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EL ADOLESCENTE FREUDIANO*

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FRANCISCO-HUGO FREDA

El adolescente es siempre de su tiempo —y en este sentido, siempre es diferente, incomprensible— y, al mismo tiempo, siempre está en el mismo lugar, debatiéndose con los avatares de la función del padre propia de esta edad, como en cada época.

Así, en esta encrucijada vemos aparecer lo que llamamos «las nuevas formas del síntoma». Clínicamente localizamos manifestaciones, comportamientos que se presentan como asintomáticos. Lo que irrumpe no es un síntoma en el sentido clásico del término, sino un «hacer», que tampoco debe ser confundido con un pasaje al acto. Este «hacer» — ya adelantado por Lacan—1 tiene una serie de funciones, de entre ellas, la más importante es la de restituir la figura del padre. En esta configuración, «lo social» adquiere una función especial en la medida en que va a tomar el relevo de la función del padre.

La idea del adulescens, el joven imprevisible, pródigo y libertino de Plauto,2 se conserva en cada sociedad, que prefiere el sentido latino del verbo adolescere, crecer hacia. Cualquiera que sea el sentido que tome la palabra adolescencia, aparece una constante, que hace referencia a las nociones de pasaje y de momento.

La adolescencia es siempre un momento de la vida cuya especificidad se encuentra en el hecho de que cierra un ciclo de la vida que va desde la infancia a la vida adulta. La adolescencia se sitúa entre estos dos momentos, periodo que encuentra su razón de ser en su resolución. El punto final de la adolescencia da, retrospectivamente, sentido a este tiempo.

Esta concepción de la adolescencia como momento de paso predomina en la teoría psicoanalítica, en primer lugar en Freud, quien la considera como un momento de despertar de la sexualidad después del periodo de latencia. Son «las transformaciones de la pubertad» lo que interesa a Freud y fundamentalmente el cambio del fin de la sexualidad por el descubrimiento de un nuevo objeto sexual.3 Los textos freudianos dedicados al niño por el sesgo de la sexualidad son numerosos. Desde 1907 con «La ilustración sexual del niño»4 hasta 1923 en «La organización genital infantil»,5 la reflexión de Freud sobre la infancia y sus avatares sexuales constituye uno de los nudos centrales de su elaboración.

Ciertamente, en uno de los cinco psicoanálisis, el caso Dora, se trata de una adolescente de dieciocho años en el momento de su análisis, pero de ningún modo Freud hace de este caso una cuestión de adolescencia.

En el conjunto de la obra de Freud, un único texto, «Sobre la psicología del colegial»,6 aparecido en 1914, parece tratar específicamente algunas cuestiones particulares de la adolescencia. Vamos a detenernos en este texto. Su misma historia tiene importancia. Es un texto de encargo que forma parte de una obra colectiva. Freud lo escribió en 1914 para celebrar el cincuenta aniversario del colegio en el que hizo sus estudios secundarios: pasó ocho años de su vida en este establecimiento, desde los nueve a los diecisiete años. Se trata de una reflexión hecha cuarenta y un años después del fin de sus estudios. De algún modo es autobiográfico y da cierta idea del joven Sigmund, del adolescente Sigmund Freud. A partir de este texto y de otras referencias, tales como las cartas de su juventud, se puede conocer la concepción del mundo y de las cosas que tenía Freud en esta época.

Por supuesto, esta lectura no permite hacerse una idea del conjunto de las interrogaciones de un adolescente, principalmente la problemática sexual y amorosa, que no están abordadas aquí. Pero es interesante constatar que este texto implica una ruptura con las orientaciones generales de Freud en lo que concierne a la adolescencia, de las cuales, lo hemos subrayado, el rasgo fundamental es el despertar de la sexualidad y una lectura de este momento a la luz de la resolución o de los impasses del Edipo.

Así, a medida que vamos leyendo encontramos afirmaciones de Freud que se presentan como tesis sobre la adolescencia. Las seguiremos según su orden de aparición en el texto.

INSCRIPCIÓN Y FORMAS DEL OTRO

Freud, el adolescente, se siente enriquecido por un proyecto que expresa así: «Y yo creo recordar que durante toda esta época abrigué la vaga premonición de una tarea que al principio solo se anunció calladamente, hasta que por fin la pude vestir, en mi composición de bachillerato, con las solemnes palabras de que en mi vida querría rendir un aporte al humano saber».7

Es un largo recorrido interior y secreto que puede llevar desde la intención a ponerlo en palabras y a la inscripción de este deseo en el campo del Otro, aquí un campo de saber sobre el hombre. Esta notación de inscripción, es decir, el momento del pasaje, no debe comprenderse como aquel que va de un estado a otro, de la infancia a la edad adulta, sino como el que va de un pensamiento a un acto.

Podemos hacer el repertorio de los síntomas, de los comportamientos posibles ante la imposibilidad de esta inscripción: el autismo, el suicidio de los adolescentes, la toxicomanía, así mismo los rituales de algunos adultos que realizan por medio de actividades, en general infantiles, sueños de infancia jamás cumplidos, o incluso la compulsión en juego en ciertos actos de delincuencia juvenil cuya intención es encontrar una inscripción en el Otro.

En general son interpretados como comportamientos de transgresión o determinados por un sentimiento de culpabilidad inconsciente, aunque nada indica que sea eso lo que los determina. Digamos que los podemos considerar como «síntomas de la inscripción o de la no inscripción».

Las formas del Otro que permiten que sea posible para cada sujeto el pasaje del «presentimiento» a la definición de la acción son propias de cada uno. Hay varios ejemplos de la constitución de este Otro: para Picasso, la pintura, para Borges, la literatura, para uno de mis pacientes, el teatro, para otro, la pareja, para Freud, el saber, para Lacan, el psicoanálisis... Así, si se sabe bien qué es el Otro, vemos que lleva un nombre muy preciso para cada sujeto. Por otra parte, el «yo no sé» del adolescente puede encontrar su razón en la imposibilidad de poder nombrar a este Otro.

Aquí se diferencia la cuestión de la identificación infantil al Otro, al adulto, como decía Freud, por la vía de un deseo de querer hacer el oficio del Otro, de la identificación al síntoma del Otro —caso típico de la histeria—, de la nominación del Otro.

ENCUENTRO CON «NUESTROS MAESTROS»

Freud confiesa: «... no sé qué nos embargó más y qué fue más importante para nosotros: si la labor con las ciencias que nos exponían o la preocupación con las personalidades de nuestros profesores».8

Freud prosigue su desarrollo anterior y pone en tensión interés y encuentro. En esta conjunción esclarece la importancia de los maestros en esta época de la vida del sujeto, y no precisamente en su función de enseñantes, sino más bien como lo que permite al sujeto verificar el alcance de su «interés»; cierta interrogación por un deseo inscrito por razones diversas y cierta complacencia, incluso sumisión al maestro. Esto deja entrever la importancia del maestro moderno en «lo social» y las posibles consecuencias de su desaparición. Se puede establecer una diferencia entre el maestro moderno tal como lo define Lacan y el maestro antiguo teniendo como punto de mira, por ejemplo, el papel de la escuela en la sociedad actual y los problemas ligados a la adquisición de los saberes.

Freud prosigue así: «En todo caso, con estos nos unía una corriente subterránea jamás interrumpida, y en muchos de nosotros el camino a la ciencia solo pudo pasar por la persona de los profesores: muchos quedaron detenidos en este camino y a unos pocos —¿por qué no confesarlo?— se les cerró así para siempre».9

Freud pone en evidencia que el saber vuelve al sujeto por la vía del Otro. Se puede decir que Freud postula que no hay adquisición de saber sin el Otro, señalando al mismo tiempo cómo un desfallecimiento del maestro, del Otro, puede hacer imposible el acceso al saber. Tenemos aquí una figura del saber compuesta. Sin el maestro no existe.

Este saber transmisible hay que diferenciarlo del saber inconsciente propiamente dicho, ya que la separación entre estos dos saberes no es precisamente una. Se puede decir que si el saber transmisible y el saber inconsciente se entrecruzan, la figura del Otro —el maestro moderno—, que cierra el camino al saber, no se puede poner en el mismo plano que aquella otra, demoníaca, del superyó, que puede impedir a un sujeto que tenga acceso a un saber. Que Freud coloque en exergo la figura del maestro en la adolescencia conduce su reflexión hacia la del padre y los modos que tiene el adolescente de hacer con un padre.

LUGAR DEL PADRE, FIGURA DEL MAESTRO

Freud diferencia una primera parte de la infancia, en la que el padre es el ideal, de una segunda, en la que el padre no es para el adolescente el más poderoso. «En esta fase evolutiva del joven hombre acaece su encuentro con los maestros».10 Esta es la tesis fuerte del texto de Freud.

Todo gira alrededor del lugar del padre y de su sustitución por la figura del maestro. Es la sustitución y el desapego del padre lo que define la nueva generación. Destaquemos que el desapego del padre no se debe comprender como «hacer sin el padre», figura propuesta por Freud en el análisis del texto de Leonardo da Vinci: «La relación con el padre fue sin duda la condición infantil de su obra».11 Este desligarse del padre permite hacer evidente la importancia del padre. Sin padre, no hay desapego.

Podríamos, a partir de este primer comentario, diseñar figuras de desapego y ver las articulaciones posibles con la noción de rechazo, a fin de esclarecer de entrada lo que se llama comúnmente la «crisis de la adolescencia». La crisis de la adolescencia puede ser definida como una crisis del padre. Por otra parte, si consideramos la etimología de la palabra crisis, observamos que esta palabra significa al mismo tiempo «fase decisiva» y «decisión». Hay, pues, una crisis del padre, y esta crisis es la que hace nacer la nueva generación: «Todas las esperanzas que ofrece la nueva generación —pero también todo lo condenable que presenta— se originan en este apartamiento del padre».12

Pero también es necesaria una decisión del adolescente para hacer de esta crisis una condición del sujeto. Si nos podemos interrogar sobre el hecho de saber si la crisis es homologable o rechazo, es necesario diferenciarlas. El rechazo del adolescente puede ser interpretado en un segundo tiempo como un producto de la crisis, pero también el rechazo puede esconder una tentativa de hacerse un padre, cuando precisamente este no ha funcionado.

«Hacer un padre» evoca lo que Lacan indica en repetidas ocasiones en su enseñanza a partir de 1975 y que encuentra su culminación en el seminario sobre Joyce.13 Esta diferenciación permitirá estudiar no solamente la crisis de la adolescencia sino también las consecuencias de una cierta degradación de la función del padre en la sociedad moderna y los síntomas que ello implica. Si hacemos nuestra la fórmula de Lacan, que indica que lo social puede tomar la función del padre, podremos tener una nueva perspectiva de toda una serie de fenómenos propios de la adolescencia de hoy, en los que lo social no es más que un sustituto del padre.

Para continuar con Freud sobre la adolescencia, sería necesario diferenciar sublimación de idealización,14 dar una vuelta por «El Moisés de Miguel Ángel»,15 para poner de relieve este rasgo de pasaje que implica un sacrificio de la pasión, es decir, del goce, en nombre de una tarea, de un proyecto; después zambullirse en «El malestar en la cultura»,16 a fin de saber si la respuesta freudiana a la felicidad y al amor se articula con el rechazo de una cierta decadencia de la función del padre.

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