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4 de marzo

“Dios es amor”

“El que no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor” (1 Juan 4:8).

Si has leído Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, recordarás la peste de insomnio que azotó a Macondo, el pueblo donde se desarrollan las escenas de la obra.

Aunque la peste fue inicialmente bienvenida, bajo la creencia de que tendrían más tiempo para disfrutar de la vida, los estragos de la enfermedad se hicieron evidentes cuando los pueblerinos se percataron de que estaban sufriendo de un mal aún mayor: el olvido. Preocupados ante la posibilidad de olvidar incluso los nombres de los artefactos cotidianos básicos, los pueblerinos recurrieron al método de marcarlos por nombre: mesa, silla, puerta, pared, cama... De esta forma, el problema estaría solucionado. Sin embargo, luego cayeron en cuenta de que podría llegar el día en que, aunque recordaran los nombres de las cosas, no recordaran para qué servían. Entonces decidieron ser más específicos. El letrero de la vaca, por ejemplo, decía: “Esta es una vaca. Hay que ordeñarla cada día para que produzca leche...”.

Al cabo de un tiempo, todo el pueblo estaba lleno de carteles. El más grande, en la calle central de Macondo, decía: DIOS EXISTE (Cien años de soledad, pp. 49-53). Por muy extendida que estuviera la peste del olvido, una cosa estaba clara en Macondo: aunque olvidaran todo lo demás, el letrero de la calle principal siempre les recordaría que Dios existe.

A nosotros, que vivimos en la era de la información –en la que literalmente nuestro cerebro registra muchísimos más estímulos de los que puede procesar e interpretar–, quizá también nos convendría definir qué cosas no podemos darnos el lujo de olvidar. E incluso podríamos pensar en escribir letreros que nos ayuden en este sentido. Yo sugeriría, por ejemplo, un cartelito con nuestro versículo de hoy: “El que no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor”.

Y a su lado, o un poquito más abajo, colocaría esta cita explicativa; como hicieron en Macondo:

“ ‘Dios es amor’ está escrito en cada capullo de flor que se abre, en cada tallo de la naciente hierba. Los preciosos pájaros que llenan el aire de melodías con sus alegres cantos, las flores exquisitamente matizadas que en su perfección perfuman el aire, los elevados árboles del bosque con su rico follaje de viviente verdor; todo testifica del tierno y paternal cuidado de nuestro Dios y de su deseo de hacer felices a sus hijos” (El camino a Cristo, p. 15).

Gracias, Padre celestial, porque en toda la creación podemos leer de tu gran amor por cada uno de nosotros, y porque en tu Palabra nos recuerdas que somos tus hijos amados.

Nuestro maravilloso Dios

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