Dios y el deseo de su presencia, la fiesta, el banquete de bodas. Es decir, la línea del cielo y la del mar se unen en el horizonte. Y ya no sabemos bien qué es cielo y qué es mar. Porque ambas realidades han de confluir en una dirección que lleva del mar al cielo.

Mª Dolores López Guzmán es autora de un libro muy recomendable, Aquí en el cielo, que gira en torno a este asunto. Esta tierra nuestra ha de aproximarse más al cielo. Lo del cielo no es para después. Vivir las bienaventuranzas, acoger a los excluidos, promover la justicia, atacar la corrupción, que nos duelan nuestros hermanos, es algo para el ahora. De ahí que ella afirme que «una seña de identidad inequívoca de que las fronteras del paraíso se han agrandado en nuestro mundo sería la cercanía infinita entre unos y otros, que tiene en el abrazo una expresión visible y explícita». También Javier Garrido barrunta desde esta clave el primer momento de su cielo: «Conozco el abrazo de un padre y su hijo, o el abrazo de la pareja, o el abrazo de la amistad, y a veces, puntualmente y de paso, el abrazo de la comunión en la eucaristía, tan único e íntimo, incomparable».


La eucaristía, compendio celestial


El sacramento que liga perfectamente el cielo y la tierra, que se convierte en lugar privilegiado, antesala celestial: la eucaristía. «Un auténtico compendio de sensaciones –subraya Mª Dolores López Guzmán– para ser percibidas por los sentidos y adentrarnos en lo que nos aguarda. “Venid, reuníos para el gran banquete de Dios” (Ap 19,17)».

Habría que plantearse cómo vivimos y celebramos las eucaristías, qué grado de interés y conexión se ve en las homilías, cuántos jóvenes se animan a participar en la vida parroquial y celebrativa. Es verdad, estamos desde hace tiempo dando vueltas a todos estos asuntos que son esenciales para la transmisión y celebración de la fe.

Veamos un ejemplo concreto en el que, a pesar de la dificultad, se puede transformar lo feo, deforme, sin esperanza, en algo que atisba el Reinado de Dios en medio del mundo. En la lejana isla de Molokai, donde encarcelaban a los leprosos en un aparente paraíso natural, el padre Damián creó una banda de música y una coral con sus fieles pacientes para animar las celebraciones. Con humor le escribía a su hermano Pánfilo: «Te invito a que vengas a oír cantar a mis muchachos en misa mayor. Dos se sientan al teclado del armonio y se ayudan para el acompañamiento, pues ambos han perdido algunos dedos. Cuatro manos enfermas ejecutan piezas que vuestros grandes organistas tocan con dos manos sanas. Son muy hábiles. Pedro se va defendiendo con su clarinete. A los ojos del mundo, una escena patética, poco atractiva; a los ojos de Dios, una muestra entrañable de amor y de fe en la que lo más importante no es nuestro amor, sino el suyo. Eucaristía viva y celestial». Comentaba además san Damián que los entierros eran una auténtica fiesta de liberación para los enfermos en los que la música, los ritos y la procesión jugaban un papel destacado. Fijémonos en que, cada año, la colonia de entre setecientas y ochocientas personas era testigo de unas ciento cincuenta a doscientas muertes, una cifra altísima. Transformar muerte en vida, otro milagro de la fe y de los santos.

La comunidad que celebra la eucaristía pone en sus labios la experiencia sin titubeos de Marta: «Sí, Señor, creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que debía venir al mundo» (cf. Jn 11,1-45). Es la fe la que nos abre a una existencia nueva que no tiene fin. Jesús, con su propia vida, nos rescata para siempre de la muerte. Por eso la actitud del cristiano ha de ser de profunda esperanza, porque nuestra vida está en las manos de Alguien que no deja que caigamos en el abismo del sinsentido y de esa muerte que tanto amenaza el futuro de aquellos que no se han encontrado con el Mesías.

Además, en la eucaristía, junto con el pan y el vino nos estamos donando y entregando junto al Señor, estamos participando de su misterio pascual. Adelantamos lo que un día físicamente viviremos al ofrecernos como el grano de trigo, que cae en tierra, muere y da mucho fruto (cf. Jn 12,24).


Evangelio vivo


He de confesar que uno de los momentos de acompañamiento y celebración de la muerte que más me han afectado en los últimos meses ha sido el de José y Belén, dos alumnos de 2º de Bachillerato del madrileño colegio de Nuestra Señora del Recuerdo.

Maite López Martínez, profesora y pastoralista en dicho colegio, ha escrito bellamente lo inenarrable. ¡Qué manera tan bonita de acompañar! El colegio entero, con los religiosos jesuitas a la cabeza, se ha convertido en lugar, comunidad de acogida, de abrazos, de silencios, de símbolos que se entregan, de llorar juntos y celebrar la fe en Cristo resucitado. Impresionante. Con esta mirada lo comunica:


La familia cercana de José y Belén se ha convertido en Evangelio vivo para quienes hemos podido estar a su lado estos días: sus padres, otros «Jairos» rotos por el dolor («al verlo se postró a sus pies»); sus hermanos, hermanas de Lázaro («si hubieras estado aquí...»); sus madres, «Marías» al pie de la cruz.


Relata además los elementos que han beneficiado; entre otros «ha ayudado el silencio respetuoso, ese que surge cuando nos asomamos al Misterio. Y han ayudado, por encima de todo, las miradas, los apretones de manos, los abrazos, las lágrimas».

¿Qué queda al final de esta intensa experiencia? «El sabor que queda, en el fondo, es el de la experiencia pascual, el de habernos encontrado con Jesús gracias a José y Belén. Han sido y son buena noticia. Ellos, como los discípulos de Emaús, caminaron juntos (y enamorados), acompañados por el Señor resucitado». Precioso.

Al final de la eucaristía, los primos del joven José cantaron esta canción. La música, como en Molokai, como en tantos lugares, ayudó a elevar la oración a Dios: «Me tengo que ir, me llaman de arriba. Es muy difícil, lo sé. Mejor que sea breve. No intentéis entenderlo, no dolerá menos. Me tengo que ir. Llevo compañía. No me voy solo. Me voy con quien quiero. Y ya volamos juntos, directos al cielo...».

Y todo lo que se ha vivido en el colegio del Recuerdo es, además, Evangelio vivo, porque ha interpelado a muchísimas personas. En su columna en XL Semanal, Carmen Posadas relataba un encuentro casual con los padres de José en el propio centro educativo. Fijaos cómo se ha sentido hondamente interpelada: «Mostrar entereza, dignidad y serenidad frente a las adversidades ayuda a sobrellevarlas. Claro que lo que más ayuda es una gran fe, como la de los Amián. Pero ese es un apoyo que muchos hemos descartado, sin saber, me temo, lo que realmente estábamos desechando».


«¡Sal de donde te han metido!»


¡Qué contrastes! Puede haber situaciones muy dolorosas vividas con paz y otras en las que el dolor se expresa de otro modo. Es verdad que a los sacerdotes se nos puede criticar por la manera de actuar, predicar o celebrar, pero hemos de reconocer que con la variedad de personas, contextos y ambientes a los que nos hemos de enfrentar, a veces no resulta fácil. Por eso es bueno también un poco de humor, que es una magnífica expresión del amor.

En una parroquia popular gaditana, un hermano de mi congregación, Poldo Antolín, se encontró con que tenía que celebrar la misa por Paco, que estaba de cuerpo presente en la iglesia parroquial. Antes de comenzar se acercó para saludar a la viuda, de unos cincuenta años, y a la familia. La mujer, visiblemente no aceptaba la muerte del marido. Cuando ya había comenzado la liturgia exequial, esta mujer grita llamando al esposo fallecido: «¡Paco, sal de donde te han metido!». Imaginaos cuál fue el pensamiento interno del sacerdote que presidía la eucaristía, que más tarde nos confesaría, para rebajar la tensión vivida: «¡Ay, Paco, no le hagas caso!». Poco a poco, la buena mujer se fue calmando, pero después de la comunión se desmayó. Una persona que estaba cerca de ella cogió el acetre con el agua bendita y se la echaron para que reaccionara.

A mí también me ha pasado que, en un entierro de una persona que se había suicidado, con el calor de agosto en una iglesia pequeña, varios asistentes al acto litúrgico comenzaron a desmayarse durante la homilía. Puse enseguida a la asamblea en pie e invocamos a la Virgen María. Luego tuve que ir abreviando como pude.


Homilías e imágenes


Y el humor, cómo no, lo ponen sobre todo los santos. Hay anécdotas ciertamente deliciosas. Al igual que nos pasa a nosotros, también ellos han sufrido las malas predicaciones y las homilías aburridas. Durante unos ejercicios espirituales, el padre predicador, experto en el efecto seguro que supone hablar de la muerte, aborda este punto. San Pío de Pietrelcina, que se encuentra entre los oyentes, no puede evitar la sonrisa. Algunos se dan cuenta, excepto el orador, que se halla inmerso en su tono melodramático. Al final del sermón, un fraile capuchino pregunta al santo: «Padre, ¿por qué se reía usted durante la predicación sobre la muerte? El tema era bastante serio». A lo que respondió el padre Pío: «¿Y qué podía hacer yo? No he podido contenerme. Ciertas predicaciones te dan ganas de reír incluso ante la muerte».

Para el papa Francisco, el problema de las homilías aburridas es tan serio que, en la Exhortación apostólica Evangelii gaudium dedica 25 de los 288 números a las homilías. Por eso viene bien leer y aplicar este documento. El papa indica algún recurso práctico y eficaz:


Uno de los esfuerzos más necesarios es aprender a usar imágenes en la predicación, es decir, a hablar con imágenes. A veces se utilizan ejemplos para hacer más comprensible algo que se quiere explicar, pero esos ejemplos suelen apuntar solo al entendimiento; las imágenes, en cambio, ayudan a valorar y aceptar el mensaje que se quiere transmitir. Una imagen atractiva hace que el mensaje se sienta como algo familiar, cercano, conectado con la propia vida (EG 157).


Me viene a la memoria una homilía en San Fernando (Cádiz) en la que el sacerdote utilizó la imagen de las redes para enlazar el Evangelio con la vida del difunto, que se llamaba Antonio y había sido pescador. Mientras vivió era conocido porque remendaba ese tejido en la cochera de su casa, a la vista de la gente que pasaba por la calle. Se proclamó, con muy buena dicción, el evangelio de la llamada a los apóstoles:


Pasando junto al lago de Galilea vio a Simón y a Andrés, el hermano de Simón, echando las redes en el lago, pues eran pescadores. Jesús les dijo:

–Venid conmigo y os haré pescadores de hombres.

Al instante dejaron las redes y lo siguieron. Fue más adelante y vio a Santiago, el de Zebedeo, y a su hermano Juan, que estaban también dentro de la barca, remendando sus redes, y al punto los llamó. Ellos, dejando a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros, le siguieron (Mc 1,16-18).


Y el celebrante destacó en la homilía cómo ahora, en el momento de la muerte, el Señor había llamado a Antonio, como también llamó a los apóstoles, a vivir una vida en plenitud.

El Centre de Pastoral Litúrgica de Barcelona ha desarrollado un gran esfuerzo en las últimas décadas a la hora de proporcionar material homilético para sacerdotes, diáconos y otros ministros. Por poner un caso, en el libro Exequias. Celebración, lecturas y homilías se dan cita una gama amplia de homilías: para todo tipo de asambleas (con algunas para tiempo de Cuaresma y Pascua), para una muerte sentida, ante una muerte después de una larga enfermedad, ante una muerte inesperada y trágica, en la muerte de un joven, en la muerte de un joven en accidente de tráfico, etc. Y realmente están muy bien estructuradas y elaboradas. Pero luego nadie nos puede quitar el esfuerzo de personalizar la predicación. Necesitamos, para llegar a la gente, elementos que les vinculen con sus vivencias, con su historia, con su dolor, con su familia... Eso no lo puede brindar, obviamente, un recurso de revistas especializadas o libros.

¡Es tan importante cuidar la homilía! Hace unos meses –no localizaré el lugar– me encontré con un cristiano comprometido en una parroquia, de cuarenta y tantos años, que hacía algunas celebraciones exequiales en un tanatorio. Con toda sencillez me dijo que la predicación no era lo suyo, que él tenía una homilía aprendida y esa era la que iba repitiendo, que precisamente él estaba más inclinado a la acción social y a Cáritas, pero le habían pedido ese servicio y, como se estaba preparando dos asignaturas por año para el diaconado permanente, había aceptado, por echar una mano en su diócesis. La buena voluntad es muy valorable, pero en estas celebraciones nos jugamos mucho, porque nos llegan unas personas cuyo único contacto con la Iglesia es precisamente ese. También esta anécdota nos revela un conocido y preocupante dato sobre el descenso de las vocaciones al ministerio ordenado.


Estación final


Y, para concluir, volvamos al «tren azul» con una imagen de Consuelo, la madre de Javier, un hermano que ha estado muchos años de misionero en África. Ella se imagina la muerte como si el Padre Dios nos estuviera esperando ansioso en la estación a que lleguemos después del viaje de la vida. Esta buena madre dice comprender la impaciencia y la alegría del Padre comparándolo con lo que ella siente cuando va a la estación a esperar a su hijo (cosa que ha tenido que hacer muchas veces en su vida, cuando él estaba en África y también después). De esa manera, más que acentuar la pena de la separación con los que siguen viviendo en la tierra, esta metáfora pone el acento en la alegría del encuentro con Dios Padre.

El corazón de la pastoral

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