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CAPÍTULO I

Año 2023

A pesar de la furia de los truenos y del largo aguacero de la mañana, esos primeros días de otoño presentaban resabios de un verano tan húmedo y caluroso como las últimas vacaciones en Corrientes, donde el sol abrasador del mediodía, que parecía empeñarse solo en ese lugar de la tierra, ya resquebrajaba las primeras hojas al pie de los ceibos y lapachos. Esa mañana, Miranda intuía que ellos se acercaban; observó por la ventana que las calles atoradas de gente podrían socorrerla, tomó las llaves y salió perturbada rumbo a la estación de tren. Con pasos apresurados sobre los baldosines de la calle San Martín, se encontró con ella misma en uno de los asientos de fundición que poblaban el andén, recibió su recado como todas las semanas y, sin mediar palabra alguna, volvió por otro camino del que tenía por costumbre. Su mente se convertía en una catarata de pensamientos tremendistas. Mientras cruzaba la calle, pensaba que en pocos días se mudaría a un lugar más seguro, allí muchos la conocían. A lo lejos, pudo divisar el paso ligero de las mismas viejas de siempre saliendo del casino, todas convertidas en viudas, separadas o casadas paranoicas; la ruleta y las tragamonedas atendían las veinticuatro horas, sin embargo, allí dentro el tiempo se detenía dominado por el juego endiablado del azar. Mientras las aborrecía recordando a su abuela que cargaba las bolsas del mercado, solo atinaba a la compasión luego de un segundo de conciencia. Sus pasos por esa cuadra después de haber llovido un desquicio, le carcomían los recuerdos mientras sorteaba a esas viejas apolilladas inmersas en la humareda del tabaco. Estas salían del casino con sus ojos desorbitados y sus bocas agrietadas a causa de los cigarros; algunas se cruzaban a la casa de empeño con nombres arabescos, tiritando de frío en invierno y de nervios en verano; otras zarandeaban la puerta vaivén maldiciendo esos números ladinos que les traumaban la conciencia. La vergüenza y el vacío de una adicción las forzaba a recuperar las apuestas mal venidas, y la pretensión de ganarle al destino las hacia volver apresuradas. A media cuadra de allí, durante las últimas horas de la tarde, la parroquia cobijaba a las hermanas luego de la semana de pascuas. Las miradas circunspectas de las monjas al pasar por la esquina se preguntaban a qué santo extorsionaban con volver a la costura. Algunas salían del casino con la cabeza tan baja que se llevaban por delante los postes de paradas, a las gentes que pasaban y a los cuidacoches que, mal juntados, se peleaban por dos mangos.

En ese trayecto de pocos metros, Miranda apenas alzó la vista, y el resplandor se convirtió en oscuridad propia de los malentendidos. Siguió caminando con su recado entre las manos y los pies aceleraban tanto que se aproximaba el momento de girar, a diez metros de su esquina. Un hombre, desde enfrente, la observó de manera inquieta. Luego la vista se volvió más oscura y ya no había resplandor. La negrura cerrada le impidió siquiera chapucear en el local de objetos impúdicos que su madre frecuentaba. “Podrá ser un nubarrón pasajero”, pensó, al quedar un aura desierta que la inquietaba hasta los huesos. Con dificultad, divisó el umbral del edificio, a solo un paso de la entrada y la frialdad a sus espaldas. Todo se volvió un malentendido. La puerta metálica y de barrotes estaba violentada con los mismos cañones pendencieros del siglo XVIII. A través de vidrios esparcidos, del olor químico del sueño y de un fatídico silencio, entró a tientas mientras veía el resto de las puertas tiradas por los pasillos, arrancadas de los marcos. Las piernas le contorneaban con sus pasos, el olor se transformaba en recuerdos de familia, como si lo reconociera desde siempre, y, tanteando las paredes, casi llegaba con sus manos temblorosas y su aliento entrecortado. En los últimos escalones no se atrevía a alzar la vista; estaba tan oscuro como el día en que se escondió debajo de los trastos de su cama, creyéndose a salvo de su madre pese a que esta lo sabía. Recorrió con el interior de sus manos las paredes porosas y sintió la suavidad de la madera de su puerta protectora. Allí estaba, sana y salva, y no podía con sus manos, sus nervios y el sudor de su alma.

Al entrar, se dirigió hacia el ropero de perillas con piedras engarzadas; juntó lo que pudo en el bolso escocés que guardaba de su infancia: coraje, miedo, valentía y desapego; llegó a meter algo de odio y trastornos de mentiras, un poco de tristeza y mucho de aventura. Tiritó de frío blanco, sin tanto sudor ni olor a vino del fino. Acomodó su bolso sobre sus espaldas y recorrió el aposento con soltura temiendo olvidar algo. Y en una fracción de tiempo terrestre, todo comenzó a dar vueltas: la explosión la transportó al inconsciente más hondo y se dejó caer de cuclillas. El humo, el polvo y los olores de la maquinaria determinaban que aún no había muerto. Despertó de los sucesos con el frío de un cilindro apoyado detrás de su cuello. Notó que las botas de los sujetos, bien lustradas, no coincidían con el potrero revuelto de tantas armas. Alzó las manos. El de las botas, sin pudor, se inclinó ante ella; se acercó mientras desenfundaba sus protectores oculares. Con una mano, la tomó del cuello y acercó su boca al oído de Miranda, quien sintió más intenso el frío del cilindro y el dolor de otras manos que le retorcían su cabello, y la necesidad, imperiosa y urgente, de morir en ese instante.

Buenos Aires, marzo de 1981

Parecía una especie de viaje solo si permanecían con la mirada perdida, disoluta en el espacio celeste. Allí, tumbadas en el suelo sobre una vereda con mosaicos turquesa y bordes húmedos de rocío moribundo, en una mañana con densas nubes y claros de un azul intenso, Miranda y Clara observaban creyendo que el cielo giraba sobre ellas, esa ilusión que provoca nuestra mente, sobre todo, en los años de nuestra infancia. En esas nubes veían insectos, anillos gigantescos, cascadas de agua, remolinos de algodón y muchas caras extrañas, pero había que imaginárselas rápido, pues esas nubes iban a gran velocidad. Ahí tiradas boca arriba, en ese otoño que mostraba días más frescos y donde las tardes eran más plomizas ayudadas por el recuerdo, solo les importaba esa sensación de dar vueltas y vueltas mientras permanecían en un mismo lugar.

Era en ese barrio tan sombrío, supongo que por sus casas de paredes despintadas y las calles aún de tierra, por los postes de madera envejecida y el tendido de cables que cruzaban las esquinas y las manzanas, donde se aguardaban las mañanas de feria para conseguir las verduras y las especias a precios rebajados, y donde las mujeres mayores traían verdurita de regalo en los bolsos de arpillera; donde algunas tardes zopencas con la madre en su labor, solía acercarse una joven de los fondos para tener a las niñas bajo el cuidado de la siesta ociosa; pocos confiaban en esas mocosas panchas que no sabían de conductas ni temores. Una de esas tardes soleadas en la que quedaron a merced del pobre lazarillo, se le ocurrió a Miranda treparse a su bicicleta que tenía prohibida, pero la tentación era tan grande y mezquina, que ni bien terminó la ligustrina que rodeaba al colegio de palomas enanas, enfiló sin detenerse por esas cuadras y bloques de manzana todavía extrañas en su vida. Recorrió veredas intransitables, descubrió plazas inhóspitas y levitaba entre los aromas de jazmín y de las rudas; cabalgó a mayor velocidad para sacarse de encima esa perruna sarnosa que tanto dolor le causaba y pudo ver gentes nuevas, otros rostros, otras casas con puertas de tronco tallado y jardines como los de su abuela, vio cielos de otro color y se embriagaba con tanto olor a tierra. Cuando se detuvo, la vista se le inundó de campo, ya quedaban pocas casas; veía alambrados a lo lejos, gigantes tanques de leche, una junta de vacas y la pérdida en la noción del tiempo. Llegó a lo que parecía ser una tranquera solitaria: los hongos cubrían buena parte de la madera, y los herrajes carcomidos y ya casi inutilizados se dejaban ver entre los pastizales.

Miranda dejó su bicicleta acostada con el verde alrededor y trepó a uno de los postes que aún sostenía el alambrado; se sentó sobre este y observó la lejanía, el infinito terreno que se perdía bajo el cielo; inhalaba el aire ventoso que se incrustaba en su cara y exhalaba paz con el entrecierro de sus ojos. Por un momento, sentía elevarse en el aire como panaderos voladores, su cuerpo al balancearse le hacía sujetarse con más fuerza, y sus cabellos tomaban el impulso de colas de barrilete. Sin saberlo, o, por lo menos, sin tener conciencia de ello, se adentraba en un estado de meditación que la dejaba por algunos minutos en un eterno presente. Luego, desensilló. Le apresuró la sed para volver, pero no el miedo a la lejanía, ni a los extraños, ni a su madre por su ausencia. Volteó con sus dos ruedas y puso marcha a su regreso. El mismo camino, pero teñido de una tarde más gris y atemporal, donde llegó a divisar a lo lejos los tejados rojizos de la escuela, los mismos que habían sido donados por el corralón del pueblo que el intendente perseguía, y, dando más empeño a sus piernas para llegar hasta aquel, le hacían percibir que las vueltas eran inesperadamente más veloces que las idas.

Miranda y Clara crecieron en la soledad de la infancia. Junto a otras niñas dominaban las tardes que languidecían de repente entre el verano y el otoño en la plaza de Rafael Castillo, un pueblo donde la gente joven nace con rasgos de una madurez sufrida y los ancianos se resisten a morir en la puerta de sus casas. Allí, apetecían las mismas ganas de besar a los niños en una iglesia soberbia, un domingo de misa. Al terminar el sacramento que el padre Tommasi dirigía, corrían hasta la despensa complaciente, como parte de la liturgia religiosa, y, al entrar, de sus bolsillos sacaban a tientas lo único que tenían: algunos centavos de pesos, un botón y un par de hebillas. Don Manuel las miraba con sorna en los labios, mientras Miranda y Clara, ebrias de inocencia, extendían su palma por un alfajor y algunas gollerías. Como desatadas de una prisión, volvían corriendo a pedir permiso para jugar en la casa de Paula, que tenía en los fondos extensos yuyales y algunos claros de tierra, una hilera de plantas extrañas y muchas macetas con fresas que su madre mezquinaba. Paula, cuyas únicas amigas eran ellas, les contaba de su madre y les hablaba del tiempo, de un secreto o de alguna novela que había visto por la tarde. Algunos años después, una de esas tardes de siesta que olía la proximidad de una llovizna, fueron a buscar a Ana que vivía con su abuela, su tía y una mujer que las cuidaba. Algunas gotas ya caían y, si se largaba el chubasco, no tendrían lugar dónde jugar que no fuera dentro de la casa. Mientras volvían tuvieron una idea. Las cuatro tenían todo decidido: con la medianera, un níspero y un limonero, armaron un escondite, que consistía en un techo de hojas de parral, una lona de arpillera que cubría todos los costados, una puerta de madera apoyada entre unas ramas y unas latas de durazno, atadas entre ellas, que sonaban como alarma por si alguien espiaba. En esa cueva oportuna y soñadora planearon pasar a la clandestinidad, vigilar a los hampones y construir un mundo justo y hasta casi medieval; consultaban mapas y recorridos; leían las últimas noticias de tragedias y mentiras; hacían anotaciones sobre el clima, las caras de la luna y el ruido de cigarras; contaban los pasos hasta llegar a la casa, los vecinos que pasaban y las contraseñas que cambiaban. Juraron un protocolo de vida que no debían traicionar. La sangre, la nobleza en los valores, el socorro mutuo y la eterna fidelidad las unía.

Una noche extrañamente glacial de un septiembre mustio, enviaron a Miranda a la casa del señor Ortiz, el sastre y padre de José, el monaguillo de la Parroquia el Sagrado Corazón. Tenía contextura mediana y muy delgada, prominente calvicie y dedos tentaculares; destacaba un aire elegante en su ser y en su labor, que ejercía con amplia pericia. El saco de su madre ya estaba listo y la costura nueva, pero tuvo que esperar a que tomara detalles de terminación y en las medidas. Ahí sentada en una silla de paja y sobre un almohadón de folia remendada, sus piernas se balanceaban y colgaban con retorcido aburrimiento. Sus ojos revoleaban los objetos del cuarto, y sus manos hurgueteaban las cajitas de alfileres. Había retratos de todos sus parientes con marcos ajados y pilas de telas sobre tarimas tapizadas del color de las paredes.

El sastre la observaba por encima de sus lentes con la curiosidad de un encriptado misterio. Le preguntó de espaldas por su madre y por sus notas en la escuela, por su mascota “Ulises”, un hámster rechoncho, y, con una malicia intencionada so pena de castigo, cuánto era ocho por siete. Azorada de sorpresa y rápida de reflejos, le contestó con la velocidad de un refucilo la respuesta correcta. Miranda le preguntó cuánto era ocho por nueve, mientras observaba el segundero de un reloj plateado por encima de un espejo. El sastre tardó tanto como la sonrisa de Miranda, para terminar, preguntándole por sus buenos modales y sus números tan aplicados. Miranda solo guardó un firme silencio. Trató de persuadirla ofreciéndole galletas, mientras ella ojeaba revistas de moda. Le preguntó si asistía a misa los domingos por la mañana. Miranda respondió afirmativamente, y, agregó, que lo hacía para acompañar a su madre. En un momento de la charla, entró la esposa para ofrecerle un té, y ella aceptó frunciendo las cejas. El saco estaba listo cuando entró José, y se sorprendió al verlo sin el atuendo de monaguillo. Tenía unos jeans agujereados y una remera desteñida, un crucifijo en su pecho y unos gestos llamativos. Apenas se percató de que estaba, su madre lo obligó a que se presentara. Miranda apenas levantó los ojos mientras su pecho latía, y José la miró con inquisitiva extrañeza: observó sus piernas y, de reojo, la protuberancia de sus senos; intuyó la incomodidad en sus ojos y el rojizo de su cara. La esposa del sastre le acomodó el vestido, la puso de espaldas para estirarle los brazos, le preguntó por el pago que casi olvidaba y, con el inevitable sentido de culpa, rio nerviosa bajando la vista. Miranda no llevaba dinero en sus bolsillos y, cargada con el remiendo de la prenda, maldijo la infamia de la trampa y la jugarreta torpe y mal intencionada de su madre.

Las acostumbradas mañanas de los sábados eran grises y triviales, y el sol de ese verano parecía empecinado en dar sus frutos solo los días de semana. Miranda solía preparar el desayuno tan temprano que la claridad del día no quería despertar. Sus preferidos eran café suave sin azúcar y él te verde con rodajas de limón. El mate era para su madre, que le gustaba prolongar el tiempo sobre la mesa. La mudanza la había afectado tanto que durante tres domingos seguidos no paraba de llorar, para, luego, quedarse inmersa en tantas pequeñeces que le costaba comenzar con sus labores. Pensativa y sin ganas comenzaba la histeria de los sábados: se pulían los pisos, se acomodaba la cama, se lustraban los estantes, se lavaba la ropa, las ventanas y toda la cocina. Aquellos quehaceres incomodaban a Miranda hasta llegar a sentirse frustrada y furiosa en una misma proporción. El vigor de su enojo quebrantaba toda relación con el mundo, y con vehemencia observaba la desazón de su madre. Por todo esto, Miranda quedaba inerte de impotencia sin poder lograr la paz y el sosiego en ese momento del día y poder regocijarse con el sonido filoso de la nada. A mitad de la jornada y sin haber más remedio, sofocada entre la mugre de la ropa y los trapos de cocina, se ofreció para lustrar los muebles de cedro insípido y una pequeña biblioteca con libros de tejidos y de cocina que eran de su agrado. Así que mientras escupía el polvillo de las obras pasteleras y estornudaba entre los puntos de cocción, imaginaba a su madre fallecida por accidente o de suerte natural.

—¿Trajeron lo que necesitamos? —preguntó Clara.

Pusieron todo sobre el carretel usado de una bobina de cable: frascos, vendas, tijeras, alcohol, una radio, linterna, mapas y hasta una brújula de guerra del abuelo de Paula. Todo debía estar dispuesto y a mano por cualquier emergencia. Clara y Ana se ocupaban de la ropa que las identificaba, mientras Miranda sacaba su anotador para continuar con el diario del día. Todo debía ser previsto y asentado. Resolvieron por la tarde los códigos internos: nada de dibujos, ni chismes de amoríos, los temas del colegio estaban autorizados, pero no las faldas, ni pinturas en el rostro, alguna fragancia recatada sin ser llamativas y sí las rosas y los jazmines que pudieran animar y embalsamar el momento.

“…Era la cuarta vez que esperaba verlo pasar. Miranda pasaba las manos suavemente por el vestido mientras lo estiraba y secaba de sudor. Sus aros de perlas no solo hacían juego con este, sus zapatos al tono apenas tenían gastada la suela. Las tantas gotas de paciencia y los aires de cansancio ya la daban por vencida, su cabello sujeto por una cinta imperceptible le afinaba su perfil, y, de tantas miradas inconscientes al primer chico que pasaba, descansaba cerrando sus ojos por algunos segundos. El aroma dulce del perfume de su madre atraía la atención de las calandrias a vuelo rasante de su banco, mas no perdía las ganas de salir corriendo de allí y perderse en el vacío, y despertar, otra vez, como todas las mañanas. Esperó hasta desesperar, hasta sentirse estúpida; por un momento se calmó de rabia, y sus pensamientos la aturdían, e imaginaba que José se pararía frente a ella extendiéndole el brazo y las manos, en posición de querer llevársela de allí. Cientos de muchachos pasaban con los mismos zapatos, los rosarios que colgaban de sus cuellos y la delgadez austera de los que aún creen en Dios. Miranda se percataba con la amplitud de su vista que ninguno se detenía a mirarla de frente, cientos de muchachos pasaban y ninguno la observaba. Se miró las manos, de reojo observó la fineza de sus hombros, apenas sus piernas rectas y su vestido blanco; sin levantar los ojos, hurgueteó en su roja cartera de hilo, sacó con sus dedos un espejo de mano y, al levantarlo para acomodar su cabello, no vio más que la nada. Comenzó, nerviosa, a tocarse la cara, sus manos palpaban su nariz, su boca, mentón y mejillas, y, al volver a tomar el espejo, el desierto del cristal la tendía por completo. Levantóse de repente sin saber dónde estaba, el espejo se convirtió en daga y, tomando por sorpresa a esos cientos de muchachos, rebano sus rosarios con la ira de un demonio, y en un momento certero, alzando el brazo, se encontró con José ahí tirado en el suelo. Con su atuendo y sin rostro, tomó el rosario con sus manos, lo abrazó con ternura y lo arrancó de su alma…”.

Empapada en sudor, seguía sosteniendo con dureza sus esclavas de platino. Se sintió mojada, transpirada; se incorporó entre sueños creyendo haber pasado toda la noche con fiebre, estaba extenuada. Temía volver a pasar por ese viaje, ya no quería vivir situaciones tan reales y despertar en la locura. Aún vehemente el latir de su cuerpo, se sentó dolorida por el trauma y apoyó sus pies en el suelo. Su madre la había despertado con un grito después de golpear mil veces la puerta de su cuarto, y, del otro lado, ni la voz le salía de tan aturdida que quedaba por esas travesuras de su ser, que iban y venían.

Una tarde, debajo del parral en la casa de Paula, el sol se filtraba entre las hojas y los racimos verdes de uva. Clara cambiaba repentinamente de humor, se sentía sin sentido, menos motivada y cayendo de siesta sobre esa mesa improvisada donde definían algunas estrategias. Las propuestas de liberar al mundo y ajusticiar a los culpables comenzaba a sonar creíble, sin embrago, no les era muy claro por dónde comenzar. Miranda se encontraba con las piernas levantadas y apoyadas por sus pies sobre un reciclado balde de pintura anaranjada, sus manos, entrelazadas sobre su estómago y una mirada tan perdida como las horas que pasaban ahí dentro. Paula, abstraída del entorno con su pequeño walkman, imbuida en coordinar sus rodillas con el movimiento certero y eclíptico de sus manos. Todas estaban sin estar en esa covacha rebelde de guarida de mosquitas muertas. Cuando ya estaban embrujadas por la siesta, escucharon en un tris la repentina sirena agobiante del cuartel de las golondrinas aguateras: esa estación de bomberos donde así llamaban a los autos cisterna con sus escaleras pintadas de un blanco espumoso a sus costados. El sonido les llegaba hasta rozarles la piel y luego se alejaba hasta perderse por detrás de aquellos edificios en bloque con sus calles de miserias; era el barrio pobre donde había decenas de depósitos de cartón y basura. Y, demostrando la parsimonia de los que ya cumplieron su trabajo, Miranda preparó su mochila con lo necesario por si surgía algún imprevisto; Paula imita hasta sus movimientos corporales, mientras Ana y Clara se miraban incrédulas ante esas decisiones tácitas. Prepondera el silencio, cada una comienza una serie de rutinas antes practicada, pero sin tener la noción grave de que esta sería su prueba de fuego. La gente ya se encontraba en las calles, en las puertas de sus casas y, en los balcones con la ropa colgada, se oían las voces en la radio y la música del pueblo. Los hombres reunidos en las esquinas miraban la columna de humo en esa tarde ya caída con los infinitos reflejos escondiéndose al oeste. Al frente, caminaban balanceando sus hombros y con sus cabezas casi bajas, en tono introspectivo y preocupado, ya sentían el calor de las llamas, el olor del siniestro, y las demás la seguían detrás observando esa negrura ascendente sin poder hablar por vencer el tan poco coraje.

Se armó un perímetro de doscientos metros, todo estaba vallado y custodiado por voluntarios de la defensa civil. Hasta allí llegaron. La gente del barrio, apenas detrás de las vallas con sus gestos adustos y risas nerviosas, los voluntarios que evitaban que pasaran la zona de precaución y los agentes del orden que custodiaban a los testigos. La gente enloquecía por los gritos de sirenas tan absurdas que solo violentaban aún más el drama: el miedo al fuego y al derrumbe y a alguna explosión: todo inmerso entre las serpenteantes mangueras, los bomberos valientes que domaban esas cabezas de tanta presión en los chorros de agua, las jirafas con peldaños se acercaban al fuego poniendo en peligro agallas ajenas. Se oyeron de lejos gritos del orden: que nadie se acercara hasta que todo termine, aunque los curiosos se juntaban para ver el espectáculo, cerveza y vino en las manos de holgazanes, y todo pasaba en lo funesto del hombre.

Miranda cruzó la frontera, entre las últimas luces se las ingenió para pasar entre bolsones de basura y unos autos aparcados sobre la vereda. Paula, detrás; Clara caminaba de espaldas previendo el grito de alguna custodia y buscando el amparo con sus manos, rozaba las paredes de las casuchas lindantes. Ana pudo franquearse encima de un tapial de cemento y desde allí observar con pequeños binóculos la posición tomada por las demás. A tan solo doscientos metros del foco en ruinas, se podía distinguir a los pequeños voluntarios con cascos de gallareta, y muchos más, que corrían como reclutas en medio de la confusión y el desconcierto. Se percató también, de que lo que fue un gran depósito con techos de chapa y paredes de bloques de ladrillos, se había desmoronado como un castillo de polvo.

—¡Miranda! ¡Por aquí! —le gritó Clara adelantándose en el recorrido.

Los efectivos a cargo del siniestro no advirtieron a las huidizas mocosas. A sus espaldas, corrían agazapadas, inconscientes de osadía, pero allí estaban, no había lugar para el regreso. Paula, Miranda y Clara se ocultaron detrás de un contenedor de basura; el olor nauseabundo y el aire viciado de químicos pestilentes las obligaba a tener un pañuelo para cubrir sus rostros. Ocultas de todo, se preguntaron si continuar o esperar a que necesitaran de ellas. Sus ojos decididos a todo enceguecían la ingenuidad de sus ínfulas. Miranda las convencía de que debían esperar, habían llegado muy lejos ignorando el riesgo de que las atraparan; Paula asentía; pero Clara estaba decidida a ir más allá.

Súbita fue la sorpresa al advertir que unos efectivos de la defensa civil corrían hacia ellas. Se miraron aturdidas, no había otro lugar donde escapar sin que las vieran y las sacaran de allí. La aventura parecía terminada. Paula temblaba, y Clara se tomaba el pecho de pavura, Miranda los oía llegar de todos lados. No había escapatoria.

—¡¡¡Allí están, Sargento!!! —gritó un subalterno.

Una veintena de efectivos coparon la vereda. Con sus vistas alzadas, intentando revelar el origen de esos gritos, divisaron las cabecitas de terror. Tres escaleras apoyadas en esas paredes de negrura y fuego las sostenían, capaces de salvar tanta miseria o muriendo en la ceguera y al auxilio se esos niños. La chusma se hallaba curiosa, desesperada por ver esos pequeños torsos a punto del arrojo y a esos impávidos rescatistas colmados de bravura que abordaban al infierno con imperturbable designio.

—No aguanto, estoy a punto de vomitar —susurraba Paula.

Mientras oía el final de la queja, Clara se tomaba la frente con la palma de la mano dando rienda suelta a un vómito inconveniente. La siguió Paula con igual inoportuno, dando espalda a la poca vista repulsiva y olor nauseabundo; y, entre tanto, Miranda lograba levantar a tientas la tapa del contenedor. Una mezcla de líquidos fermentados y húmedos deshechos de cartón, plástico y vidrio, sin contar con restos de comida en pésimo estado, fue el cobijo urgente y único escaparate de una mala idea. La madriguera en que se encontraban las amparaba de un fracaso. Ahí, tumbadas entre tanta podredumbre, asediadas por sus propios vómitos y sobrantes de alimentos, toleraban el aire fétido e intoxicado con algunos centímetros de abertura de la tapa que Miranda podía levantar. Arrimaban las picantes narices mientras, se tomaban el estómago, ni siquiera podían gritar del asco rabioso por haberse metido en semejante marrano, ya todo les daba vuelta. Paula expelía por segunda vez, y Miranda exploraba con sus ojos a través de la rendija si pudiesen salir sin ser vistas o caer presas de una humillada controversia.

Arribaron efectivos con una especie de sostén, algo así como un elástico, un artilugio salvador. Lo traían entre seis cruzando la calle en una noche ya presente, los bravos allí arriba entre el fuego, y la desesperación de esos niños a punto de saltar. Abordó, silenciosa y urgente, la ambulancia precavida del cuartel de las golondrinas aguateras; tres camillas descendieron con la rapidez de un fucilazo; dos médicos y el chofer ayudaron a la calma. El elástico estaba en posición de caída perfecta mientras los niños ya se balanceaban en los brazos arrojados. El primero casi a salvo fue tomado por su cuello; el bombero hasta el casco había perdido en ese vaivén temerario. El segundo, con sus manos, parecía alcanzar al otro. Desde abajo los gritos demandantes y los ojos turbados por la noche, y el fuego. De pronto, intentaron acudir con una escalera de frente, la tercera en la pericia. La ventana estaba chamuscada y con sus vidrios rotos. Temieron que, al apoyarla, cediesen las paredes.

El primer borrego llegó hasta brazos de su madre, y los aplausos espontáneos sellaron un encuentro sollozo que nadie pudo contener. Las viejas juntaban las manos de gracia mirando al cielo de tanto implorar, todos queriendo agolparse y ayudar de algún modo y, sin poder cumplir los deseos, se volvió a tornar oscuro por los gritos del segundo niño que el efectivo no llegaba a alcanzar.

—¡No aguanto más! —fue el grito de Paula.

—Yo también quiero salir de aquí —le dijo Clara a Miranda con un sentimiento de resignación y pesar.

Se volvieron a calmar. Intentaban turnarse para respirar aire fresco por esa rendija redentora; maldecían ideales que atentaron contra ellas; se volvieron en contra las buenas intenciones. La decepción del infortunio, de los sueños venturosos, nada parecía tener sentido más que el calor de sus camas, un buen apetito y las corridas por el parque.

Mientras tanto, ahí afuera, los bomberos con arneses trepaban por el edificio lindante. Unos metros enfrente, una grúa de grandes proporciones sostenía un gran reflector que iluminaba toda la escena y permitía que el socorro fuese más efectivo, pero no lograba sosegar la caterva que clamaba por esos niños indefensos de toda desdicha. En un momento, el bombero pudo aquietar los chillidos del borrego, lo había calmado tan solo con su presencia. La escalera que lo sostenía, impedida de acariciar esas paredes por un seguro derrumbe, no lograba pillar los bracitos huesudos del pequeño, y, aun así, se balanceaba con frialdad y peligro.

—¡Atrás! —gritaron justo en momentos en que parte del chaperío del techo se venía abajo. Al mismo tiempo, un movimiento brusco de la grúa lanzó al bombero fuera de la zona de peligro, y los efectivos que sostenían alarmantes esa cama elástica, corrieron bajo el fuego y una lluvia de pedazos de mampostería para atajar al pequeño que venía en caída libre desde el cielo. Luego del primer rebote, alguien saltó para cubrirlo de los trozos fragmentados, y la zona se convirtió en una obra del peor espanto.

—¡Nooo! —lanzó Miranda abriendo con impulso poderío la tapa del contenedor. El tercer borrego venia cayendo detrás de su hermano acompañado por los gritos de pavor. Paula salió detrás en forma simultánea, y ante la mirada turbada de esta, los efectivos confundidos avistaron el arrojo de esa valiente mocosa que se lanzaba boca arriba sobre el suelo y con sus brazos extendidos, mientras llegaba a amortiguar al pequeño en su caída. Miranda corrió hacia allí tomando al pequeño entre sus brazos. Detrás, los efectivos corrieron en su ayuda cuando el frente de ladrillos se terminó por desplomar; gritaban a Paula, a quien cubría una nube de polvo... Y se produjo el derrumbe definitivo de la noche más oscura.

Primero, un silencio ensordecedor, luego, la bataola callejera, el sonido y las luces de sirenas entre el aire polvoriento. Después, las caras de cenizas y los ojos rojos, las manos deshechas y agrietadas de los bomberos, agachados y de rodillas, y el desconcierto del barullo después de semejante confusión. Dos efectivos se acercaron a la chica que sollozaba en cercanía del cruce con la calle Chavarría. Clara, aún tumbada en el suelo con un pañuelo en su boca, y la chusma que gritaba al ver a los borregos que salían a salvo en los brazos de los hombres del cuartel. El último foco de fuego se había extinguido; las ambulancias emergían entre el fuego hacia las calles despejadas y a marcha de urgencias, mientras la zona de conflicto en vez de airearse con un final salvador, se oscureció con desconsuelo. Clara, aún tomaba sus manos cuando los médicos la introducían en la camioneta de la policía. Miranda, se persignó al verla entrar con su cara tapada y juntando sus manos en posición de rezo, se dejó caer rendida.

El sueño de Miranda

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