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IV

—Ah, estás aquí. Buenos días, Fred. Acabo de hablar con los propietarios y acceden a mantener el alquiler hasta el final de septiembre, pero ni un día más —anunció Guido entrando en el salón y sorteando un buen número de cajas de mudanza para acercarse a su esposa y ayudarla a rellenar una caja con libros y revistas.

A Frédéric le incomodaba la idea de vivir en el palacio Wellesley. Aunque fuera junto con unos nuevos locatarios. Aunque su piano estuviera por completo separado del que ocupaba la familia de Anna. Por eso había sugerido el día anterior la posibilidad de quedarse en el apartamento durante algún tiempo y no trasladarse con ellos a la nueva residencia, «corriendo yo mismo con los gastos, por supuesto». La idea extrañó por igual a hermana y cuñado, y aunque a Guido no le pareció incorrecto, a Françoise le sentó fatal.

—Muchas gracias, Guido —dijo Frédéric, que poco antes había entrado en el salón con una humeante taza de café en la mano, todo su desayuno de aquel día, y se estaba acomodando en un sillón forrado de cretona junto a un ventanal—. ¿Y el precio?

—El mismo. Se han apiadado y lo mantienen.

—Eres el puñetero amo del cotarro.

—No sé por qué tienes que hacer tantos favores a tu cuñado —tercia Françoise sin dejar de guardar libros—. Porque os conozco a ambos, que si no pensaría mal.

—No fustigues más al pobre Fred. ¿Hasta cuándo vas a estar así?

—Es una de las formas Heywood de demostrar cariño. No me digas que todavía no la has probado —dice Frédéric.

—Guido, dile a mi hermano que no vaya de listo y se esté calladito. O mejor, que ayude un poco.

El aludido apuró su taza, se levantó del sillón y se acercó a una pila de libros que empezó a depositar en otra caja.

—De verdad que no entiendo por qué te resulta tan difícil de comprender que prefiera estar solo durante unas semanas y dejaros a vuestras anchas mientras os instaláis.

—Guido, dile a mi hermano que yo no entiendo por qué quiere dejar de lado a las dos personas que más le quieren y le aprecian, si no las únicas. Y que explique a qué se debe esa decisión tan repentina, cuando había venido dispuesto a quedarse con nosotros.

—Ya está bien, por Dios —intervino Guido—. ¿Os dais cuenta de que me estáis poniendo entre la espada y la pared?

—Eso te pasa por ser un enamorado calzonazos. Es tu señora quien ha armado este jaleo y te usa de correveidile.

Françoise se volvió hacia Frédéric con irritación.

—Ya te tocará el turno, no te preocupes —repuso el cuñado—. Y no veas lo que me voy a reír entonces.

—¿A mí? ¡Qué va! Tengo vocación de soltero profesional.

—Eso no existe.

—Al menos no tengo dotes de seductor latino con las que conquistar a encantadoras inglesitas de buena familia.

—Dile a mi hermano que, o deja de decir bobadas, o sale de casa ahora mismo.

—No, querida. Lo que le digo a tu hermano es que anteayer parecía no carecer de dotes seductoras con un buen grupo de mujeres de diversas nacionalidades. Especialmente con las inglesitas Rylands. Jóvenes y bellas.

—Golpe bajo —protestó Frédéric.

—Pero no puedes negarlo.

—Por eso es un golpe bajo. Reconozco que son atractivas y muy simpáticas. Por cierto, es extraño que no estén rodeadas de novios y pretendientes.

—¿Quién te ha dicho que no lo están? El otro día estaban algo descolocadas —Guido le mira antes de proseguir—. Y además tenían un nuevo objeto de admiración. Pero no cambies de tema.

—No es mala gente, pero les encanta ir de flor en flor. Son bastante insustanciales —opinó Françoise terminando y encintando su caja.

—¿Es eso un obstáculo para disfrutar de su compañía? —se preguntó su marido, quien, ante la mirada de reproche que le espetó ella, añadió rápidamente—: Lo digo por él, claro.

—Será mejor que no me defiendas ni intervengas, o te veo durmiendo debajo de un puente durante unos días —aconsejó Frédéric.

Ella estaba a punto de replicar cuando sonó el teléfono de Frédéric. Al otro lado se escuchó la voz de Luigina, tan animada como si continuara de fiesta.

—Debido a la forma en que se han criado, para las jóvenes Rylands la vida es una especie de fiesta permanente, lo que no dice necesariamente nada malo de su carácter, ni les impide ayudar de vez en cuando en los negocios familiares —explicó Guido—. ¿Y para qué te quieren, por cierto?

El propósito de la llamada era trasladarle una invitación a una cena informal en la casa de unos amigos. Sería algo tranquilo, una reunión de amigos en la terraza de la casa, con vistas a San Marco y San Giorgio. Algo dubitativo, se preguntaba quién más acudiría; estuvo a punto de aceptar ante el argumento de que esos amigos se sentirían muy defraudados si declinaba la invitación, pero al final sólo dejó abierta la posibilidad.

Cuando explicó el objeto de la llamada, Françoise ironizó.

—Creo que desde la fiesta del Arsenale media Venecia tiene el número de mi hermano.

—No se lo di a ellas —protestó Frédéric—. En todo caso a Giovanni, que me lo pidió para estar en contacto. Habrá sido él quien se lo ha pasado.

—Entonces corrijo, más de media Venecia.

Guido rio con el aguijón, pero Frédéric frunció el ceño.

—Fanny, hoy estás insoportable. Creo que estoy de más aquí, así que si me lo permitís me voy a dar una ducha y saldré a dar un paseo, a ver si me despejo un poco con el agua y la brisa.

—Con tal de no ayudar, lo que sea —respondió Françoise.

—¿No vas a comer algo antes? —propuso su cuñado.

—No tengo hambre.

—Bueno, tú sabrás. Saluda a los Rylands de nuestra parte.

—No creo que tenga la ocasión. Hoy me tomaré un descanso de cotilleos y carcajadas insípidas.

—Pobres chicas —suspiró Françoise—. Privadas de su escritor mascota.

Frédéric resopla.

—En fin, me voy. Cuando se le pase el enfado me envías uno de esos ese eme ese —le pide a su cuñado.

—¿Un qué? Mira que eres anticuado ¿Pero no tienes Whatsapp?

—What...?

—Qué vas a tener con ese trasto que llevas. Déjalo, te enviaré un mensaje, sí. Pero ya sabes... —añadió mirando de reojo a su esposa— no sé cuándo.

—¿A que tú también te vas? —no se le escapaba una a Françoise.

Los dos hombres se miraron. Frédéric hizo mutis por el foro.

***

Fue caminando por la Strada Nova hasta el traghetto de Santa Sofía. Desembarcó en la Pescarìa para recorrer los puestos de verduras y de pescado antes de su ya próximo cierre. Los olores, los gritos, los colores, el humor parsimonioso de los venecianos tratando con los vendedores: pequeños placeres en los que Frédéric se recreaba con fruición y perfilaban su sonrisa. Pero no deambuló tanto como hubiera querido, porque no le gustaban los cierres, los cierres de ninguna clase; y menos cuando disfrutaba el momento. Ni siquiera le gustaba cerrar las historias de sus novelas, que siempre dejaba abiertas (eso sí, con una puerta de salida). Y se fue antes de ver desmantelar los puestos.

Procuraba no pensar en nada, buscando el mayor silencio posible, dejándose llevar por las calles y fondamente menos concurridas de San Polo, como si sopesara cada uno de sus pasos con tempo adagietto. Trataba de recrearse en su propia vida, sintiendo la plenitud de estar vivo y la ilusión de seguir teniendo esos momentos de vida por delante.

Se había adentrado por el barrio de Dorsoduro y, sin darse cuenta, llegó a la Fondamenta delle Zattere, en el tramo de Gesuati, viendo cómo estallaba la luz al salir a la orilla del canal de Giudecca. Había arribado a un lugar en que los pensamientos y los recuerdos que trataba de evitar derribaban cualquier defensa o contención. Pero no retrocedió. Continuó caminando con el mismo ritmo, encajando la presión que los recuerdos en forma de ocurrencias, de libros, de ojos, de conversaciones y de latidos realizaban sobre la cicatriz dejada en su alma por Anna.

Había decidido olvidarla de forma implacable, arrancar esa página de su vida para evitar el dolor. Pero la cicatriz seguía ahí, tirando de su alma, ahogando cualquier estima o atisbo de afecto sobre otras mujeres, comoquiera que no había comparación posible. Anna saqueó una gran parte de su riqueza emocional, del lado luminoso de su sentido vital; y al perderla a ella también perdió ese gran trozo de alma. Por eso se venía preguntando durante esos días si había sido buena idea venir a Venecia con la intención de pasar una temporada.

«Si ella está aquí, ningún lugar mejor para olvidarla. Si se mueve en el mismo círculo que yo, ninguna situación mejor para olvidarla. Será la mejor medicina», resolvió. Pero resolvió sin un íntimo convencimiento, porque no había querido trasladarse junto con su hermana y su cuñado al Palazzo Wellesley. Si bien no fueran ciertas las posibilidades de coincidir, de verse a diario, había preferido quedarse en el apartamento de Correr Pisani. Los remedios, en dosis justas.

Lo mejor sería apurar el momento, dejarse llevar hacia el lado jovial realzado por el buen tiempo y la brisa adriática. Regresar al silencio mental. Vivir... Todos ellos propósitos frustrados, como tantos otros, porque después de dejar de lado la iglesia del Spirito Santo y cruzar el puente de Ca’ Balà chocó de frente contra una imagen en la que tropezaron sus resoluciones.

Un embarcadero. Sentada de espaldas a la fondamenta, con las piernas colgando hacia el agua, sobre el brillo estelado del sol de media tarde en el canal. Quieta. Mirando hacia el Bauer en la Giudecca. De espaldas y con el cabello domado en la trenza que tanto le gustaba lucir, siempre reconocible para él.

Era Anna con su figura estilizada, hermosa en su quietud dibujando su perfil elegante a contraluz del agua refulgente del atardecer. Y es que no era difícil imaginársela en ese lugar de sus paseos, confidencias y proyectos que lanzaron al futuro envueltos en un velo tejido con manos enlazadas, besos encadenados o helados compartidos.

El escozor de la cicatriz crecía en todas direcciones, por lo que Frédéric decidió en ese momento no fascinarse de nuevo, no admirar ese pasado anhelo, no hacer caso de la aparición y el presentimiento; dio media vuelta, aunque sin saber qué hacer. Al principio se quedó paralizado, pero después emprendió el camino, alejándose sin rumbo fijo. Fue casi una huida. Trazó sin saberlo una línea de fuga por la Fondamenta Fornace hacia el Canal Grande, mientras rumiaba sin poder digerir su encogimiento, que terminó en la amargura dulce de un spriz repetido.

Quizá si hubiera visto la mirada perdida de Anna, si hubiera sabido que detrás de su mirada estaba él; quizá si hubiera sabido que pensaba también en esos encuentros habidos en los días anteriores, en el porqué de su gentileza en su primer encuentro, en la desconcertante aunque lógica frialdad posterior; quizá si hubiera descubierto una gotita rebelde que se escapó de sus ojos —y ella enjugó con un encrespado gesto de su diestra—, se habría detenido a leer la carga emocional que llevaba esa lágrima y no habría huido de manera tan cobarde.

***

—¡Frédéric! Al final has venido.

La voz de Luigina Rylands, cantarina y entusiasta, se apartó de las conversaciones de su animado grupo nada más verle aparecer por la azotea ajardinada en el edificio de la Colección Peggy Guggenheim y se le acercó para plantarle dos besos.

—Dije que lo haría, ¿no? —respondió él con una sonrisa.

—Sí, es verdad. Pero como tu hermana comentó que no te entusiasman estos jaleos y estabas tardando en venir, pensaba que habrías cambiado de idea.

—Lo que no dijo Fanny es que cuando me comprometo a algo, lo cumplo.

—No hay muchos así —dijo ella bajando la voz y los ojos chispeantes después de unos segundos de vacilación—. O al menos yo no los he conocido.

—Me temo que así es. Por cierto, estás guapísima con ese vestido, Gina.

—Y tú eres un cielo, Fred. Eres encantador.

Frédéric había sido invitado a la cena de gala organizada por Venetian Heritage en una de las terrazas más exclusivas de la ciudad, si no la que más, a través de los Rylands. Mucha profusión de títulos, de excelentísimos, ilustrísimas e incluso alguna alteza real. Mucho despliegue de brillos y vanaglorias siempre insatisfechas. Conversaciones sobre presentes y ausentes reiteradas en los últimos dos años, desde que la crisis financiera abatió algunos pedestales que parecían inamovibles y dejó otros al descubierto.

Frédéric descubrió sin tardar al vizconde Wellesley entre los presentes. Lanzaba una de sus refinadas ponderaciones a un grupo de iguales, entre el que se encontraba su hija Lesa y al que pronto se añadió Maria con su esposo Giovanni. Así que, algo más agitado de lo que hubiese querido, previó un nuevo encuentro, inesperado en tal ambiente, con Anna. «Por lo menos ahí no la encontraré, se dijo al recibir la invitación», porque en los dos días pasados desde que la vio en la Zattere procuró esquivar los lugares que asumieron como propios mientras estuvieron juntos.

Luigina le pidió acercase a donde se encontraban su hermano y su cuñada.

—Me gusta que seáis amigos —añadió en tono de confidencia.

—Bueno, yo soy amigo suyo, pero no sé si él me tendrá en el mismo concepto después de todas las bromas que me aguanta —replicó él.

—Por lo que he visto de ti hasta ahora, sois muy parecidos en ideas, en carácter... E igual de apuestos.

—Y los dos nos dejamos convencer por mujeres encantadoras para acudir a entretenidas ferias de vanidades.

—De lo cual no sabes cómo me alegro —Luigina le miró con un aire travieso mientras llegaban a la altura del grupo, en el que peroraba sir Wilson.

—Claro que no. Ya no son lo que eran las fiestas venecianas, por eso únicamente asisto a las que organiza la Heritage. No, ya ni se me ocurre ir a las que organizan mis compatriotas de Venice in Peril, ni por supuesto a las americanadas de Save Venice. Están infestadas de arribistas, nuevos ricos y gente sin el menor gusto por el arte ni mucho menos por Venecia, pero les sirve para darse aires ante los de su clase. Son horribles, amigo mío, insoportables. Creo que nadie se tomará la molestia de enseñarles que el dinero no es un pasaporte para la elegancia, y que sólo les sirve para que les permitan contemplar de lejos la verdadera distinción de espíritu que diferencia a los seres realmente refinados del resto de la especie.

El vizconde echó una ojeada a Luigina y Frédéric en la que se traslucía un juicio sumarísimo con el veredicto de ser clasificados en el grupo de los indignos de estar en esa fiesta, sin que a éstos les importara mucho, él por desprecio y ella por inconsciencia. Sin embargo, mientras la prédica continuaba ante un auditorio satisfecho y aquiescente, los Rylands acogieron con agrado a la pareja; formaron discretamente un aparte y se enzarzaron en una conversación ligera y rápida sobre arribismos y vanidades hasta que se empezó a llamar a la cena.

Imaginaba Frédéric, complacido y sin error, que estaría sentado en la misma mesa que los Rylands; pero tuvo que ocultar su contrariedad al verse también junto a los Wellesley, muy ufanos éstos al verse rodeados por un selecto grupo con la contessa viuda Contarini, un coronel retirado con su esposa y algún otro aristócrata «del Continente», al que los escritores y sus parejas daban la guinda pintoresca.

Como no podía ser de otro modo, sir Wilson llevaba la batuta de lo que se decía, se valoraba y se juzgaba, con acotaciones aprobadoras de sus compañeros de mesa más cercanos. Todo lo sometía a su juicio y dictaba sus sentencias de forma inapelable, desde la literatura universal hasta las tácticas militares

—Yo ya no leo contemporáneos, sólo me limito a releer a los clásicos. Hay tantos... ¿No es verdad, Lesa? ¿No opinas tú lo mismo? No, no me avergüenzo de reconocer que no estoy en absoluto al tanto de los nombres literarios actuales, ni conozco sus obras. Y ciertamente, espero que me perdonen estos dos ilustres escritores que nos acompañan, pero teniendo una biblioteca compuesta casi exclusivamente por las grandes obras de siglos anteriores se hace un tanto cuesta arriba ponerse a discernir lo bueno y lo malo de entre la pléyade de nuestros tiempos. ¿No están ustedes de acuerdo? Cuanto más miro las mesas de novedades, abigarradas a más no poder y con productos de lo más variopinto, más admiro mi colección de clásicos.

Lo cierto es que después de dejar salir su discurso durante un buen rato del mismo modo, Frédéric observó que ni siquiera había citado a uno de los tan cacareados clásicos. Estuvo a punto de preguntarle por sus favoritos, pero lo dejó correr en el último momento.

Más tarde, el ínclito vizconde pasó a enlazarse en un debate sobre las diferentes tácticas seguidas por los ejércitos aliados en las Guerras del Golfo con el coronel retirado que tenía a su derecha, quien, si había que creerle, había tomado parte en la primera de aquellas guerras como oficial de la 1st Armoured Division. Frédéric desconectó por completo de la cháchara entre Churchill y Montgomery no sólo porque le resultaba profundamente soporífera, sino porque su emisora cambió de frecuencia al escuchar a Maria:

—No, tampoco nosotros la hemos podido convencer. Ha preferido quedarse en casa de Paola.

—Está cada vez más arisca, no sé qué le ocurre. Desde que ha llegado no hace otra cosa que encerrarse con sus eternos bloques de libros o se va por ahí con el iPod —explicó Lesa—. No sale con nadie, y tampoco parece importarle.

—¿Y no os parece preocupante? —terció Gina.

—En el fondo Anna siempre ha sido así —contestó Maria—. Siempre ha ido a su aire, sin contar mucho con los demás.

—Ni poco ni mucho —añadió Lesa—. Es demasiado obstinada para sus cosas y lo demás no le importa nada. Pero si sigue así se acabará consumiendo.

—Sí. Maria y yo le hemos advertido que está demasiado delgada, ¿verdad? —intervino Giovanni— Parece algo tensa, y creo que si descansa y se relaja mejorará su aspecto.

—Está algo demacrada, como si le hubieran caído los años encima —dijo con su habitual tacto la contessa Contarini.

—Claro, porque no se cuida nada —concedió Lesa—. Yo le recomiendo un montón de remedios, de cremas y otras cosas que vienen de maravilla, pero ni caso.

—Se está haciendo invisible.

—Empeñada en ese aire de solterona huraña.

—No sé qué va a ser de ella a este paso.

A Frédéric no le parecía nada bien que se hablara de alguien ausente en términos poco agradables; y, a medida que éstos se iban endureciendo y avanzaba el linchamiento simbólico de Anna, crecía su incomodidad, aunque él no la sintiera como tal. Hasta que no pudo contenerse:

—¿Le habéis preguntado por sus sentimientos? ¿Sabéis si hay algo que le afecte por dentro? —repuso con tono adusto.

—No me negará que está hecha un verdadero trapo —rebatió la Contarini sin entender la pregunta—. Y con lo guapa que era.

—Puede ser. Está algo desmejorada, sí, desde luego. Pero de ahí a darla como un caso perdido, como estáis haciendo, me parece exagerado —argumentó Luigina sólo por apoyar a Frédéric.

«Una necedad cruel, más bien», susurró él. Luigina de inmediato le atrajo con alguna ligereza y con sonrisas que, a fuerza de insistir, diluyeron su impaciencia y esbozaron otras nuevas en el rostro de Frédéric.

—¿Me dejas llamarte Fred, como tu hermana y tus amigos? —le rogó con voz un tanto pizpireta— Sólo si quieres de verdad, no por...

—Sí, claro que puedes. La hermana de un buen amigo es como mi hermana.

—Tu hermana, oh...

Esto lo dijo con una caída de ojos tan agraciada que, al poco, los dos se echaron a reír sin miramientos, para forzado escándalo de algunos compañeros de mesa. Desde ese momento se enredaron en sí mismos para el resto de la velada.

—Creo que nos vamos a divertir mucho tú y yo. Hermano —acertó a decir Luigina en una breve pausa de su hilaridad.

—Algo de eso echo de menos desde hace mucho tiempo.

—Y no me negarás que no está nada mal el plan.

—En modo alguno, si el plan resulta tan agradable y sugestivo como la planificadora.

La risa viviente y radiante de Luigina le hizo sentirse mejor. Le hizo en ese instante tener ganas de vivir con intensidad y de empezar a pisar por sus días del modo firme y seguro que siempre había querido. Pero su mente le advirtió: necesitaba que esa intención fuera constante, no el reflejo de una situación, no el resabio que una cara bonita y expresiva le dejara en sus sentidos. Necesitaba que esa intención se clavara en su alma.

***

El sonido de la cantante de avant-garde jazz que actuaba esa noche no consiguió ahogar las risas que Frédéric arrancaba de Gina una y otra vez. Se habían escapado para oxigenarse después de las lecciones magistrales recibidas en fuego cruzado durante la cena. Pusieron el Canalazzo de por medio y acabaron en Torino Notte, sentados junto a una de las cristaleras que hacen de pared frente al Campo San Luca: bellinis a dos euros y sólo algún turista y un puñado de incondicionales de la noche alrededor.

Por el trayecto fueron despellejando a un buen puñado de especímenes que habían sufrido en las horas previas; luego Gina le puso al tanto de una buena parte del quién-es-quién en los círculos donde se movían en la ciudad. Pero, a partir del segundo Bellini, la situación se invirtió al desatarse la lengua de Frédéric. El intento de uno de los engendros que se pegó a ellos al terminar la cena, quien hubo compartido aulas de bachillerato con Frédéric, le llevó a éste a explayarse sobre las innúmeras travesuras perpetradas durante sus estudios en Westminster. Lógicamente, contó lo que se podía contar, aunque lo suficiente como para seguir desatando la hilaridad de Luigina. Prosiguió con sus apasionantes aventuras de documentalista anónimo por los pasillos de la Guildhall Library. Y acabó, como era de esperar, intentando describir la ofuscadora pulsión de la escritura. De cómo empezó en la cima de su adolescencia, con ínfulas de poeta rabiosamente vanguardista hasta acabar en un prosaísmo cuasireaccionario. También contó algunas anécdotas de los sinsabores, decepciones y humillaciones que tragó hasta conseguir publicar una novela con una «pequeña repercusión» como primer paso hacia su «aceptable éxito» actual.

—Pero no consigo quitarme de la cabeza las dudas que tengo sobre lo que escribo. No termino de conocerme a mí mismo, de ser capaz de valorar de manera objetiva lo que hago.

—¿Pero qué dices? Yo te he leído y te aseguro que tienes un talento increíble. No escribes sólo bonitas historias, hay alma en ellas. Y no soy sólo yo quien lo dice. También mis hermanas y algunas amigas opinan lo mismo y les encantan tus novelas. Y a mucha más gente.

—Bueno, ahí entran otros factores. Hay técnicas de venta, de marketing. He tenido suerte con la editorial en ese sentido. Realmente son expertos en ...

—Cállate, por Dios. Deja de decir tonterías.

—No son tonterías.

—Lo son. Escribes de maravilla, no es marketing. Te diré un secreto, pero sólo si no te vas de la lengua. Me gustas como escritor mucho más incluso que mi hermano. Y a Erica también. Pero no se te ocurra decírselo o te mato.

—Ni se me ocurriría —afirmó, aun sin estar demasiado halagado por el secreto.

La risa franca y joven de Luigina le contagiaba entusiasmo y le incitaba a dejarse deslizar por un desnivel placentero, tan inusitado en su vida. Por eso se vio, casi sin darse cuenta, relatando muchas cosas de su pasado, de su presente e incluso sus proyectos de futuro.

Llevaba demasiado tiempo encerrado, de espaldas a sus sentimientos y esperanzas y, aunque sólo fuera consciente a medias, sentía la necesidad de explicarse, de sincerarse, de vaciarse, de soltar todo ese mundo contenido en su interior; todo ese mundo reflejado en sus novelas, que funcionaban como la válvula de una olla a presión de un alma sobresaturada de emociones. Y al aparecer Luigina en su vida de aquella manera, se le ocurrió que quizá su esencia fuera el complemento de la suya. ¿Quizá fuera ella la persona con quien compartir su alma para seguir adelante, con quien compartir su vida? ¿Podría ser ella la persona que le arrancara de la isla en la que estaba confinado y le arrastrase hasta un mundo apenas soñado? Ella derrochaba energía, impulso vital, alegría, todo cuanto pensaba que su vida necesitaba con más urgencia; él estaba dispuesto a enamorarse, dispuesto a olvidar. Sí, quizá fuera ella, pero el tiempo lo diría.

Cuando el sueño amenazaba ya con velar las risas y cerrar los ojos de noche de la joven Rylands, se retiraron. Pero su GPS interno todavía era capaz de llevarles a San Samuele y tomar el vapor nocturno hasta la parada de San Stae, en el barrio de Santa Croce. Luigina, aferrada a su brazo, acompasó el eco intenso de sus tacones con el suyo. Los pasos firmes en la noche veneciana resaltaban el silencio apacible para los corazones abiertos.

Llegaron al Palazzo Corner Belloni, residencia habitual de los Rylands, y en la puerta despidieron el día con el abrazo espontáneo que Luigina le arrancó, todavía sin atreverse a sustituirlo por otro acto o palabra que fueran más allá del agradecimiento arrebatado.

Agonía y esperanza

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