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La preocupación por la formación de los maestros noveles

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En términos generales, ha existido una sólida creencia a lo largo de la historia que reconoce la importancia de aquel que hace las veces de maestro. Hemos aprendido porque alguien nos ha enseñado. Esta es una de las razones que también permite reconocer una preocupación por la formación del maestro en las tres vertientes que señalábamos anteriormente: ser, saber y hacer. Podemos reconocerlas con mayor o menor intensidad cuando Sócrates le enseña a Platón los caminos dialéctico y mayéutico para discurrir y buscar la verdad. En Jesús, cuando enseña a través de parábolas y de su propia vida el mensaje principal del Evangelio (la buena nueva del reinado de Dios, Mt 10,7) y orienta a sus discípulos sobre la forma como debían comunicarlo a las gentes (Mt 7,29). En Pablo, cuando instruía a los nuevos didáskalos para que asumieran con entereza su función como lo hizo, por ejemplo, con el joven Timoteo: “Si esto enseñas a los hermanos, serás buen ministro de Jesucristo, nutrido con las palabras de la fe y de la buena doctrina que has seguido (…) Que ninguno desprecie tu juventud, sino sé ejemplo de los creyentes en palabra, conducta, amor, espíritu, fe y pureza.

No descuides este don que hay en ti…” (1 Tim 4,6ss). Y, en la Didajé, tal vez el texto más antiguo del cristianismo dedicado a la enseñanza, en el cual se pide: “Así, pues, escojan ustedes ministros dignos del Señor, hombres justos y desinteresados, honestos y probados, para que ellos ejerzan entre ustedes el ministerio de profetas y maestros” (Didajé XV, I).

Si damos un salto largo en el tiempo, también vemos la preocupación en el humanista Erasmo de Rotterdam (1466-1536) y en el pedagogo checo Comenio (1592-1670). El primero señaló en La enseñanza firme pero amable de los niños la importancia de una formación completa y un salario consecuente para el maestro. Para él, todo docente necesitaba de una preparación específica. Además, tenía que aprender más de lo que iba a enseñar. Desde ese entonces, Erasmo consideró la competencia profesional del profesor. De otra parte, también vemos la preocupación en Comenio cuando, en su Didáctica Magna, preguntándose por el modo a través del cual se debe enseñar, respondía con una metáfora inspirada en la naturaleza: sembrar y plantar. En sus palabras:

Sólo toca, por tanto, a los que instruyen a la juventud el sembrar con destreza en las almas las semillas de las doctrinas, regar abundantemente las plantitas de Dios; el éxito e incremento vendrán de arriba. ¿Quién no sabe que hace falta cierto arte y pericia para sembrar y plantar? Ciertamente, con un arboricultor imperito que llene de plantas un huerto la mayor parte de ellas perecerá, y si alguna germina y sale, más será debido a la casualidad que a su arte. El prudente obra con seguridad, conociendo qué, dónde, cuándo y cómo ha de operar o dejar de hacer, y así nada le puede salir mal. (Comenio, 1998, p. 43)

El llamado a la prudencia que hace Comenio a los maestros (principiantes) se complementa con este otro de Rousseau (1712-1778) que podemos leer en el Emilio:

Ruégoos, jóvenes maestros, que reflexionéis en este ejemplo y os acordéis de que, en todo, vuestras lecciones más deben consistir en acción que en discursos, porque con facilidad se olvidan los niños de lo que han dicho y lo que han oído, pero no de lo que han hecho y les ha sucedido (…) Maestros, dejaos de puerilidades, sed virtuosos y buenos y grábense vuestros ejemplos en la memoria de los alumnos, en tanto que pueden penetrar en su corazón. (1762/2000, pp. 104, 110)

O con el que hace un pedagogo mucho más nuestro, mucho más cercano y, tal vez, mucho más querido, en su obra Cartas a quien pretende enseñar:

Es preciso atreverse, en el sentido pleno de esta palabra, para hablar de amor sin temor de ser llamado blandengue, o meloso, (…) es preciso atreverse para jamás dicotomizar lo cognoscitivo y lo emocional. Es preciso atreverse para quedarse o permanecer enseñando por largo tiempo en las condiciones que conocemos, mal pagados, sin ser respetados y resistiendo el riesgo de caer vencidos por el cinismo (…). Por eso es que una de las razones de la necesidad de la osadía de quien quiere hacerse maestra, educadora, es la disposición a la pelea justa, lúcida, por la defensa de sus derechos, así como en el sentido de la creación de las condiciones para la alegría en la escuela. (Freire, 2010, p. 26)

Las palabras del pensador brasileño nos hacen caer en cuenta de que la escuela, la educación y la pedagogía modernas han actualizado la preocupación por la formación de los maestros de una forma mucho más sistematizada y orgánica. Reflejo de ello son los innumerables estudios, investigaciones y propuestas2 de todas las latitudes que giran en torno a la profesión educadora, la formación para el profesorado, el malestar docente, el carácter profesional y vocacional de la docencia, o las competencias didácticas sobre saberes específicos. En este abanico de posibilidades se encuentran propuestas que hacen un mayor énfasis en lo pedagógico-didáctico, otras en lo deontológico, otras en el dominio disciplinar y, sin embargo, algo queda por considerar: lo antropológico. ¿Podríamos encontrar alguna luz en las intuiciones del patrono de los educadores?

Relectura de la guía de las escuelas

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