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Capítulo VIII

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Al día siguiente, caminaba la tía María hacia la habitación de la enferma, en compañía de Stein y de Momo, escudero pedestre de su abuela, la cual iba montada en la formal Golondrina, que siempre servicial, mansa y dócil, caminaba derecha, con la cabeza caída y las orejas gachas, sin hacer un solo movimiento espontáneo, excepto si se encontraba con un cardo, su homónimo, al alcance de su hocico.

Llegados que fueron, se sorprendió Stein de hallar en medio de aquella uniforme comarca, de tan grave y seca naturaleza, un lugar frondoso y ameno, que era como un oasis en el desierto.

Abríase paso la mar por entre dos altas rocas, para formar una pequeña ensenada circular, en forma de herradura, que estaba rodeada de finísima arena y parecía un plato de cristal puesto sobre una mesa dorada. Algunas rocas se asomaban tímidamente entre la arena, como para brindar con asientos y descanso en aquella tranquila orilla. A una de estas rocas estaba amarrada la barca del pescador, balanceándose al empuje de la marea, cual se impacienta el corcel que han sujetado.

Sobre el peñasco del frente descollaba el fuerte de San Cristóbal, coronado por las copas de higueras silvestres, como lo está un viejo druida por hojas de encina.

A pocos pasos de allí descubrió Stein un objeto que le sorprendió mucho. Era una especie de jardín subterráneo, de los que llaman en Andalucía navazos. Fórmanse estos excavando la tierra hasta cierta profundidad y cultivando el fondo con esmero. Un cañaveral de espeso y fresco follaje circundaba aquel enterrado huerto, dando consistencia a los planos perpendiculares que le rodeaban con su fibrosa raigambre y preservándolo con sus copiosos y elevados tallos contra las irrupciones de la arena. En aquella hondura, no obstante la proximidad de la mar, la tierra produce sin necesidad de riego abundantes y bien sazonadas legumbres; porque el agua del mar, filtrándose por espesas capas de arenas, se despoja de su acritud y llega a las plantas adaptable para su alimentación. Las sandías de los navazos, en particular, son exquisitas, y algunas de ellas de tales dimensiones que bastan dos para la carga de una caballería mayor.

—¡Vaya si está hermoso el navazo del tío Pedro!—dijo la tía María—. No parece sino que lo riega con agua bendita. El pobrecito siempre está trabajando; pero bien le luce. Apuesto a que coge hogaño tomates como naranjas y sandías como ruedas de molino.

—Mejores han de ser—repuso Momo—las que acá cojamos en el cojumbral de la orilla del río.

Un cojumbral es el plantío de melones, maíz y legumbres sembrado en un terreno húmedo, que el dueño del cortijo suele ceder gratuitamente a las gentes del campo pobres, que cultivándolo, lo benefician.

—A mí no me hacen gracia los cojumbrales—contestó la abuela meneando la cabeza.

—¿Pues acaso no sabe usted, señora—replicó Momo—, lo que dice el refrán, que «un cojumbral da dos mil reales, una capa, un cochino gordo y un chiquillo más a su dueño».

—Te se olvidó la cola—repuso la tía María—, que es «un año de tercianas», las cuales se tragan las otras ganancias, menos la del hijo.

El pescador había construido la cabaña con los despojos de su barca, que el mar había arrojado a la playa. Había apoyado el techo en la peña y cobijaba este una especie de gradería natural que formaba la roca, lo que hacía que la habitación tuviese tres pisos. El primero se componía de una pieza alta, bastante grande para servir de sala, cocina, gallinero y establo de invierno para la burra. El segundo, al cual se subía por unos escalones abiertos a pico en la roca, se componía de dos cuartitos. En el de la izquierda, sombrío y pegado a la peña, dormía el tío Pedro; el de la derecha era el de su hija, que gozaba del privilegio exclusivo de una ventanita que había servido en el barco y que daba vista a la ensenada. El tercer piso, al que conducía el pasadizo que separaba los cuartitos del padre y de su hija, lo formaba un oscuro y ahogado desván. El techo, que como hemos dicho se apoyaba en la roca, era horizontal y hecho de enea, cuya primera capa, podrida por las lluvias, producía una selva de yerbas y florecillas, de manera que cuando en otoño, con las aguas, resucitaba allí la naturaleza de los rigores del verano, la choza parecía techada con un pensil.

Cuando los recién venidos entraron en la cabaña, encontraron al pescador triste y abatido, sentado a la lumbre, frente de su hija, que con el cabello desordenado y colgando a ambos lados de su pálido rostro, encogida y tiritando, envolvía sus desordenados miembros en un toquillón de bayeta parda. No parecía tener arriba de trece años. La enferma fijó sus grandes y ariscos ojos negros en las personas que entraban, con una expresión poco benévola, volviendo en seguida a acurrucarse en el rincón del hogar.

—Tío Pedro—dijo la tía María—, usted se olvida de sus amigos; pero ellos no se olvidan de usted. ¿Me querrá usted decir para qué le dio el Señor la boca? ¿No hubiera usted podido venir a decirme que la niña estaba mala? Si antes me lo hubiese usted dicho, antes hubiese yo venido aquí con el señor, que es un médico de los pocos, y que en un dos por tres se la va a usted a poner buena.

Pedro Santaló se levantó bruscamente, se adelantó hacia Stein; quiso hablarle; pero de tal suerte estaba conmovido, que no pudo articular palabra y se cubrió el rostro con las manos.

Era un hombre de edad, de aspecto tosco y formas colosales. Su rostro tostado por el sol, estaba coronado por una espesa y bronca cabellera cana; su pecho, rojo como el de los indios del Ohio, estaba cubierto de vello.

—Vamos, tío Pedro—siguió la tía María, cuyas lágrimas corrían hilo a hilo por sus mejillas, al ver el desconsuelo del pobre padre—; ¡un hombre como usted, tamaño como un templo, con un aquel que parece que se va a comer los niños crudos, se amilana así sin razón! ¡Vaya! ¡Ya veo que es usted todo fachada!

—¡Tía María!—respondió en voz apagada el pescador—, ¡con esta serán cinco hijos enterrados!

—¡Señor!, ¿y por qué se ha de descorazonar usted de esta manera? Acuérdese usted del santo de su nombre, que se hundió en la mar cuando le faltó la fe que le sostenía. Le digo a usted que con el favor de Dios, don Federico curará a la niña en un decir Jesús.

El tío Pedro meneó tristemente la cabeza.

—¡Qué cabezones son estos catalanes!—dijo la tía María con viveza, y pasando por delante del pescador, se acercó a la enferma y añadió:

—Vamos, Marisalada, vamos, levántate, hija, para que este señor pueda examinarte.

Marisalada no se movió.

—Vamos, criatura—repitió la buena mujer—; verás cómo te va a curar como por ensalmo.

Diciendo estas palabras, cogió por un brazo a la niña, procurando levantarla.

—¡No me da la gana!—dijo la enferma, desprendiéndose de la mano que la retenía, con una fuerte sacudida.

—Tan suavita es la hija como el padre; quien lo hereda no lo hurta—murmuró Momo, que se había asomado a la puerta.

—Como está mala, está impaciente—dijo su padre, tratando de disculparla.

Marisalada tuvo un golpe de tos. El pescador se retorció las manos de angustia.

—Un resfriado—dijo la tía María—; vamos que eso no es cosa del otro jueves. Pero también, tío Pedro de mis pecados, ¿quién consiente en que esa niña, con el frío que hace, ande descalza de pies y piernas por esas rocas y esos ventisqueros?

—¡Quería!—respondió el tío Pedro.

—¿Y por qué no se le dan alimentos sanos, buenos caldos, leche, huevos? Y no que lo que come no son más que mariscos.

—¡No quiere!—respondió con desaliento el padre.

—Morirá de mal mandada—opinó Momo, que se había apoyado cruzado de brazos en el quicio de la puerta.

—¿Quieres meterte la lengua en la faltriquera?—le dijo impaciente su abuela; y volviéndose a Stein—; don Federico, procure usted examinarla sin que tenga que moverse, pues no lo hará aunque la maten.

Stein empezó por preguntar al padre algunos pormenores sobre la enfermedad de su hija; acercándose después a la paciente, que estaba amodorrada, observó que sus pulmones se hallaban oprimidos en la estrecha cavidad que ocupaban, y estaban irritados de resultas de la opresión. El caso era grave. Tenía una gran debilidad por falta de alimentos, tos honda y seca y calentura continua; en fin, estaba en camino de la consunción.

—¿Y todavía le da por cantar?—preguntó la anciana durante el examen.

—Cantará crucificada como los murciégalos—dijo Momo, sacando la cabeza fuera de la puerta para que el viento se llevase sus suaves palabras y no las oyese su abuela.

—Lo primero que hay que hacer—dijo Stein—es impedir que esta niña se exponga a la intemperie.

—¿Lo estás oyendo?—dijo a la niña su angustiado padre.

—Es preciso—continuó Stein—que gaste calzado y ropa de abrigo.

—¡Si no quiere!—exclamó el pescador, levantándose precipitadamente y abriendo un arca de cedro, de la que sacó cantidad de prendas de vestir—. Nada le falta; ¡cuanto tengo y puedo juntar, es para ella! María, hija, ¿te pondrás estas ropas? ¡Hazlo por Dios, Mariquilla!, ya ves que lo manda el médico.

La muchacha, que se había despabilado con el ruido que había hecho su padre, lanzó una mirada díscola a Stein, diciendo con voz áspera:

—¿Quién me gobierna a mí?

—No me dieran a mí más trabajo que ese y una vara de acebuche—murmuró Momo.

—Es preciso—prosiguió Stein—alimentarla bien, y que tome caldos sustanciosos.

La tía María hizo un gesto expresivo de aprobación.

—Debe nutrirse con leche, pollos, huevos frescos y cosas análogas.

—¡Cuando yo le decía a usted—prorrumpió la abuelita encarándose con el tío Pedro—que el señor es el mejor médico del mundo entero!

—Cuidado que no cante—advirtió Stein.

—¡Que no vuelva yo a oírla!—exclamó con dolor el pobre tío Pedro.

—¡Pues mira qué desgracia!—contestó la tía María—. Deje usted que se ponga buena, y entonces podrá cantar de día y de noche como un reloj. Pero estoy pensando que lo mejor será que yo me la lleve a mi casa, porque aquí no hay quien la cuide ni quien haga un buen puchero, como lo sé yo hacer.

—Lo sé por experiencia—dijo Stein sonriéndose—; y puedo asegurar que el caldo hecho por manos de mi buena enfermera, se le puede presentar a un rey.

La tía María se esponjó tan satisfecha.

—Conque, tío Pedro, no hay más que hablar; me la llevo.

—¡Quedarme sin ella! ¡No, no puede ser!

—Tío Pedro, tío Pedro, no es esa la manera de querer a los hijos—replicó la tía María—; el amar a los hijos es anteponer a todo lo que a ellos conviene.

—Pues bien está—repuso el pescador levantándose de repente—; llévesela usted: en sus manos la pongo, al cuidado de ese señor la entrego y al amparo de Dios la encomiendo.

Diciendo esto, salió precipitadamente de la casa, como si temiese volverse atrás de su determinación; y fue a aparejar su burra.

—Don Federico—preguntó la tía María, cuando quedaron solos con la niña, que permanecía aletargada—, ¿no es verdad que la pondrá usted buena con la ayuda de Dios?

—Así lo espero—contestó Stein—, ¡no puedo expresar a usted cuánto me interesa ese pobre padre!

La tía María hizo un lío de ropa que el pescador había sacado, y este volvió trayendo del diestro la bestia. Entre todos colocaron encima a la enferma, la que, siguiendo amodorrada con la calentura, no opuso resistencia. Antes que la tía María se subiese en Golondrina, que parecía bastante satisfecha de volverse en compañía de Urca (que tal era la gracia de la burra del tío Pedro), este llamó aparte a la tía María, y le dijo dándole unas monedas de oro:

La gaviota

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