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Prólogo a la edición española

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Acerca de La palabra en psiquiatría

Se ha afirmado con ironía que —llegados al momento de su retiro— los psiquiatras de siglos pasados ofrecían sistemáticamente una nueva clasificación de la locura. Por contra, los que alcanzan la veteranía en el presente prefieren dar cuenta de sus herramientas de trabajo y, sobre todo, de su experiencia clínica.

Fernando Vicente no es una excepción. Este libro es un caudal de reflexiones que resume la experiencia del autor. Y en su reflexión, la palabra, además de presentarse como el principal recurso para gobernarse en sociedad, es también el mejor alimento que podemos ofrecer al psicótico. Esta es la tesis principal de nuestro psicoanalista. Algunos lo encontrarán obvio, pero la palabra es un bien fugitivo que se nos escapa de continuo. Hablar es difícil, pese a su aparente sencillez, dejar hablar es aún más complejo y hacer hablar a quien tiene dificultad para hacerlo puede llegar a ser una tarea en el límite de lo posible.

No obstante, basta mencionar el concepto palabra para cortar por la mitad la psiquiatría. Se sostiene que desde que Sigmund Freud propuso que el delirio no era tanto un déficit como un intento autocurativo, la psiquiatría quedó dividida en dos: una, científica o biomédica, que reniega de esa posibilidad y apunta al cerebro como único escenario causal y terapéutico, y otra, más decidida y arriesgada, más arrojada al hombre y a la vida, que señala directamente al sujeto. Ahora bien, si la interpretación del delirio es la piedra de toque que distingue una psiquiatría de otra, la palabra aporta, incluso, una mayor capacidad diferenciadora que la propia concepción del síntoma. A la postre, una corriente de la disciplina se subordina a la imagen y a la localización neuronal, y otra, más simbólica y retórica, prohíja la palabra como vástago interpretativo y curador.

Huelga decir de qué lado se inclina nuestro tardío autor. Su vocación se resume en el empeño de poner la palabra en movimiento, y todo este libro, con sus mil glosas, divagaciones y laberintos, no es más que una rendición de cuentas de sus amores por la palabra y de los desamores circunstanciales del loco con el discurso. El concepto de «cronicidad viva», que refleja gráficamente su apuesta por devolver al psicótico a la acción y el deseo, es el epítome perfecto para la misión —o mejor, pasión— de dotar al loco de un espacio donde pueda salir de sí mismo, de su pendiente de inhibición y retraimiento, para devolverle al ágora y a la realidad.

Ahora bien, la elección del espacio de la clínica es también muy importante a la hora de trabajar. Elegir el lugar desde el que se intenta operar el milagro de vitalizar al psicótico es tan trascendente como elegir las palabras que se van a usar. Y en esta elección Fernando Vicente es categórico. Así como su palabra es psicoanalítica, su alojamiento es institucional. Ambas decisiones, y debemos anticiparlo, encontrarán resistencias en nuestro país, pues chocan contra la comunidad psiquiátrica nacional, que le someterá a un peligroso fuego cruzado.

Por una parte, tropezará con una vehemencia antipsicoanalítica que no se conoce en Francia. No porque allí no haya un movimiento —en ocasiones ferviente y demagógico— contrario al psicoanálisis, sino porque este en ningún caso se sostiene tanto en la ignorancia y el prejuicio como sucede aquí. Hoy, para mencionar a Freud en nuestro ambiente profesional, hay que justificarse previamente, y por recomendar «también» la lectura de Duelo y melancolía, a quien esté interesado en los problemas de la tristeza y la depresión, se corre el riesgo de ser excomulgado de los principales círculos de opinión. A lo que hay que añadir que los propios psicoanalistas no han acertado, en general, a conquistar un nicho en las instituciones, salvo en algún círculo catalán o algún otro lugar de excepción. A veces, con su lenguaje y actitud, han creado más distancia de la que parecía lógico encontrar.

Por otro lado, nuestra reforma psiquiátrica puso como objetivo el desmantelamiento de los hospitales psiquiátricos, dado que por su sordidez y regresión no admitían ningún lavado de cara. Por ello y por la falta de tradición que no sea la eliminación del espacio institucional y el retorno a la comunidad, la psicoterapia institucional es despreciada por los sectores más progresistas y es ignorada por los conservadores. En general, los lugares de internamiento se valoran mejor cuanto más breves sean estos, y su modelo de funcionamiento es casi al cien por cien biomédico y conductual, donde tienen poca cabida, desafortunadamente, los problemas que plantea Fernando Vicente en torno a la transmisión, la transferencia, la supervisión o el club social. Aquí, o hay hospitales privados mastodónticos, con grandes espacios oscuros, o se opta por el tratamiento del psicótico en la comunidad, lo que revierte en el papel cada vez más relevante de los servicios sociales, en cuyo ámbito lo sanitario o es testimonial o se limita a la prescripción del correspondiente psicofármaco.

Recordemos, en este orden de cosas, que la antipsiquiatría se puede entender como un modelo crítico, esto es, una voz intempestiva que forma parte de la psiquiatría misma, o como un movimiento contra la disciplina. Si nos fijamos en la segunda propuesta, sólo presente en alguna voz radical que ha servido para desautorizar ideológicamente todo el movimiento, resulta que es la psiquiatría oficial la más antipsiquiátrica en la actualidad, pues nos encamina hacia la desaparición de la profesión o a su conversión en algo ridículo. Existe un movimiento paradójico y radicalmente irracional en el seno mismo de la psiquiatría biomédica, pues de puro simplificar nuestra tarea la va dejando asténica y menguada hasta la extenuación. Sus defensores a ultranza la están reduciendo a nada. Por un lado, se empeñan en defender la causalidad cerebral de todos los padecimientos, pero curiosamente, dan pruebas de que sólo les importan mientras su causa, aun siendo cerebral, es desconocida, pues en cuanto se conoce trasladan los pacientes a otro especialista. Júzguese al respecto lo sucedido con las demencias o la epilepsia. Cabe sospechar que, si algún día se cumpliera la utopía de conocer la causa biológica de las psicosis, probablemente la psiquiatría se desentendería de su tratamiento.

Algo está sucediendo ya en este sentido, si juzgamos por la inclinación creciente a ceder a los servicios sociales la carga de cuidar a los enfermos más graves, en las tareas de rehabilitación, actividad y acompañamiento, reservándose tan sólo para los médicos la prescripción mecánica dirigida a unos psicóticos a los que apenas conocen, ni tienen posibilidad de hacerlo, ni lo quieren.

Los servicios sociales se están mostrando más solventes que los sanitarios a la hora de mejorar el trato y el sostén de los enfermos. Quizá por el simple motivo de que se acercan a los enfermos en referencia a sus necesidades y no a sus diagnósticos. Atienden mejor a las angustias, defensas y recursos psicológicos de los pacientes que los sanitarios atrapados en los modelos biológicos o cognitivo-conductuales hoy al uso.

El papel de los sanitarios se reduce cada vez más a abortar la crisis, a diagnosticar, a prescribir y a derivar. No se cuestionan sobre la locura y no les gusta acompañar a los enfermos y tomarse un café con ellos. No lo ven correcto o no están preparados para ello, con lo cual se pierde su necesaria y proverbial enseñanza. No olvidemos que son los locos quienes saben sobre la locura y no nosotros, así que hay que escucharlos a diario y tomar nota de su sabiduría.

Está simplificación ridícula de nuestra actividad tiene también su reflejo ante los pacientes menos graves. Cada vez es más frecuente que se nos exija un número creciente de esas intervenciones llamadas hipócritamente «resolutivas», consistentes en conseguir no volver a citar al paciente. O se nos propone enfocar nuestra misión en torno a la llamada «indicación de no tratamiento», tratando de convencer al enfermo, de forma no hiriente, que ha hecho mal en acudir a la consulta. En vez de mejorar la derivación mediante otros procedimientos técnicos, se nos emplea simplemente en corregirla. Trabajamos simplemente para subsanar la iatrogenia que hemos creado.

En este clima decadente se está educando —deformando— a las nuevas generaciones. Por eso el texto de Fernando Vicente es tan oportuno. Porque al margen de su modelo y del lugar privilegiado de aplicación, los elementos clínicos que destaca, las actitudes que enseña, el respeto a los derechos de los enfermos, su forma de promover la actividad, así como el discurso sobre la locura que fomenta en el loco y el loquero, son un reconstituyente inigualable para los esforzados alienistas. Vuelvan por lo tanto de nuevo a nosotros los ouryes y los tosquelles. Necesitamos de ellos y de su reflexión.

Cualquier dispositivo que acoge el cuidado del psicótico está amenazado de cronicidad, aunque este sea un simple piso tutelado o se atienda al enfermo en su propia casa. Siempre hay un elemento de cronicidad en la psicosis que tiende a contagiarse y un efecto de división que se transmite como tentación a cualquier equipo tratante. Para prevenir y modificar esos problemas, la psicoterapia institucional que Fernando Vicente nos propone posee una sustancia clínica imprescindible. La apertura interior de las instituciones, y no importa el tamaño de estas, puede ser más importante que el exterior. Hay pisos protegidos y minirresidencias que crean climas manicomiales.

No hay tiempo que perder en la reforma continua que supone conseguir la «cronicidad viva», pero tampoco nos tenemos que precipitar. Nuestro autor cita con gusto una frase de Tosquelles que posee un oculto arrojo: «Una de las más absurdas demandas sociales de nuestra época, en lo que a psiquiatría se refiere, es la de querer y pretender curar con prisas».

Vayamos con calma.

Fernando Colina

La palabra en psiquiatría

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