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CAPÍTULO II

Buenos Aires, noviembre de 1986.

Miranda vivía con su madre en el último piso, el tercero. Maldecía ese departamento. Había un singular detalle que no se tuvo en cuenta en una época singular de las estaciones: la intemperie castigaba el techo del edificio y transmitía el calor del mediodía, y, adentrándose en el invierno, los sabañones solían despertar durante la siesta después de volver del mercado; el calor y el frío en esas cajoneras, como las llamaban las viejas copetudas de los chalets de tejas, reforzaban la idea de hacinamiento si no se contaba con esos nuevos sistemas de acondicionadores de aire tan incipientes y en boga por aquellos años.

Miranda prefería soportar el ardor en la frente que volver a prender ese ventilador de tres palas más vetusto y chillón que los aviones de la gran guerra. Tampoco pretendían un gasto innecesario en uno de esos nuevos equipos cuyo consumo no podría mantener. Además, ese viejo ventilador, que perteneció a su abuela durante la Revolución Libertadora, se movía peligrosamente hacia los lados y se balanceaba con temeridad ante la inapetencia ruin y tórrida de su cuarto. No había mayor disyuntiva en esa tarde como tener que cerrar las ventanas impidiendo el sofocón o abrirlas hasta caer inconscientes del infierno. Así que, apenas con una camisola hasta las rodillas y su pelo recogido, optó por ventilarse por debajo del nivel de la cama, tendiéndose boca abajo sobre un piso de baldosas blancas y negras cual tablero de damas. La frescura y el alivio predominó unos minutos por sobre la baja presión, y el sueño caldeado de la misma hoguera que la tumbaba la rendía en ese piso de favor.

Corrían las horas lentas de la siesta, y, con la misma lentitud, la sensación de fiebre en ese rincón oportuno. Miranda yacía apenas de costado, sus manos a centímetros de su cara y el camisón veraniego pegado a su cuerpo. Entrecerraba los ojos, creía salir del estado de vigilia, y su olfato le jugaba con trampa olores a jazmín; se acercaba cuando perdía la conciencia; miraba con los ojos cerrados las imágenes de los párpados; inventaba deseos que no podía transitar, y colocaba el brazo por encima del rostro simulando las horas de la noche. Ya fuera de sí, quedaba apenas con la boca abierta y a merced del sopor y de la fatiga.

Su madre la habría de llamar varias veces. Además de la cena tenía, un recado para ella. Para cuando tuvo preparada la cena con el trabajo de una salsa puntillosa, ya se encontraba lista y sentada en esa dura banqueta que la obligaba a permanecer derecha y en la mejor de las posiciones: sus brazos estacionados y caídos a sus lados, así como los mechones de su cara, sus ojos entreabiertos aún por la molestia de las luces y esa dejadez evidente con signo depresivo. La mesa estaba servida y todo en su justo lugar: los cubiertos, los platos, una panera engalanada y un juego de cerámica blanca de sal y pimienta. Los vasos alargados que tanto costaba lavar y cuidando el detalle de buen gusto jugaron con la tonalidad de los platos y el color de las servilletas. Miranda observaba hacia la ventana, los calores dieron una tregua y las harían pasar una buena noche y hasta se darían el gusto de quedarse conversando por más tiempo acerca de las novedades del día. Para terminar, y en sobremesa, una botella con agua y tres rodajas de limón acompañaban la cena guarnecida con la virtud y el cuidado como obsesión.

—Estás callada —le dijo su madre.

Miranda ni siquiera levantó la vista del plato; con sumo cuidado dejó los cubiertos sobre la mesa y dirigió la mirada a su costado, hacia afuera. Le preguntó a su madre si podía apagar la luz al terminar de cenar. Volvió su mirada hacia ella y, con una ternura forzada, le contestó que estaba bien, solo que a veces no lograba acostumbrarse a la casa, que extrañaba su lugar, el barrio que habían tenido.

Su madre, quien regularmente desatendía las cuestiones de afecto y las demostraciones de interés hacia su hija, le dejó un papel doblado debajo de la panera. Miranda lo había visto pero no quería mostrar signos de interés, tan solo buscaba relajarse y matar la curiosidad en la sobremesa. No hablaron de lo de siempre. La conversación tuvo que ver con los frecuentes sueños que ambas habían tenido. Ella y su madre maldecían las altas temperaturas y la baja presión buscando algún mecanismo onírico relacionado con el ambiente. Miranda hablaba de duendes, de que moría cuando desfallecía de sueño, de que viajaba a otros tiempos y de que siempre soñaba con la misma persona. Su madre soñaba con su abuela que se despedía desde la cubierta de un gran buque, con su abuelo trepado en una escalera mientras ella le sostenía las patas desde abajo, pero no podía ver sus rostros, tan solo sabía que eran ellos. También, soñaba que tenía unos ocho años y, sentada sobre la falda de su tío, pelaban mandarinas recién cortadas de un árbol asombroso, sentados ambos bajo el sol de la siesta en esos bancos adornados con venecitas de todos colores. Su madre colocaba las cáscaras en las manos de su tío; cuando sus manos estaban llenas, este se acercaba a la tierra a depositar las cáscaras y le ordenaba que cerrara sus ojos sin tener que espiar. Al volver a abrirlos veía crecer un nuevo árbol sobre el jardín con hojas de cáscara y troncos de semillas mientras gritaba con espanto que su tío se había convertido en un viejo mandarino y que la había abandonado.

—¿Y tú que sueñas? —le preguntó.

—Me persiguen, mamá... sueño que hay cosas y personas que me persiguen, que me buscan y no logro saber quiénes son o qué son, pero no estoy segura de que fuesen personas como nosotros. La noche del jueves, el día que tuvimos que llamar a don Braulio para que nos ponga los mosquiteros en las ventanas, soñé algo que no dejo de recordar, sobre todo cuando las cosas no van bien.

“…iba yo caminando una noche de mucho frío por la cuadra del banco, de la casa de viajes y de las prendas para viejos, ese mismo donde venden los pijamas con escote en ve y el extremo de las mangas elastizadas que tanto me pedís que use, eran pasadas las ocho, pero había bastante concurrencia de gente. Aún recuerdo que llevaba mi sobretodo de pana negro con el cuello levantado, mis manos en los bolsillos y mi pelo suelto, pero más corto. Pero mi sensación cambió al dar vuelta en la esquina, allí donde la concurrencia de gente es mayor y los comercios abundan hasta en el medio de sus calles. A partir de allí tuve la certeza de que estaba muerta, de que, si bien era yo misma la que estaba en ese lugar y caminando por esas veredas, no estaba con vida. Era como si fuese otra vida. Levanté la vista, algo me había llamado la atención: el cielo era de un negro intenso y espeso, denso como el aceite que se vuelve azulado con incesantes destellos, como si fuesen relámpagos. No era normal ese cielo, era como si algo hubiese sucedido y del que todos ya estábamos habituados. Caminé hacia el café más próximo, la gente me miraba y recuerdo uno en especial: un señor de unos cincuenta años con bigotes finos, pelo enrulado y cara afilada. Recuerdo que me miró a los ojos de manera muy particular, como si intentara decirme algo; yo me paré frente a él y este me extendió su brazo alcanzándome el periódico. Me lo coloqué debajo de mi axila y continúe caminando hacia el café. Al entrar, intenté ir hacia el mostrador cuando sentí el sonido de la cortina metálica al bajar muy despacio mientras gran cantidad de personas se agolpaban agitadas dentro de este. En ese momento, desperté tal como me sentía en ese sueño: la paz y el sosiego me había invadido el alma, cada segundo, cada minuto, cada momento por el que pasé me había provocado algo nunca experimentado, una paz indescriptible...

“...Pero no fue el único sueño, mamá... hubo otros...”.

Ambas se quedaron en silencio. Una suave brisa agitaba las cortinas del cuarto de estar, y ese olor a húmedo que anticipaba el aguacero las colmó de alivio y frescor. La noche se cerró, abrieron aún más las cortinas mientras apagaban las luces de esas tulipas que colgaban elegantes del cielo raso. Miranda se dirigió a su habitación con aspecto cansino, mientras su madre, tan reacia a la atención del hogar, ordenaba la cocina. La brisa dejaba de ser brisa y el viento arremolinado comenzaba a invadir los ambientes. La madre se encargó de cerrar las persianas. La lluvia ya se precipitaba en ángulo y apenas se iba introduciendo suave y atrevida. Sobre la mesa, en el austero mantel de puntillas celestes, yacía el papel doblado debajo del canto de un vaso: parecía menos importante que el agua que caía del cielo. Las ganas eran otras; la voluntad, la respiración, todo llegaba en ese momento de la fresca, del agua, del cielo.

Miranda quedó dormida a merced de la tormenta, inhalaba el aire con olor a tierra mojada que ingresaba tibia por las ventanas desde el parque árido, estéril, que rodeaba al edificio y de los primeros nubarrones que asemejaban a grandes pinceladas de óleo salpicados en el cielo. Ya no dormía sobre el suelo, las sábanas la cubrían hasta sus hombros, y su cabeza quedaba mullida sobre la almohada; la ventana de su cuarto comenzaba con un chillido agudo en ese vaivén tortuoso. Su madre maldijo las bisagras que fastidiaban tanto como esos días en que jugaban a escondidas esos grillos parranderos, así que dejó correr el agua de la pileta unos segundos y fue a arreglar el asunto. Mientras dejaba inconclusa las repeticiones de las cosas, anudaba los extremos de las cortinas para que el aire no se embolsara y molestara su sueño. La observó de costado, rodeó la cama y, por un momento, pensó en recostarse a su lado, como cuando se quedaban dormidas después de los cuentos de aventuras. Ya no recordaba cómo se iluminaban los ojos de Miranda ni las exclamaciones onomatopéyicas que tanta ternura le provocaba.

“… Está oscuro, negro, no alcanzo a ver claridad alguna, ni siquiera estrellas ni luna. Diviso desde el cielo pequeños seres al norte, corriendo con escafandras o algo parecido sobre sus ojos y cabezas, tienen vestimenta de soldados, pero oscura. Desde mi postura omnisciente los observo tranquila, están allá, en lo que queda de la tierra, son pocos sitios de suelo, el resto está todo cubierto de agua. Ellos corren en busca de algo, una especie de máquina o aparato. El agua los circunda, los acorrala en la oscuridad, parecen solo ellos. Los llego a divisar desde lo alto. No hay más gentes. Todo sucede en el norte, oriente y occidente. Parecen desesperados corriendo en la búsqueda entre los pocos sitios, cada uno es como una lucecita, los puedo seguir por ello con mi vista. No paran de correr, se dirigen hacia el este, parecen atrapados, el agua los rodea. En un momento algo encuentran, creo que es lo que buscan, es ese aparato con ojos. Alguien de ellos, tal vez el líder, se los coloca. Yo veo, puedo ver con mis ojos lo que ellos ven. Veo tierra bien firme, mucha tierra. Algo pasó, algo muy grave: la tierra que ven está al sur, pero algo sucedió, tal vez un cataclismo. No estoy asustada, pero me inquieta que hayan encontrado esta tierra. Siento que nos descubren. La tierra que encuentran es aquí. Veo preparativos, sucumben en el hallazgo, vitorean, están pronto para venir. Ahora comienzo a temer. Veo aparatos voladores que comienzan el viaje. Todo está bajo agua, pero aquí es todo tierra. Del territorio de los Incas hasta aquí es todo tierra…”.

Se sintió la caída fulminante del rayo, y Miranda, jadeante del susto, despertó con la boca abierta y los brazos extendidos creyendo caer desde lo más alto del infierno. Observó hacia la ventana. El cielo espeso de la negrura tormentosa le helaba la sangre. Se tranquilizó, se tomó el pecho y comenzó a respirar con profundidad. Se inclinó hacia un costado y pudo encender la luz de su velador de custodia. Con los ojos entrecerrados vio el papel doblado y se acordó del recado de su madre.

“Miranda, necesito hablar contigo. Ya no vivo en la casa de mis abuelos. Con mis padres nos hemos mudado por un tiempo fuera de la ciudad. Esta semana por la tarde pasaré por tu casa. Espero que te encuentres bien” Ana.

A Miranda, aún traumada por el sueño, le extrañaron los rasgos arcanos de la nota. Hacía mucho tiempo que había dejado de tener un contacto frecuente con Ana y Clara, sobre todo, después de lo sucedido en aquel incendio hace ya varios años. Las últimas palabras entre ellas habían sido una tarde tan calurosa como virulenta: los canales de noticias continuaban pasando imágenes de la vuelta a la democracia, el país nuevo se resistía, y ellas comenzaban un impasse de varios años. Aun así, los últimos contactos habían sido telefónicos, esporádicos y sin tanta importancia e, incluso, solo entre sus propias madres. Esa madrugada la nota le generó inquietud, un raro presentimiento del que no se pudo desprender para dejarla en vela toda la noche. Quizá Ana intencionalmente quería generar un halo de misterio, o tal vez buscaba atención por sentirse alejada después de tanto tiempo, pero luego tomó conciencia de que el alejamiento había sido la decisión tácita propuesta por las tres. También dedujo que en ese caso la hubiese llamado por teléfono o habría venido una tarde a visitarla. Clara no había quedado bien después de la muerte de Paula. Y Miranda tampoco.

Despertar esa mañana fue más placentero. Ya no sentía el pegote de calor ni las ganas de salir corriendo para darse una ducha. Amaneció cubierta por una sábana que la protegía de una suave brisa. Deseaba quedarse todo el día sumergida en entresueño y abandonarse al paso eximio de las horas. Mientras pensaba en eso, sintió por fin el elixir del aroma de café, el sonido gotero y burbujeante de la máquina junto al reposar de las tazas y una vieja radio a casette que brindaba una discreta compañía. “Debo levantarme”, pensó luego de estirarse cubriendo casi toda su cama. Ya vendrían días más frescos y tenues para disfrutar de la holgazanería matutina.

Siete minutos bajo el agua que caía abatida y pesada y algunos más de lo permitido. Allí, apoyada con la espalda sobre la pared y la cabeza baja, la presión rebosante del agua sobre la nuca la energizaban. Volvía a nacer, revitalizaba sus entrañas, su alma, sentía como desde sus pies hasta su cabeza, la recargaba, la sanaba, le producía una desintoxicación física y mental que la colocaba en su centro, la tornaba en equilibrio. Cerrando sus ojos, percibía todo su cuerpo, sus dedos, sus piernas, sus brazos, el pecho, su rostro... Al abrirlos observó sus manos, las palmas, las yemas de los dedos arrugados, y fue ahí que decidió voltear y cerrar la canilla. Luego de asearse se vistió con una prenda blanca que la cubría hasta las rodillas, sin mangas, de un algodón gastado que ella disfrutaba al recordarse de niña y cumplía con la austeridad clásica y personal que siempre la caracterizaba.

Al pasar hacia la cocina le sobresaltó el timbre de la puerta principal. El sonido era tan grave que asemejaba por un instante a una alarma de incendios. “Ecos traumáticos”, pensó, pero tal dominio de sí la personificaba que continuó en la cocina, abrió la puerta de la heladera y luego sacó unas tostadas de la alacena. Esperaba el segundo timbrazo. Se sentó intranquila. Seguía esperando con toda su intuición... Revolvió su café con solo una cucharada de azúcar. Seguía revolviendo... “Se equivocaron”, pensó aún expectante. Tomó la taza con temor y bebió el primer sorbo. Y en ese momento volvió a sonar. “Mierda”, dijo.

—Yo atiendo —dijo su madre—. Es para vos. Es Ana.

“¿Ana?”, pensó.

—Dile que suba, mamá.

—Me dice que no puede. Quiere que bajes.

Miranda simplemente asintió.

Bajó los tres pisos por escalera con el café en la mano. Por cada entre piso consumía apenas un sorbo y, al llegar, abrió la puerta vidriada mientras observaba con asombro esa pálida delgadez: parecía más alta, el cabello corto, hasta sus palabras parecían livianas, esmirriadas.

—¿No me vas a saludar? —le dijo.

Sin soltar la taza, se fundieron en un abrazo corto, nervioso.

—Tu nota decía que pasarías esta semana por la tarde —la inquirió con extrañeza.

—He estado trabajando en algo, Miranda. De a poco te lo contaré. Pero antes de que me preguntes, si me ves de esta manera, es por el trabajo, los nervios, las cosas que últimamente me han pasado.

—Bueno, me tendrás que explicar entonces. Pero aquí no. Vayamos a lo de Padilla.

—¿Y quién es Padilla?

Bajaron casi con torpeza por esas escaleras rancias. Se guiaron con la luz del exterior hasta toparse con una puerta desvencijada: los contornos ya casi sin pintura dejaban ver la raíz de la madera y las bisagras todas corroídas; parecían quebrarse al menor movimiento. Con extremo cuidado, Miranda introdujo las llaves mientras Ana le preguntaba qué demonios era esto. Ella la observó sin expresión alguna. La puerta lentamente comenzó a abrirse: con su parte inferior producía un sonido al raspar el piso de cemento. Tanteó a su costado derecho con la mano hasta hallar los interruptores mientras maldecía al viejo Padilla por el olor añejo de los vinos. Se encendieron las luces y ambas entraron con duda: Miranda evitaba llevarse nada por delante, mientras que Ana tenía miedo de toparse con algún despistado roedor. La bodega estaba repleta: barriles con vino estacionado en las esquinas y pilas de botellas de un verde oscuro apoyadas sobre las paredes; en el medio, cinco hileras de estantes tan altas que casi rozaban el techo, y, detrás, la luz parecía no llegar. Miranda le tomó de la mano guiándola hasta el final del pasillo. Al doblar hacia la izquierda tuvieron que encender otra luz. Ana casi pierde el equilibrio al ver el escondite sibilino y profundo que se abría ante sus ojos.

Había mapas sobre una pared descascarada, una computadora encendida, anotadores, recortes de diarios, un monitor que mostraba imágenes de la entrada a la bodega, un grabador sobre la mesa y una cámara de fotos, libros sobre tratados de sueños, su interpretación y profecías, algo acerca de vidas pasadas y “La máquina del tiempo” de Wells. El resto parecía estar bastante ordenado: dos sillas rodeaban la mesa, una lámpara de escritorio y unos lápices en forma vertical dentro de un ordenador de madera.

—¿Qué es todo esto, Miranda?

—Como verás, es un viejo depósito. Aquí vengo algunas veces por la tarde. Por supuesto que mi madre no lo sabe. El dueño de todo esto me deja pasar y quedarme, y yo solo le leo historias de los clásicos al sereno Padilla. Él es ciego, es el cuidador de esta bodega cuyo dueño solo viene alguna vez al año; la confianza estima más que su ceguera, y, hasta ahora, su única compañía era la de Aurelia, una cotorra más chusma que Maruja y un gato que se cuela por las mañanas sabiendo que lo espera un tazón lleno de leche. Estoy trabajando en algo que me tiene desvelada. Aunque parezca un engaño de palabras, se trata de mis sueños. Aquí, en este lugar, trato de recordarlos, de anotarlos, de encontrar algún sentido a episodios que se asemejan a la realidad, la frecuencia con que suceden, los protagonistas, los lugares, todo lo concerniente a ellos. Hay algo que no logro descifrar y estoy segura de que tiene que ver con mis antepasados. Mi madre me ha contado que sus padres y los padres de sus padres han estado en la guerra, han pasado penurias en otros países y ella muchas veces me ha confiado sus sentimientos de culpa por llevar una vida mucho más confortable. Mientras que yo, hace ya bastante tiempo, he comenzado a tener sueños extraños. Estos son tan vívidos que al despertar pareciera como si aún me mantuviera conectada a ellos. Y estos sueños se han vuelto tan insoportables de soñar, que tengo sensaciones de temor por mi vida. Al caer cada noche en uno de ellos, mi ser se introduce en situaciones de peligro extremo, y, muchas veces, es la guerra la protagonista.

—Entiendo. ¿Y piensas que tiene que ver con tus abuelos y tatarabuelos?

—No exactamente. Creo que todo se refiere a mí, pero que no soy yo.

—Me recuerdas a mi abuelo judío hablando de la eternidad de los tiempos. Luego de la cena en las primeras noches de octubre, en las vísperas de su cumpleaños, mi abuela, bautizada pero atea hasta los huesos, lo miraba de reojo, y luego quedaba con su mirada vacía preguntándose con quién diablos se había casado. Lo observaba como si tuviese en la casa a un ser irreal, fantasmagórico. Creo que ella pensaba que los nazis lo habrían fusilado, pero al reencontrarse con él, en realidad, le habrían devuelto un espíritu, un ente forastero que a veces la cuidaba. Él había sobrevivido al exterminio en un pueblo de Polonia, sobre un valle fértil rodeado de montañas con picos helados y arroyos del deshielo. Ya no le quedaba nada por temer, estaba seguro de la eternidad de las almas, y solo esperaba su momento —le contestó Ana.

Pero yo necesito hablarte de algo, Miranda. Para eso he venido. Hay algo que nos ha sucedido y creo que es necesario que lo sepas.

—Pues bien, sentémonos y comienza.

—Mi padre trabaja en un laboratorio de inseminación artificial, aquí en la ciudad. Es jefe de un equipo de trabajo que se encarga de preparar a los pacientes antes del tratamiento. Así mismo, trabaja en un estudio de investigación acerca de los resultados en el tiempo de las estadísticas que se llevan a cabo en las parejas que no pueden concebir un hijo: la cantidad de casos de infertilidad, los casos de infecundidad y cuáles son los porcentajes de embarazo con los tratamientos de reproducción asistida. Para todo esto hay variables que lo determinan: los plazos de embarazo, las edades de la pareja, sobre todo la edad de la madre, el riesgo de un aborto de manera natural, etcétera. Mi padre recibe los informes en términos bimestrales y para ver la incidencia en el total de la población también le llegan informes de la cantidad de embarazos de manera natural, o sea, aquellas parejas que no tienen o no presentan inconveniente alguno en la concepción de un niño. Pues bien, estos informes se detallan en términos porcentuales y son los comúnmente llamados porcentajes o tasa de natalidad. Hace meses, quizá desde la primavera que nos tomó de sorpresa durante los primeros días de agosto, observaba a mi padre sumamente inquieto. Aún lo recuerdo con los informes en sus manos una atípica mañana calurosa de invierno bajo el toldo ennegrecido que cubre una pequeña porción del patio. Meses han pasado y más preocupado se encontraba: durante largas noches visitaban mi casa gentes importantes, hacían reuniones mientras mi madre y yo nos encerrábamos a ver televisión. Hasta que un día, comenzaron a suceder cosas extrañas. En el tiempo que estábamos en casa pude ver reflejos en el aire, como si fuese una especie de relámpago de colores, esto se sucedía en cuestión de fracciones de segundos, otras veces, mientas caminaba a través del cuarto de estar, mis ojos percibían manchas oscuras que se movían y desaparecían, las lámparas comenzaron a quemarse, la tensión subía y bajaba, también era frecuente estar sentada a la mesa y presentir que había alguien detrás de mí. Y, por supuesto, mis padres también experimentaban estas cosas.

“Una noche, en la que me encontraba sentada en la vereda, vino a casa una persona, alguien que mi padre conocía. Recuerdo que no habíamos cenado aún. Su nombre no lo recuerdo, pero se apellidaba De los Santos. Era un hombre que trabajaba junto a él en el laboratorio de fertilidad. Creo que se estimaban mutuamente, era frecuente que mi padre lo nombrara varias veces en casa. Ellos se habían dispuesto a sentarse para hablar de manera muy entusiasta en el cuarto de estar, y recuerdo que yo estaba muy cerca y, al parecer, a ellos no les importaba demasiado, así que pude oír algo de la conversación. No olvido lo pálido que se encontraban ambos leyendo unos papeles. Por un momento, solo permanecieron inmersos en la lectura de algo que parecían ser informes, luego hablaron de números y porcentajes así que supuse que serían informes estadísticos. Decían que los porcentajes habían bajado, pero que venían haciéndolo de manera sistemática y en la misma proporción desde el año anterior, solo que este último reflejaba que la cifra había descendido de manera muy abrupta. Mi madre les servía café mientras yo pude permanecer en la misma situación, oyendo sin que a ellos les importara. El señor De los Santos parecía no entender esos resultados y mi padre se encontraba muy nervioso. Los escuche decir que llevarían esos informes al Ministerio, que hablarían urgente con los directores del centro, que intentarían enviarlos también a las embajadas de los distintos países. Pero hubo algo que me inquieto aún más. Escuché decir a mi padre que el acceso a esos informes debería estar prohibido a la población. Luego, al cabo de unos minutos, el señor De los Santos se percató de mi presencia, giró hacia mí y me miró con un atisbo de conmoción. Fue en ese momento que me levanté del sofá y, caminando hacia la cocina, llegué a observar a mi padre que colocaba los documentos dentro de su maletín.

—¿Y qué supones que son esos documentos? —inquirió Miranda con singular dureza.

La despertó el sonido corto y repetido de un mensaje en el contestador. Al parecer era bien temprano pues la alarma de las siete aún no había sonado. Sin embargo, la claridad del día penetraba las microscópicas hendijas de la cortina y sus ojos las percibían por entresueños. Se levantó y sintió el placer del frío en la planta de los pies. Simplemente se dirigió hacia la ventana, donde pudo observar parte de la gente del vecindario que comenzaba sus quehaceres. A lo lejos divisó a Lucrecia, la única mujer de la ciudad que repartía los diarios con mezcla de glamour y bohemia, un personaje atípico que desentonaba gratamente entre los vecinos de esas cajoneras. De inmediato abrió las hojas de las ventanas y casi con medio cuerpo fuera extendió sus brazos y lanzó gritos para llamarla. La escuchó. Así que bajó de su bicicleta para hacerle ademanes con la natural gracia de una estrella de cine. Le pudo hacer muecas para indicarle que bajaba hacia el vestíbulo del edificio y que necesitaba un ejemplar del diario. En ese momento escuchó de repente y otra vez el sonido corto y repetitivo de un mensaje, pero solo corrió hacia la puerta. Lucrecia era delgada, rubia y con rizos hasta los hombros. Llevaba siempre una chaqueta de cuero negro y unos pantalones de trabajo ajustados a los tobillos. Tendría unos cincuenta años, pero se mantenía en buena forma: el permanente pedaleo de todos los días le traía sus beneficios. Lucrecia no sabía de noticias, simplemente repartía diarios que nunca leía, pero destacaba su atención. Los días de lluvia envolvía los diarios en bolsas transparentes sujetos con una cinta de raso azul. A veces repartía caramelos a los niños que mandaban sus padres y otras veces, dentro de los diarios, venían recetas de cocina que ella misma colocaba. Cuando llegó a la puerta, ahí se encontraba con su estirpe solemne y elegante, sonriente y apoyada en sus dos ruedas con el diario en una mano y unos olivos por las Pascuas.

Miranda entró dispuesta a preparar el desayuno cuando nuevamente oyó el sonido de su contestador. Se dirigió a la habitación para recostarse entre esos almohadones tapizados con jean, con gabardina, con plush, con satén, con lino, con crepe y con todas las demás clases de telas que su abuela guardaba en el ropero que usaba de almacén.

—¿Has leído las páginas del diario? —la voz de Ana que salía del aparato no la sorprendió.

—¿Por qué tanta insistencia?

Colocó sobre el respaldo un almohadón detrás de su espalda. Hojeó el cuerpo principal y dejó los deportes y espectáculos para después, junto con la revista semanal. Leyó todos los encabezamientos de noticias, los títulos principales: los de política, los de economía, los de sociales y de tecnología, por último, algunos policiales y hasta los avisos clasificados. Volvió a comenzar, pero esta vez con avisos publicitarios, búsqueda de trabajo y la sección de cultura. Nada parecía relacionar algo que las interesara y les haya sucedido, no había notas que tuviesen que ver con embarazos ni métodos de fertilidad, algo que recuerde sobre los dichos de Ana. Desmenuzó el dorso del cuerpo principal entre pronósticos meteorológicos y el destino de los astros, algunas efemérides y la continuación de las historietas. Nada... Así que colocó sobre su falda el suplemento deportivo, los espectáculos y la revista semanal. Leyó hoja por hoja, noticia por noticia. Era bastante la insatisfacción que le causaba lo patético del deporte, la grandilocuencia de la programación televisiva y las recetas novelescas de nuevos chefs que su madre nombraba “incocineros”. Comenzaba a bostezar, ya perdida de noticias. ¿Qué podría relacionarse con el mensaje de Ana? No halló nada particular ni extraño en esas páginas amarillas. No había noticias destacadas ni episodios fuera de lo común. Solo algún que otro suceso que, a la sazón, ocurría fuera del país: la inmigración en Europa, las elecciones en Estados Unidos, las revueltas en algunos países africanos, los temporales en el Sudeste Asiático, la complicada política rusa, los embates del narcotráfico en América y algunos pormenores sobre hechos curiosos en otros lugares del planeta: el hombre sin cabeza en Surinam, el ganador de la lotería en Taiwán, la corrida de toros en Pamplona, el tren más largo del mundo en China o la acústica en las casitas de hielo en Alaska. Pero nada sustancial, nada acerca de terremotos, nada de actos terroristas ni volcanes en erupción, ningún avión con emergencia, ninguna central nuclear fuera de control y nada de plagas, pandemias ni virus gripales que azotaran al mundo. Nada de eso.

Su madre volvió cerca del mediodía, cargada con bolsos de arpillera y con manijas, esos que ya no se usan más que para dramatizar su condición de adulta. Abrió la puerta. Traía algo más que mercadería: sostenía, además, macetas de plástico con flores y plantas; las hojas eran grandes, las quería para hablar; se sentía menos demente que si las hubiese elegido con hojas pequeñas. Al entrar a su cuarto la vio sorprendida y con la actitud de haberla pillado en algo estrafalario, esotérico, aunque el periódico desperdigado sobre ella también le dio el motivo para satisfacerse del chisme.

—¿Te enteraste del fallecimiento de Merceditas? —le preguntó.

—No —contestó Miranda.

—¿Y de que también falleció el viejo Isidoro?

—Tampoco —volvió a contestar sin levantar la vista.

—Al verte con el periódico encima de ti, pensé que ya lo sabrías.

—¿Y por qué debería saberlo?

—Porque fue publicado en los obituarios con esas palabras que se usan para los muertos —le contestó su madre.

Miranda se dispuso a buscar en la maraña de secciones que tenía desparramadas. La encontró. Ambas carillas le tapaban el rostro. Buscó por columnas de derecha a izquierda, esa maldita costumbre que tenía. Buscó por sus nombres que eran comunes en el siglo pasado, pues no sabía los apellidos, y allí, cerca del final de la segunda columna los encontró a ambos.

“Mercedes Pérez Troncoso e Isidoro Cuevas. (q.e.p.d.) fallecieron ambos el 12 de diciembre de 1986. La Sociedad de Fomento del pueblo de Rafael Castillo y la parroquia Sagrado Corazón participan con gran dolor y aflicción su fallecimiento. Acompañan en este triste momento sus hijos ya fallecidos, Eleonora, Lucia y Robertino”.

En ese momento, en que la vista pierde el sentido de verificar lo que sucedió, se percató de algo inusual e inconcebible. Ambos fallecidos el mismo día. También supimos de que sus hijos habían muerto en un accidente de tránsito cuando el micro que los trasladaba hacia la ciudad de Posadas, volcó al impactar contra el cuerpo lánguido y prolongado de un curiyú que atravesaba el ancho de la ruta. Además, más de tres cuartas partes de ambas carillas que correspondían a la sección de muertos y nacidos, solo eran ocupadas por fallecidos y tan solo un puñado de nacimientos eran asentados allí. Es extraño, demasiadas muertes, y los hijos fallecidos acompañan el recordatorio. Pero, además, una nota periodística al final de la sección trataba el curioso caso de que, en todos los fallecimientos, muchas dedicatorias terminaban con la misma frase: “Ya no te volveremos a ver”. En ese instante de su reflexión volvió a oír la voz de Ana que salía del contestador:

Hay más muertes que nacimientos, ¿no es así?

Miranda respondió al mensaje y le pidió verla.

—Otra vez en esa pocilga no, Miranda —le contestó—. Mejor será mañana a las 18.30 en la parroquia próxima a la plaza.

Caminó esas cuadras con la ropa pegada al cuerpo. Había bajado la presión y la humedad le inflamaba los huesos. Se pronosticaron precipitaciones aisladas hacia la tarde que solo traerían algo de alivio, pero solo eran las mismas promesas errantes de las estadísticas. A pocos metros, ya divisaba la cruz y las rejas cubiertas por una enredadera espesa y mal cuidada y cuyas hojas ya dejaban de ser verdes para ir cayendo muertas y grises. La capilla estaba situada en una media cuadra bastante transitada, sin embargo, a esa hora, solo había gentes queriendo volver a sus casas. La claridad de la tarde confundía el tiempo. Se paró frente al ingreso y observó hacia el extenso pasillo de lajas blancas: la puerta de la capilla estaba entre dos cercos de piedra, y supuso que Ana estaría llegando. Se preguntaba si entrarían o si solo se quedarían allí sentadas bajo el cuidado de esa cruz extrañamente pequeña y con un paraguas encima, como si se juntaran la culpa y el poco criterio para las formas. Habrían pasado apenas dos minutos, y ya se colmaba de impaciencia, así que se apoyó sobre un tapial que sostenía una fuente con agua bendita y, al momento de cruzarse de brazos, el sacudón de sus reflejos le hizo pegar un salto por unas manos que le llamaron por la espalda.

—¡¡¡Mil demonios Ana!!!

Con sus ojos pícaros, le ordenó que pasara mansamente. Las rejas estaban abiertas, sin llave. Caminaron unos pasos y llegaron: una puerta de dos alas color celeste torneadas, llamadores de bronce, ranura para el correo y una inscripción en latín sobre el ala derecha. No había picaporte del lado de afuera así que miró a Ana, quien tan solo golpeó dos veces con los nudillos de la mano.

—Somos nosotras, Padre —susurró.

La puerta se abrió con ese chillido que produce la madera hinchada y sus bisagras roídas. Solo vieron oscuridad. Ingresaron hasta donde pudieron con las manos extendidas, y las luces se encendieron: las dos hileras de bancos hasta llegar al final, el pasillo del medio de fina alfombra bordó, candelabros tendidos de dos gruesas columnas centinelas del altar y el Cristo allí arriba mirándolas complacientes. Ana, muy resuelta, le tomó de la mano y la guio hasta la mitad del pasillo. Se sentaron en un banco en la hilera derecha. En ese momento apareció un sacerdote con un maletín bajo el brazo.

—Hola, Miranda —le dijo.

—Soy el padre Jorge. Simplemente me presento y las dejo a solas en la casa del Señor. Espero que se sientan cómodas y a gusto.

Le entregó el maletín a Ana y se retiró. Tenía un caminar cansino y algo encorvado, delgado, no muy alto, el pelo entrecano un poco desprolijo y el atuendo típico, en este caso, todo de negro, solo sobresaltaba unos anillos que Miranda pudo observar en el momento que entregó el maletín. Lo observó de reojo hasta el final del altar en el que caminó hacia la izquierda y se perdió tras unas cortinas azules tan renacentista como los vitrales que rodeaban en lo alto la nave principal.

—¿Que hay dentro del maletín?

—Ya verás —le dijo Ana—. ¿Recuerdas lo que te conté acerca de la reunión en mi casa entre mi padre y un señor De los Santos que trabaja con él? Pude sacar copia de los documentos que había en el maletín que le dejó en mi casa. Al principio no entendía mucho. Había muchas tablas, cuadros estadísticos y explicaciones demasiado técnicas. Solo llegué a darme cuenta de qué se trataba leyendo el final de lo que parecía ser un informe y su conclusión. En la última carilla daba cuenta de algo extraño que ellos no podían explicar: la tasa de relación entre nacimientos y muertes se había invertido. Normalmente, en el mundo, la cantidad de nacimientos superaba a la de fallecimientos, sin embargo, desde hace unos meses esta relación se dio vuelta. Eso no es todo. La caída de nacimientos en relación con las muertes no fue declinando, sino que pareciera que se estancó. Después de leer la parte final del informe, pude darme cuenta de qué se trataba, así que retomé la lectura desde el principio para tratar de comprender las tablas y los cuadros. La población mundial aumenta desde mediados de siglo, y el crecimiento era cada vez mayor, pero nadie se explica cómo y en qué circunstancia se detuvo. Esto está sucediendo en todos los países del mundo, sobre todo en los países asiáticos. Te traje los informes para que los leas. Creo que te puede interesar. Pero hay más. El motivo real de por qué estamos aquí es otro: mi padre se dio cuenta de la copia que hice del informe. Fui tan tonta que usé la impresora que tiene en su escritorio en vez de hacerlo en otro lugar. Al parecer tiene un dispositivo que memoriza las operaciones que se realizan en él. Cuando regresó a la noche, simplemente quiso hablar conmigo. Pensé en el duro castigo que recibiría, pero no. Mi madre también estaba, por lo que me tranquilizó su presencia.

“… Mira, hija, parece que el mundo ha cambiado. Científicos de todos los países de la Tierra, así como hombres de fe de todas las religiones y credos, se han reunido para deliberar sobre lo que parece ser nuestra extinción inevitable. Todavía no tienen en claro el origen del problema. Las personas siguen muriendo. Hoy tan solo nos morimos de hambre, de enfermedades, por las guerras que aún persisten en varios países; morimos por asesinatos, por decidía, por terrorismo, por suicidios, por odio. Y ya nadie está naciendo. No hay embarazos ni partos en los hospitales. Las personas han dejado de procrear, de reproducirse en gran parte del planeta. Ya no hay quién se quiera sin recelo, y no hay quién se ame sin firmar algún contrato. Las poblaciones han comenzado a decrecer de modo alarmante y comienzan a dejar sus trabajos, sus familias. Mucha gente se está yendo de las ciudades; la tasa de migración ha estado creciendo silenciosamente. Ya nada los motiva más que terminar sus días en paz. Nosotros también nos iremos. Ya hemos hablado con tus tíos. Ellos tienen una chacra en San Vicente. Nos reuniremos todos allí e intentaremos vivir lo que nos queda en armonía…”.

—Pero aún queda algo que debo contarte y para ello necesito hacerte una pregunta. ¿Recuerdas tus sueños extraños? Me has contado que has sido perseguida o buscada mientras dormías...

Miranda, después de haber escuchado el relato de Ana, había quedado absorta, enfrascada en esas palabras que le costaba poder digerir con naturalidad. Su rostro reflejaba una mezcla de incertidumbre y temor, de sorpresa y de angustia por recibir un secreto que la mayoría de la población ignora y de la cual ella comenzaba a ser protagonista.

—Te he dicho que sí. Tú lo sabes desde el día en que estuvimos en la bodega. Te he mostrado también mis anotaciones acerca de mis sueños con mis ancestros, conmigo misma... Sueños tan reales como inverosímiles.

Tras escuchar la respuesta, Ana continuó con el relato:

—En la última cumbre de científicos, se ha comprobado que a las personas que están muriendo les sucede algo que no es normal. Al fallecer, sus cuerpos quedan como inertes, su corazón ya no funciona, su cerebro se queda sin actividad, ya no respiran, ya nada es de sus vidas. Pero hay un problema: los cuerpos mantienen su color, su densidad, su textura, la piel no se deteriora, las carnes no se echan a perder; es como si estuviesen dormidos, plácidamente dormidos. Así es como reunieron grupos de cadáveres de diferentes países y continentes y comenzaron a hacerles experimentos que estaban relacionados con una sospecha, algo que llegaron a comprobar junto con los principales líderes religiosos. Allí había líderes católicos, protestantes, musulmanes, judíos, budistas, hindúes... Los muertos no habían bajado de peso al fallecer. Normalmente, cuando uno muere, la pérdida de esa misteriosa energía se traduce en una baja del peso corporal. Esto no está sucediendo. Las personas están muriendo y no experimentan tal pérdida. Los científicos aducen que no es el motivo por el cual mantienen el cuerpo inerte sin descomposición, pero al mismo tiempo, carecen de resultados, de poder resolver el entresijo. Y, por otro lado, esos líderes religiosos han llegado a una conclusión por la cual han pedido ayuda a varios centros de investigación que poseen instrumentos que pueden aclarar lo que está pasando. Para los hombres de fe, los cuerpos no han sido abandonados por sus almas; para los racionalistas, es una pérdida de tiempo.

—Pero ¿Y nosotros... qué va a pasar con nosotros y la familia, las personas que conocemos, la ciudad, todo lo que nos rodea? —dijo Miranda.

—Dejaríamos de tener descendencia, hasta morir.

Se escuchó una voz que salió de la parte más oscura de la parroquia. Detrás de una columna aparecía una figura alta y desgarbada que lentamente caminaba hacia ellas y dejaba ver su rostro.

—¡¡¡Clara!!! —exclamó Miranda.

En ese momento también apareció el padre Jorge, cuyo rostro turbado y afligido evidenciaba la gravedad de la situación, sin dejar de observar el abrazo fundido entre estas dos amigas. El padre se apoyó en el banco frente a ellas, y Ana le pidió que explicara el resto del problema.

El sueño de Miranda

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