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ОглавлениеCapítulo 3
El dueño de las opciones
–La finalidad de una acción es la base de todo criterio moral dado que, la historia, no suele recordar las formas sino los resultados, Martha.
Martha Rojas era aquella mujer prototipo del idealismo mexicano, heredera de una misión casi profética dejada por su mártir padre, su pasión se exteriorizaba en su cabello rojizo y su experiencia constaba en las secuelas en su rostro, su estandarte era el progreso, su trinchera, el partido de oposición y su misión: Los Pinos.
–Eso es cruel, incluso para ti, Ortega –contestó.
–Pero tú no te has deslindado de esa idea en este momento, Martha.
–Me conoces desde pequeña, Alberto, conviviste con mi padre, sufriste con su asesinato, también has sido víctima del mismo sistema hasta que los traicionaste.
–Y porque te conozco sé que aspiras a Los Pinos, y creo poder ayudarte.
–No me pidas que te ofrezca Bucareli, Alberto.
–Un viejo como tu servidor ya no está en la posición de presidir algo en la administración pública federal, simplemente quiero ayudarte, y así vivir con más tranquilidad lo que me queda de vida.
–¿Seguro que sólo es eso? –La incredulidad invadía su semblante–, te conozco Alberto, sé que traes algo entre manos.
–Si fuera así, ¿crees qué eso te perjudicaría?
–Has sido como un tío para mí, pero al fin y al cabo esto no deja de ser política.
–Querida, orgullo será portar esa escuálida banda presidencial.
Suspiraba y con su cabeza asentaba, aquella mujer pronto cambiaría la historia.
–Bien –continué–, al iniciar la campaña tienes quehacer.
Después de una hora de conversación, Martha se encontraba en la posición de infundir miedo y respeto, su determinación por llegar a la silla del águila habría tomado un nuevo impulso, información fresca como un respiro matutino. De un movimiento enérgico abandonaría aquel discreto restaurante del centro histórico y era inevitable que una sonrisa morbosa se formara en mi rostro… Antonio, Martha y yo compartíamos el síndrome de hubris, desayunábamos, comíamos y cenábamos ambición de poder para terminar soñando con más poder. Salí de ahí rumbo al aeropuerto, sólo fui detenido por el vibrar de mi teléfono con la llamada que recordaba lo tarde que iba a la próxima reunión.
–Quetzal, voy en camino.
Aquella voz aguda tras el auricular no daba espacio a algo que no fuera la impaciencia, hombre impertinente ha de creer de mí, nada de preocupación debía encontrar al marchar todo conforme al plan.
–¿Cómo va Antonio? – pregunté.
–Él tiene que estar preparado… más te vale no haberte equivocado, Alberto.
–Dale tiempo.
– ¿Cómo salió la reunión con Martha?
–Se acaba de ir, está interesada, aunque no confía mucho, preferirá mantenerse totalmente alejada de mí en público –terminé antes de colgar.
Salí de aquel deprimente lugar para ser recibido por la avenida Juárez y frente a mí, aquel tipo de monumento sólo levantado a los beneficiados de la historia, como lo es el Hemiciclo a Juárez, mediocres transeúntes atiborraban las banquetas creyendo tener un destino, dormitando y vegetando por la ciudad y por sus vidas, quitando oxígeno a personas tan importantes como yo. Al fin y al cabo, los necesitamos… si no, ¿a quién controlaríamos? ¿A costa de quiénes nos haríamos ricos? Caminaba hacia la esquina del parque cuando dos jóvenes sentados en una banca llamarían mi atención, amigos y rivales en un juego de ajedrez donde las fichas blancas superaban a las negras.
–¡Tal y como en la vida real! –pensé.
Era claro que el juego estaba en sus últimas instancias; aquel joven de piel de bronce, tan grasosa que desentonaba con su cabello negro y lacio, de corte extravagante y de ropaje de tianguis, movía su reina blanca para poner en jaque al rey negro sin que éste diera cuenta de que aquella reina no era la única pieza que lo pondría en apuros, pues un alfil lo acechaba desde lo recóndito del tablero, tan oculto como una eminencia gris.
–¿Dónde he visto esto antes? – de nuevo pensé, ironizando.
Miré como una sonrisa triunfante comenzó a dibujarse en el rostro ancestral de aquel joven, igual que se formaba en mí una similar.
–El éxito es de quienes aumentan sus probabilidades –les mencioné a aquellos dos jóvenes antes de dar la media vuelta y seguir mi camino.
Un alfil y una reina blanca en mi tablero atacaban a un decaído rey, Martha y Antonio, poco a poco acababan con la actual administración federal, y me encontraba a sólo unos cuentos movimientos del jaque mate que deseé desde el día de mi destierro, venganza jurada a aquel sistema que me acusó neciamente de traición.
–¿Por qué limitar mis posibilidades a que tenga éxito, Antonio? –pensé.
Martha tenía razones para desconfiar de este viejo, pues ya no me interesaba su bienestar, ya no era aquella niña huérfana que tanto admiraba y yo ya no era aquel hombre que creía fervientemente en la justicia social… la usaba completamente para cumplir mis objetivos, igual como usaba a Antonio.
–¿Taxi? –interrumpió una voz vulgar junto a la acera.
–A Paseo de la Reforma, y ¡rápido!
La singular música en el estéreo del taxi, el chofer de repulsivo aroma que hipnotizado seguía la letra y semáforos escarlatas a nuestras espaldas, ciclistas que nos bordean y fracasados limpiaparabrisas en las esquinas, la indiferencia de la sociedad mexicana y su incapacidad de ver los hilos que de ellos se desprenden, postrados en nuestro nítido escenario como fútiles marionetas.
–En ese edificio, por favor.
Bajé y caminé hacía la gran recepción, la apatía del personal y la gran atención en sus teléfonos eran sincronizadas por la misma ambición que compartían.
–Buen día, tengo cita con Mr. Lancaster –dije a la recepcionista.
–¿Quién le busca?
–El doctor Alberto Ortega Cisneros.
–Tome asiento, en unos minutos le atenderá.
“El silencio llegó a nuestra conversación, ambos sabíamos
que nos engañábamos al negar rozar nuestros labios mientras
pregonábamos en nuestro interior la pasión que intentábamos
extinguir… al fin ella decidiría seguir la rutina que el tercero le dedicaba. Sólo era un juego… un escape a esa rutina y nada más… la indiferencia en sus actos sofocaría en mí poco a poco lo que sentía, mientras ofendíamos a nuestros destinos declarando la unión que guardábamos… ¡he de olvidarte! Al ser preferible no verte que amarte y no tenerte…”
Antonio era atormentado por semanas de silencio de Elizabeth. Hombre que prefería arder en sus sentimientos que levantar el teléfono y llamarle, que reprimían sus sentimientos con tal acuerdo y se prometían mutuamente no hablarse… que olvidaban que habían nacido para estar juntos, y confiaba en sus pendientes para no pensar en ella, hombre que odiaba pasar por todas partes que le recordaban a ella, y que el simple recuerdo de su sonrisa y la calidez con la que estrechaban sus manos erizaba su piel como el abrazo de alguien a quien verdaderamente se ama, y la distancia entre ellos era pretexto para platicar con sus similares sobre el otro intentando olvidar al recordarse, engañándose al imposibilitar verse y amarse, acariciarse y besarse… fundirse en lo que representaban, pero ahí estaban los dos sufriendo, rindiendo pleitesía a su inmadurez, actuando con el orgullo de las más nobles novelas.
–Más le vale no tener distracciones –susurré entre dientes–, mientras contemplaba la pintura de la recepción que tanto me recordaba al amor sofocado por el orgullo.
¿Pero qué podía aconsejar a Antonio, si había sido el interés el motivo para casarme? Ahora era un viejo malhumorado, casado sólo con una vejez tranquila, en soledad ante mi pérdida hace años.
–¡Ja!, ¡Viejo amargado! –suspiré.
–¿Doctor Ortega? –preguntaba una esbelta mujer que no dejaba espacio en su entallado vestido oscuro.
–Para servirle.
–Mr. Lancaster le espera en su oficina… acompáñeme por favor.
¿Cómo no acompañar a aquellos bellos glúteos que sintonizaban con la bella melodía del elevador y temblaban como una suave gelatina de un lado al otro?
Fui pasado a un mundo de paredes cristalinas, algunas finamente rotuladas y decoradas con suaves matices, mientras “encorbatados” caminaban en su mundo sin mirar mucho al frente, absortos en sus pendientes, hasta entrar la recepción… minimalista… sobria… distinguida… sé que hemos llegado.
–Tome asiento por favor –sugirió aquella mujer–. ¿Gusta beber algo?
–Agua está bien.
La decepción de pensar que esperaría por un rato más, se desvaneció al escuchar aquel español a medio pronunciar mientras lo veía entrar.
–¡Doctor Ortega!
Grande fue el saludo al hombre que había aumentado las ganancias a esa corporación cuyos problemas comenzarían el trimestre que se avecinaba y sería acechada por los acreedores como inescrupulosos buitres.
–¿Cómo va el negocio?
–Muy bien, próximamente se cerrará el trato con los ejidos próximos a los terrenos que adquirimos gracias a su ayuda, en Veracruz. De esa forma emprenderemos los nuevos proyectos de extracción –contestó mientras denotaba avaricia.
–¿Y los ejidos no saben de la riqueza en su subsuelo?
–¡Claro que no! –Sus nudosas manos servían un carajillo en las rocas.
–¿Sólo falta la concesión sobre el proceso de extracción? –añadí.
–Y por eso usted está aquí, ¿verdad?
No me ruborizaba el hecho de saber que, con aquel hombre, podría negociar de interés a interés sin tener que ocultar nuestras intenciones.
–Antonio está trabajando para estar en el Congreso en la próxima legislatura, pero el hecho de tener el apoyo en una fracción parlamentaria no garantiza que saquemos de la jugada a las actuales compañías que gozan de los beneficios de dicho sector…
–¿Y bien?
–Debemos preparar a nuestro propio candidato –agregué.
–¿También al Congreso?
–¡No! Antonio moverá toda la mierda de esa plomería –contesté ya ruborizado–. Me refiero a poner nuestro presidente… uno que no le concesione las sobras como ahora.
–Continúa.
–Martha Rojas.
Adolf Lancaster escupió la bebida mientras su cuerpo se inclinaba frenéticamente hacía delante, para posteriormente toser ante la sorpresa.
–¿La hija de Ronaldo Rojas?
–Sí –contesté, mientras no podía reprimir una sonrisa formada en mí.
–¿Por qué ella?
–Piénsalo, Adolf… apellido conocido, declarada de derecha, con sed de justicia… la candidata perfecta.
–Ortega, no tiene una larga carrera en la política, si no es por su apellido nadie la conoce y por más que la presidencia de Domínguez agonice, es poco probable que los demás partidos preparen a un candidato en éstos tres meses que faltan para el inicio de las precampañas. It’s crazy!
–Por eso no te preocupes, ya lo tengo todo previsto… sólo necesito que encauces al sector privado renegado que está al final de la toma de decisiones.
–¿Cambiaremos a los integrantes del establishment, Ortega?
–¿No estás cansado de que te entreguen las peores concesiones? –agregué–. No formaremos una revolución para derrocarlos… los cambiaremos uno a uno, poco a poco.
–¿What do you need?
–Las donaciones llegarán a su partido y le propondrán a un candidato al cual ellos no quieran, ya sea por diferencias con ellos o por no ser simplemente el idóneo… y posteriormente propondrán a Rojas, para eso ya habrán pasado dos meses a partir de hoy, y habrá cambiado la situación con ella.
–Entendido, Alberto.
–En un año cambiará la situación cuando se esté convocando para repartir nuevos contratos con el gobierno federal.
–Para ese momento estará cerrado el acuerdo con los ejidos por sus tierras.
–Perfecto.
Ambos sostenían sus corbatas en el momento que se levantaban de sus asientos para estrecharse fuertemente en son de acuerdo. Ninguna de las partes sabía hasta qué punto se prolongaría su relación, pero ambos sabían que en ese momento se necesitaban y sabían que sería un largo año electoral.
Los encorbatados de esfumaron y los pequeños espacios de trabajo estaban ya completamente vacíos, después de aquella tarde los subestimados poco a poco arrebataban el poder.
–¿Ya hablaste con ella?
Antonio se encontraba frente a mí, la frustración lo consumía y la soledad lo atormentaba mientras se encontraba ahí postrado, en aquella banca invadida de óxido en el Parque Guadalupe Victoria, su mirada cabizbaja se perdía en el concreto mientras aquel edificio frente a él, con sus finos trazos liberales, brillaba ante el sol matutino… los transeúntes desfilaban por la acera, muchos sin rumbo fijo y las manecillas de su reloj giraban más lento de lo común.
–No –contestó tajante.
–Bueno. Por lo menos, ¿ya sabes quienes van en la lista nacional para las plurinominales del Senado?
–Sí, me informaron la semana pasada que siete personas ya se acercaron con la dirigencia para pedir ir en los primeros puestos de la lista.
–¿Los mismos de siempre?
–Sí, encomendados de las telecomunicaciones, de la industria manufacturera, de la industria petrolera…
–Los mismos de siempre –agregué.
–No importa, ya me estoy encargando de mi lugar en la lista –contestó Antonio con cierto orgullo.
–¿Cómo? –pregunté.
–La próxima semana se aprobará una ley en la cual las sociedades mercantiles destinarán su fondo de reserva a un fondo de inversión y, como es obvio, al sector financiero le encantó tanto nuestro trabajo de cabildeo que pretenden sobrecogerme ante el partido y ser su próximo legislador.
–¿Cuánto tienes trabajando en eso?
–Desde antes de visitarle en Chile, doctor Ortega.
Cruzamos la avenida rumbo a Congreso, el vaivén de personas y lame botas entre los escalones y tras los cristales, las minifaldas y las esbeltas curvas, los Rolex por doquier… alejados en aquella tribuna.
–¡Extrañaba estar aquí! –susurré.
–¿Hace cuánto fue su última legislatura? –preguntó un cándido Antonio… cándido por parecer un niño en un parque de diversiones. ¿Cómo podía sorprenderle aquel nefasto lugar cuando había trabajado en la Bolsa de Valores a sólo unos cuantos metros de ahí?
–Hace 10 años –contesté.
Una lluvia de recuerdos vino a mí, justo al pasar por aquella “La Pecera”, oficina de la que tanto se cuenta y de la que poco se sabe, donde se toman las decisiones más importantes… donde la avaricia cobra su precio.
–¿Qué hacemos aquí? –preguntó Antonio.
–Acompáñame –me limité a decir.
“Creo en ti patria querida
que en la corrupción estás perdida
que en tu malinchismo todo lo bello se olvida
y en sus cimientos estás movida…
¿Dónde estás patria de Juárez?
¿Dónde está el México de ideales?
¿Dónde queda el México sin pesares?
¿Dónde quedaron tus santas verdades?
¡Patria querida! ¡Patria de valientes!
¡Patria que quiero hasta los dientes!
¡Patria con tantos pendientes!
¡Me duele todo lo que resientes!“
Tantas palabras corrían por mi cabeza al ver aquellos trazados configurados con ambas banderas al frente del inmenso recinto, célebres palabras de los congresistas, ¡tantas ganas de que estos versos condujeran los trabajos! Manos arriba y mancuernillas a lo alto, tantas arriba como estrellas… voces y gemidos… gritos y rugidos… un espectáculo circense a la vieja usanza romana, sólo que aquello no era el ágora de un Senado romano, ni mucho menos un imperio, sólo un simple territorio casi tercermundista. A lo lejos e ignorado, un pobre diablo encabronado, agitando las manos en un agresivo ademán con palabras airadas sin provocar la menor reacción en sus similares. Con diez minutos basta para sudar y quedar atónito en la cabeza de la tribuna si logra superar la mitad de ese tiempo. Hombres jóvenes y no tan jóvenes ahí postrados, simples marionetas que sólo para portar maletines son usados, mujeres con agradables curvas y con piernas labradas en cremas, muy jóvenes para ser congresistas, con tanta experiencia en una seducción que insiste. Al girar mi mirada, por todas partes, célebres representantes de las gentes importantes: medios de comunicación, energéticos, educación, sindicatos y demás, todos en una fiesta de un trienio con una gran mochada de pastel.
–¡Diputada! –grité eufórico ante su pelirroja presencia.
–¡Doctor Ortega! –contestó Martha Rojas.
–¿Conoce al joven Antonio Mendoza?
–Un placer, señor Mendoza.
–El placer es mío, diputada –contestó Mendoza.
Una mujer con fuerte personalidad, tal como un sol alrededor del cual todo giraba en aquel espectáculo. Muchos la estimaban y otros la subestimaban, asesores y secretarios constantemente se acercaban y retiraban con tal coordinación, instrucciones iban y venían mientras sus manos se agitaban constantemente marcando direcciones en los diferentes orientes del recinto.
–¿A qué debo su visita, doctor? –preguntó.
–Preferiría que pasemos a tu oficina, Martha –contesté.
Entre aquella rechifla política ocasionalmente llamado debate parlamentario zigzagueamos a los pulcros diputados mientras nos esquivaban jóvenes asistentes con prisas en sus rostros para enfilar a la zona de las oficinas de la oposición para tomar asiento en unos confortables sofás, tan rojos como los colores de su partido. ¿Qué nos dirían esos sofás si hablaran? Posiblemente tantas cosas pero, ¿para qué iniciar con un “Watergate a la mexicana”? Pero no descartaba la posibilidad de hacerlo en un cercano futuro, todo sea por la centenaria silla del águila.
–¿Gustan café, agua… quizá soda?
–Café sin azúcar, por favor –contesté.
–Sólo agua –pidió Antonio.
–Y bien, ¿en qué puedo ayudarle, doctor? –volvió a preguntar Martha.
–¿Recuerdas nuestra charla de ayer? –contesté.
–Si. –Martha contestaba al mover la pequeña cuchara deshaciendo los cubos de azúcar en su café, mientras su respuesta suspendía en el aire un tono de duda.
–Es un placer estar platicando con la próxima y primera mujer presidente de los Estados Unidos Mexicanos –agregué.
Sentí el sobresalto de impresión de Antonio junto a mí, mientras Martha dejaba la atención a su café para fijar su clara mirada en mí. La incredulidad gobernaba cada gesticulación en su rostro caucásico, mientras un mechón ondulado de cabello caía sobre su mirada… En ese silencio ni el aire acondicionado se escuchaba ya, por un momento estuve seguro de que ella se había quedado sin palabras.
–¿Bromas antes del café matutino, doctor? –contestó, mientras se embozaba una sonrisa en su rostro con la blanca taza al sorber.
–Aún te reitero que confíes en mí, Martha.
–Y de seguro me propondrás que Antonio sea mi coordinador de campaña.
–No, yo me preparo para… –dijo Antonio antes de que lo interrumpiera con una fija mirada que transmitía la instrucción de que fuera prudente ante sus planes a futuro.
–No –agregué–. La tarde de ayer un grupo importante del sector privado accedió a darte su apoyo para los próximos comicios presidenciales: recursos, contacto, ser la ungida por el establishment neoyorkino… de eso estamos hablando.
–¿Y el apoyo a tu partido?
–¿Crees que le seré “leal” a un partido que me exilió durante años? –De pronto el tono de mi voz se exaltó–. El perro no tiene que morder la mano a menos que la mano le dé razones para hacerlo, Martha.
Tras un breve suspiro, Martha depositaría la taza sobre la mesita de centro que decoraba aquella sala para descansar su cuerpo sobre el respaldo mientras unía las yemas de sus manos en plena simetría, dejando suficiente espacio entre los dedos para que una abeja zigzagueara por ahí.
–¿Cuál es el plan, doctor?
Antonio miraba expectante aquel diálogo que sólo era de dos, él dejaba la batuta de la planeación al viejo lobo de mar y, al parecer, conocía perfectamente a aquella mujer como para invertir en ella y protegerla como un jugador inexperto protege de más a su reina en el ajedrez, no emitía el más mínimo ruido pero la preocupación comenzaba a invadirlo al saber que, tarde o temprano, alguien llegaría a las oficinas. ¿Qué pensaría al ver al próximo congresista por un partido junto a un viejo militante de la oposición? Ya empezaba a tamborear los dedos en su rodilla cuando fue interrumpido por el sonar de su teléfono.
–Disculpen, debo tomar la llamada.
De un rápido movimiento se dirigiría a la puerta para dar al pasillo principal mientras contestaba.
–Hola, Melanie, ¿cómo estás?
Antonio nos dejaría a solas sin ninguna diferencia porque la charla, desde un inicio, había sido sólo entre nosotros dos.
–Martha, serás la mejor opción para el electorado, la mejor opción en seguridad, la mejor opción en finanzas, la mejor opción en política internacional, la mejor opción para la política fiscal… Superarás en todo a los demás candidatos y tendrás información de primera mano sobre tu mayor contrincante que será el candidato de nuestro partido.
–¿Y quién es ese candidato? –preguntó.
–Todavía no se define, cuando tienes al frente a un presidente tan indeciso como Domínguez es normal.
–¿Y cómo piensas convertirme en la mejor opción?
–Capacidad la tienes, tantos años de experiencia en política internacional que fue eso mismo lo que te impidió darte a conocer en nuestro país.
–¿Y crees formar y ganar la presidencia en sólo unos meses?
–¿Cómo haremos para venderte como la próxima candidata y presidenta? –le contesté mientras el sarcasmo invadía mi comentario–. Comencemos por convertirte en un símbolo… un símbolo de cambio.
–¿Un símbolo?
–Un símbolo. –Sonreí.
Un brazo sostenía el codo de su similar mientras éste raspaba la sien de Martha.
–Serás la que pondrá en marcha el cambio que tu padre planeaba para nuestro país hace unas décadas –contesté–. ¿Recuerdas todo el apoyo que generó tu padre antes de ser asesinado?
–Era una bebé, doctor.
–Él era un símbolo de cambio y progreso que fue frenado a secas por tan lamentable suceso… Tú serás el símbolo de continuación de esa idea popular.
Martha asentía al recordar a su padre mientras la consternación la invadía, y su mirada se cristalizaba al ver cómo sus dedos jugueteaban al moverse tal y como lo hace un niño regañado.
–Entiendo –contestó de pronto–. ¿Cómo comenzamos?
–Primero tendrás que reunirte con algunos grupos que conservan intereses comunes.
–¿Recaudar fondos de campaña?
Aunque las pequeñas arrugas clarificaban su experiencia, ella era completamente ajena al sistema mexicano, a sus sucesos y hasta sus costumbres; por su sangre el trabajo duro circulaba y contrastaba a la familia típica del medio político.
–Contactos, Martha. –Sonreí–, organizaré un retiro en una zona de cabañas cerca de Mazamitla, en Jalisco, donde atenderán a mi llamado personas líderes en sus ramos: negocios, ciencia y política, al que casualmente estarás invitada; será una tarde para ti, como una niña en juguetería, así que deberás sacarle provecho.
–¿Cómo lograrás reunir a un grupo así?
–Aunque son personas con alta influencia, muchos no se conocen entre sí y tienen dos cosas en común: no gustan de figurar y suelen ser subestimados por el establishment, querida.
Aquel momento sería interrumpido por un agitado Antonio que entraba mientras la ansiedad florecía en su cara, y sus bruscos movimientos me señalaban que se aproximaba a aquella oficina el primer asalariado. Tan fiel a su partido, era seguro que fuera tan puntual con su trabajo.