Читать книгу Agonía y esperanza - Fernando García Pañeda - Страница 10
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—Nunca he entendido esa manía que tenéis de madrugar tanto —dijo Frédéric por todo saludo al entrar en el comedor de diario.
Los Gauli, sentados juntos, mirando hacia el ventanal, se giran y sonríen.
—Nos gusta reducir al máximo ese tercio de vida que se pierde estando tumbados e inconscientes —contesta Françoise.
—Buongiorno, Federico —saludó Guido—. ¿Has descansado bien?
—Demasiado bien. Tanto, que estoy muerto de hambre.
—Ayer cenaste demasiado poco. Estabas mal —infirió su hermana.
El matrimonio Gauli estába terminando su desayuno con una taza de café extra, costumbre traída por la parte Heywood. Pero en la mesa auxiliar aún quedaban zumo, tostadas, mermelada y media cafetera. Frédéric se sirvió, pero antes de sentarse y empezar contempló el patio del edificio, donde varias gaviotas parecían descansar en las acacias, produciendo una sensación de precaria quietud que evocaba su estado de ánimo, por lo que dejó la contemplación y se sentó frente a hermana y cuñado.
—Y tampoco estabas muy comunicativo —añadió ella—. ¿Te ocurre algo?
—No, nada en absoluto. Estaba cansado. Tuve una mañana ajetreada antes del viaje, que se me hizo pesado.
Françoise, resuelta como siempre, le animó para que contara sus nuevos proyectos, en qué estaba trabajando, si había alguna amiga que pudiera irrumpir en su endurecido corazón y si esta vez venía para una temporada larga. Y Frédéric, como siempre, no pudo resistirse a tan resuelta dulzura y desató la conversación.
Sentía un afecto enorme y una bienintencionada envidia por esa pareja. Françoise (Fanny para familia y marido) era la hermana mayor, amiga y maestra irreemplazable; cómplice en sus travesuras de la infancia y confidente en sus sueños juveniles. Él, por su parte, siempre le había devuelto con creces su afecto y, con la ayuda del azar, se convirtió en su talismán, el ángel bienhechor que la favoreció en varias circunstancias transcendentales de su vida; la más importante, el haber unido su destino al de Guido. Aquel acto inconsciente e interesado de abandonar a su suerte a su hermana y a un molesto escritor pobrete en el corazón tenebroso de la Feria de Londres hizo que ambos se conocieran rápidamente y a fondo; tan a fondo que, ocho meses más tarde, contrajeron matrimonio en la veneciana iglesia de San Canzian.
Cuando cruzaron sus vidas en la feria, Frédéric había aterrizado como un paracaidista por cuenta propia en territorio enemigo, con el lógico resultado de salir con los bolsillos vacíos y el corazón a punto de llenarse (compensaciones de la Providencia); pero Guido, a pesar de su aire despistado, tenía una cita en firme con uno de los consejeros de un potente grupo editorial británico, y salió con el borrador de un propicio contrato de edición en el bolsillo y el corazón también a punto de llenarse (desequilibrios de la Providencia). Por regla general, dejarse llevar por unos turbadores ojos negros, una sonrisa confortadora y unas piernas torneadas con primor suelen tener consecuencias devastadoras en la existencia de los hombres de buen corazón, pero el caso de Guido fue la excepción a tal regla. Sentados alrededor de varios cafés, el borrador del contrato de edición acabó en manos de Françoise, quien lo leyó con su mente experta en contratos mercantiles y, aunque no conociera los pormenores del mercado editorial, su sentido común y su intuición la llevaron a tachar una cláusula y enmendar otras dos con una sonrisa conspiradora. Cuando el consejero, aceptando tacha y enmiendas, le dijo que sus asesores legales eran realmente buenos, el superventas en ciernes se vio rendido ya no sólo ante unos ojos, una sonrisa y unas piernas, sino también ante una mente, una conciencia y una elegancia emocional arrolladoras.
Los Gauli formaban un matrimonio armonizado, admirable en afectos y envidiable en su alegría vital, que había consonado como muy pocos los verbos quererse y prosperar. Como les dijo Frédéric cuando celebraron su quinto aniversario: «parecéis una sociedad enamorada en comandita». Y no iba muy descaminado. Contraer matrimonio y abandonar Françoise su trabajo de consultora de marketing para dedicarse a la representación y promoción de Guido, que empezaba a despuntar como escritor-superventas, fue todo uno. Y así continuaron durante los años posteriores: uno escribiendo superventas y otra contratando y controlando derechos, deberes y conveniencias; uno acopiando fama y fortuna y otra administrándolas.
—Por cierto que Guido tiene planes para una colaboración contigo, ¿verdad? Pero ya te lo contará más tarde. Ahora vamos a prepararnos porque tenemos una cita con el agente inmobiliario y con los propietarios de un edificio donde nos gustaría establecernos definitivamente.
—¿Ah, sí? ¿Y este pedazo de apartamento no os sirve para los dos?
—Sí, estamos muy contentos, pero no podremos estar indefinidamente —explicó Françoise—. El contrato acaba a finales de mes y la propietaria nos ha dicho que, como mucho, podría darnos otros tres meses más de prórroga porque al parecer tiene algún compromiso familiar. En todo caso lo de hoy no es más que una formalidad, porque ya está firmado el precontrato y hemos negociado una opción de compra, que era el escollo principal. Si todo va bien, la semana que viene nos mudamos. En el contrato acordamos que el día catorce... —consultó la agenda en el teléfono— ... sí, el lunes podemos entrar ya a vivir.
—¡La semana que viene! ¿Y qué voy a hacer yo?
—Venirte con nosotros. ¿Qué, si no? —contestó Guido— Es un lugar precioso, histórico, donde han vivido escritores, pintores, músicos. Tiene una decoración fastuosa y está muy bien rehabilitado.
—Tenéis respuesta para todo.
—Por supuesto.
—Pero, ¿y la mudanza, el traslado?
—Sólo tenemos que llevarnos la ropa, los libros y alguna cosa más —detalló Françoise—. El alquiler es con el mobiliario incluido, y el de este apartamento también se queda aquí. Si queremos cambiar algo de los dormitorios, la cocina, los baños o alguna habitación secundaria lo iremos haciendo con el tiempo. El resto son antigüedades prácticamente intocables.
—Entiendo. ¿Y qué maravilla de sitio es ese que habéis apalabrado?
—El Memmo Sorzi. O, como le llaman ahora, el Palazzo Wellesley.
La taza de Frédéric, que éste llevaba a los labios, quedó suspendida en el aire. Mientras Fanny seguía hablando, él dejó de escucharla, con la mente confusa.
—¿El Palazzo Wellesley has dicho? —interrumpió de manera involuntaria a su hermana.
—Sí. Claro, tú lo has conocido, ¿no?
—Ayer mismo estuve allí —se le escapó.
—¿Qué? ¿Cuándo?
Durante la cena no hizo mención del encuentro con Anna ni del breve paso por su residencia, así que lo contó en ese momento. Incluido el frío recibimiento que tuvo aquélla.
—Es una verdadera casualidad, no cabe duda —opinó su cuñado, apurando su última taza y poniéndose en pie.
—Pero los Wellesley no podrán deshacerse así, por las buenas, de semejante palacio —dijo Frédéric.
—Todos sabemos que han pasado por malos momentos en todos los sentidos —continuó Guido—. Pero no ha trascendido el desastre real de su situación. Están en las últimas y no tienen con qué mantener semejante mansión. Necesitan dinero casi desesperadamente, y aunque no han querido deshacerse de su único y preciado bien, con el considerable alquiler que vamos a pagar tendrán para ir tirando. Y al final creo que nos lo venderán con esa... ¿cómo se dice, cariño?
—Opción de compra.
—¿Y dónde van a vivir ellos?
—En el mismo palazzo —explicó Guido.
—¿Cómo es eso?
—En realidad hemos alquilado sólo el primer piso y el piano nobile principal —continuó su amigo—. Ellos se quedarán con el segundo piano nobile y el ático. Ambas partes están perfectamente separadas, incluso con entradas distintas. Nosotros sólo podremos entrar por el canal, y ellos sólo por la calle del Traghetto.
—Bueno, yo me voy a preparar, que hemos quedado a las diez y media —advirtió Françoise.
—Tienes razón. ¿Te vienes con nosotros? —sugirió Guido al levantarse.
Frédéric vaciló antes de contestar.
—No, mejor no. Ya ves que casi no he empezado. Me quedaré holgazaneando un rato.
—Como quieras, pero entonces te toca recoger la mesa —su hermana frunció el ceño al observar su aire y, antes de salir del comedor, se le acercó un momento para decirle en voz baja—: Nunca me has contado lo que pasó con esa chica Wellesley. No quisiste decir nada en su día y lo dejamos correr.
—¿Por qué lo dices? ¿Qué tiene que ver eso ahora?
—No sé. Me he limitado a ver la cara que has puesto. Tú sabrás —advirtió ella, y tras una breve pausa añadió—: Ya nos lo contarás algún día, cuando quieras.
Una vez a solas, Frédéric no pudo contener el aluvión desatado de su pensamiento. Anna reaparecía en su vida por segunda vez en los dos últimos días. Y en esta segunda ocasión no como una circunstancia pasajera, sino con la perspectiva de vivir bajo un mismo techo; muy extenso, áulico techo, pero el mismo. El encuentro del día anterior le dejó un regusto contradictorio: se comportaron como dos extraños, pero al mismo tiempo parecía que no hubieran pasado casi ocho años desde su separación; o al revés, parecían conocerse a la perfección e incluso saber cada uno lo que pensaba el otro, aunque se comportaran como si hubieran acabado de conocerse. Era una sensación atrayente y eludible al mismo tiempo; en todo caso, turbadora. ¿Hubiera sido mejor haberla ignorado cuando la reconoció en el aeropuerto? ¿No haberla acompañado hasta su casa? ¿Por qué lo hizo? No estaba preparado para esa situación. A fuerza de ampararse en la anestesia del tiempo, había dejado de pensar en Anna como alguien presente en su vida real, como alguien con quien se podía encontrar en cualquier momento; aunque ya no vivía la llama del rencor que al principio le consumió su ánimo casi por completo, la cicatriz de aquella herida aún seguía rociando su alma con saudade.
Intentó cortar por lo sano esa inquietud. Su hermana había dicho que estarían en viviendas separadas, con entradas distintas. Intentaría evitar encuentros embarazosos, no frecuentar los mismos ambientes y redoblar las escapadas a sus parajes secretos. Con un poco de suerte, tardarían en encontrarse, si es que se volvían a encontrar.
***
Al día siguiente Frédéric amaneció con la invitación (léase obligación, estando Françoise de por medio) para asistir a una fiesta en el Arsenale organizada por Save Venice4 para despedir a un grupo de financieros norteamericanos de los que se esperaba en breve la aportación de jugosas donaciones. Los Gauli poseían invitaciones sobrantes, y les parecía lógico que Frédéric aprovechara una de ellas.
—Debes venir —sugirió su hermana en tono constrictivo mientras terminaba su desayuno.
—¿Yo? ¿Por qué? ¿Qué he hecho de malo?
—Nada. Es porque te lo digo yo.
—Razón de peso —precisó Guido.
—Te vendrá bien codearte con todos esos ricachones y aristócratas de opereta mientras les pones a bajar de un burro —razonó esta vez su hermana—. Y te pueden dar ideas para esas páginas cáusticas que tanto te gusta escribir.
—No ando escaso de ideas, precisamente.
—Además, estás de un soso subido. No sé qué te pasa, pero parece que te arrastras más que pisar fuerte como deberías.
—Fanny tiene razón —apoyó Guido, de pie y dispuesto a marcharse—. La verdad es que te vemos un poco mustio. Un poco de aire nocturno y unas copitas de méthode champenoise te vendrán muy bien, ya verás.
—Bueno, ya os diré —respondió él, evasivamente.
—Sí, desayuna tranquilamente y cuando acabes me dices qué te vas a poner, para que no vayáis Guido y tú como dos hermanitos —ordenó ella.
—¿Pero por qué tanta prisa?
—Tenemos que estar a las seis, y el tiempo pasa —explicó saliendo del comedor.
—¿A las seis? —interrumpió el gesto de su primer sorbo de café— ¿Pero es hoy?
Françoise asomó un momento la cabeza para lamentarse.
—¡Ay, Señor! ¿Por qué nunca me escuchas cuando te hablo?
—¿Que nunca te...? ¡Pero bueno! —y añadió dirigiéndose a su cuñado— ¿Cómo puedes soportarla siendo tan mandona.
Guido se encogió de hombros y salió tras ella susurrando:
—Omnia vincit amor.
Según fue dando cuenta del desayuno y tras un paseo sin rumbo por el barrio, Frédéric se convenció de lo acertado de la propuesta. No le vendría nada mal un poco de frivolidad, tintineo de copas e incluso algún flirteo insustancial con alguna niñata aristócrata de buen ver. Así que, a la hora indicada, se presentó en el embarcadero atildado y listo para unas horas de apetecida dispersión.
Al ritmo de la ciudad, Matteo el piloto atajó por los ríos de Cannaregio y llegaron a la zona norte de los antiguos astilleros venecianos por el canal de Fondamente Nove, encontrándose ante un cocktail organizado a lo largo de uno de los muelles interiores con profusión de mesas, luces y atareados camareros, que empezaba a llegar a su apogeo.
Los Gauli no tardaron en ser asaltados por varios políticos, académicos y aristócratas locales de diversa estofa. Frédéric frunció el ceño e intentó escabullirse hacia algún lugar más solitario y con profusión de copas llenas, pero su hermana le aferró por el brazo y le obligó a socializar.
—Vamos, no seas tan soso y renegón, que estoy segura de que habrá gente de tu agrado. Tú, como si fueras de la familia.
Por toda respuesta Frédéric se aferró a un bellini, al que propinó un lingotazo. Consiguió pasar desapercibido durante algunos minutos, los que tardó Françoise en difundir su identidad entre la concurrencia. A partir de ese momento, un grupo de mujeres, palmariamente mayores que él, se apiñaron a su alrededor.
... «Me encantó su último libro» ... «Es tan poético» ... «El primero me lo devoré en horas, no podía parar de leer» ... «¿Es usted tan romántico como sus personajes?» ... «Su estilo me recuerda mucho a Dortorrinsky» ... «¿Y por qué Nora y Paul no se casan al final?» ... «Yo echo en falta algo más de picante y escenas más atrevidas» ... «Ah, ¿pero ha escrito más?» ... «¿Y por qué no escribe algo más ardiente y apasionado?» «Me gusta su literatura, es muy literaria»
Cuando ya estaban a punto de agarrotársele los músculos risorios de tanto forzarlos, apareció una salvación inopinada.
—¡Válgame el cielo, si es el viejo Fred!
Un hombre de su misma edad se deshizo sin contemplaciones de tres mujeres que le acompañaban y se adelantó con la intención de abrazarse a Frédéric. Éste también eludió la piña de supuestas admiradoras nada más reconocerle.
—¡Giovanni Rylands! Cuánto tiempo. ¡Qué alegría! —saludó con total sinceridad antes de darse un abrazo.
—Sí, demasiado tiempo. ¿Cómo estás? Te iba a preguntar que cómo por aquí, pero me imagino que estarás con Guido y Fanny.
—Sí, de momento estoy con ellos.
—¿Una visita corta o estarás algún tiempo? Dime que no a lo primero y sí a lo segundo.
Frédéric ríe con ganas.
—La verdad es que pensaba estar una temporada.
—¡Bien! No me digas que es para tomar ideas y ambientar algo en la Serenissima, ¿eh?
—No, por cambiar de aires, sin más. Por cierto, la última vez que nos vimos todavía pertenecías al mundo de los vivos.
—¿Cómo?
—Al mundo de los solteros y sin hijos.
—Ah. Porque no viniste a la boda —replica Giovanni en tono burlón, y añade rápidamente—: Ya sé, ya sé que no pudiste, era una broma.
Los Rylands eran una familia de ingleses expatriados desde la época de entreguerras. Aunque con menos caudal que otras familias, fueron prosperando con un negocio de antigüedades hasta alcanzar un estatus alto en la sociedad veneciana desde la segunda generación. Nada más establecerse adquirieron un palacio inhabitable, a pique de caer desmoronado, en el barrio de Santa Croce; con mucha paciencia y mimo lo fueron restaurando y dotándolo de todas las comodidades sin menoscabar su esencia cinquecentista y sin siquiera alterar su nombre original, Palazzo Corner Belloni. Pero, aunque expatriados, todos los vástagos Rylands eran enviados a cursar sus enseñanzas medias y superiores en escuelas y universidades inglesas. Y tanto Giovanni como sus hermanas Luigina y Erica no fueron una excepción a esta norma familiar.
En concreto, Giovanni fue alumno de Westminster School, y allí conoció a Frédéric. Éste le aventajaba en más de dos años de edad, por lo que no compartieron curso, pero entablaron amistad a través de actividades extraescolares de literatura y entrenamientos de fútbol. Su amistad se prolongó más allá del colegio: compartieron correrías en Oxford, Londres e incluso algún que otro viaje “cultural” por diversas riberas del Mediterráneo. Ambos padecían el vicio de juntar y acumular palabras de ficción, admirándose mutuamente. Frédéric siempre le había considerado superior en talento y capacidad de trabajo, pero la vida siempre tiene caminos imprevistos. Un buen día, al poco de terminar sus estudios universitarios, Giovanni aceptó el encargo de escribir una novela romántica al uso; lo tomó como un divertimento, eso sí, retribuido con una notable cantidad de libras. El moderado éxito que obtuvo llevó a otros dos encargos posteriores, y aunque la intención inicial fuera declinarlos, la sustanciosa propuesta de anticipos por derechos de autor con varios ceros a la derecha le hizo cambiar de opinión. Un matrimonio prontamente seguido por dos hijos gemelos, circunstancias sobrevenidas durante el proceso de escritura, ayudaron a cambiar su talento por la fama y fortuna que obtuvo gracias a las andanzas varias de fogosos highlanders y doncellas enamoradizas.
El éxito de Rylands fue providencial también para su amigo Heywood: aquél utilizó la experiencia y la influencia adquiridas en su editorial para favorecer e impulsar los proyectos de éste, más apreciables literariamente y menos fructíferos económicamente. Y, contrariamente a lo previsible en estos casos, su amistad y mutua admiración salieron fortalecidas; y ello a pesar de la distancia y el tiempo que los había separado, dado que Giovanni regresó a Venecia por su matrimonio y Frédéric permaneció en su refugio de Hampstead.
—Por cierto, qué descuidado soy. Ven —propuso Giovanni, que retomó con delicadeza el brazo que antes le aferraba—. Te presento a mi esposa, Maria. Cariño, este es Frédéric Heywood, de quien tanto te he hablado.
—Ah, por fin le conozco. Es un placer. Desde luego que Gianni me ha hablado mucho y muy bien de su amigo Heywood.
Se estrechan las manos.
—El placer es mío.
—Por cierto, creo que conoce a una de mis hermanas.
Él hace un gesto dubitativo, hasta que ella le aclaró.
—Anna, Anna Wellesley. De hecho, tengo entendido que incluso le invitó a nuestra casa hace un tiempo. Yo estaba todavía en la universidad en aquel momento y no pudimos conocernos.
—Sí... Cierto, la conozco —es todo lo que atinó a decir, antes de crear un silencio que a él le pareció incómodo.
Ya fuera de forma consciente o inconsciente, tuvo que intervenir Giovanni para deshacer su atasco mental.
—Y a mis hermanas ya las conoces de sobra —dijo mientras las señalaba.
—Sí, pero hacía mucho tiempo que no nos veíamos. Desde que llevaban coletas y uniforme, por lo menos.
—De eso hace dos días —bromeó Giovanni.
—Seguro que ni se acuerda de nuestros nombres —le provocó la mayor.
—Tienes razón, pero sólo a medias, Gina. Me acuerdo de tu nombre, pero no del de tu hermana Erica.
Las dos ríen con ganas y Gina le asaltó con dos besos.
—Y escribes mucho mejor que mi hermano, ¿verdad, Eri?
La aludida asientió. Pero Frédéric no pudo sino discrepar.
—Pues a mí me gustaría tener la mitad de su talento.
Mientras debatían sobre las cualidades de uno y otro se acercaron otras amigas de las Rylands, que fueron oportunamente presentadas. A partir de ese momento Frédéric se vio envuelto en un chisporroteo de risas y exclamaciones en un italiano inalcanzable para sus nociones básicas. En cierto momento Fanny pareció venir al rescate y se sintió aliviado, pero lo único que hizo fue avivar las chispas con un nuevo par de jóvenes entusiasmadas con la proliferación de literatos en la fiesta y otro bellini, que le entregó acompañado de una palmadita en el hombro y un “lo vas a necesitar” antes de regresar con su Guido.
Lo cierto es que con el tercer cóctel empezaron a hacerse más llevaderos los besuqueos, abrazos, perfumes y vestidos de noche que le brindaban a cuál más bien parecidas jóvenes. Y no tan jóvenes. La novedad —de acudir a tan exquisita fiesta— y la falta de costumbre —en recibir tales fiestas—, unidas a la ufanía proporcionada por los quince grados del prosecco, le concedieron una animación que había arrinconado en el desván del olvido y que no cedió tras el anuncio de la cena.
Entraron en la nave de un antiguo almacén del arsenal, reconvertida en espacio-multiusos, donde se habían instalado grandes mesas en toda la planta baja. Los asientos estaban asignados: a los Gauli y los Rylands les correspondía la misma mesa circular, en la que hicieron un hueco a Frédéric, que no tenía invitación formal. Ya estaban a punto de sentarse todos cuando se toparon frente a frente.
—Ah, ¿dónde te habías metido? —se interpuso Giovanni— Fred, te presento a mi cuñada Anna.
Ellos dos quedaron mirándose, atónitos.
—Qué cierto es que los hombres no escuchan. ¿No has oído antes que se conocen desde hace mucho? —le amonestó Maria.
—Sí, nos conocemos... —titubeó Frédéric— Pero llevábamos mucho tiempo sin vernos.
Alargó el primero la mano, pero, turbado, la retiró antes de que ella terminara de estrecharla. Aunque involuntaria, fue una grosería de la que se arrepintió en el acto.
—Che effusione d’affetto! —oyó murmurar a una de las amigas de las Rylands a su espalda.
—Tú aquí, Anna, a mi lado —ordenó Giovanni retirando una silla a su derecha para que se sentara.
¿Dos veces en dos días? Y en el mismo círculo de amigos, compartiendo mesa, a dos comensales de distancia. ¿Era esto parte de un orden absoluto y objetivo, o era que Dios jugaba a los dados? Quizá no jugara a los dados, pero en todo caso parecía tener un gran sentido del humor.
Con el corazón cerrado y el entendimiento confundido, no sabía si quería verla o no. Era una posibilidad que ni siquiera se había planteado durante años y en esos momentos se presentaba como algo habitual. Todas las veces que pensó en un posible reencuentro —lo que ocurrió sólo en los meses posteriores a la ruptura— se había imaginado desviando la mirada y negándola el saludo; y, llegado el momento, en el aeropuerto, no sólo la saludó con una efusividad torpe e impropia —al menos entre dos ingleses—, sino que la ayudó a cargar con el equipaje y la condujo hasta su casa. No sabía cómo explicar su propia actitud.
Al menos no estarían frente a frente durante una cena larga y prescindible, así que dedicó todos sus sentidos a reír las menudencias simpáticas de Luigina y las agudezas simplonas de Erica con la ayuda de una buena dosis de prosecco. Pero su ánimo rebelde le desvió la mirada más de una vez hacia la izquierda de Giovanni, el tercer asiento a su derecha; y la curvatura de la mesa le permitió observar el aire apagado y la actitud tensa de Anna.
No sabía a qué atenerse. Era especular con lo desconocido. Desconfiar y creer al mismo tiempo. Sabía que no debe juzgarse el presente desde el pasado, ni estaba en condiciones de juzgar el pasado desde el presente. Y decidió dejarse llevar en punto muerto.
Tras la desbandada al final de la cena se vio embarcado en una lancha desconocida y después dando cuenta del último bellini en Torino Notte, acompañado de Luigina Rylands y otra porción de personas cuyo nombre no llegó a retener —ni lo intentó—. Entonces salió del punto muerto y puso la directa para escabullirse y quitar de su rostro la mueca de sonrisa que llevaba puesta. Aunque el cansancio era sólo emocional, agradeció que del campo San Luca hasta la casa de los Gauli no hubiera gran distancia.
4. Organización estadounidense con sede en Nueva York y con una oficina en Venecia, creada en 1971 con la finalidad de preservar el patrimonio artístico de Venecia.