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La simpleza como pose

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María fue una novela del deshielo. Directores, actores y libretistas, unos más que otros, lucharon contra la sacralidad y solemnidad del género. Los circunloquios verbales habían provocado la risa involuntaria y, si no, el despiste del público femenino. La coloquialidad del diálogo y la naturalidad de la actuación, el dinamismo de la dirección y el realismo de la ambientación, tenían que ser motivaciones a la orden del día.

Simplemente María abrevió la verbosidad y, con la indigencia gramatical de la heroína como coartada, tradujo sentimientos en una coloquialidad brusca y directa. Saby Kamalich y Mariela Trejos (su amiga y colega Teresa) tenían que impostar levemente el dejo serrano no para delatar su origen geográfico ficcional sino para marcar distancias fonéticas con sus patrones. En compensación por el artificio, se comprometían a ser más espontáneas que nunca. La actriz colombiana tuvo éxito; Saby mantuvo el equilibrio entre la simpleza de su personaje y su glamour de estrella. Su dejo andino, por lo demás, se fundió con su propio idiolecto, que le hacía masticar algunas sílabas y sesear con sequedad cual chola fina. María Félix y Dolores del Río, indígenas a las órdenes de Emilio Fernández, pudieron servirle de modelo. Blume y Castillo eran perfectos galanes de novela, presencias naturales con técnicas camufladas bajo la solapa.

Las buenas intenciones suelen acabar en pocos capítulos. En Simplemente María se sobrepasaron las 435 emisiones; es casi imposible determinar cuándo se acabó el aliento, cuándo se recuperó y volvió a desfallecer. Pero en el largo trecho dirigido por Carlos Barrios Porras, hombre de switcher y de set, y en el paréntesis en que el actor Carlos Gassols tomó el mando de la escena mientras César Cefferino Pita ejecutaba la dirección técnica, siempre bajo la supervisión del productor Vlado Radovich, la más ambiciosa novela del 5 tuvo consignas de realización: dinamismo, marcación invisible de los actores, naturalidad, coloquialidad, sencillez y ninguna sofisticación mayor que los moños de Yataco. La simpleza de María era, a decir verdad, consecuencia de la tacañería e indigencia expresiva del folletín local; pero también resultaba de una economía de lenguaje, de una pose de estudio; era una compleja simpleza. La morosidad de la novela fue angustiante para el equipo pero la conciencia del éxito continental les devolvía el entusiasmo. Cuando la grabación se trasladó del tugurizado canal al local de la Feria Internacional del Pacífico ganaron espacio pero perdieron serenidad: los ruidos de aviones del cercano aeropuerto Jorge Chávez desafiaron la paciencia del plantel. No se sabía si había un dateline terminal, si la trama se fundiría en una secuela y esta se prolongaría ad nauseam, pero sí se tenía que responder con premura a los constantes memorandos firmados por Alberto Terry. El tema era casi siempre el mismo: apurar los procedimientos. Barrios Porras evoca la disciplina:

Logré poner la novela en un ritmo de producción de un capítulo por día [...]. Había dos viajes del canal a la feria. Yo me paraba a esperar el segundo viaje y todo aquel que venía en el segundo cuando tenía que venir en el primero lo regresaba, fuera quien fuera [...]. Tenía por costumbre poner horario a mis tomas. Si era una toma de diez minutos a esa le daba media hora para ensayo. Con ese sistema no podía fallar porque todo lo tenía cronometrado.43

Carlos Gassols prefiere recordar el lado creativo del apuro:

Con Cefferino Pita teníamos cuidado de darle mucha movilidad a los actores y a las cámaras. Que no fueran estáticas las escenas porque éramos conscientes de que no teníamos mucho aire, no teníamos exteriores. Yo desplazaba a los actores en los parlamentos, lo que les permitía que memorizaran mejor, porque a pesar de trabajar con el teleprompter siempre es necesario memorizar. Una de las maneras que el actor tenía de memorizar era asociando sus textos a algún movimiento [...]. Traté de que el actor escuchara la música de fondo y lo logré. Esto era importante en las escenas románticas, era un estilo; no como ahora que se graba, se edita y la música se pone después [...]. Recuerdo un gran detalle. Tenía un primer plano con Gloria María Ureta que intervino en la segunda parte reemplazando a Gladys Rodríguez, actriz portorriqueña que tuvo que regresar a su país. Entonces le dije a Gloria María que necesitaba solo dos lágrimas, no importaba de qué ojo, ni siquiera quería que llore, solo quería dos lágrimas. Hicimos la escena, la cámara toma el primer plano, hacemos un acercamiento hacia un gran primer plano, y salen justo dos lágrimas; teníamos el fondo musical adecuado, hicimos el fade out y todos en el set y en producción salieron a ver y aplaudir. No sé si fue suerte.44

María Ramos entró en confianza con el público. Radovich insistía en privilegiar los primeros planos para compensar la humildad escenográfica, pero también para lograr esa suerte de narración confesional, en segunda persona, que favorecen los close-ups. El rostro de Saby Kamalich, “zona sagrada” empañada por una dulzura muy suya dentro de los cánones del glamour estelar, atenuó el exabrupto de su transformación de mucama de trencitas en modistilla comedida y de allí en dictadora de la moda. La actriz tuvo reticencias iniciales —“nunca me simpatizó la idea, no me sentía cómoda en el personaje [...], luego me tuve que inventar el acento”45— y el éxito le vino como una bola de nieve, pero su energía fue constante, indeclinable. Viajó a Argentina a protagonizar el largometraje Simplemente María, coproducido por Panamericana y dirigido por Enzo Bellomo y cuando la secuela María Chiquita empezó a tambalear en el ránking fue convocada para salvarla. Antes tuvo una experiencia casi traumática: comparecer con vestido de novia en la parroquia de Santa Teresita del Niño Jesús para su boda con Esteban (Braulio Castillo). El canal corrió la voz de la filmación en exteriores porque quería imágenes de la muchedumbre. La respuesta fue desmedida. La presión del gentío casi abre de golpe las puertas del templo; la seguridad del canal no tuvo mejor idea que convencer a Saby y Braulio que se asomaran por un balcón a saludar como políticos. De allí en adelante todo folletín latino que se vanaglorie de su impacto popular ha querido emular esa apoteosis de boda real.

Ningún actor de postín se libró de comparecer en el más extenso cast de la televisión nacional y muchos otros debutaron aquí, como por ejemplo Martha Figueroa. Luis Álvarez ofició de padre de María, Elvira Travesí aceptó su primer papel de reparto, Radovich tuvo que dejar pasajeramente su papel supervisor para reemplazar a un secundario, Eduardo Cesti fue el novio relojero de otra chola orgullosa, Delfina Paredes. Sólo Patricia Aspíllaga, rival de Saby, se mantuvo al margen y poco después emigró al cine mexicano. Pero fue funcional a la promoción de María ayudando a aclimatarse al recién llegado Braulio Castillo en la novela de un capítulo semanal Secuestro en el cielo. La prerrogativa que no tuvo ninguna estrella la tuvo, sin embargo, Madeleine Hartog Bell, Miss Mundo 1966, belleza autobombástica que llegó acompañada de un imperioso memorándum de gerencia: ¡que se le invente un papel! Un pleito con Gassols originó un segundo memorándum: ¡que se le contrate a un director ad-hoc!46 Así, cuando los protagonistas y Gassols terminaban su turno diario, Madeleine, su profesor de escena Germán Vegas Garay y un reenganchado Barrios Porras tomaban el set para urdir escenas de compromiso. El affaire Hartog Bell demuestra que, pese a que el canal quiso tener por único referente el original de Celia Alcántara, hubo manos locales simplificando el verbo, tomando atajos o vías largas, corrigiendo argentinismos y agregando ideas a conveniencia. En estos procedimientos intervinieron Queca Herrero, Enrique Victoria, Gloria Travesí y los propios directores.

En 1970, Simplemente María era el espectáculo diario más concurrido del Perú. La empresa Índices U le daba una sintonía de 91 por ciento al mediodía (llegando a 93 por ciento los viernes) y de 76 por ciento47 en la función de noche, cuando la novela recomenzó para quienes la perdieron al mediodía. Vivíamos el cambio histórico de la jornada del sector público y de buena parte del sector privado del horario partido al horario corrido y era necesario repensar el prime-time meridiano. A falta de información desagregada tenemos que suponer que la audiencia del mediodía es masivamente femenina y que su disminución relativa en la noche se debe a la tradicional indiferencia folletinesca de hombres cuya eventual sintonía es secreta, curiosa, sin comentario. De cualquier forma, María no era la mejor novela para incitar la mirada solapada de la audiencia masculina; su feminismo era palmario. Celia Alcántara creó a la primera gran heroína arribista del melodrama televisivo y para afirmarla restó poder y voluntad al sexo fuerte. Roberto Caride (Blume), en su cobardía aristocrática es tan funcional al empeño progresista de María como el maestro Esteban en su desinteresada bondad. No faltaron críticas esnobs a esta minimización de los galanes, uno pelele de sus prejuicios y el otro de sus sentimientos. (Blume tuvo que ser compensado encarnando al hijo de María en la secuela). Ese fue el justo precio que tuvo que pagar la novela por excitar a tal punto a las mujeres latinoamericanas y luego a las europeas que la conocieron por versiones radiales, escritas, por fotonovelas y también telenovelas derivadas. Un insólito busto a María en el pueblo andaluz de Cáceres, acusa recibo de ese mensaje.

Pero el arribismo no es la mejor entrada ni vía para comprender a María. Este evoca la carrera de ratas, la intriga competitiva, la moral del “vale todo”; temas de novelas que tardarán mucho en llegar. Retomemos a la María reformista que cosecha en terreno revuelto por otros, la que se quiere chica altiva y activa pero respetuosa de los demás. Su fase vengativa, una vez que de costurerita auspiciada por la firma Singer se convierte en dictadora de la moda que quiere devolverle al mundo los golpes que el mundo le propinó, es percibida como un estado provisional del personaje, como un trance (lástima que la realización sea incapaz de coger la dimensión y el vuelo de la angustia o la fiebre) del que no tarda en recuperarse. El triunfo económico está en función de su revanchismo melodramático; no es su gran meta. A la novela le va mejor cuando habla de la movilidad ascendente, cuando se detiene en la alfabetización de María y en su aprendizaje sentimental, dos cursos tomados entre las cuatro paredes del hogar de los patrones y que contribuyeron —sin que nunca María haya recibido reconocimiento por ello— al esfuerzo alfabetizador del gobierno reformista.

La casa se reafirma como el núcleo del folletín. El hogar y el mundo son una sola entidad para la heroína, víctima de un choque de culturas que se da allí mismo, en la cocina, en la sala de estar, en su dormitorio y en el del señorito de la mansión. Las mucamas son como las telenovelas, ambas tienen la misma concesión sobre los asuntos domésticos, sobre sus rincones mugrosos y sus pasiones de subsuelo. Natacha insistirá en esa ecuación casi hasta el paroxismo. Si María señala nuevos rumbos al género, por otro lado confirma su centralidad doméstica y exalta la temática revanchista. Dio pasos adelante que ella misma se encargó de desandar con su inclinación por los encajes, los vestidos de novia y los resentimientos mantenidos en salmuera.

Pero el gran golpe regresivo no lo dio Celia Alcántara, que intentó recuperar el aliento desarrollista de la primera parte en la secuela María Chiquita, sino su colega cubana Delia Fiallo. Fugada del castrismo hacia Miami, esta señora de modales e ideas rosa, curtida en la escuela radiofónica de Caignet y El derecho de nacer, fue enganchada por la televisión venezolana cuando esta sintió que si en Lima se había producido un boom, en Caracas debía suceder lo mismo. Esmeralda, su título arquetípico, plagia el plot ascendente de María pero lo arrincona con más prejuicios, secretos y chantajes que los empleados por Alcántara. Lupita Ferrer, en el rol titular, era víctima de la ceguera y del estupro moral de un ser monstruoso que hace creer a la muchacha que el padre del hijo que espera no es el príncipe azul sino él mismo. El engaño y el chantaje hundían a novela y heroína en una fatalidad abstraída del cambio social, pero de allí, con la recuperación de la vista, Esmeralda emigraba a la capital a emular a María Ramos. Convertida en reina de la moda solo vive pensando en recuperar a su galán, para nada el cobarde que encarnó Blume, sino el impecable José Bardina. Al aceptar el mañoso retorno del galán pródigo el espíritu progresista de María Ramos recibía una puñalada. Peor aún, al supeditar el triunfo de las heroínas al descubrimiento de su condición aristocrática —Cristal es el ejemplo más irrompible— la carrera de María cargaba con los atavismos de El derecho de nacer. La telenovela peruana merecía mejores lecturas pero la Fiallo impuso esta dramaturgia reversiva que ha seguido empleando para contar la misma historia, con ligeros afeites, hasta sus recientes encargos para América Producciones de José Enrique Crousillat, pasando por Morelia, Topacio, Cristal o La zulianita. El impacto de Simplemente María, traicionado por sus seguidores, envejeció pronto. Además, estuvo demasiado ligado a su momento de urbanización y reforma; las décadas siguientes no han hecho más que diluirlo y reemplazarlo por otros aires, frescos y resueltamente metropolitanos —se diría posmodernos— venidos del Brasil pero también asimilados en Colombia, Argentina y el mismo México.

Firme candidata a “la telenovela más importante de todos los tiempos” (las publicaciones de los Records Guinness ubican a Simply Mary como la telenovela más vista en el mundo hispano y como su proeza máxima consignan el que se haya mantenido en el top del ranking a pesar del Mundial de México 70), María epitomiza una dramaturgia reparadora de excesos patriarcales y abierta, dentro de su simpleza, su esquematismo y su indigencia creativa, a las emergencias de la migración, la urbanización, la pequeña empresa y la guerra de los sexos. Versiones inmediatamente posteriores como las hechas en Brasil o Venezuela, o las tardías Rosa de lejos, de 1980, protagonizada por Leonor Benedetto en Argentina y la Simplemente María mexicana de 1990, han ayudado a que el argumento original llegue hasta el Asia y quizá al África. Pero el clímax de esta historia universal sucedió en la televisión peruana a punto de ser torpemente estatizada.

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