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Humildemente, Natacha

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La simpleza se convirtió en filosofía y en estilo. Ahora, había que simplificar a la mismísima María. Los Delgado Parker espulgaron el mercado argentino hasta dar con otro argumento ganador. María Sombra, relectura del radioteatro Valentía de quererte que a su vez inspiró a Nuestra galleguita (1966) y a Carmiña (1973), todas de Abel Santa Cruz, narraba el choque cultural y el mal de amores que sufría una muchacha venida de Galicia —región capital de la ingenuidad española— a trabajar en una mansión porteña. La mucama se enreda de por vida con el señorito de la casa, pero la novela se ahorra el drama del hijo bastardo para seguir el hilo grueso de los chantajes sociales y sentimentales que separan a los amantes hasta la víspera del happy-end.

En la transcripción peruana, Natacha viene de la selva a enrolarse de doméstica en una casona limeña. Los créditos —una hoja arrastrada por el turbulento río— y el tema musical del loretano Raúl Vásquez recordaban a diario ese viaje desde la pureza del bosque hacia el enjambre de iniquidades de la metrópoli. El libreto adaptado por varias manos locales estimó que el celo universalista de María había sido excesivo y el nombre de Lima se coló en los diálogos junto a algunos platos típicos. El acento sí se liberalizó de referentes: a Ofelia Lazo le bastó alargar algunas sílabas graves, al modo charapa; el galán mexicano Gustavo Rojo, actor trashumante, era ducho en engolar dejos neutros. La consigna era naturalizar los procedimientos aún más que en María y eso incluía la forma de comunicarse. La pose declamativa y el volumen alto estaban proscritos.

Los exteriores fueron prescindibles; por tacañería pero también por una razón esencial: el hogar era concebido como si fuera el universo. Los dueños de la casa dominaban la planta alta, se lucían en la planta baja e irrumpían soberbiamente en la cocina. Natacha se reservó la intimidad de su cuarto humilde donde lloraba sola y apachurraba a su muñeca, pero tenía libertad relativa en la cocina y permiso de trabajo para pasear por los otros ambientes. Las visitas se quedaban en la sala, el espacio central de las confrontaciones dramáticas y el decorado más extenso y laborioso de todos. Las sorpresas fraguadas en el mundo exterior irrumpían con solo abrir la puerta. Dentro de poco la dramaturgia folletinesca será un constante abrir y cerrar de puertas, desafiando la credibilidad con tanta imprudencia.

Cuando Rojo, incapaz de resistir presiones y chantajes familiares viaja a Nueva York, se sigue percibiendo el mismo encierro. Natacha, pese a no haber experimentado el radical cambio de personalidad de María Ramos, saca un poco de valor bajo la manga y viaja a liberar a su hombre de los afectos de la doctora interpretada por Meche Solaeche. En un decorado indigente, un par de mesas de mantel largo y floreros con rosas de plástico, se produce el encuentro casual. Una ventana abierta a una cartulina negra con rascacielos silueteados nos dice de refilón que estamos en Manhattan.

La tacañería queda corta para explicar tamaña austeridad en una novela que se vendió al continente antes de nacer; la razón es más profunda. Volvemos a la filosofía de la simpleza doméstica. La ciudad, sea Lima o la mismísima Nueva York, son reflejos ampliados, ondas concéntricas alrededor del remolino del hogar. El decorado se prolonga de la cocina de Natacha, al hall de la mansión que en realidad no es una mansión sino un chalet o departamento parecido al de miles de televidentes, y de allí a un rincón íntimo de la gran cosmópolis del planeta. El encierro se vierte hacia afuera y persigue a Natacha hasta Manhattan. La charapa se consume entre sus cuatro paredes y, con señorito finalmente atrapado y mentón en alto, nunca triunfa, nunca llega a ser otra que ella misma. Las únicas diferencias son un mandil guardado, un plumero perdido, y un beso del señor al llegar del trabajo. Natacha se convierte en ama de casa para sentarse, sin hacer nada, a ver otras telenovelas, al lado de otra chola que sueña con ser Natacha.

Cuando terminaba el turno de grabación de Simplemente María a las 3 de la tarde en la Feria del Pacífico, entraban Natacha y su gente a trabajar de 3 a 10 de la noche. La fábrica prácticamente se limitó a estas dos novelas durante 1970, pues rendían bastante y la amenaza estatizante disuadía de invertir en el género. Barrios Porras y Cefferino Pita se encargaban de la dirección y las cámaras y Radovich supervisaba el producto. Leonardo Torres también ofició de director. La audiencia aumentaba con el número de televisores vendidos y las ventas al exterior marcaban varios azules; dos estímulos para el afán de superación... o para el facilismo.

En 1970 el boom exportador empieza a replegarse sobre sí mismo, economiza lenguaje e inspiración, retacea y prolonga sus obras. Vlado Radovich nos contaba de su profunda depresión cuando su jornada se agotaba en María y Natacha, dos productos de factura cada vez más inmediatista y rating cada vez más espectacular. El pequeño star-system se desperdiciaba en pequeños papeles y los directores se aquilataban por su velocidad, no por su calidad. El prolífico Tito Davison, el realizador chileno afincado en México, fue importado para dirigir el largometraje a colores Natacha. El casi era el mismo de la novela: Ofelia Lazo, Gustavo Rojo, Alfredo Bouroncle, Inés Sánchez Aizcorbe, Luis Álvarez, Alberto Soler, Fernando de Soria, Nerón Rojas, Miguel Arnáiz, Eduardo Cesti y las “actuaciones especiales” de dos miembros del inactivo clan Ureta-Travesí, Gloria y Gloria María. A Blume le iba a tocar el pequeño papel de un flirt de Gloria María Ureta que cumplió Cesti, pero protestó por la minimización a que lo pretendía someter el canal tras el boom de María. El impasse se resolvió en un juicio que ganó Blume y cuyo testigo, Cesti, fue vetado unas temporadas por el 5.

Lo único que podía colorear la agonía de la fábrica telenovelera de los Delgado Parker en vísperas del golpe estatizador, eran las joint-ventures con otra industria novelesca de la región.

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