Читать книгу Agonía y esperanza - Fernando García Pañeda - Страница 9
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Frédéric Heywood provenía de una familia modesta venida a más en todos los aspectos de la vida, graduado en Westminster School y licenciado en la Facultad de Clásicas de Oxford; un paradigma de upper middle class.
Su padre, Edward, fue en su día un inquieto joven al que la oportunidad de emprender el camino de la prosperidad que iba buscando se le presentó inopinadamente durante unas vacaciones en la costa norte de Francia. Allí conoció a una bonita y vivaracha cocinera de hotel llamada Françoise, de la que se enamoró rápida y perdidamente. No tardaron mucho en casarse, establecerse en una sobria y amplia casa del Kilburn londinense y fundar una empresa de catering. Edward y Françoise formaban un buen equipo, él manejando cuentas y clientes y ella gobernando la cocina. El negocio fue evolucionando: empezó con servicios a domicilio, pasaron a fiestas de cumpleaños infantiles, bodas o inauguraciones de negocios, y más tarde dieron el salto a vernissages y eventos especiales, cada vez más voluminosos e importantes. La empresa creció, amplió plantilla y se hizo un nombre entre las firmas más respetadas del sector. La familia, aunque se habían sumado dos niños y una niña, prosperó de manera continua y firme, aunque no abandonaron el barrio ni las costumbres distintivas de una familia sin pretensiones. La madre se hizo notar en los nombres de pila, la vertiente artística y la educación católica de los hijos; el padre insistió en la alta formación, la sobriedad y entereza en carácter y costumbres, así como en la adquisición de conocimientos a través de los viajes. Como si se tratase de un premio al buen hacer y a la constancia en el esfuerzo, los Heywood transitaban la vida sin traumas ni desgracias que torcieran su trayectoria. Con una fortuna moderada, disfrutaban de una existencia tranquila y armoniosa, sin brillantez pero sin turbulencias.
Y Frédéric era resultado natural de su familia. Era el hijo menor, el más mimado, el más travieso, pero también el más talentoso y aplicado. Si Édouard y Françoise, sus hermanos mayores, siguieron las indicaciones paternas, incluso a la hora de estudiar en la London School of Economics, él heredó el sentido estético materno. Aunque aceptó varios trabajos para valerse por sí mismo, especialmente uno muy apetecible de archivo y documentación en la Guildhall Library, que desempeñaba cuando conoció a Anna y con el que costeaba un apartamento en Hampstead, su aspiración única y máxima era ser escritor, gobernar con palabras mundos enteros creados a imagen y semejanza de su mundo interior, como un juego de vida y muerte. A ello había consagrado los últimos años, con inconsciencia, valor, con tenacidad. Y con suerte.
Con suerte. Frédéric nunca había querido creer en el azar; ni siquiera transmutado en un plan divino, como prefería llamarlo su madre. «Dios no decide todos nuestros actos, sino que nos da libertad para tomar decisiones», reponía él. Pero después de los años en que se habían sucedido tantos tropiezos como éxitos de forma inopinada e incomprensible, empezaba a creer en la necesaria suerte. Suerte que, por cierto, había venido de la mano de su hermana y su cuñado, quienes le habían invitado por entonces a pasar una temporada en la nueva residencia veneciana en que se iban a establecer.
Por su parte, los Wellesley provenían de una estirpe formada por terratenientes con extensas posesiones en varios condados de las Midlands, pero que con la revolución industrial iniciaron un declive lento y sostenido. El cabeza de familia ostentaba el título de Vizconde Wellesley, dignidad que correspondía por entonces al padre de Anna, The Right Honourable Wilson Wellesley. Durante generaciones, la rama principal de la familia subsistió a base de explotar su mucho don y con el poco din que conseguían cediendo paulatinamente patrimonio, hasta que uno de los pocos miembros instruidos que figuró en la lista del vizcondado decidió entrar en el mundo de las finanzas, prevaliéndose de su carácter emprendedor y su prosapia. Sir Clarence, el sexto vizconde y abuelo de Anna, se estableció en Londres para relacionarse mejor con instituciones nacionales y extranjeras de inversión. Se empeñó hasta las cejas en la creación de su propia empresa de gestión de patrimonios, la cual nació, floreció y exuberó durante el último tercio del siglo; las cifras de esterlinas negociadas pasaron de 6 a 10 dígitos y las siglas WI Ltd. (Wellesley Investment, Ltd.) figuraron con frecuencia en las páginas de Financial Times, Forbes y Fortune como una de las empresas más importantes del mercado financiero, incluyendo a su propietario en una discreta posición de las listas de personas más ricas del planeta.
Aunque había recibido plenos poderes en la empresa familiar, Wilson Wellesley destacaba por la carencia de las dotes emprendedoras e intuitivas que tuvo su padre para los negocios. Antes que discutir proyectos de inversión con el consejo de administración de WI en la City, prefería codearse con aristócratas en Venecia, siendo permanentemente adulado en saraos de diversa índole por sus más grandes méritos: poseer una admirable planta, estar al corriente de las últimas tendencias en moda y ser heredero de una gran fortuna. No se sabe a ciencia cierta si el gran —o quizá único— acierto de su vida, su boda con Lesa Contarini, se debió a la buena suerte o a una inspiración inopinada. Lesa Contarini fue una mujer alegre, cariñosa y refinada, una esposa muy superior a lo que sir Wilson podía esperar por sus merecimientos, a cuyo tino únicamente debía perdonarse el haberse dejado llevar por las formas y no por el fondo para convertirse en lady Wellesley y ver su plenitud rodeada de vacuidad. Aunque no llegó a tener ocupaciones de importancia o responsabilidad destacables, encontró en sus aficiones artísticas, en sus amigos y en sus hijas motivos suficientes para amar la vida y para no abandonarla con indiferencia cuando le alcanzó una prematura y repentina muerte.
La hija mayor, Lesa, apenas había alcanzado la mayoría de edad cuando falleció su madre; pero Maria, la pequeña, era una niña de doce años recién cumplidos, y Anna con sus quince vivía una adolescencia huraña aunque poco problemática. Dadas las escasas aptitudes e impropias actitudes de sir Wilson como padre responsable y educador de sus hijas, lo normal hubiera sido que éstas se echaran a perder de forma lamentable. Sin embargo, lady Wellesley había conservado una amiga íntima algo mayor en edad, llamada Paola Falier, quien asumió buena parte de los afanes inherentes a una madre. Discreta y bondadosa, Paola Falier trató de hacer valer en la familia, durante los años siguientes a la muerte de Lesa, los valores y principios que ésta hubiera trasmitido a sus hijas. Con la mayor poco podía hacer más que procurarle algunos consejos; y poco pudo hacer con Maria y su espíritu refractario a toda asunción de responsabilidades o deberes incompatibles con su egocentrismo.
La relación de Paola con Anna fue bien distinta. Con una elegancia emocional y un espíritu abierto, la adolescente taciturna fue poco a poco abriéndose al mundo como una joven admirable por dentro y por fuera. La hija mediana era a quien menos se atendía y cuyas palabras apenas pesaban para el resto de la familia; pero si poco significaba Anna en la vida de su padre y sus hermanas, para Paola era la criatura más excelente, más estimada; aunque bien quería a todas las hermanas, Anna era su favorita, porque sólo en ella veía el vivo retrato y el carácter firme y tierno de su madre. De ese modo, con el tiempo dejó de ser la signora Falier para convertirse en su amiga y su referente vital, la persona que modeló su elegancia, influyó en sus estudios y aquilató —no siempre para bien— sus amistades.
Dada su posición económica, la familia Wellesley no había padecido mayores angustias que lidiar anualmente con el cambio de fondo de armario, o que reconocer la dificultad de Lesa —que estaba alcanzando los treinta y cinco años— para encontrar una pareja sentimental estable, esto es, que compartiera su estatus y encajara con su mediocridad. Pero nada hay que dure para siempre. Fiel a su naturaleza muelle y despreocupada, el vizconde empezó a ceder cada vez más facultades de disposición y decisión a directivos y asesores en la empresa familiar. Estos nuevos dueños en la sombra hicieron crecer los beneficios a ritmo exponencial en pocos años, lo que a sir Wilson le pareció una bendición, quedándose con el cargo meramente nominal de presidente, aunque sin intervenir prácticamente en ninguna de las cuantiosas operaciones de inversión que se llevaban a cabo. Pero la crisis financiera desatada en el otoño de 2008 destaparía grandes fallos en la gestión de patrimonios por parte de WI. Tras la quiebra de varios bancos y compañías hipotecarias, numerosos clientes, cuyas inversiones o patrimonios gestionaban, vieron cómo sus caudales quedaban mermados en gran medida, si no volatilizados por completo. La huída de los clientes con menos pérdidas, las demandas judiciales y los bloqueos de fondos destruyeron en pocos meses una empresa que varios decenios había costado levantar. Tras la quiebra de WI se abrieron causas penales por prácticas fraudulentas atribuidas al presidente y a varios directivos de la empresa; y sólo gracias a los buenos oficios de un reputado bufete de abogados y a las facultades de firma de las que se había desprendido por despreocupación, sir Wilson se vio libre de condena penal por falta de pruebas tangibles, aunque no así de asumir indemnizaciones cuantiosas.
Como consecuencia del escándalo, los innúmeros amigos que antes salían al paso por doquier ya no aparecían; las invitaciones a eventos de toda clase dejaron de llegar; las menciones en la prensa y otros medios cambiaron de tono y modo. Por ese motivo, los Wellesley decidieron abandonar el país e instalarse en su palacio veneciano de forma permanente, lejos del epicentro del affaire. Ahora bien, el patrimonio familiar había quedado arruinado porque todas sus inversiones también pasaban por las manos de la empresa quebrada. Para hacer frente a los gastos de defensa y las indemnizaciones tuvieron que desprenderse de casi todos los inmuebles y objetos de valor por precios de miseria. Sólo mantuvieron la casa solariega de Shropshire, que hubo de alquilarse ya que no les aceptaron hipoteca alguna, y el palazzo donde habían fijado su residencia. Pero el tren de vida que querían seguir manteniendo no se sostenía con los mermados ingresos familiares, así que todavía no habían tocado fondo en el descenso al purgatorio social, como más tarde se vería.
Antes de la catástrofe, Anna había completado sus estudios de Historia del Arte en el Courtauld Institute. Después de pasar por varias becas, y gracias a influencias familiares, había conseguido un trabajo de redactora en la Royal Academy of Arts Magazine. Entonces entró en una época melancólica y dulce; un tiempo en el que disfrutó de gran libertad, trabajó duro, viajó a más no poder, conoció mucho y se conoció por completo. Pero no pudo colmar un vacío que le dolía de profundis desde que vivió, aunque ella misma dejó morir, el espejismo de un afecto incondicional, demasiado intenso para ser olvidado desde la superficie insubstancial en que vivía.
Tampoco fue larga esa temporada afable. La crisis se llevó por delante su empleo indefinido, que no fijo, en la Magazine; una píldora nada fácil de digerir, porque suponía la pérdida no sólo de un trabajo estimulante y enriquecedor, sino también de su independencia vital, la emancipación de una familia en la que nunca había sido valorada, querida. Y esa pérdida tampoco vino sola. El derrumbe económico de la familia obligó a poner en venta con urgencia el apartamento de Grosvenor Square, que ella disfrutaba casi en exclusiva desde que Maria contrajera matrimonio y su padre y su hermana Lesa abandonaran el país. No faltaron compradores, pero sí tiempo para mudarse a otra vivienda adecuada; tendría que ir también a vivir en el palazzo, con su familia. Lo primero no le importaba en absoluto; lo segundo, sí.
No era el mejor de sus días aquél en que tuvo que entregar las llaves y marcharse definitivamente de una casa donde había crecido, marcharse de su hogar. El mismo día en que tomó un vuelo con escala rumbo a Venecia, en cuyo aeropuerto, siete años y ocho meses después, se encontró de nuevo cara a cara con Frédéric Heywood.
***
Siete años y ocho meses antes, en un lluvioso día de abril, Frédéric y Anna recorrían por separado los kilométricos pasillos de la estación de metro de Earl’s Court hasta llegar al andén de la pequeña vía que conduce a Kensington-Olympia. Él llegó con tiempo de sobra, pero ella lo hizo justo antes de que sonara la señal de cierre de los vagones y entró por la puerta más cercana de forma atropellada. Con la inercia de su entrada impetuosa y el arranque del metro se abalanzó sobre Frédéric, quien con dificultad pudo agarrarse para no caer en medio del pasillo. Folios desparramados y torrentes de excusas en una y otra dirección.
Entre algunos papeles que se cayeron de la carpeta de él figuraba su acreditación de asistente a la London Book Fair.
—Ah, ¿tú también vas a la feria? —preguntó Anna de forma retórica, tratando de congraciarse con el agredido.
—Esa es mi intención. Si es que llego con vida, claro.
—Oh, lo siento mucho, de veras. Autor —leyó ella en el anverso de la tarjeta de acreditación—. ¿Eres escritor?
—Lo intento.
—¿Qué clase de respuesta es esa?
—Me falta un editor o un agente que publiquen lo que escribo para que llegue a alguien que lo quiera leer.
—O sea, un escritor pobrete.
La espontaneidad de Anna se alarmó ante el ademán inescrutable de Frédéric. Pero sólo por unos instantes. El tiempo que tardó éste en contestar sonriendo.
—Es una forma de decirlo. Poco benévola, eso sí.
Ella contuvo la risa a duras penas, ocultándose levemente en su melena suelta, momento que él aprovechó para reaccionar.
—Y tú tienes pinta de ir a algún evento VIP, de esos tan selectos.
—Puede que me toque ir a alguno, pero de machaca. Estoy trabajando con una beca en una editorial universitaria y tendré que estar tres días en un stand explicando las bondades de una colección de libros con efectos somníferos fulminantes.
—Es cierto que siempre hay alguien que está peor que uno.
—A veces tengo la impresión de que ese alguien soy yo y ese siempre es el mío.
La megafonía anunció “Kensington”, y el tren se detuvo poco después.
Se hicieron compañía hasta el recinto del Olympia. Después se despidieron, dirigiéndose cada uno a un pabellón distinto, no sin antes presentarse formalmente, aunque en su fuero interno compartieran la desgraciada creencia de que no se volverían a ver en la vida.
Durante los dos días siguientes Frédéric consumió las citas que había podido concertar, sin obtener el menor resultado. Se confirmaron así sus sospechas: aquella ocurrencia de presentarse en la feria a pelo no había servido más que para señalarse como un advenedizo sin papeles atascado en el engranaje de la monstruosa industria literaria. Así que al tercer día se encontró sin más perspectiva que vagabundear entre las zonas accesibles con la carpeta de manuscritos bajo el brazo, a la espera de algún paranormal encuentro con algún editor dotado de poderes extrasensoriales suficientes para detectar las bondades de alguno de sus mamotretos.
Para ser exactos, lo único que consiguió, hacia la mitad de ese tercer día, fue la promesa de amistad eterna por parte de un italiano llamado Guido Gauli que parecía aún más desamparado que él. Le condujo hasta un stand que buscaba infructuosamente, más que nada porque estaba situado en la otra punta del centro de convenciones. Pero no le acompañó por mera piedad o solidaridad entre escritores pobretes. Ese día estaba con Fanny, su hermana, que había venido con la bondadosa y vana intención de apoyarle. Nada más acompañar ambos al italiano hasta la zona que buscaba, Frédéric dejó a su nuevo gran amigo en manos de su hermana, quien aceptó el encargo de buen grado ya que, escritor pobrete o no, el tal Gauli tenía muy buena planta y modales aún mejores. Él, por su parte, tenía otros planes.
En ese mismo pabellón del Olympia había localizado el nombre de la editorial en cuyo stand le dijo Anna que estaría trabajando. Se acercó hasta el lugar en cuestión, encontrándose con una sola persona y el vacío más silencioso a su alrededor. Era ella, con un atuendo formal casual —un blazer oscuro y unos jeans— que sin duda le favorecía. Estaba sentada tras un pequeño mostrador absorta en la lectura de un libro que no pertenecía precisamente a los anunciados en los carteles que la rodeaban. La reconoció a pesar de llevar puestas unas gafas de hipermétrope y el cabello recogido en una coleta. La cautela con que se acercó y se presentó fue respondida, contra su pronóstico, con expresivo agrado.
Compartieron sus desventuras con buen humor y se hicieron compañía durante el resto de la jornada de feria. Sus sentidos estético y del humor encajaron hasta el punto de fugarse —casi literalmente— de aquel pandemónium juntos y alegres. Estaban hambrientos, y no sólo de fortuna y gloria. Ninguno de los dos había tenido ocasión de llevarse nada sustancioso a la boca desde el desayuno, así que cenaron temprano en Hung’s de Chinatown, a sugerencia de él. Y después ahogaron los últimos resquicios de malaventura en varios pubs del Soho entre pintas de cerveza, música e ideas compartidas hasta la medianoche. Para entonces no sólo conectaban sus sentidos más elevados, sino también sus espíritus, que no les impidieron recorrer con parsimonia Brook Street hasta el portal de un edificio de enormes apartamentos dúplex en Grosvenor Square, donde los Wellesley hacían mansión durante los meses no estivales. Esa vez la despedida fue muy distinta a la del día anterior: dos besos y una promesa de verse de nuevo, pronto, sellada con números de teléfono móvil.
La sensación de fracaso que Frédéric había sentido esa mañana desapareció por completo en el trayecto hasta su apartamento recién alquilado en Holly Walk de Hampstead.
Los días siguientes dieron paso a las citas; las citas motivaron el conocimiento mutuo; y el conocimiento mutuo desató un enamoramiento tan natural como profundo. Formaban un conjunto tan elegante, ingenioso y con buen carácter que se diría estaban emplazados por el destino a unir sus almas y mentes de forma irremisible. Así lo intuyeron, dejándose llevar hacia un período de felicidad ensimismada que no habían conocido sino a través de ficciones con forma de celuloide o papel. Compartieron sus corazones tan abiertos el uno al otro, sus preferencias tan conformes y una suprema conexión de sentimientos. Dos jóvenes valientes, decididos, lúcidos, con el mundo dispuesto para ellos para ser devorado sin límites ni reservas. Y sí, se unieron de tal modo que ni un suspiro cabía entre sus abrazos. Ni la más dulce nota podría superar sus silencios, ni la más leve pluma sería capaz de describir la tierna pasión de sus caricias y el amor más sincero se adaptaba a la coreografía de sus besos. Crearon un oasis de vida en el que el desierto sólo era un espejismo.
Las tardes y fines de semana del verano volaron sobre ellos entre las sombras de jardines en Victoria Embankment, al sol verdeado de la extensión del Heath o jugando alrededor de la isleta del lago en el parque St. James. Él jugaba a enlabiarla con su verbo dulcemente agudo. Y a ella le encantaba tomarle el pelo; por eso, cuando le invitó a pasar unos días en un palacio veneciano, Frédéric pensó en otro de los divertimentos que ella disfrutaba a conciencia.
—Que sí, que no es broma —insistía Anna—. Mi abuelo compró y restauró un palacio al borde mismo del Canal Grande. Es una maravilla, es mágico. Me escapo cada vez que puedo sólo por asomarme a los balcones del piano nobile2 o para refugiarme cuando el mundo se pone especialmente difícil.
Y era fehacientemente cierto. Allí fue invitado por la contessa Cappi, una aristócrata veneciana casada con lord Thorneycroft, a comprobar in situ el lamentable estado de muchos edificios y las actuaciones que habían emprendido, con el fin de recabar una donación por parte del vizconde. En efecto, sir Clarence quedó admirado por la labor a la que se enfrentaba la fundación, pero la propia ciudad le cautivó por completo. Así, además de la generosa donación que realizó a favor de V.i.p., decidió hacerse cargo en exclusiva de la restauración del Palazzo Memmo Sorzi, un palacio renacentista con orígenes bizantinos deliciosamente emplazado en el barrio de San Marcoy con fachada al Canal Grande, que por entonces amenazaba ruina. Para no desesperarse con la burocracia y el tempo veneciano, adquirió la propiedad del inmueble por una cantidad irrisoria —en términos relativos— e invirtió grandes cantidades de dinero y tiempo en restaurarlo con mimo hasta convertirlo en un hogar placentero. El día de su septuagésimo aniversario, que celebró con toda la familia, fijó su residencia en el palacio rebautizado como Palazzo Wellesley. «No, no, en todo caso Palazzo Memmo Sorzi Wellesley», insistía sir Clarence ante sus nuevos vecinos con modestia mitad falsa, mitad verdadera.
No había un ápice de exageración en los epítetos con que Anna había ensalzado el inmueble. Frédéric lo comprobó de primera mano durante las primeras semanas del otoño, época que acostumbraba ya a reservar para sus vacaciones anuales. Le alojaron en una de las habitaciones para invitados de la planta superior, un secundario piano nobile, cuyo lujo multisecular le inspiraba un respeto casi reverencial, a tono con el espíritu de la ciudad.
Pero aquellos días venecianos, que empezaron con una dulzura fascinante, acabaron en el más árido sinsabor. Anna ya había previsto la indiferencia e incluso el sutil desprecio que su padre y su hermana Lesa mostrarían hacia Frédéric.
—Ah, un... ¿bibliotecario has dicho? —dijo su padre con tonillo después de las presentaciones— Curioso. ¿Y sus padres? Son cocineros o...
—Son empresarios. Dirigen una empresa muy importante de catering.
—Sí, claro, claro. Empresarios, dicen. En fin, espero que recuerdes bien tu apellido y tu posición. Eres una Wellesley. Nuestras empresas figuran entre las más importantes de todo el mundo. Pero, además, estamos entre los pares del reino, tenemos un asiento entre los Lores.
—Y, para colmo, papista —terció Lesa—. ¿Seguro que no te ha intentado convertir todavía?
—No. Como tampoco lo intentó mamá, ni la signora Falier —replicó Anna, avergonzada por la arrogancia y la falta de respeto de padre y hermana.
Las amistades paternas tampoco acogerían —como así fue— con agrado al middle class con supuestas pretensiones literarias, porque en modo alguno encajaba con la ligereza de palabras y obras que adornaban la vacuidad de sus días. Pero hasta ahí nada se salía del cauce.
El guion empezó a quebrantarse con la primera visita que hicieron a Paola Falier. Anna pensaba que a la persona a quien más estimaba en su mundo, a quien consideraba su segunda madre, le caería bien Frédéric con su cultura, su saber estar y sus modales de caballero. Sin embargo, y a pesar de reconocer su valía, juzgó que no era la persona más conveniente para mantener el estatus de Anna. Las pretensiones de vivir de la escritura que él confesó sin tapujos, y que a su prohijada no dejaban de entusiasmar, le parecían propias de alguien que tenía la cabeza a pájaros; y con tal horizonte por delante, esa relación acabaría mal con el tiempo.
—Al final acabaréis viviendo de la asignación que pase tu padre. Eso no te gustará, y a él tampoco. Le veo con actitud demasiado independiente, y tener que vivir a expensas de tu familia le amargará el carácter. No estará pendiente de ti. Acabaréis mal. No, no puedo darte mi aprobación. Es más, creo que tendrías que terminar con esta relación lo antes posible, antes de que sea más doloroso para todos.
Anna conocía más y mejor el carácter de Frédéric. Creía que su talento y su tenacidad le llevarían adonde él quisiera llegar. Tardaría más o tardaría menos, pero alcanzaría la meta que se propusiera. Así se lo quiso hacer saber a su querida Paola, pero ésta rebatía cada argumento acudiendo a la forma de vida que estaba acostumbrada a llevar, y llegando a quebrar la fe que había mantenido hasta entonces al pensar en un futuro al lado de Frédéric.
—Eres demasiado joven para comprometerte, para atarte a una sola persona —razonaba Paola—. Demasiado entusiasta como para aficionarte a alguien demasiado entusiasta. Comprendo que hayas quedado deslumbrada por ese chico, que tiene un ingenio parecido al tuyo, atrevido, muy seguro de sí mismo... quizá demasiado. Pero no debe confundirse el deslumbramiento con el amor. ¿Qué ocurrirá cuando su presencia se convierta en habitual y pierda la emoción de estos primeros meses, o del primer año?
Las acerbas reconvenciones de su familia y los argumentos de su consejera socavaron la voluntad de Anna, aunque no en el sentido que todos pretendían. Se hizo fuerte en su interior la sensación de que Frédéric y ella no eran compatibles, pero no por los supuestos deméritos de él, no porque fuera el hombre inadecuado para ella, sino porque empezó a verse a sí misma como la niñata consentida de una familia sin más mérito que una masa de dinero acumulada por su abuelo; una malcriada que en su vida sólo había tenido por delante terreno llano y mullido. Paola tenía razón. ¿Qué ocurriría cuando surgieran problemas serios? ¿Cómo reaccionaría a la hora de enfrentarse a las dificultades que siempre surgen durante una vida en común? ¿Sería un estorbo, una carga que acarrear más que una ayuda? En los primeros días de aquel aciago octubre Anna quedó persuadida: no merecía a Frédéric.
Se escapó de sí misma para dedicarse, inexorable y dolida, a restarle atención, tiempo y cariño. Durante varios días parecía una mujer muy distinta a la que había sido. Llegó incluso a dejarle plantado en una cena profusa de amistades ligeras y figurines engolados a la que ni siquiera se le hubiera ocurrido asistir de no ser por su áspera decisión; fue de una crueldad lacerante para consigo misma. Pero él oponía una paciencia muy difícil de soportar, una paciencia que se diría ilimitada y que ella tenía que haber intuido como parte de sí misma, como parte del amor, como algo que ella misma habría opuesto de haberse invertido sus roles.
No era consciente Anna de que hay cualidades y virtudes que tienen doble filo, según se utilicen. Su carácter firme y resuelto y su entereza se volvieron en su contra en aquellos días, y quizá para el resto de su vida. Le pasaron la factura de romper la paciencia y el temple de Frédéric de una sola vez, de forma inequívoca, pretendiendo no prolongar una agonía venenosa.
Y así se lo hizo una tarde de aire frío y sol otoñado, mientras paseaban por la Zattere ai Saloni, una fondamenta3 donde habían compartido momentos inolvidables en las semanas precedentes. Las palabras de Anna, secas y sin concesiones, abatieron a Frédéric. No en un principio porque, sumido en el desconcierto, no pudo reaccionar. Tampoco en los días posteriores, mientras intentaba disuadirla de que rompiera su relación. Recurrió a todos los argumentos que le daba su inteligencia, apeló a todo lo posible y lo imposible, a la cordura y a lo insensato. En vano. Ella opuso tantas lágrimas como entereza en su decisión.
Fue entonces cuando todos los desplantes y los desdenes que venía soportando hundieron el ánimo de Frédéric. Los había querido ignorar por deferencia para con Anna, pero se vio obligado a reconocer que ella se había plegado al menosprecio mostrado por su entorno, lo cual le produjo un sentimiento de irritada humillación. Y llevado de esa irritación, en la madrugada de un lunes lluvioso, mientras sonaban las sirenas en la iglesia de Santi Apostoli avisando la llegada de la acqua alta, abandonó Venecia sin despedirse de nadie.
Su apartamento de Holly Walk fue el principal testigo del abatimiento que Frédéric destiló durante mucho tiempo. No quiso hablar con nadie de lo sucedido; ni con sus padres, ni hermanos, ni amigos. Había vivido la alteza de Anna, la alegría de sus ojos sinceros, el roce terso de sus labios, la pureza infantil de su risa, el ingenio de sus palabras, susurradas o a gritos, la cercanía de su corazón. Y había sido expulsado incontinenti de aquel paraíso, sin causa ni argumento. Supuso una prueba muy dura en el camino de su madurez que, si bien la superó, le produjo una fuerte mengua de su brío y jovialidad, le dejó impresa una huella perdurable. Él mismo reconoció ese golpe como una prueba de madurez, aunque pensaba que no la había terminado de superar.
Ninguna otra inclinación cariñosa, que hubiese sido una cura eficaz y suficiente a su edad, fue posible, tanto porque el listón de exigencia había quedado demasiado alto, como por la actitud huraña que, consciente o inconscientemente, adoptó para con una gran parte de sus congéneres —especialmente si eran del otro sexo y se comportaban con más amabilidad de la exigida por la simple buena educación.
Con el tiempo pudo ahogar los efectos de su descalabro emocional gracias a la escritura y a la buena suerte que le acompañaría en sus afanes literarios.
2. Piso noble. Piso principal, que posee las mejores vistas y están más protegidos de la humedad.Se distinguen por sus grandes ventanales, balcones y galerías abiertas sobre los canales. En algunos palacios se duplica este piso, aunque uno de ellos sea el principal.
3.Especie de calle que se despliega a lo largo de un canal o río, más elevada que éste.