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Capítulo IV
ОглавлениеStein, cuya convalecencia adelantaba rápidamente, pudo en breve, con ayuda del hermano Gabriel, salir de su cuarto y examinar menudamente aquella noble estructura, tan suntuosa, tan magnífica, tan llena de primores y de riquezas artísticas, la cual, lejos de las miradas de los hombres, colocada entre el cielo y el desierto, había sido una digna morada de muchos varones ricos e ilustres, que vivieron en el convento, realzando su nobleza y suntuosidad con las virtudes y grandes prendas de que Dios los había dotado, sin otro testigo que su Criador, ni más fin que glorificarle; porque se engañan mucho los que creen que la modestia y la humildad se ocultan siempre bajo la librea de la pobreza. No: los remiendos y las casuchas abrigan a veces más orgullo que los palacios.
El gran portal embovedado, por donde había sido introducido Stein, daba a un gran patio cuadrado. Desde la puerta hasta el fondo del patio, se extendía una calle de enormes cipreses. Allí se alzaba una vasta reja de hierro, que dividía el patio grande, de otro largo y estrecho, en que continuaba la calle de cipreses, pareciendo entrar en ella con paso majestuoso, y formando una guardia de honor al magnífico portal de la iglesia, que se hallaba en el fondo de este segundo y estrecho patio.
Cuando la puerta exterior y la reja estaban abiertas de par en par, como las iglesias de los conventos no están obstruidas por el coro, desde las gradas de la cruz de mármol blanco, que estaba situada a distancia fuera del edificio, se divisaba perfectamente el soberbio altar mayor, todo dorado desde el suelo hasta el techo, y que cubría la pared de la cabecera del templo. Cuando reverberaban centenares de luces en aquellas refulgentes molduras, y en las innumerables cabezas de los ángeles que formaban parte de su adorno; cuando los sonidos del órgano, armonizando con la grandeza del sitio, y con la solemnidad del culto católico estallaban en la bóveda de la iglesia, demasiado estrecha para contenerlos, y se iban a perder en las del cielo; cuando se ofrecía esta grandiosa escena, sin más espectadores que el desierto, la mar y el firmamento, no parecía sino que para ellos solos se había levantado aquel edificio y se celebraban los oficios divinos.
A los dos lados de la reja, fuera de la calle de cipreses, había dos grandes puertas. La de la izquierda, que era el lado del mar, daba a un patio interior, de gigantescas dimensiones. Reinaba en torno de él un anchuroso claustro, sostenido en cada lado por veinte columnas de mármol blanco. Su pavimento se componía de losas de mármol azul y blanco. En medio se alzaba una fuente, alimentada por una noria que estaba siempre en movimiento. Representaba una de las obras de misericordia, figurada por una mujer dando de beber a un peregrino que, postrado a sus pies, recibía el agua, que en una concha ella le presentaba. La parte inferior de las paredes, hasta una altura de diez pies, estaba revestida de pequeños azulejos, cuyos brillantes colores se enlazaban en artificiosos mosaicos. Enfrente de la entrada se abría una anchísima escalera de mármol, construcción aérea, sin más apoyo ni sostén que la sabia proporción de su masa enorme. Estas admirables obras maestras de arquitectura eran muy poco comunes en nuestros conventos. Los grandes artistas, autores de tantas maravillas, estaban animados de un santo celo religioso y por el noble deseo y la creencia de que trabajaban para la más remota posteridad. Sabido es que el primero y el más popular de ellos no trabajaba en ningún asunto religioso sin haber comulgado antes.[6]
El claustro alto estaba sostenido por veinte columnas más pequeñas que las del bajo. Reinaba en torno a una balaustrada de mármol blanco, calada y de un trabajo exquisito. Caían a estos claustros las puertas de las celdas, hechas de caoba, pequeñas pero cubiertas de adornos de talla. Las celdas se componían de una pequeña antecámara, que daba paso a una sala también chica, con su correspondiente alcoba. El ajuar lo formaban en la pieza principal, algunas sillas de pino, una mesa y un estante, y en la alcoba, una cama que consistía en cuatro tablas sin colchón y dos sillas.
Detrás de este patio había otro por el mismo estilo: allí estaban el noviciado, la enfermería, la cocina y los refectorios. Consistían estos en unas mesas largas, de mármol, y una especie de púlpito para el que leía durante las comidas.
El departamento situado a la derecha de la calle de cipreses contenía un patio semejante a la del lado opuesto. Allí estaba la hospedería, donde eran recibidos los forasteros, ya fuesen legos o religiosos. Estaban también la librería, las sacristías, los guardamuebles y otras oficinas. En el segundo patio, al que se entraba por una puerta exterior, se hallaban abajo los almacenes para el aceite y arriba los graneros. Estos cuatro patios, en medio de los cuales, precedida de la calle de cipreses, se erguía la iglesia con su campanario, como un enorme ciprés de piedra, formaban el conjunto de aquel majestuoso edificio. El techo se componía de un millón de tejas, sujeta cada una con un gran clavo de hierro, para evitar que las arrancasen los huracanes en aquel sitio elevado y próximo al mar.
A razón de real por clavo, esta sola parte del material había costado cincuenta mil duros.
Rodeaba el convento por delante el patio grande, de que ya hemos hablado, y en él, a izquierda y derecha de la puerta de entrada, había cuartos pequeños de un solo piso, para alojar a los jornaleros, cuando los religiosos cultivaban sus tierras: allí habitaba en la época en que pasa nuestra historia, el guarda Manuel Alerza con su familia. A la izquierda, hacia el lado del mar, se extendía una gran huerta, ostentando bajo las ventanas de las celdas, su fresco verdor, sus árboles, sus flores, el murmullo de sus acequias, el canto de los pájaros y la esquila del buey que tiraba de la noria. Formaba todo esto un pequeño oasis, en medio de un desierto seco y uniforme, cerca de esa mar que se complace en el estrago y en la destrucción y que se detiene delante de un límite de arena. Pero lo que abundaba en este lugar solitario y silencioso, eran los cipreses y las palmeras, árboles de los conventos, los unos de brote derecho y austero, que aspiran a las alturas; los otros no menos elevados, pero que inclinan sus brazos a la tierra, como para atraer a las plantas débiles que vegetan en ella.
Los pozos y la armazón entera de las norias colocados en colinas artificiales para dar elevación a las aguas, se abrigaban bajo enramadas piramidales de yedra, tan espesa que, cerrada la puerta de entrada, no se podían distinguir los objetos sin luz artificial. El eje que sostenía la rueda, estaba apoyado en dos troncos de olivo, que habían echado raíces y cubiértose de una corona de follaje verde oscuro. La espesura vegetal y agreste del techo, daba abrigo a innumerables pajarillos, alegres y satisfechos con tener allí ocultos sus nidos, mientras que el buey giraba con lento paso, haciendo resonar la esquila que le pendía al cuello y cuyo silencio indicaba al hortelano que el animal disfrutaba el dulce far niente.
Las celdas del piso bajo abrían a un terrado con bancos de piedra, y sentados en ellos los solitarios, podían contemplar aquel estrecho y ameno recinto, animado por el canto de las aves y perfumado por las emanaciones de las flores, parecido a una vida tranquila y reconcentrada; o bien podían esparcir sus miradas por el espacio, en sus anchos horizontes, en la inmensa extensión del océano, tan espléndido como traidor; unas veces manso y tranquilo como un cordero, otras agitado y violento como una furia, semejante a esas existencias ingentes y ruidosas, que se agitan en la escena de mundo.
Aquellos hombres de ciencia profunda, de estudios graves, de vida austera y retirada, cultivaban macetas de flores en sus terrados y criaban pajaritos con paternal esmero; porque si el paganismo puso lo sublime en la heroicidad, el cristianismo lo ha puesto en la sencillez.
En el lado opuesto a la huerta, un espacio de las mismas dimensiones, y encerrado en las tapias del convento, contenía los molinos de aceite, cuyas vigas, de cincuenta pies de largo y cuatro de ancho, eran de caoba, y además las atahonas, los hornos, las caballerizas y los establos.
Guiado por el buen hermano Gabriel, pudo Stein admirar aquella grandeza pasada, aquella ruina proscrita, aquel abandono que, a manera de cáncer, devoraba tantas maravillas; aquella destrucción que se apodera de un edificio vacío, aunque fuerte y sólido, como los gusanos toman posesión del cadáver de un hombre joven y robusto.
Fray Gabriel no interrumpía las reflexiones del cirujano alemán. Pertenecía a la excelente clase de pobres de espíritu, que lo son también de palabras. Concentraba en sí su tristeza incolora, sus uniformes recuerdos, sus pensamientos monótonos. Por esto solía decirle la tía María:
«Es usted un bendito, hermano Gabriel; pero no parece que la sangre corre en sus venas, sino que se pasea. Si algún día tuviese usted una viveza (y sólo podría ser si volviesen los padres al convento, las campanas a la torre y las norias a la huerta), le ahogaría a usted.»
En la iglesia, vacía y desnuda, todavía quedaban bastantes restos de magnificencia para poder graduar toda la que se había perdido. Aquel dorado altar mayor, tan brillante cuando reflejaba la luz de los cirios que encendía la devoción de los fieles, estaba empañado por el polvo del olvido. Aquellas preciosas cabezas de angelitos, que ceñían las arañas; aquellas ventanas, cuyas vidrieras habían desaparecido y que dejaban entrada libre a los mochuelos y otros pájaros, cuyos nidos afeaban las bien talladas y doradas cornisas y que convertían en inmunda sentina el rico pavimento de mármol; aquellos esqueletos de altares despojados de todos sus adornos; aquellos grandes y hermosos ángeles que parecían salir de las pilastras; que habían tenido en sus manos lámparas de plata siempre encendidas y extendían aún sus brazos, mirando aquellas con dolor vacías. Los lindos frescos de las bóvedas que no habían podido ser arrebatados y a los cuales inundaban de llanto las nubes del cielo, pulsadas por los temporales; el yermo santuario, cuyas puertas habían sido de plata maciza y con bajorrelieves de Berruguete; las pilas secas y cubiertas de polvo... ¡Dios mío! ¿Qué artista no suspira al verlos? ¿Qué cristiano no se estremece? ¿Qué católico no se prosterna y llora?
En la sacristía, guarnecida en derredor de cómodas, cuya parte superior formaba una mesa prolongada, los cajones estaban abiertos y vacíos. En ellos se guardaron antes las albas de holán guarnecidas de encajes, los ornamentos de terciopelo y de tisú, en los que la plata bordaba el terciopelo; el oro, la plata, y las perlas, el oro. En un retrete inmediato estaban todavía las cuerdas de las campanas; una, más delgada que las otras, movía la campana clara y sonora, que llamaba los fieles a misa; otra hacía vibrar el bronce retumbante y melodioso, como una banda de música militar; grave, aunque animada, en compañía de sus acólitas, menos estrepitosas, anunciaba las grandes festividades cristianas. Otra, finalmente, despertaba sonidos profundos y solemnes, como los del cañón, para pedir oraciones a los hombres y clemencia al cielo por el pecador difunto. Stein se sentó en el primer escalón de las gradillas del púlpito sostenido por un águila de mármol negro. Fray Gabriel se hincó de rodillas en las gradas de mármol del altar mayor.
—¡Dios mío!—decía Stein, apoyando la cabeza en las manos—, esas hendiduras, ese agua que penetra en las bóvedas y gotea minando el edificio con su lento y seguro trabajo, ese maderaje que se hunde, esos adornos que se desmoronan... ¡qué espectáculo tan triste y espantoso! A la tristeza que produce todo lo que deja de existir, se une aquí el horror que inspira todo lo que perece de muerte violenta y a manos del hombre. ¡Este edificio, alzado en honor de Dios por hombres piadosos, condenado a la nada por sus descendientes!
—¡Dios mío!—decía el hermano Gabriel—, en mi vida he visto tantas telarañas. Cada angelito tiene un solideo de ellas. San Miguel lleva una en la punta de la espada, y no parece sino que me la está presentando. ¡Si el padre prior viera esto!
Stein cayó en una profunda melancolía. «Este santo lugar—pensaba—, respetado por el rumor del mundo y por la luz del día, donde venían los reyes a inclinar sus cabezas y los pobres a levantar las suyas; este lugar que daba lecciones severas al orgullo y suaves alegrías a los humildes, hoy se ve decaído y entregado al acaso, como bajel sin piloto.»
En este momento, un vivo rayo de sol penetró por una de las ventanas y vino a dar en el remate del altar mayor, haciendo resaltar en la oscuridad con su esplendor, como si sirviera de respuesta a las quejas de Stein, un grupo de tres figuras abrazadas. Eran la Fe, la Esperanza y la Caridad.[7]