Читать книгу Relectura de la guía de las escuelas - Fernando Vásquez Rodríguez - Страница 12
La preocupación de J. B. de La Salle por los maestros principiantes
ОглавлениеDebemos regresar en la línea del tiempo para incursionar en el pensamiento pedagógico lasallista que encuentra una de sus mejores expresiones en la Guía de las Escuelas Cristianas. Sin duda, resulta interesante que el apartado “Formación de los maestros noveles” no solo responda a dicha preocupación, sino que tenga un planteamiento armónico e integral sobre el ser, saber y hacer del maestro. Desde ya salvamos aquel principio que reza “distinguimos pero no separamos”, precisamente porque se trata de una triada relacional que da cuenta de lo que es [debe ser] el maestro.
En su primer artículo, el hijo de Reims centra la formación de los maestros noveles en lo que no deben tener pero tienen y en lo que deben tener pero no tienen (GE 25,1,1). Resulta interesante esta lógica, aunque no podemos dejar de preguntarnos por qué no solo señala aquello que no debe tener, sino que, además, le dedica más de 66 artículos contra los 41 artículos que versan sobre lo que debe tener un maestro novel. Frente a esto, sería posible plantear una hipótesis de trabajo. J. B. de La Salle quiere provocar una toma de conciencia sobre aquello que ocurre frecuentemente en y con los maestros de su tiempo —que no es deseable en y para sus escuelas— y, por tanto, busca que no haya ni un asomo de ello en sus propios maestros (GE 25,1,2): hablar demasiado, actividad excesiva, ligereza, precipitación, excesivo rigor y dureza, impaciencia, hastío hacia algunos, lentitud, torpeza de movimientos, flojedad, fácil desaliento, preferencias y amistades particulares, espíritu de inconstancia e improvisación y exterior disipado. Pero, igualmente, propone unas cualidades que se encuentran frontalmente con las virtudes del buen maestro3, como son: decisión, autoridad y firmeza, circunspección (exterior grave, digno y modesto), vigilancia, atención sobre sí, compostura, prudencia, aire simpático y atrayente, celo y facilidad para hablar y expresar con claridad y orden lo que se enseña (GE 25,3,0).
En alguna otra ocasión, señalábamos que nada hay en la Guía que hubiera sido producto de una lúcida elucubración; antes bien, es el resultado de lo que la práctica misma había validado a través de aquellos años. En consecuencia, también podríamos decir que lo expuesto anteriormente no es muestra de un “virtuosismo exacerbado”, sino, por el contrario, es la respuesta a una realidad dramática palpable sobre los maestros. Prueba de ello podría ser la reseña de Chartier, Compère y Julia (1976) sobre aquel siglo:
Para todo el que quería promover una escolarización caritativa, el problema de los maestros era uno de los más agudos. A mediados del s. XVII hay una queja unánime contra la incapacidad y las malas costumbres de los maestros de las pequeñas escuelas urbanas. Escuchemos, por ejemplo, a Démia: “La mayoría de los maestros ignoran no sólo el método para leer y escribir bien, sino incluso los principios de la religión: entre éstos los hay que son herejes, impíos y que han ejercido profesiones infames; bajo su guía, la juventud corre riesgo evidente de perderse. Los procesos verbales de las escuelas de Lyon o Saint-Étienne están llenos de amargos atestados contra la ignorancia, la borrachera o la grosería de esos hombres que sólo por necesidad o por azar se han hecho pedagogos”. (pp. 67-68)
Esta descripción se complementa con esta otra de 1688 del mismo Charles Démia, contemporáneo de J. B. de La Salle e inquieto por el problema de la educación:
Por más que uno se esfuerce por establecer escuelas, nunca se consigue de veras a menos que haya buenos maestros para llenarlas; y nunca habrá buenos maestros si no han sido formados y adiestrados para esta función... Sin embargo y para colmo de desgracias, hoy vemos que este empleo tan santo e importante es ofrecido a los primeros que llegan; porque saben leer y escribir y porque son inválidos y desvalidos (aunque también viciosos) se les confía el cuidado de la juventud, sin tener en cuenta que por hacer bien a un particular se perjudica a todo el público. Y puesto que no hay lugares establecidos donde presentar esta idea eminente y donde encontrar buenos Maestros en caso de necesidad, resulta que este empleo está expuesto al desprecio, y a menudo se cubre con miserables, desconocidos y gente insignificante, incapaces de inspirar la piedad, la idoneidad y la honestidad, cosas que, por lo común, ellos no tendrán jamás, a menos que lo aprendan y que se formen en un centro creado para esto. (Poutet, 1994, pp. 154-155)
Lo que resulta loable es que J. B. de La Salle, antes que desanimarse frente a esta realidad, haya tenido la tenacidad y una actitud proactiva para echar a andar lo que sería conocido en su momento como los Seminarios de Maestros, tanto urbanos como rurales, bajo una idea precisa de lo que debería adquirir aquel que se interesara por ser maestro. No obstante, tamaña empresa no era un asunto individual; se trataba de un propósito comunitario o corporativo. Prueba de ello es que el apartado en cuestión de la Guía está dirigido a los formadores de maestros noveles y no a estos últimos. Si nos damos cuenta, La Salle le habla a un tercero sobre el cual pesa la responsabilidad de dicha formación, por eso se entiende que diga: “(…) hacerle notar de inmediato (…) decirle lo que hubiera debido hacer para no hablar (…)” (GE 25,2,1,2); “(…) al comienzo no hay que exigirles que guarden silencio durante un largo espacio de tiempo (…)” (GE 25,2,1,4); “(…) hay que incitarle, en primer lugar, a que se mantenga tranquilo, sentado en su sitial (…)” (GE 25,2,2,4); “(…) no permitirles los castigos demasiado frecuentes (…)” (GE 25,2,4,1); “(…) exigirles que nunca impongan ningún castigo sino después de algún momento de reflexión (…)” (GE 25,2,4,11); “(…) a todos los maestros noveles hay que infundirles caridad perfecta y desinteresada hacia el prójimo (…)” (GE 25,2,5,1), entre otros.
Más todavía, en algunos casos se nombra explícitamente al formador para que no quepa duda de su responsabilidad: “ el formador hará que se den cuenta de que estos tipos de amistades particulares son causa de muchos y grandes inconvenientes (…)” (GE 25,2,9,11); “ el formador hasta podrá disimular el motivo que tengan para ello, y animar a los maestros noveles a que se venzan en tales ocasiones (…)” (GE 25,2,5,6); “ el formador tendrá, pues, cuidado para lograr que los maestros noveles a quienes ha de formar eviten estos dos extremos, a saber: el exterior demasiado disipado, ligero, superficial y poco circunspecto, y el recogimiento excesivo, la aplicación constante al recogimiento, que impide lo que se debe poner para velar por los alumnos” (GE 25,2,10,2).
Con todo, podríamos preguntarnos por aquel que fungía como formador. Podemos intuir que era otro maestro con más años de experiencia que, desde el principio, estaba al lado del maestro novel: “En la medida de lo posible, a un maestro novel lo pondrá cerca de otro que desempeñe bien su deber” (GE 25,3,1,30). Pero también podría ser el director o inspector de las escuelas (GE 21,2). En todo caso, el novel maestro no estaba desamparado a su propio arbitrio. Era el acompañamiento constante lo que podía asegurar una retroalimentación regular sobre aquello que resultaba tanto acertado como desacertado con respecto a la idea lasallista de ser maestro.
Como dijimos anteriormente, tal idea no puede desvincularse de otros escritos de La Salle. Por eso, resultaría clarificador elaborar un estudio comparativo entre las Reglas de cortesía y urbanidad, la Guía de las Escuelas y la Regla del formador de maestros noveles. Por ejemplo, para el futuro maestro, conseguir un comportamiento honesto y digno consistía ante todo en eliminar el nerviosismo, la negligencia y la superficialidad, lo ridículo y extravagante que pudiera verse en su manera de vestir, hablar, andar o en su manera de estar y presentarse delante de sus alumnos. Si sumamos esto a lo propuesto en Las doce virtudes del buen maestro, Las meditaciones para el tiempo de retiro, Las meditaciones para los domingos y fiestas, y las innumerables cartas de J. B. de La Salle, podemos ver su firme propósito por dignificar al maestro, por darle la importancia a su función y por hacer de él el alma de la escuela4.
Esto se constituye en una veta inmensa de trabajo que excede el propósito de este capítulo; sin embargo, a manera de ejemplo, podemos traer a colación la Meditación 33. En ella, el Fundador aprovecha la parábola del Buen Pastor (Jn 10,11-16) para ofrecer una síntesis sobre las cualidades del maestro que aparecen en la relación pedagógica con sus estudiantes:
Punto I. Jesucristo, en el evangelio de este día, compara a quienes tienen cargo de almas con el Buen Pastor, que cuida con esmero de sus ovejas; y una de las cualidades que ha de tener, según el Salvador, es conocerlas a todas, indistintamente. Este ha de ser también uno de los principales cuidados de quienes están empleados en la instrucción de otros: saber conocerlos y discernir el modo de proceder con ellos. Pues con unos se precisa más suavidad, y con otros más firmeza; algunos requieren que se tenga mucha paciencia, y otros que se les aliente y anime; a algunos es necesario reprenderlos y castigarlos para corregirlos de sus defectos; y hay otros que hay que vigilar continuamente, para evitar que se pierdan o extravíen.
Este proceder depende del conocimiento y del discernimiento de los espíritus. Es lo que debéis pedir a Dios a menudo e insistentemente, como una de las cualidades que más necesitáis para guiar a aquellos de quienes estáis encargados. (La Salle, 1730/2001, p. 337)
En este fragmento de la meditación, podemos apreciar un movimiento en “L” que vincula lo inmanente con lo trascendente, lo humano con lo divino y la acción con la reflexión. Por un lado, hay un llamado al conocimiento personalizado del estudiante con los medios que se cuentan. “Conocer a todos sus alumnos distintamente” es una constante del pensamiento pedagógico de La Salle: no hay verdadera acción educativa que no se base en el conocimiento lo más pormenorizado posible del estudiante. Pero, de otro lado, La Salle alienta al maestro en el discernimiento de espíritus. Esta expresión es profunda. El conocimiento personalizado exige un esfuerzo de observación y de diálogo, pero también de comprensión, de empatía, de iluminación interior que se puede conseguir en la oración (Lauraire, 2003, p. 20). Si se quiere, para La Salle, la acción del buen maestro no se reduce a la exterioridad, a hacer las cosas bien; también ocurre en su interioridad.
Sin duda, la propuesta lasallista se caracteriza por el lugar central del maestro. Esta es una de las preocupaciones axiales de La Salle, uno de sus polos de atracción, la idea directriz de su pensamiento pedagógico y de su acción educativa (Hengemüle, 2003, p. 148). Por eso, como consecuencia cierta, él se plantea el problema de su formación. Cree, como también lo creyeron otros, según vimos, que los maestros de escuela debían recibir una preparación especial, ser formados cuidadosamente para su función. El oficio de enseñar debía ser aprendido. La Salle ve en su realidad una escasez palmaria de maestros aptos, preparados y dedicados; más bien, resultaba evidente la mediocridad y la falta de empeño pedagógico. Resulta interesante señalar que diversos historiadores de la educación coinciden en afirmar que La Salle concebía un maestro que no fuera sacerdote, que fuera laico; que estuviese imbuido de un concepto elevado de su misión y que se considerara llamado para ella por una vocación particular; que fuera un profesional solidario, dedicado íntegramente y de manera estable a su tarea; que practicara ciertas virtudes características y que viviera su vocación con un realismo místico (Hengemüle, 2003, p. 151). Si nos detenemos un poco en esto caeremos en cuenta de que estamos frente a algo revolucionario: La Salle transformó la enseñanza en las escuelas elementales de una ocupación improvisada a una vocación digna de ser llamada profesión (Butts, 1955; Edelvives, 1935). En otras palabras, propugnó por el derecho del maestro de dedicar todo su tiempo al trabajo escolar. Por tanto, podríamos suponer un orgullo natural por parte de quien era maestro, un sujeto dedicado a la escuela. Esta no debía ser una entretención o actividad secundaria.