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El lenguaje jurídico como paleontología

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La historia de la tradición democrática, sin embargo, muestra que, al menos en lo que se refiere al lenguaje constitucional, la situación es precisamente la inversa: el concepto de poder constituyente (del cual obtienen su sentido, como veremos, las ideas de constitución y de asamblea constituyente) no surgió de la teoría constitucional, sino de la práctica revolucionaria. Claro, habiendo surgido en este contexto, dicho concepto irrumpió, actuó y luego se transformó en instituciones jurídicas. Entonces fue incorporado al canon “teórico” y puesto bajo el microscopio del profesor de derecho constitucional, viviseccionado, analizado, clasificado, tipificado y regulado. Eso hace que ahora, cuando se invoca el concepto de poder constituyente, quienes se dedican al análisis de fósiles sin vida tengan algo que decir, pero hace también que lo que tienen que decir sea relativizado por el hecho de que nunca han visto the real thing: lo suyo es la paleontología.

Cuando son usados en el lenguaje paleontológico de los juristas, términos como “constitución”, “poder constituyente” y “asamblea constituyente” tienen un significado preciso, resultado de las especificaciones y distinciones que el pensamiento jurídico requiere y produce. Por consiguiente, cuando esos términos aparecen en demandas formuladas políticamente, como cuando se exige una “asamblea constituyente” o se habla de una “nueva constitución”, resulta natural entender que el contenido de esas exigencias políticas ha de ser determinado y evaluado usando los criterios propios del “técnico” o el “experto” en derecho constitucional. Este paso es funesto porque ignora que el discurso jurídico constitucional tiene un carácter paleontológico. Es funesto políticamente, en tanto el lenguaje utilizado traiciona la pretensión política que se quiere expresar.

Lo anterior no es una mera reflexión teórica sobre esos conceptos. Para mostrar la relevancia de este problema nada es más adecuado que mirar la discusión política que siguió a la publicación de la ley 20050, la reforma constitucional de 2005. ¿Fue la dictación de esa ley la dictación de una nueva constitución? ¿Vivimos bajo la Constitución de 2005 o la de 1980 reformada?

Vista desde hoy, la discusión sobre esta cuestión en 2005 se nos aparece curiosamente invertida. Esto es lo que hace a este episodio crucial ahora que hablamos de nueva constitución o asamblea constituyente. Nos provee, por decirlo así, de una imagen en negativo del poder constituyente: un momento en que todos entendieron las cosas al revés. El presidente Lagos y la Concertación entendieron que el problema constitucional había sido solucionado porque la Constitución ya no era la de 1980 o “de Pinochet” y podía ser lícitamente llamada “de 2005”. El propio Lagos, al promulgar la ley 20050, afirmó que después de esas reformas “Chile cuenta [...] con una Constitución que ya no nos divide, sino que es un piso institucional compartido”. La afirmación del expresidente fue compartida por conspicuos juristas de la Concertación, como Jorge Quinzio, Juan Bustos y Francisco Cumplido, entre otros1. A ella se opuso la derecha: El Mercurio rechazó la nueva denominación, sosteniendo que las reformas “no alteran en lo sustancial el texto de 1980”. Lo mismo dijeron juristas vinculados a la derecha, como los profesores de la Universidad Católica Ángela Vivanco y Arturo Fermandois. El actual ministro Andrés Chadwick, entonces senador, sostuvo por su parte algo que hoy sería considerado como un argumento para respaldar la demanda de asamblea constituyente:

Por muy importante que hayan sido las reformas, que hemos compartido y consensuado, sigue siendo la Constitución de 1980. Se mantienen sus instituciones fundamentales, tal como salió de su matriz. Para que haya una nueva constitución se requiere de un proceso constituyente originario, no de un proceso de reformas2.

Se trata evidentemente del mundo al revés: quienes hoy se oponen a la asamblea constituyente y defienden la Constitución vigente dicen lo que en 2005 decían los partidarios de llamar a esa reforma “nueva constitución”: que la asamblea constituyente o la nueva constitución son hoy innecesarias porque desde 2005 la Constitución dejó de dividirnos y es un piso institucional compartido. Por su parte, los partidarios de la asamblea constituyente podrían citar palabra por palabra lo dicho por el hoy ministro del Interior para explicar por qué en 2005 no ocurrió nada que negara la necesidad de una asamblea constituyente o una nueva constitución. Porque, por muy importante que hayan sido las reformas que fueron consensuadas entre la Concertación y la derecha, sigue siendo la Constitución de 1980. Se mantienen sus instituciones fundamentales, tal como salió de su matriz. Para que haya una nueva constitución se requiere de un proceso constituyente originario, no de un proceso de reformas.

La confusión fue demasiado simétrica para ser casual. Esto muestra algo que es importante: no podemos descansar en lo que los actores creen que están haciendo para entender el sentido constitucional de lo que está pasando. Pero eso quiere decir que no podemos dar nuestros términos por sentados. Tenemos que tener un criterio independiente de lo que los actores creen que están haciendo para saber qué está pasando: qué es una constitución, cuándo una constitución es nueva y qué relación hay entre eso y la exigencia de una asamblea constituyente.

Entender lo ocurrido en 2005, entonces, es de importancia capital ahora que volvemos a hablar sobre nueva constitución. Lo es porque al reflexionar sobre la constitución y el momento constituyente (y, desde luego, sobre el sentido de una nueva constitución o su relación con la asamblea constituyente) estamos hablando de algo sobre lo que es notoriamente difícil hablar sin dar por supuesta una serie de cuestiones que, como les sucedió a los que opinaron en 2005, pueden llevarnos a errar por completo el blanco.

Como ha dicho un autor poco dado a misticismos, “la dictación inicial de una constitución es una cuestión muy misteriosa”3. Ignorar la dimensión “misteriosa” del acto constituyente es hablar de él con el lenguaje paleontológico del derecho constitucional. Entonces diremos, usando definiciones aceptadas, que una constitución es una norma “fundamental”, lo que quiere decir que es una norma que tiene una característica formal muy precisa: su modificación o derogación es la más difícil del sistema jurídico pues exige los quórums más altos (de acuerdo al artículo 127 del texto constitucional vigente, el voto conforme de 3/3 o 3/5 de los senadores y diputados en ejercicio). En este caso, como siempre, para el pensamiento jurídico vale la forma sobre la substancia. Por consiguiente, constitución es, en definitiva, una norma especialmente difícil de modificar, y la pregunta por la constitución chilena, para el abogado, es una pregunta por cuáles son las normas en Chile que exigen 2/3 o 3/5 de los votos para su reforma.

Ahora bien, es importante destacar que esta noción de constitución, por muy útil y necesaria que sea para la práctica jurídica e institucional en general (que lo es), es insuficiente. Más aún cuando notamos que la sola dificultad de reforma no puede ser la única característica definitoria, ya que la pregunta puede naturalmente repetirse: “¿por qué es difícil de reformar?”. Después de todo, no parece tener sentido decir que una norma es “constitucional” porque es difícil de modificar, sino al contrario: uno esperaría que fuera difícil de modificar porque es constitucional. Pero esto supone que hay un concepto de constitución no formal, de modo que podamos decir: esas normas son difíciles de modificar porque son constitucionales.

La respuesta del abogado es que la constitución contiene las normas más importantes en materia de derechos fundamentales (parte dogmática) y de organización de los poderes del Estado (parte orgánica). Pero al dar este paso nos quedamos con dos criterios, uno formal y uno substantivo. ¿Qué relación hay entre ellos? El sentido común indica que el contenido explica la forma, es decir, es el hecho de que las normas constitucionales sean importantes lo que explica que sean difíciles de modificar. El criterio decisivo, entonces, debería ser el criterio substantivo: la constitución sería la norma que, primero, consagra derechos fundamentales y, luego, configura las bases fundamentales del poder institucional.

Pero ¿qué ocurre con normas como las siguientes? “Los fiscales regionales tendrán que tener a lo menos cinco años de título de abogado” (art. 86, inc. 3º), o “los templos y sus dependencias, dedicadas exclusivamente al servicio de un culto, estarán exentos de toda clase de contribuciones” (art. 19, Nº 6, inc. final). Ambas son normas constitucionales en el sentido de que son parte de ese texto que es difícil de modificar. Ambas son normas no constitucionales en el sentido de que es imposible decir que son fundamentales, al menos si entendemos por “fundamental” algo así como “lo que sirve de fundamento” o “lo que es importante”. Por consiguiente, la manera en que entendamos estas normas muestra cuál de los dos criterios prima.

Desde el punto de vista del derecho, es indudable que ambas normas son normas constitucionales. Por lo tanto, para el derecho, “constitución” es el nombre que recibe un texto legal cuando es difícil de modificar. Y esto hace que nuestra observación anterior, de que esto parece un modo invertido de ver las cosas, recobre su fuerza. Recuérdese: es claro que lo correcto es decir que son difíciles de modificar porque son normas constitucionales, no que son normas constitucionales porque son difíciles de modificar. Pero la óptica del derecho nos fuerza a decir precisamente esto último. Esto crea espacio para normas formalmente (=jurídicamente) constitucionales, pero substantivamente (=políticamente) legales, que llamaremos “leyes constitucionales”: se trata de normas que no son fundamentales, sino que suponen la existencia previa de un fundamento. Este espacio, a su vez, permite el abuso de la forma constitucional, idea sin la cual no es posible entender nuestro problema constitucional.

La Constitución tramposa

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