Читать книгу El sueño de Miranda - Fernando Herrera - Страница 7
ОглавлениеPRÓLOGO
Son las cuatro a. m. del seis de junio del año 2027. Mi nombre es Víctor Actis. Me encuentro en mi departamento de veintiséis metros cuadrados en medio de la ciudad. Aquí dentro, casi en la justa penumbra en la que crecí de niño, en esa casa setentona que mis padres habían construido antes de casarse, el insomnio se me hizo costumbre, más por miedo que por viejo. El ambiente párvulo y casi vacío de la habitación es mágicamente cercano a esa memoria sepia que ha quedado de mi infancia. Las alfombras persas cubren tres cuartas partes del suelo y es la primera impresión al entrar; el sillón de dos cuerpos color ladrillo está de espaldas a la ventana, y una luz tenue me deja observar inquieto la oscura puerta de ingreso. Todo recrea insólito un tiempo tan lejano como ilusorio. Ya han pasado algunas horas luego del último apagón, y las ventanas que llegan hasta el suelo aún conservan el frío vapor del baño mientras, sobre la calle, un manto blanco cubre buena parte de la acera. En la Tierra, los inviernos ya son severos, con las máximas de humedad, y, en los veranos, los porcentajes de muertes ascienden año tras año; el comercio se torna a viejos métodos coloniales; en algunas regiones escasea el algodón, el gas, el petróleo; los círculos periféricos se propagan en todo el mundo; se desarrolla incesante el contrabando hasta de lo más inverosímil, y la marginalidad y la pobreza se enmascaran en un zorro hambriento que deambula por todas las naciones; el ocio es una mercancía más que se compra después de haber estado días enteros conectados, y las máquinas deciden a quién más y a quién menos.
Luego de dar vueltas doblegando la posibilidad de adormecerme siquiera unos minutos, pude sentarme a un costado de la cama, no sin dificultad, y debo consentir que las pesadillas han vuelto después de tantos años, porfiadas e inagotables. He envejecido muy pronto y, también, he comenzado a tener problemas del corazón a una edad muy temprana, aunque hoy las únicas pastillas que tomo son solo para atenuar el miedo a dormir. Los traumas infantiles, lo que oía en mi periodo de lactancia, las voces de mis tías, mi abuela y mi madre, han hecho mella en mi personalidad huraña, arisca y poco humanitaria. Hace un tiempo he vuelto a ensimismarme, a tomar conciencia y a recordar insistentemente que solo he vivido retirado en mis sueños, y mientras las personas que me rodearon en el transcurso de mi existencia han tenido una vida real, yo he prescindido de tal sin que pudiese haber elegido. Los años de internación han quedado atrás. El doctor Montalbán falleció hace algunos años, y, si bien ahora estoy fuera, me sigo preguntando si todo esto existe, o si lo que existe, es solo una ilusión. Ahora, ya sentado en el sofá y con tan solo la luz cálida de la lámpara, mi vista se posa en la puerta sintiendo el mismo temor que me atormentaba cuando era un niño: me quedaba en esa penumbra casi total presintiendo que algún ser extraño abriría la puerta mientras mis padres dormían en el cuarto contiguo. En mi memoria han quedado muchas cosas de las que hubiese preferido carecer o liberar, pero, tal vez, poder compartirlas sea una manera de poder sacármelas de la mente y que en mis últimos días me encuentren en paz, soltar lo poco que tengo y dirigirme descansado por esas ondulaciones verdes que alguna vez transité sin saber aún si estaba vivo o muerto. Los detalles me atormentan cuando cierro los ojos, y la realidad y la fantasía parecieran juntarse de tal manera que, luego, no logro distinguir lo real de lo ficticio, si es que existe alguna realidad. Así que pecaré de extensivo para olvidar lo menos posible el relato que el doctor Montalbán me confió hace algunos años y que satisfizo, en parte, el sentido a mi vida. Todo comenzó hace algunas décadas, donde, mucho antes de haberme jubilado, mi vida transcurría en completa soledad, al menos eso es lo que yo creía. Una mañana, cerca del mediodía, cuando me dirigía al centro de la ciudad, al subir a un tren que me trasladaba en escasos minutos por un túnel debajo de la tierra, oí las conversaciones altisonantes de un grupo de adolescentes que se dirigían a festejar su día. Si bien, en esa época ya me encontraba en plena adultez, no pude dejar de contagiarme de esa energía que me acompañó casi todo el trayecto y que he tenido la experiencia de vivir tan solo un puñado de veces. Los observaba riendo y cantando, mientras el resto de los pasajeros les prestaba poca atención, y, en un momento, debo confesar que hubo algo en esa situación que comenzó a atraerme de manera muy especial. Lo recuerdo por el mismo sentimiento que me ocasionaba el observar los ojos vacíos de quien oye sin escuchar, mientras uno se pregunta si vale la pena juzgar esa situación. El grupo de estudiantes era mixto, más varones que mujeres, unos siete en total, si la memoria no me desvaría. Tenían rostros de un blanco marfil, virtuosos, perfilados como los bustos romanos; sus cabellos, lacios, serpenteantes e inquietos; sus cuerpos armoniosos apenas presentaban algún rastro de adultez, como las manos ya rústicas de los varones, sin embargo, las mujeres gozaban de unas extremidades tan finas como las pinturas de Vladimir Volegov. También parecían provenir de algún colegio católico, supongo que por las cruces rojas en un escudo que llevaban impresos en las camisas blancas. Al llegar a la estación de mi destino, observé que también ellos se disponían a bajar, así que, ya en la plataforma, los iba siguiendo casi sin querer, mientras ellos no paraban de reír. Inconscientemente, apuré tanto mis pasos que en un momento llegué a ver el perfil de uno de los adolescentes que durante el viaje solo divisaba de espaldas. Fue algo que solemos hacer casi de manera automática cuando algo nos llama la atención. En ese mismo segundo, su rostro giró hacia mí como si presintiera ser observado, y pude ver cómo sus ojos me miraban con absoluta extrañeza, para, luego, bajar la vista turbado. En ese instante, experimenté el aire más denso, un precipitado sudor en el cuerpo y la garganta cegada por la angustia. Años he pasado tratando de explicar que ese ser, tan fino por su corta edad, tan cándido e idealista, era yo. Y muchos más transcurrieron desde que comencé a dormir y a adentrarme en situaciones donde siempre corría peligro, o, simplemente, era testigo de mis propias experiencias. Todo empeoró con el correr del tiempo: desde picos de estrés hasta ataques de pánico, claustrofobia y llantos imparables. Cada noche comenzó a ser única, cada sueño, una batalla. Por las noches recorría lugares jamás transitados, presenciaba matanzas escalofriantes a lo largo de extensas regiones, y atestiguaba mi presencia en guerras nunca conocidas más que por aquellos que han sido protagonistas. Muchas veces era parte de todos esos males, siendo víctima y también victimario; algunas veces me escapaba de alguna trifulca en un país de nombre desconocido; algunas otras, me perseguían a través de los mares en barcos hechos de cañas, y, en ocasiones, mantenía esa postura omnisciente donde nada me afectaba, era simplemente un testigo contemplativo de hechos históricos. Al cerrar los ojos, siempre había violencia, huidas y lugares donde debía esconderme. Cada sueño era la presencia de un mundo en conflicto, como si ese fuese el único presente y el único fin en toda la historia de la humanidad. En pocos meses perdí mi trabajo en la oficina de correos y me aislé del entorno social que mantenía durante aquellos años. Esos ojos adolescentes que habían quedado impresos en mi mente parecían haberme hechizado con algún conjuro espaciotemporal que me afectaba al cerrar los ojos en la noche. Ese rostro taciturno era, además, el mío; esa manera de caminar, el vaivén de sus brazos y la energía que emanaba, todo era reconocible en mí. Llegué a pedir una licencia de trabajo antes de que me despidieran. Pasé por varios psicólogos tratando de explicar el miedo que comencé a tener cada vez que caía preso de otro sueño inconsciente. Una noche de otoño, luego de haber caminado hasta casa bajo una llovizna constante y molesta, sentí haber despertado en la madrugada con una lanza clavada en mi pecho; el dolor y la oscuridad de mi cuarto me provocaron un ahogo que jamás había experimentado, y pensé que moría. Tal fue el susto que, ni bien me recuperé, llamé a mi psicólogo por la mañana buscando la ayuda que nunca encontraba. Y esta vez no fue la excepción; solo recibí su preocupación en la gravedad de su rostro, y, además, el consejo de ver urgente a un psiquiatra que él conocía y se encontraba a una hora de distancia, fuera de la ciudad. Tomé su consejo muy en serio. Esa misma semana me presenté en una clínica donde atendía solo en el horario de la tarde. Al llegar, luego de una hora de viaje, me sorprendió la penuria del edificio. No había ni siquiera una recepción en planta baja dónde anunciarse. En el segundo, por la escalera, se ingresaba directamente a una sala de espera donde predominaba un blanco impoluto; había una secretaria que solo miraba la pantalla de su computadora y las persianas americanas que dejaban traspasar esos reflejos que forman figuras extrañas en la pared opuesta. Mientras ella hablaba manteniendo el teléfono pegado a su oreja, me adentré en la sala. La percibí desértica, fría y poco acogedora. En el transcurso de unos minutos, en el que me encontré solo, sin otros pacientes a quien mirar de reojo, me pregunté si estaría presentable, si mis parpados reflejarían el hábito de dormir tan solo dos horas por día y de pasar el tiempo en el encierro de esa habitación a oscuras y sin luces. El silencio de la sala me incomodó un poco, y, al inclinarme sobre una pequeña mesa para tomar unas revistas pretéritas de toda actualidad, la puerta del único consultorio se abrió apenas, haciendo llegar una voz grave que anunciaba mi apellido. Sin pensarlo, respiré hondo y, mientras iba exhalando el aire, crucé sereno la puerta con un arco vidriado. Me bastaron un par de segundos para sorprenderme, con suficiente encanto, de un mobiliario original estilo marino. Todo allí era blanco y azul, con cuadros de barcos que navegaban bajo una tormenta imponente, y el catálogo de distintos tipos de nudos hechos con soga que colgaban de las paredes; un timón de madera finamente tallado dominaba el centro de la sala, y unos catalejos antiquísimos descansaban sobre el vidrio de un escritorio. Después de que el médico se acercó para estrecharme la mano, no sin dejar de estimar que me encontraba ante un viejo capitán de barco, me sentí más sereno.
—Soy el doctor Montalbán —me dijo.
La paranoia en la que me advertía me hizo preguntar una vez más si esa situación existía. El doctor me indicó que me sentara en un sofá que daba de frente a un gran ventanal con cortinas blancas, mientras que él, parado frente a mí, como estudiando mis rasgos y apariencias bajo unos lentes color gris, que le hacían levantar la cabeza y mirar con sus ojos hacia abajo, se sentó a no más de un metro y me preguntó el motivo de mi visita.
—Necesito pastillas. Pastillas para no dormir —le dije—. Tengo pesadillas de las cuales me cuesta volver a despertar.
Al parecer, mis palabras sonaron justas, sin mucho preámbulo y directas para conseguir el remedio a lo que tanto me aquejaba. En ese momento el doctor tomó una silla y la puso justo delante de mí; acercó su cara, me miró de cerca a los ojos y preguntó:
—¿Y por qué crees que no puedes despertar?
Mucho más sereno, contesté que me pasaban cosas cuando sueño, algunas veces me lo impiden y otras simplemente no puedo, es como si yo no me lo permitiera. Sin ningún tipo de pudor me termine confesando abiertamente. En ese momento supe que no habría motivo para no hacerlo, sobre todo, porque para eso había ido.
—No puedo evitar soñar situaciones violentas y acontecimientos históricos en los cuales muchas veces me encuentro conmigo mismo, con mis padres o personas que he conocido.
El doctor Montalbán dejó de mirarme y se dirigió de inmediato a correr las cortinas, encendió un pequeño velador y apagó la luz principal, sacó del cajón de su escritorio un instrumento con luz que me colocó en los ojos, y vi cómo cambiaba de color su rostro.
—¿Has tenido ya contacto contigo mismo en esta realidad?
—Sí —le contesté dubitativo—. Pero me preocupan los sueños, que dejaron de ser normales hace mucho tiempo. Se han convertido en algo más que pesadillas, se han convertido en tormentos que mi alma padece y no logro poder explicar. Necesito que me dé alguna medicación para mantenerme despierto. Hace mucho tiempo que dejé de tener una vida normal y temo no volver a despertarme.
—Lo siento, no tengo buenas noticias para usted: no hay cura para esto y mucho menos una medicación que sin querer no lo lleve al sueño el resto de su vida. Eso, indudablemente, empeoraría las cosas, aunque, en realidad, ni siquiera se sabe de qué se trata esta patología, la ignoramos totalmente, y, hasta el momento, ha habido solo un caso que hemos podido registrar: el de una mujer, hace ya muchos años. Yo personalmente he investigado el caso con un grupo de profesionales, y para descartar cualquier otra hipótesis, en la tarea hemos incluido a teólogos, sacerdotes y científicos, pero nunca supimos de qué se trataba fehacientemente. Realmente estoy sorprendido señor Actis, pensé que nunca más iba a tener frente a mí a alguien con esos mismos síntomas.
—Por favor, deme algo para no dormir —le insistí.
—Otra vez, lo siento, no hay nada que pueda hacer por usted. Pero sí le puedo recomendar algo: si es católico, rece, por favor; y, si no lo es, rece de todas maneras.
—Soy católico —le dije—, pero hace muchos años he dejado ese hábito, no me ha funcionado más que para engañarme a mí mismo. De todas maneras, gracias por su tiempo.
—Lo siento, señor Actis. Si su situación empeora, espero que me vuelva a ver, y con su caso, podría retomar las investigaciones.
Antes de retirarme, vi unos ojos compasivos que me acompañaron al levantarme del sofá. Salí de la habitación con desgano mientras veía que la secretaria continuaba impávida con los ojos en su computadora. Sentí nuevamente el frío, la desolación del lugar, el mismo vacío interior al levantarme todas las mañanas.
—¡Señor Actis! —escuché la voz trémula y urgente a mis espaldas. El doctor Montalbán, parado bajo el arco de la puerta, miró primero a su secretaria y luego a mí—. Se olvida algo, señor Actis, entre por favor.
En silencio volví a entrar mientras la puerta se cerraba dócilmente.
—Siéntese.
Sin decir nada, solo observe actitudes absurdas, su nerviosismo, la manera en que movía su lapicera entre sus dedos. Pero, esta vez, quedó a lo lejos y sentado como en una silla monárquica detrás de su escritorio.
—Señor Actis, le contaré lo que creemos que le está pasando con la debilidad que nos da la falta de evidencias, pero temo que tampoco estemos muy cerca de hallarla. Ante todo, le propongo narrarle el único caso que presenta los mismos síntomas que usted tiene. Tal vez, le ayude a comprender mejor su situación y las rarezas que lo aquejan. Hace muchos años, una mujer nos relató con sumo detalle lo que había sucedido en su vida, en la época de su infancia, adolescencia y parte de su juventud. Llegó a nosotros pidiendo la ayuda que en ningún otro sitio había podido obtener.
Mientras el doctor hablaba, abrió un cajón a su costado; con extremo cuidado extrajo un voluminoso expediente que colocó frente a sí mientras no me sacaba la vista de encima.
—Señor Actis, le contaré el único caso que nos ha desvelado por años, un caso que nos puede dejar al borde de la locura y adentrarnos en caminos inexplorados: el caso de la señorita Miranda, Miranda Reyes. Seré sumamente cuidadoso, y con detalles transitaré por el relato que ella misma nos contó. También seré fiel a sus dichos sin exagerar ni apartarme un ápice de su historia. Señor Actis, espero que le pueda servir para saber que ya no es el único y que no está solo.