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Hablar al revés

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Cuando digo hablar al revés no pretendo significar algo especialmente oscuro, sino a dar vuelta los conceptos. En su uso al derecho, el abogado nos dirá que él sabe lo que es una constitución, y que entonces la cuestión interesante es aplicar ese concepto de contenido conocido a algo real para concluir positiva o negativamente. Esto significa que el concepto y sus condiciones de aplicación son conocidos y diferenciados, y la pregunta pertinente es si esas condiciones de aplicación son satisfechas por algún aspecto del mundo de modo tal que el uso del concepto esté justificado. Lo conocido es el concepto y sus condiciones de aplicación, y lo desconocido (en el sentido de requerir clarificación o clasificación) es algún aspecto del mundo. Así, el abogado dice saber qué es una constitución, y su pregunta será si eso que ocurrió en 2005 fue la dictación de una nueva o la reforma de una antigua. Pero el concepto de poder constituyente no es originario de la “ciencia” del derecho constitucional, sino de la práctica revolucionaria: cuando el pueblo reclamó autoridad para tomar las decisiones fundamentales acerca de la forma y modo de existencia de Francia (por eso Sieyès dice: “El estado llano no es nada, y debe serlo todo”9). La realidad del poder constituyente es el hecho de que el orden jurídico ya no lo entendemos como natural, sino como artificial: vale porque queremos que valga. La vigencia del orden jurídico, entonces, descansa no en la tradición ni en la naturaleza, sino en una decisión. “Constitución” es el nombre que esa decisión recibe. Cuando la proposición “una constitución es la norma fundamental del sistema jurídico” es leída al derecho, “constitución” es sujeto y “norma fundamental” predicado: es una afirmación sobre la constitución y su posición en el sistema jurídico. Leída al revés, lo que gramaticalmente es sujeto deviene predicado, y el predicado sujeto: el fundamento del orden jurídico es una decisión del pueblo. Y esto, nótese, no es una afirmación de hecho determinable por referencia a la evidencia empírica o a la investigación historiográfica detallada: es una cuestión de sentido (político), de autocomprensión. Es una afirmación sobre cómo nos comprendemos, no sobre los hechos que ocurrieron o no en un momento preciso del pasado.

Del mismo modo, entendidas al derecho, las nociones de pueblo, constitución y poder constituyente son independientes entre sí: “pueblo” es un determinado grupo humano, “constitución” es un tipo de norma y “poder constituyente” es un poder normativo. Leídas al revés, son ideas que se implican recíprocamente: solo el pueblo tiene poder constituyente, solo el que tiene poder constituyente es pueblo, solo una decisión del pueblo es constitución, etc. Es importante notar que este uso al revés del lenguaje parece ingenuo cuando es leído al derecho. Por ejemplo, la proposición “solo el pueblo tiene poder constituyente” parece una afirmación susceptible de ser refutada por la evidencia empírica, la que en principio podría mostrar que no es verdad que solo el total de personas que viven en Chile y tienen más de 18 años tengan el poder constituyente. La tentación aquí es declarar que el significado al revés es romántico o figurado y, entonces, afirmar que la acepción auténtica o verdadera de estos conceptos es la que ellos tienen cuando son leídos al derecho, literalmente. Esto es, sin embargo, un grave error porque el lenguaje al revés es necesario, no conceptualmente sino políticamente. Si no podemos hablar al revés, no tendremos lenguaje para expresar nuestra demanda y solo podremos demandar lo que el lenguaje disponible nos permite significar.

El caso de la asamblea constituyente será nuestro mejor ejemplo: para entender la demanda por asamblea constituyente es necesario entender que esta usa el lenguaje al revés, no al derecho.

Esto será discutido con cierta detención más adelante. Por ahora lo que debemos hacer es mostrar lo más claramente posible el modo en que opera esta significación invertida. Podríamos mostrarlo con cualquiera de los términos que hemos invocado, y como se trata de llegar a entender la demanda por asamblea constituyente puede ser una buena idea comenzar por el de poder constituyente.

El poder constituyente no es un poder normativo, conferido por una norma anterior. Es obvio por qué no puede ser entendido de ese modo: porque no hay (¡por definición!) ninguna norma anterior en que el poder constituyente se funde. Si hubiera tal norma, no se trataría de poder constituyente, sino constituido (por esa norma). Ahora bien, la idea de un poder normativo (= poder para dictar normas) no conferido por norma alguna es absurda, paradojal. Pero la paradoja es real, por lo que no puede ser excluida con malabares verbales.

En efecto, si no es un poder conferido por una norma, ¿cómo puede el poder constituyente ser un poder normativo? De nuevo, es necesario comenzar desde el acto de afirmación política y no desde los conceptos: es un poder normativo no porque satisfaga las condiciones de aplicación del concepto “poder normativo” (entre esas condiciones está el que sea conferido por una norma anterior), sino porque hace lo que los poderes normativos hacen: funda normas. Pero ¿por qué no concluir lo contrario? ¿Por qué no concluir que como no puede ser un poder normativo (porque no puede satisfacer los criterios de aplicación del concepto), entonces no puede fundar normas? Esto, de hecho, es lo que dice el conservador: que la idea de poder constituyente es absurda y que estamos sometidos a la naturaleza o a la tradición o en defecto de ambos a los tanques y los Hawker Hunter. Entonces, nuestro modo de vida no depende de nosotros sino que nos es siempre impuesto.

Esto es hablar al derecho, es decir, que el concepto X es aplicable cuando se cumplen sus condiciones de aplicabilidad a, b y c (por ejemplo, un poder normativo supone una norma anterior que lo confiere), por lo que cuando esas condiciones no se cumplen el concepto no es aplicable (el poder

constituyente no puede ser conferido por norma alguna porque es anterior a toda norma, por consiguiente es una imposibilidad conceptual y no existe). Pensar al revés es entender que se trata de un concepto originalmente político, no teórico, cuyo contenido es la negación de la posición conservadora. No es que el asunto “conceptual” de la posibilidad del poder constituyente (=un poder normativo no conferido por norma alguna) sea premisa, y la aceptación o rechazo de la posición conservadora sea entonces conclusión. Es al revés: la premisa es la negación de la posición conservadora de que estamos sometidos a la tradición o a la naturaleza o a los tanques, y la conclusión es que el poder constituyente es del pueblo. Afirmar que una decisión del pueblo funda el orden jurídico no es una descripción de hechos brutos, sino un acto de afirmación política. Por eso, esta afirmación no es susceptible de ser refutada por apelación a la “evidencia empírica”. Es la afirmación de que

(1) no reconocemos normatividad en normas que no sean reconducibles

a la voluntad del pueblo.

Y esto es una afirmación sobre nosotros, sobre el tipo de unidad política que conformamos, no sobre las normas que reconocemos. Pero se expresa como si lo fuera, diciendo que la validez de todas las normas cuya validez reconocemos (es decir, del derecho) descansa en una decisión del pueblo. Ahora bien, esto no vale inmediatamente para toda norma. El sistema jurídico tiene una estructura escalonada, de acuerdo a la que una norma determinada vale porque ha sido dictada por un órgano autorizado para ello por otra norma (al interior del orden jurídico sí hay poderes normativos en el sentido al derecho de esa expresión). Hay, entonces, una “cadena de validez” que vincula cada norma del sistema jurídico con una norma anterior, y el conjunto de estas cadenas forma una red con un punto en el cual todas convergen, una norma que fundamenta la validez de todas las demás. La idea contenida en (1) es que la normatividad de las normas derivadas (leyes, reglamentos, etc.) es reconocida porque cada una de ellas está vinculada a esa primera norma de esta manera, por lo que la pregunta por la normatividad de cada norma se transforma, en virtud de la suma de las cadenas de validez, en la pregunta por la validez de una norma, la primera, la que funda a todas las demás. Esta primera norma o norma fundamental se define como aquella en la que convergen las cadenas de validez que validan a cada norma del sistema jurídico, y suele llamarse constitución. Por consiguiente, (1), que se refiere a todas las normas, puede expresarse por referencia a una sola:

(2) La constitución solo vale (= es una norma, tiene normatividad) porque

es querida por el pueblo.

Y la manera de expresar esta idea es decir que

(3) El pueblo es el único titular posible del poder constituyente (= el poder

constituyente es inalienable, imprescriptible, etc.).

O, para decirlo en el lenguaje del texto constitucional vigente,

(4) La soberanía reside esencialmente en la nación, y se ejerce por el pueblo.

Esta reconstrucción del significado al revés de la proposición contenida en (4) hace que su sentido sea considerablemente distinto al que le atribuimos cuando la leemos al derecho. Leída al derecho, es una afirmación sobre la soberanía (reside en la nación y se ejerce por el pueblo10), y parece susceptible de ser refutada mirando a la “evidencia empírica”: en 1973 (o en 1980) la soberanía fue ejercida por la junta de gobierno, que la usurpó. El hecho de que pueda ser usurpada muestra que la soberanía no reside inherente o esencialmente en el pueblo, por lo que (4) es falsa. Pero leída al revés es una afirmación sobre el pueblo: quien ejerza el poder constituyente reclama siempre actuar a nombre del pueblo, y reconocer lo que aquel ha hecho como una constitución es reconocer que actuaba a nombre del pueblo.

1 Jorge Quinzio, “Chile tiene una nueva Constitución”, La Nación, 29 de septiembre de 2005. Las opiniones de Bustos y Cumplido pueden leerse en “Denominación de la Constitución abre debate entre juristas y parlamentarios”, El Mercurio, 21 de septiembre de 2005. Otros juristas vinculados a la Concertación fueron igualmente entusiastas. Humberto Nogueira, por ejemplo, sostuvo que “La reforma constitucional [de] 2005 pone fin a la larga transición constitucional a la democracia chilena” (Humberto Nogueira, ed., La Constitución Reformada de 2005 [Santiago: Librotecnia, 2005]).

2 La opinión editorial de El Mercurio fue publicada el 23 de septiembre de 2005. Las opiniones de Fermandois, Vivanco y Chadwick están consignadas en “Denominación”, El Mercurio (v. nota 1)

3 Ronald Dworkin, Freedom’s Law. The moral reading of the constitution (Cambridge: Harvard University Press, 1996), 34.

4 Hoy es un lugar común negar la relevancia de la distinción entre derecho y política sosteniendo, por ejemplo, que en la interpretación constitucional ambas dimensiones están en alguna medida mezcladas. Se dice así, como si con eso se solucionara algún problema, que la interpretación constitucional es una tarea “jurídico-política”. Esta es quizá la señal distintiva de una reflexión jurídica que ha devenido complacientemente conceptualista, es decir, una reflexión jurídica para la que el derecho no tiene ninguna importancia. Decir que la interpretación de la constitución es “jurídico-política” –sin que eso sea el prólogo a alguna discusión importante– es un absurdo porque ignora que el sentido del derecho es, como veremos, despolitizar, hacer de lo polémico algo no polémico.

5 Para una discusión más detenida de esta forma de caracterizar lo político, véase Fernando Atria. Veinte Años Después: Neoliberalismo con Rostro Humano (Santiago: Catalonia, 2013).

6 Véase Fernando Atria, Mercado y Ciudadanía en la Educación (Santiago: Flandes Indiano, 2007) y La Mala Educación (Santiago: Catalonia, 2012).

7 Al discutir, en el anexo, sobre interpretación constitucional, veremos que hoy está de moda una manera de interpretar la constitución que se ufana de ser no “literalista” sino “sistemática y finalista”. Como veremos entonces, una comprensión puramente finalista de la interpretación reclama que para interpretar un texto como el constitucional lo que debe ser determinante es la realización de la finalidad constitucional, y que cuando dicha finalidad no se realice en las reglas respectivas, esas reglas deben ser reformuladas por la vía interpretativa para que la finalidad sea cumplida. Este entendimiento de la interpretación tiene una base de verdad, ya que se alza como reacción a una idea formalista o literalista de la interpretación (donde lo que importa no es el sentido de las reglas sino su formulación literal). Pero una interpretación puramente finalista es una deformación, precisamente porque niega el momento trivializador del derecho y restablece lo polémico de lo político. En efecto, como las finalidades constitucionales no son identificables sino polémicamente, una interpretación puramente finalista implica transformar el derecho en un concepto polémico. Estas apreciaciones generales se harán, o al menos así lo espero, más claras cuando consideremos, en el anexo, la acusación de que una determinada interpretación de ciertas reglas constitucionales es un fraude o un resquicio.

8 Al respecto, véase Fernando Atria, “Sobre la soberanía y lo político”, Revista de Derecho y Humanidades 12 (2006), 47-93.

9 Emmanuel-Joseph Sieyès, ¿Qué es el Estado Llano? (Madrid: Instituto de Estudios Políticos, 1950, edición original de 1789).

10 No hay que confundirse por el hecho de que la constitución hable de la nación como quien detenta esencialmente la soberanía. En la medida en designa a todos los chilenos que han vivido, viven y han de vivir, es decir, en la medida en que designa la continuidad histórica de la unidad política, la nación no puede actuar. Quien puede actuar es el pueblo, que lo hace a su nombre (es decir, lo hace teniendo la responsabilidad de actuar por la nación). El pueblo, entonces, es mandatario de la nación.

La Constitución tramposa

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