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Capítulo 2

La incertidumbre en el ambiente

Boca seca, pestañas enmarañadas, el sonido de la alarma percutiendo en mi cabeza, baño y desayuno… rutina matutina. Una semana había pasado de aquel viaje con él y ya había recorrido medio mundo en busca de alianza con confinados, pero sabía que la incertidumbre por Elizabeth aún lo atormentaba, se le notaba en cada gesto, peor que el trago a un café amargo.

Entré aquella mañana a una modesta casa en Lomas del Pedregal para encontrarme con el hombre que había conocido en el vuelo a Chile, aquel que tanta química había tenido en mí, como una fuerte inyección de dopamina, ése que comenzaría a admirar. Había regresado unos días después a la Ciudad de México a continuar mi trabajo por alguna inspiración en aquel hombre, un timbre, una espera normal para que se abriera la puerta.

–Hola, Antonio –saludé al verlo con una ligera barba marcada.

–¿Melanie Soto? –Había sorpresa en su rostro–. ¿Tu viaje a Chile ha sido tan exprés como el mío?

–¿A quién esperabas? ¿A cualquier simple transeúnte?

–No creo que empotres en la simplicidad de algo, Melanie.

Mientras reíamos me permitió pasar a su hogar. El olor a café y el sonido de las noticias matutinas decoraban aquella casa tan minimalista.

–¿Ya desayunaste? –me preguntaba al pasar el huevo revuelto de la sartén al plato.

–No, vengo directo del aeropuerto.

–¡Bien! Compartamos el desayuno mientras calmas mi sorpresa sobre tu pronta venida.

–Vine a pasar unos días aquí para continuar con mi novela. He pensado que un cambio de aires me inspiraría nuevas cosas.

No le diría la razón completa de mi estadía aquí ni la inspiración que él causaba en mí, pero al final de cuentas una verdad a medias no calificaría como una mentira.

–¿Jugo o café?

– Jugo, por favor.

–¿Cuánto tiempo estarás aquí, Melanie?

–Unos cuántos días, lo que alcancen mis viáticos para vivir en tu país. Con su alta inflación terminaré hospedada en un hostal.

–¡Rayos! Ese imbécil –de pronto me sorprendió su cambió de actitud.

–¿Qué pasa?

–Mira las noticias, el Presidente Domínguez dejó vestidos y alborotados a la Asociación de Banqueros en su reunión anual. Cualquiera que no lo conozca diría que quiere pelea.

– ¿Y eso qué tiene de malo?

–Al contrario, es una buena noticia –me contestaba mientras una minúscula euforia lo invadía–. Tengo que salir… noté que traes tu maleta. En la planta alta tengo un cuarto; instálate y te llamo por la tarde para salir a cenar.

Y antes que pudiera averiguar el origen de su euforia salió encumbrado hacia el auto que ya lo esperaba.

“Le busco y le encuentro

en cada verso en papel

y es cuando muy dentro

me endulza como la miel…”

Plasmaba en mi libreta cuando miraba desde lo alto de una edificación por el Paseo de la Reforma la brisa con el sol, mientras un carajillo en las rocas me acompañaba.

“Llego en minutos”. Recibí en mi celular un mensaje de Mendoza. A lo lejos una manifestación de la oposición al Presidente Domínguez avanzaba; muchos de ellos volteaban hacía la cristalina Bolsa de Valores como si, en su intención, se rindiera un culto religioso hacia el libre mercado que tanto extrañaban. Una mujer sobresaltaba entre la multitud, su cabello pelirrojo, una profunda mirada y unas cuentas arrugas de años de lucha intensa contra el populismo enmarcaban su rosto, ascendía su puño hacía el horizonte mientras vociferaba atónitamente: “¡Fuera el mal gobierno!”

–Disculpa el retraso, llegué justo en el auge de la manifestación.

Era Mendoza, que acomodaba su americana mientras se incorporaba a la mesa.

–La calle es un desorden –le contesté.

– ¿Qué tal tu día?

– Por tu cara diría que no me fue tan bien como a ti, Antonio.

–Por lo logrado hoy es imposible no expresar satisfacción, Melanie –afirmó en tono irónico.

Antonio comenzaba a construir su camino hacia el Senado y sólo le quedaba un año antes que comenzara la verdadera fiebre electoral. Desde que el populismo se había instalado en la silla del águila hacía ya dos sexenios, muchos perfiles del sector privado comenzaban a tener seria relevancia en la vida pública del país y, como en aquel contingente, se repetía la historia. Aunque era atrevido pensar que también la suerte de los países latinoamericanos azorados por golpes de Estado durante el siglo XX, indefensos la venida del sistema que aún predominaba en la modernidad.

–¿Ves a esa mujer al frente de la manifestación? –preguntó.

–¿Qué pasa con ella?

–Desde su novel vida ha vivido las penas y el infortunio de ser la huérfana más famosa de nuestro país, hija de un gran hombre acaecido por los intereses. Mírala fijamente hasta que notes la sed de venganza en su andar; los agresivos movimientos de su puño; lo rojizo de su cabello bajo el sol; se rumora que buscará un escaño en el Senado para la próxima legislatura.

–¿Serán compañeros? –pregunté intrigada.

–Eso espero… ¿sabes qué pasará mañana? –preguntaba retóricamente mientras se figuraba la sonrisa en su rostro.

– ¿Qué?

–Mañana un grupo del sector privado adquirirá tierras en Veracruz a un precio más que generoso, tierras que se encuentran vecinas a varios ejidos. Dentro de esa transacción se acordó la venta de cuatro punto nueve por ciento de acciones de una constructora que cotiza en Bolsa.

–¿Y eso…?

–Espera, ahí no termina. Comenzó a correrse el rumor que varios capitales abandonarán el país.

Escuchaba bien lo que Antonio me decía, mas no entendía la razón de su sonrisa. ¿Qué tanta maldad había detrás de aquel semblante?

–Mañana lees los diarios, Melanie –terminó.

La brisa había ya cesado, el sol se había ocultado en el occidente; los peatones caminaban por la avenida como obreros de paz, felices. Aquella cosmopolita ciudad vislumbraba y sordeaba en su tráfico. Antonio y yo compartíamos un trozo de arrachera marinada en naranja mientras las risas iban y venían paseándose entre los dos. Aquel hombre hermético poco a poco se abría y confiaba, aunque no dejaba la cautela de lado. No paraba la inspiración en mí y, como las risas, versos se paseaban en mi cabeza que eran acompañados por mi sonrisa. Elizabeth era una boba al no estar con él en estos momentos.

–¿Y cuánto duró tu noviazgo con Elizabeth?

Noté el pasmo en su rostro, seguido de un semblante tan taciturno como las noches en mi natal Putre, en las faldas de los Andes.

–¿Seguiremos lo abandonado en el vuelo?

–Me dejaste con la intriga… además muy en tu interior mueres por hablar de ella y desahogarte, Antonio.

–Dejé de verla por una década después de salir de la secundaria, mas nunca me olvidé de ella. Sabía que difícilmente mujer alguna llenaría el vacío que ella dejó en mí en aquellos años, mas no me limité en buscar compañías pasajeras, sólo para satisfacer mi soledad.

–¿Tu soledad?

–No estamos un momento en soledad; no vaya a ser que recordemos que naturalmente así inicia y termina nuestra vida, Melanie.

–Eso sonó demasiado acerbo.

–¡Jajaja! Es la verdad.

–¿Y cómo se reencontraron?

–Digamos que se quedó sola.

En aquellos días, Antonio había expandido su red de contactos a cuerpos policiacos municipales y él no soportaba la idea que los brazos que cobijaban a Elizabeth por la noche no fueran los suyos, anhelando en todo momento sentir la respiración nocturna de la única mujer que había amado. Una mañana, un grupo de uniformados irrumpirían el taller donde aquel hombre, que poseía la fortuna que Antonio deseaba, tallaba un fino trozo de madera para ser insertado en un conjunto artesanal de esmerada creación. El sonar de las esposas detrás de él; el rezar de sus derechos a los que poca atención prestó; la incertidumbre que lo invadía en aquellos momentos y todo se originaba en una sola acusación: delitos contra la salud.

Durante su proceso diversos “testigos” afirmarían que aquel hombre comercializaba narcóticos, mismos que se encontrarían en la cajuela de su auto. Un supuesto culpable, químicos sembrados, una relación rota, un destino fatal en la penitenciaría. Elizabeth enviudaría y su corazón padecería por mucho tiempo, confundida e impotente ante tal acto. Antonio consolaría a aquella mujer, pues no habría rastro de arrepentimiento en él, que oportunista la enamoraría.

En el rostro de Antonio se denotó su incomodidad por el tema tan álgido que sólo el estruendo originado en la calle circunvecina acabaría con esos segundos de silencio. Los ánimos en aquella manifestación habían sacado ya de quicio a las autoridades, que comenzaban a dispersarlos con tal desafuero ante la mirada de los espectadores.

–¡Por favor! ¡Se les pide que guarden la calma! –sonaba la voz en el megáfono asfixiado por el caos en la calle.

Una pantalla se encontraba frente a nuestra mesa, noticias de última hora transmitidas en vivo. Un grupo del sector privado demandaría al Presidente poner orden en las calles de la capital.

–¡Hipócritas! –susurró Antonio, Mientras dirigía su mirada al noticiero revolvía los hielos en su vaso–. Son ellos los que incitan al desorden, maquillando sus intereses tras organizaciones civiles en pro de derechos humanos y otras estupideces.

–¿Organizaciones civiles?

–Melanie, no puedes hacer cosas buenas que parezcan malas, pero es posible hacer cosas malas que parezcan buenas porque no son malas como tal, al ser percibidas por los demás como buenas.

–¿Maquiavelo lo dijo?

–No, pero a diferencia de él, no terminaré en prisión –concluyó sarcásticamente.

El día, al igual que aquel desorden en las calles, terminaría. Compartiría el techo con él, más no las mismas paredes.

El alba franqueaba entre blancas cortinas, sofocando mi rostro con su calidez; deseosa estaba en que yo despertara y así terminar con mi pesadez. Giré mi cuerpo de un lado al otro sólo para leer el periódico de hoy junto a un humeante café, de pronto recordé las palabras de Antonio de la tarde anterior. Desdoblé por su mitad y me fijé en su portada: manifestaciones; resultados de partidos futbolísticos; detenciones de delincuentes; más manifestaciones… una pequeña nota de Antonio decoraba el frente:

–“Mira la página 14 y sabrás hacía donde voy, Antonio”

Bañada en curiosidad cambié de página mientras daba un sorbo a aquel café, sólo para toparme con la sección de “economía”. Típico, que Antonio quisiera enseñarme algo del mundo de los negocios, sólo para retractarme al ver el encabezado que figuraba en aquella página y, para la cual, se dedicaba una página completa en circulación nacional.

–“¿Terminó siendo la corrupción?”–leí aquellas letras negritas.

Aquella noticia dejaba en evidencia cómo inversores extranjeros habían tomado la decisión de trasladar sus capitales fuera del país, comenzando con la venta de ese 4.9% de una importante constructora que cotizaba en la Bolsa, tal y como Antonio había anticipado, argumentando que no estaban de acuerdo en que dicha corporación se encontrara relacionada con el titular de la Secretaría de Comunicaciones y Transportes, denunciando actos de corrupción en el otorgamiento de concesiones para tramos de autopista en varias partes del país, actos de los que no querían ser parte.

Rápidamente encendí el televisor sólo para ver cómo le llovían las críticas al titular de dicha dependencia. Los medios que alguna vez apoyaron al actual régimen parecieron abandonarle; el sector de infraestructura en la Bolsa se sacudía de tal forma que las acciones caían como una torrencial lluvia de agosto; la incertidumbre consumía como fósforo poco a poco a una economía de por sí frágil; más motivos se creaban para nuevas manifestaciones en la capital. Tomé mi celular para poder entender lo que mis ojos veían y, entre la muchedumbre en mis contactos, encontré el número de Antonio.

–“El titular de Comunicaciones y Transportes dará una rueda de prensa citada a las dos pasado el mediodía”–se escuchó en el televisor.

Daba un sorbo al café mientras entraba la llamada; repentinamente sonó una voz triunfante al teléfono.

–Buenos días, Melanie, ¿has dormido bien?

–¿Qué has hecho? –le pregunté.

–No ha acabado el primer acto, falta su final para esta tarde –contestó Antonio ya en tono burlesco.

–De ser así ¿comemos juntos?

–Mismo sitio, quince minutos antes que baje el telón.

Podría caminar por la acera y escuchar el orquestar de las notificaciones en los dispositivos de los paseantes, con una sincronía que daba a entender cómo lo mediático se forja a costa de tantos despistados y mientras la noticia se esparcía, otro golpe al actual sistema. ¿Era un tema destinado al olvido? El tema político superaría por mucho la caída en la economía ese día, pero era el menor caos que pasaba por la mente del presidente Domínguez. Encendidas manifestaciones se planeaban desde sus párvulas trincheras y los animosos opositores degustaban cada segundo de aquel día.

Durante mi caminar el día pasó a ser noche, por las calles de esa urbe ancestral, con su antiguo y moderno relieve en sus construcciones, el orgullo en la piel de los originarios, la variedad en sus sabores y la mendicidad en el pensamiento de aquella cultura, que me distraía al ser largo el camino por el apiñamiento vehicular, la destreza del peatón y el malabarismo del ciclista, la astucia del ambulante y la destreza en el artista urbano, todo estaba ahí, en cada cuadra y en cada esquina.

¿Por qué no estar orgulloso de su identidad? Aquella normalidad en mí inspiraba tan dulce y vasto versar que, antes de llegar al cierre de aquel telón político, alcanzaría a escribir alguna que otra palabra en mi libreta.

“¡Desesperación! ¡Desesperación!

Desesperación no declarada,

no tan fuerte como esta pasión

en mí aprisionada…”

Mis mejillas se sonrojaron al tener la imagen en mi cabeza de ese hombre que tanto me inspiraba; una inocente sonrisa en mí se formaba, no me daba pena que me miraran y me juzgaran de enamorada. Tenía que disfrutar esa parte en mi viaje al restaurante.

De un raudo movimiento me dirigí a la mesa de un insigne Antonio, sólo para verlo no poder borrar su satisfacción en el rostro y la ansiedad en sus manos por una estrategia a cumplir.

–¿Cerveza? –sugirió él.

Antonio escribía fugazmente, desde su móvil, instrucciones que no debía retener ante su ambición. Deseaba un porvenir que fuera perfecto y todo se apoderaba de su semblante. La atención hacía mí disminuía con cada palabra y cada instante. Un suspiro saldría de sí y subiría su mirada hacía mí.

–¿Pedimos la carta? –dijo.

–Claro.

–Disculpa, tengo que darle seguimiento a unas reuniones que he tenido estos últimos días; ya casi inicia el proceso electoral.

Antonio era un hombre moreno y jovial, ambicioso y centrado, inteligente y versátil; era una persona con una cultura de esfuerzo, como diría el padre de su futura compañera del Senado.

–¿Ya te sientes Senador? –contesté con un toque burlesco– Recuerda que, en política, un día es mucho tiempo y pueden cambiar las circunstancias, además, ¿qué partido te postularía?

–Si emprendes algo, pero no sabes cómo llegar de la letra “a” a la letra “b”, y de ésta a la “c”, ¿cómo llegar a tal punto? Lo tengo contemplado, Melanie.

–¿Contempl…?

–Sshhh –interrumpió mientras llevaba a su boca su dedo índice para fijar su mirada en el monitor del lugar.

–“Buenas tardes a todos los presentes. Esta mañana fue publicada en diversos medios de comunicación de circulación nacional lo que supuestamente ha sido un acto de corrupción ligado a la oficina que su servidor encabeza, a lo que tajantemente califico como falso. Cada una de las concesiones otorgadas por esta administración se ha llevado conforme a la ley” –declaraba el Secretario de Comunicaciones y Transportes mientras Antonio fundía su atención en la declaración.

Seguía con atención la sintonía del discurso y sólo un leve, pero descarado gesto de satisfacción en su rostro me distraería de que, en mi cabeza, no entendía lo que pasaba o la razón de aquel gesto furtivo de mi acompañante; la única decisión en ese momento residía en tomar o no un sorbo de la cerveza extranjera del bar.

–“Por su atención, muchas gracias” –terminaba la declaración.

Al momento que el Secretario alineaba las hojas en su carpeta sobre el pódium para retirarse del sitio de prensa, un reportero se levantó y arrebató el micrófono todavía encendido a un auxiliar de la sala ante la sorpresa de sus correligionarios.

–¡Señor Secretario, una pregunta! –gritó para llamar su atención.

–¡Nada de pregunt…! –Casi contestó el Secretario antes de ser interrumpido por la pregunta.

–Fuentes confirman que el origen de la noticia fue la oficina del Presidente de su partido. ¿Tiene algún comentario al respecto?

El semblante del Secretario de Estado cambió rápidamente de sorpresa a ira antes de emprender la partida dejando a los demás integrantes de la prensa nacional sacando fuego desde sus teléfonos.

Lo que nadie sabía en ese momento era que, horas antes, información confidencial había llegado a las manos del Secretario confirmando que, efectivamente, la fuente se originaba en la oficina de la presidencia del partido al que pertenecía, información que alimentaba su incertidumbre de saber si desde el partido querían frustrar sus aspiraciones presidenciales para los próximos comicios.

–Mañana tendrás más encabezados por leer –continúo Antonio.

El móvil de Antonio comenzó a sonar a causa de número desconocido, a lo que sin demora contestó como si supiera quién llamaba en ese momento.

–¿Cómo vas? –preguntó sin un saludo.

En general llevamos una buena dinámica, reímos constantemente, seríamos confidentes, pero aquel hombre hermético todavía ocultaba tantas cosas, como los frentes políticos creados contra la actual administración. Llevó su pañuelo a la boca, limpió cada cosa ajena en ella, lo agitó sobre su costado, se incorporó hacia el pasillo hábilmente y llevó su conversación al balcón de aquel sitio… lejos de curiosos e interesados, mientras veía cómo estremecía su brazo empuñado en ademán de fortaleza y determinación, mientras su sonrisa de satisfacción no se desvanecía de su rostro y su cuerpo terminara relajándose apoyado en el barandal. Su llamada terminó con un fuerte suspiro para incorporarse de nuevo entre las mesas mientras sorteaba a los meseros que corrían de un sitio a otro llevando las órdenes de los injuriosos comensales.

–¿Todo bien? –le pregunté.

–¡Claro! No debo ser yo al que la cabeza le deba de estar dando vueltas por la incertidumbre sobre el porvenir.

–¿Incertidumbre?

–Cada persona destina parte de su tiempo para cumplir sus metas, en menor o mayor medida, dependiendo de su ambición. Muchas veces no puedes evitar que una persona llegue a su objetivo, pero si lo puedes retardar.

–¿Cómo?

–Manteniendo ocupada a las personas en otros temas.

–¿Y de qué te sirve su tiempo? –le pregunté sin entender aún el porqué de su sonrisa.

–El tiempo que desperdicia tu rival es el doble de tiempo a tu favor, Melanie.

–¿Todo esto es para asegurar tu escaño en el Senado?

Antonio sonrió y se llevó a la boca un trozo de pizza napolitana; su silencio asentía a mi pregunta, pero aun así él no estaba dispuesto todavía a contarme todo aquello que estaba detrás de escena y cuál sería el inicio del “segundo acto” en aquella tragedia shakespeariana.

–Sí… lo es –terminó diciendo mientras su boca todavía no procesaba la mozzarella de búfala campana.

–¿Se le ofrece algo más, señor Antonio? –interrumpía brevemente el mesero con frac algo vistoso.

–Gracias Juan, estamos bien.

Un esporádico ambiente de tranquilidad llegó a mí desde que había arribado a aquella electrizante ciudad. A pesar de ignorar lo que aquel hombre traía entre manos, nada me preocupaba al saber que su motivo y su fin lo ameritaba totalmente pues ese hombre era como un ambicioso empedernido.

–Bueno, si tu motivo es justo para ti, hazlo y te apoyaré.

Un leve suspiro inquietó a Antonio y causó que su mirada se perdiera por largos segundos entre el restante trozo de pizza.

–Si tan sólo ella hubiera dicho eso –murmuró.

Serían sus motivos los que llevarían a Elizabeth a no estar junto a aquel hombre. Sostuve su mirada sólo para ver como enérgicamente se abría el compás de sus cejas dejando su entero asombro a algo o alguien detrás de mí.

–Doctor Ortega.

Llevando su brazo derecho a sostener su saco mientras éste era abotonado, se levantó para extender y estrechar la mano de un anciano algo refinado, de un sonreír pícaro y mirada fija, moreno como un verdadero hijo de aquella patria, que devolvía con sus nudosas manos el saludo con tanta calidez como los amigos por negocios lo pueden hacer.

–¿Qué le trae por estos rumbos? –continúo Antonio.

–Trato de distraerme un poco antes de la reunión con el Presidente del Partido –respondió.

–¿Tan pronto le llamaron?

Aquella plática era indiscutiblemente para dos, ajena a mi participación, mas no para mis oídos. Era normal sentir tanta curiosidad ante todo lo que ameritaba ser parte de la vida de Antonio; era parte de aquella incertidumbre que me hacía sentir. Acomodé el mantel sobre mis piernas, esperando que la atención regresara a mí.

–Una disculpa por mi mala educación –comentó Antonio mientras me tocaba el hombro–. Doctor Ortega, ella es Melanie Soto, una gran amiga y, sobre todo, gran escritora.

–Un placer conocerla. –El Doctor Ortega extendió su mano hacía mí con tal cortesía que se denotaba su oficio político.

–El placer es mío.

–Antonio ¿nuestro pendiente ha quedado listo? –continúo.

–En parte. Tenemos que estar atentos cuando la nueva noticia se dé a conocer.

Antonio se notaba impaciente ante la idea de esperar, tan desesperante como el hecho de no depender de sí mismo… tan desesperante como estar al final de un gran esfuerzo. Sus manos jugueteaban ante la intranquilidad mientras ambos hombres mostraban común acuerdo con el presionar de sus mandíbulas… tan hipócritas e interesados, como cada uno de los mexicanos suele ser. El doctor Ortega pasaría a su mesa acompañado de una fémina tan bella, con el cuerpo directamente tallado por algún artista… eso creí yo.

–¿Comparten el mismo partido político?

–Sí –contestaba Antonio mientras se reincorporaba a su comida –sólo que, obviamente, con muchos años de diferencia y trayectoria.

–Por cierto, ¿en qué partido militas?

– En el Partido…

Un Mercedes Benz aparcó en el estacionamiento de un antiguo edificio, creación del modernismo que traería consigo el milagro mexicano de la década de los 50’s, mientras el hombre de manos nudosas bajaba de él sin detener su paso, como si el destino llamara. Girando a la derecha, era recibido por una mujer de grisáceo vestuario. Pisos arriba, en un elevador, era recibido tras una llamada por el intercomunicador de la Presidencia de Partido, que le invitaba a permanecer sentado en un sofá algo cómodo, mientras escuchaba los rumores que alentaban un cambio en la dirigencia mientras militantes iban y venían en un baile por esos pasillos que, aún las hormigas mostraban más orden en aquellos momentos.

–Es normal –susurró el doctor Ortega.

Después de lo ocurrido nadie sabía sobre el futuro de sus jefes y, aún más preocupante, su mismo futuro. Un grupo de hombres de edad avanzada ridiculizaban a las juventudes portando vistosos chalecos alegóricos al Partido que “tanto amaban”, mientras hombres de seria personalidad se aglomeraban en la sala de juntas, luchando sus egos por sentarse más al centro posible, cerca del aún líder… cerca de aquel poder tambaleante.

Mientras, pacientemente el doctor esperaba su lugar al fondo de la sala y, al momento de inclinar su cuerpo para reposar en el sitio, miró cómo todos se levantaban para dar lugar a la nada triunfal entrada del líder de partido que, cabizbajo y agotado, comenzaría a presidir la reunión.

–Por favor, tomen asiento –apresuraba su desvalido discurso.

Grandes ojeras cercaban su mirar, tan sitiados sus ojos como el cansancio que reflejaba aquella figura de hombre que, tras llevarse unos anteojos de grueso marco, y con ese mostacho setentero, no dejaba duda de su pasado sindicalista.

–Los he llamado porque es importante que estén enterados de las instrucciones de nuestro señor Presidente, que justamente esta mañana acabo de recibir… y que está claro que la oposición no dará tregua en llevar la actual gestión al despeñadero.

Los hombres alrededor del espacio rectangular se miraban entre sí tratando de entender hacía donde se dirigía su dirigente, infortunados al comprender…

–¡A alguien en esta oficina se le ha ocurrido la brillante idea de traicionarnos! –se escuchó el comentario entre los reunidos.

–¡Basta! Ya hay en demasía incertidumbre entre nosotros como para pueriles acusaciones –se comentó en otro lado de la sala.

–¡Si tan seguro estás de eso no dudes en mencionar nombres! –se agregaba otra voz a la trifulca.

En el intercambio de palabras entre los integrantes de la cúpula partidista se escuchaba el murmullo de aquellos incapaces de levantarse en voz ante su cobardía, mientras el líder de partido se llevaba las yemas de los dedos a las sienes ante el estrés que le generaba todo ese desasosiego que le impedía percatarse de la leve sonrisa burlona de uno de los presentes que, bajo sus sarmentosos dedos, mantenía al aire una llamada con destino a Bucareli. Insípida información era recibida por aquel a quien el establishment quería ya cambiar. El doctor Ortega presenciaba aquella grilla salida de control que, como furiosos niños, se decían las verdades renunciando tajantemente a su hipocresía partidista, sin temor a dañar sus intereses mientras abandonaban poco a poco aquella sala ante la cándida mirada del líder de partido hasta quedar sólo, en el fondo del salón, el doctor.

–¿Sabe que algo se puede aprender del exilio?

–¿Doctor Ortega? –Sorprendido alzó la mirada el líder de partido. –¿Qué rayos hace usted aquí?

–¿Esa es la forma de recibir a quién le salvará el pellejo?

–¡Ja! Si mi memoria no me falla, usted fue relegado a una embajada suramericana… no pudiendo garantizarse a sí mismo mantener su influencia en la entonces nueva administración del Presidente Domínguez. ¿Y ahora dice que viene a salvarme el pellejo?

–¡Me honra escuchar cuánto ha seguido mi humilde trayectoria! –insistía el doctor en total condescendencia.

–¡Tengo que ubicar a aquellos que sostienen una piedra con una mano mientras saludan fraternalmente con la otra, doctor! De mi parte sabe que no confío en usted, así que no encuentro motivo para continuar con esta conversación –terminaba el líder del partido mientras, tras un puñetazo a la mesa, se levantaba para salir de aquella sala.

–¡Fue un placer volverlo a ver, líder! Será interesante ver cómo lidia con su traidor.

De un seco movimiento el líder del partido paraba su marcha rumbo a la salida para volverse intrigado ante las últimas palabras del doctor, fijando su mirada intranquila que reflejaba las dudas que le invadía a aquel pobre hombre, sólo para preguntar inocentemente

– ¿Traidor?

–Me sorprende, líder… pensé que, a estas alturas de la situación, ya se hubiera percatado de aquel que lo quiere dejar fuera.

El doctor Ortega presionaría sus labios en signo de desaprobación, tratando de demostrar apoyo a aquel hombre mientras que, de un sólo movimiento, se dirigió a la salida de la sala, no sin antes palmear en dos ocasiones en el hombro al líder del partido para acabarle y dejarlo solo con su incertidumbre.

Caminar por aquellos pasillos en ese momento era sentirse en pleno día de elecciones al ver andar a tantas personas sin saber hacía donde partían. Pequeños grupos aislados de liderazgos de agrupaciones charlaban con la paranoia de ser escuchados; imbéciles aquellos que no entendieran lo que planeaban para proteger sus intereses; pobres hombres que ignoraban su mísero papel dentro de un tablero cuadricular ajeno a sus capacidades.

La confusión llegaría a los medios de comunicación como el olor de la carroña llega a las bestias; renegados seres mojigatos ante la menor provocación… era cuestión de minutos para que la noticia de aquella desastrosa reunión fuera del dominio público y los noticieros nocturnos saborearan sus niveles de audiencia con notas que, ni mandadas hacer, llenarían tanto el ojo de sus televidentes.

–¡Al Hotel Marriott, por favor! –ordenaba el doctor a su chófer.

De un suspiro de cansancio, el doctor realizaría una última llamada antes que la batería de su teléfono se terminara.

–Quetzal, ya está hecho –dijo a la voz tras la llamada.

De un gran sobresalto despertó Antonio. El galopar de su respiración sólo era superado por la transpiración en su frente. Su mirada fría y enraizada en el techo que, tras la luz de la calle que traspasaba las cortinas, denotaba las figuras que se formaban por las sombras de los objetos del cuarto en su camino. Boca arriba, su mirada perdida que nada interrumpía mientras lo miraba directamente… a sólo unos centímetros de él, mientras mi mano jugaba en el vello de su pecho… mientras me encontraba tan lejos de su mente en aquellos instantes.

–¿Una pesadilla? – le susurré.

Él se levantaría para sentarse en la orilla de su cama, mientras sus manos pasaban de rozar ambos lados de la barbilla para juntarse frente a su boca en señal de perdón, ¿el remordimiento lo consumía hasta en sus sueños? De rodillas sobre la cama, recargaría mis pechos sobre su espalda mientras lo abrazaba sobre los hombros sólo para sentir su cuerpo agitado. Mis labios se deslizaban sobre su hombro con rumbo a su atención, intentando compadecerle y ayudarle en sus penas.

–¿Qué hora es? –de pronto me preguntó sin que su mirada cambiara del rumbo perdido en el que tantos minutos había pasado.

–Tres con treinta de la madrugada.

El suave sonido de los escasos autos que pasaban por la avenida, el casi nulo sonar de las ambulancias nocturnas, el sonido del reloj en la pared que, por momentos, callaba todo lo demás y mi cuerpo suspendido sobre el suyo en consolación.

–Te traeré un vaso con agua.

Bajé por las escaleras rumbo al servidor de agua, la taza del café matutino de Antonio ya me esperaba sobre la mesa y, con una técnica magistral, corté el agua fría con un poco de agua humeante. Girando para tomar el pasillo rumbo a los escalones admiré la fotografía enmarcada sobre el mueble de bienvenida, en verdad ella es bella como la realeza, con la figura de su rostro tallado a mano por un benévolo dios y su cabello oscuro que caía lisamente sobre su espalda y hombros, su tez blanca, todo acompañado de una perfecta sonrisa y su mirada jovial. Por detrás de ella, envolviendo su cintura, Antonio la sujetaba con tanto amor que la perfección y simetría de aquella pareja era envidiable, tan refinados y felices, ¿cómo competir contra ella? Subí al cuarto sólo para encontrar a Antonio colgando drásticamente su celular ante la sorpresa de verme volver y, sin entender, le extendía aquella taza.

–¿Todo bien? –pregunté en tono sarcástico

–Todo bien… gracias.

El rostro de Antonio se iluminaba mientras escribía en su celular; sólo un corredor de bolsa trabajaría a tales horas de la madrugada, pero cuando estaba tanto en juego y había tantas estrategias sobre la mesa llevándose a cabo, el dormir se convertía en la última opción.

Cuando el sol se asomaba por el oriente, con café en mano Antonio salió de casa, dirigiéndose raramente a pie con rumbo desconocido para doblar en la primera esquina y perderse, dejándome tendida sobre un mar de sábanas, pensativa ante aquella madrugada, y él, cada día, un más hermético compañero.

–¿Habrá perdido la confianza en mí? –dije en voz baja.

De pronto aquel silencio que amenizaba mi intranquilidad era sofocado por el sonar del teléfono de casa que, inquieto sobre el buró, no daba espacio a silencio alguno… alborotando la tranquilidad del cuarto.

–Casa de la familia Mendoza de la Torre –contesté.

–¿Elizabeth? –sonó la grave voz de un hombre tras el aparato–. ¡Elizabeth tienes que detener a Antonio antes de que cometa algo de lo cual se pueda llegar a arrepentir!

–No soy Elizabeth –respondí.

–¿Con quién hablo? –comentó aquella voz mientras cambiaba su tono, ya penoso.

–Melanie –respondí después de vacilar por un momento.

Un momento de silencio aumentó mi intriga hasta que un chasquido tras el teléfono paró en seco mi inquietud. Permanecí por unos instantes fijando mi mirada tras las cortinas de la ventana, mirando aquella esquina mientras mi mente perdida en aquella voz intentaba comprender qué pasaba en aquel momento, impotente por no saber a dónde dirigirme si traspasaba la puerta. Aquella calle parecía un mundo ya desconocido para mí y las dudas me atormentaban.

–¿A dónde habrás ido, Antonio? ¿Estará todo bien?

Cogí mi saco y arranqué a la sede del Partido, acercándome a la esquina para doblar en ella y toparme con la magnitud de aquella capital, en cualquier parte de la inmensidad transcurrían las vidas de aquellas personas que creaban la incertidumbre en la sociedad, en el Partido, en Antonio y en mí.

Un taxi tardaría en pasar, el destino se resistía a que fuera tras él, no importaba al mirar la actitud beligerante del conductor que esquivaba autos y semáforos con total frenesí, como si su salario de un mes dependiera de mí y la llegada puntual a aquel edificio alto por la Delegación Cuauhtémoc, símbolo del eterno poder y perdurabilidad de las instituciones, como si se encontrase entre columnas al entrar. Salí disparada del auto para girar hacia la entrada y mirar el tumulto reunido ahí. Con tanta expectación y asombro aquellos rostros reunidos fijaban su mirada en la silueta de un hombre que salía en ese instante por la puerta principal mientras otros cuerpos robustos y oscuros lo circunferían, pero no en protección sino en total resguardo, mientras las cámaras no dejaban de acosarlo y el descontrol por la noticia perduraba hasta la banqueta, todo un éxodo para aquella figura. Taciturno, emprendía su ingreso al vehículo de la Fiscalía. Mientras la multitud se dispersaba alrededor del contingente, pasaban junto a mí dos individuos de chaleco rojo que murmuraban entre sí cómo aquel hombre era arrestado por intento de homicidio

–¿Intento de homicidio? – murmuré–. ¿Acaso he escuchado bien?

Mientras tenía a mis espaldas la entrada principal el contingente arrancaría para perderse en la próxima esquina contigua al edificio. Tras de mí, otro contingente de personas recorría la puerta resguardando a un hombre con silueta familiar mientras lo trasladaban al estacionamiento más próximo, percatándome de que se trataba del presidente del partido. Fueron aquellos segundos en que mi mirada se cruzaba con la suya los que me transmitían su miedo, era un completo niño escondido bajo su cama en aquel momento, y el ataque de pánico lo consumía internamente de una forma que nadie a su alrededor se percataba.

–¡Pobre hombre! –exclamé.

El vehículo arrancaba para perderse en la misma esquina, mientras el murmullo tomaba vuelo.

–¿Qué sucedió? –pregunté al primer despistado.

–Un sujeto intentó asesinar al Presidente de Partido –respondió aquel hombre. Mis oídos no daban crédito a lo que escuchaban

–Ese hombre que iba detenido entró al auditorio, encontrando al Presidente cerca de la escalinata, se abalanzó sobre él con una navaja para ser empujado centímetros antes por el Secretario de Organización ahí presente –agregó.

Aquel militante regresaba con resignación rumbo a la entrada del edificio, el frente de cristal de la entrada ironizaba con las prácticas políticas de sus ocupantes y no dejaba nada a la imaginación de los transeúntes sobre su interior, cuando lo vi girar hacía el elevador… ahí estaba él, aquel instante mi tiempo se detenía para ver cómo lentamente giraba su mirada un segundo para regalarme una sonrisa y desaparecer tras el cerrar de las puertas del elevador.

Amor y otras traiciones

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