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Capítulo VII

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Cuando Stein llegó al convento, toda la familia estaba reunida, tomando el sol en el patio.

Dolores, sentada en una silla, remendaba una camisa de su marido. Sus dos niñas, Pepa y Paca, jugaban cerca de la madre. Eran dos lindas criaturas, de seis y ocho años de edad. El niño de pecho, encanastado en su andador, era el objeto de la diversión de otro chico de cinco años, hermano suyo, que se entretenía en enseñarle gracias que son muy a propósito para desarrollar la inteligencia, tan precoz en aquel país. Este muchacho era muy bonito, pero demasiado pequeño; con lo que Momo le hacía rabiar frecuentemente llamándolo Francisco de Anís, en lugar de Francisco de Asís, que era su verdadero nombre. Vestía un diminuto pantalón de tosco paño con chaqueta de lo mismo, cuyas reducidas dimensiones permitían a la camisa formar en torno de su cintura un pomposo buche, como que los pantalones estaban mal sostenidos por un solo tirante de orillo.

—Haz una vieja, Manolillo—decía Anís.

Y el chiquillo hacía un gracioso mohín, cerrando a medias los ojos, frunciendo los labios y bajando la cabeza.

—Manolillo, mata un morito.

Y el chiquillo abría tantos ojos, arrugaba las cejas, cerraba los puños y se ponía como una grana a fuerza de fincharse en actitud belicosa. Después Anís le tomaba las manos y las volvía y revolvía cantando:

¡Qué lindas manitas

que tengo yo!

¡Qué chicas! ¡Qué blancas!

¡Qué monas que son!

La tía María hilaba y el hermano Gabriel estaba haciendo espuertas con hojas secas de palmito.[10]

Un enorme y lanudo perro blanco, llamado Palomo, de la hermosa casta del perro pastor de Extremadura, dormía tendido cuan largo era, ocupando un gran espacio con sus membrudas patas y bien poblada cola, mientras que Morrongo, corpulento gato amarillo, privado desde su juventud de orejas y de rabo, dormía en el suelo, sobre un pedazo de la enagua de la tía María.

Stein, Momo y Manuel llegaron al mismo tiempo por diversos puntos. El último venía de rondar la hacienda, en ejercicio de sus funciones de guarda; traía en una mano la escopeta y en otra tres perdices y dos conejos.

Los muchachos corrieron hacia Momo, quien de un golpe vació las alforjas, y de ellas salieron, como de un cuerno de la Abundancia, largas cáfilas de frutas de invierno, con las que se suele festejar en España la víspera de Todos Santos: nueces, castañas, granadas, batatas, etc.

—Si Marisalada nos trajera mañana algún pescado—dijo la mayor de las muchachas—, tendríamos jolgorio.

—Mañana—repuso la abuela—es día de Todos Santos; seguramente no saldrá a pescar el tío Pedro.

—Pues bien—dijo la chiquilla—, será pasado mañana.

—Tampoco se pesca el día de los Difuntos.

—¿Y por qué?—preguntó la niña.

—Porque sería profanar un día que la Iglesia consagra a las ánimas benditas: la prueba es que unos pescadores que fueron a pescar tal día como pasado mañana, cuando fueron a sacar las redes, se alegraron al sentir que pesaban mucho; pero en lugar de pescado, no había dentro más que calaveras. ¿No es verdad lo que digo, hermano Gabriel?

—¡Por supuesto! Yo no lo he visto; pero como si lo hubiera visto—dijo el hermano.

—¿Y por eso nos hacéis rezar tanto el día de Difuntos a la hora del Rosario?—preguntó la niña.

—Por eso mismo—respondió la abuela—. Es una costumbre santa, y Dios no quiere que la descuidemos. En prueba de ello, voy a contaros un ejemplo: Érase una vez un obispo, que no tenía mucho empeño en esta piadosa práctica y no exhortaba a los fieles a ella. Una noche soñó que veía un abismo espantoso, y en su orilla había un ángel que con una cadena de rosas blancas y encarnadas sacaba de adentro a una mujer hermosa, desgreñada y llorosa. Cuando se vio fuera de aquellas tinieblas, la mujer, cubierta de resplandor, echó a volar hacia el cielo. Al día siguiente el obispo quiso tener una explicación del sueño y pidió a Dios que le iluminase. Fuese a la iglesia y lo primero que vieron sus ojos fue un niño hincado de rodillas y rezando el rosario sobre la sepultura de su madre.

—¿Acaso no sabías eso, chiquilla?—decía Pepa a su hermana—. Pues mira tú que había un zagalillo que era un bendito y muy amigo de rezar: había también en el Purgatorio un alma más deseosa de ver a Dios que ninguna. Y viendo al zagalillo rezar tan de corazón, se fue a él y le dijo: «¿Me das lo que has rezado?» «Tómalo», dijo el muchacho; y el alma se lo presentó a Dios y entró en la gloria de sopetón. ¡Mira tú si sirve el rezo para con Dios!

—Ciertamente—dijo Manuel—, no hay cosa más justa que pedir a Dios por los difuntos; y yo me acuerdo de un cofrade de las ánimas, que estaba una vez pidiendo por ellas a la puerta de una capilla y diciendo a gritos: «El que eche una peseta en esta bandeja, saca un alma del Purgatorio.» Pasó un chusco y, habiendo echado la peseta, preguntó: «Diga usted, hermano, ¿cree usted que ya está el alma fuera?» «Qué duda tiene», repuso el hermano. «Pues entonces—dijo el otro—, recojo mi peseta, que no será tan boba ella que se vuelva a entrar.»

—Bien puede usted asegurar, don Federico—dijo la tía María—, que no hay asunto para el cual no tenga mi hijo, venga a pelo o no venga, un cuento, chascarrillo o cuchufleta.

En este momento se entraba don Modesto por el patio, tan erguido, tan grave, como cuando se presentó a Stein en la salida del pueblo, sin más diferencia que llevar colgada de su bastón una gran pescada[11] envuelta en hojas de col.

—¡El comendante!, ¡el comendante!—gritaron todos los presentes.

—¿Viene usted de su castillo de San Cristóbal?—preguntó Manuel a don Modesto, después de los primeros cumplidos y de haberle convidado a sentarse en el apoyo, que también servía de asiento a Stein—. Bien podía usted empeñarse con mi madre, que es tan buena cristiana, para que rogase al Santo Bendito que reedificase las paredes del fuerte, al revés de lo que hizo Josué con las del otro.

—Otras cosas de más entidad tengo que pedirle al santo—respondió la abuela.

—Por cierto—dijo fray Gabriel—, que la tía María tiene que pedir al santo cosas de más entidad que reedificar las paredes del castillo. Mejor sería pedirle que rehabilitase el convento.

Don Modesto, al oír estas palabras, se volvió con gesto severo hacia el hermano, el cual, visto este movimiento, se metió detrás de la tía María, encogiéndose de tal manera que casi desapareció de la vista de los concurrentes.

—Por lo que veo—prosiguió el veterano—, el hermano Gabriel no pertenece a la Iglesia militante. ¿No se acuerda usted de que los judíos, antes de edificar el templo, habían conquistado la tierra prometida, espada en mano? ¿Habría iglesias y sacerdotes en la Tierra Santa si los cruzados no se hubieran apoderado de ella lanza en ristre?

—Pero ¿por qué?—dijo entonces Stein, con la sana intención de distraer de aquel asunto al Comandante, cuya bilis empezaba a exaltarse.

—Eso no importa—contestó Manuel—, ni reparan en ello las ancianas, sino aquella que le pedía a Dios sacar la lotería, y habiéndole preguntado uno si había echado, respondió: «¿Pues si hubiese echado, dónde estaría el milagro?»

—Lo cierto es—opinó Modesto—que yo quedaría muy agradecido al santo si tuviese a bien inspirar al Gobierno el pensamiento laudable de rehabilitar el fuerte.

—De reedificarlo, querrá usted decir—repuso Manuel—; pero cuidado con arrepentirse después, como le sucedió a una devota del santo, la cual tenía una hija tan fea, tan tonta y tan para nada, que no pudo hallar un desesperado que quisiese cargar con ella. Apurada la pobre mujer, pasaba los días hincada delante del Santo Bendito, pidiéndole un novio para su hija: en fin, se presentó uno, y no es ponderable la alegría de la madre; pero no duró mucho, porque salió tan malo, y trataba tan mal a su mujer y a su suegra, que esta se fue a la iglesia, y puesta delante del santo, le dijo:

San C i-tobalón,

Patazas, manazas, cara de cuerno,

Tan judío eres tú como mi yerno.

Durante toda esta conversación, Morrongo despertó, arqueó el lomo tanto como el de un camello, dio un gran bostezo, se relamió los bigotes y olfateando en el aire ciertas para él gratas emanaciones, fuese acercando poquito a poco a don Modesto, hasta colocarse detrás del perfumado paquete colgado de su bastón. Inmediatamente recibió en sus patas de terciopelo una piedrecilla lanzada por Momo, con la singular destreza que saben emplear los de su edad en el manejo de esa clase de armas arrojadizas. El gato se retiró con prontitud; pero no tardó en volver a ponerse en observación, haciéndose el dormido. Don Modesto cayó en la cuenta y perdió su tranquilidad de ánimo.

Mientras pasaban estas evoluciones, Anís preguntaba al niño:

—Manolito, ¿cuántos dioses hay?

Y el chiquillo levantaba los tres dedos.

—No—decía Anís, levantando un dedo solo—: no hay más que uno, uno, uno.

Y el otro persistía en tener los tres dedos levantados.

—Mae—abuela—gritó Anís ofuscado—. El niño dice que hay tres dioses.

—Simple—respondió esta—, ¿acaso tienes miedo de que le lleven a la Inquisición? ¿No ves que es demasiado chico para entender lo que le dicen y aprender lo que le enseñan?

—Otros hay más viejos—dijo Manuel—y que no por eso están más adelantados; como por ejemplo aquel ganso que fue a confesarse y habiéndole preguntado el confesor ¿cuántos dioses hay?, respondió muy en sí: «¡siete!» «¡Siete!—exclamó atónito el confesor—. ¿Y cómo ajustas esa cuenta?» «Muy fácilmente. Padre, Hijo y Espíritu Santo, son tres; tres personas distintas, son otros tres, y van seis; y un solo Dios verdadero, siete cabales.» «Palurdo—le contestó el padre—, ¿no sabes que las tres Personas no hacen más que un Dios?» «¡Uno no más!—dijo el penitente—. ¡Ay Jesús! ¡Y qué reducida se ha quedado la familia!»

—¡Vaya—prorrumpió la tía María—si tiene que ver cuánta chilindrina ha aprendido mi hijo mientras sirvió al rey! Pero hablando de otra cosa, no nos ha dicho usted, señor comandante, cómo está Marisaladilla.

—Mal, muy mal, tía María, desmejorándose por días. Lástima me da de ver al pobre padre, que está pasadito de pena. Esta mañana la muchacha tenía un buen calenturón; no toma alimento y la tos no la deja un instante.

—¿Qué está usted diciendo, señor?—exclamó la tía María—. ¡Don Federico!, usted que ha hecho tan buenas curas, que le ha sacado un lobanillo a fray Gabriel y enderezado la vista a Momo, ¿no podría usted hacer algo por esa pobre criatura?

—Con mucho gusto—respondió Stein. Haré lo que pueda por aliviarla.

—Y Dios se lo pagará a usted; mañana por la mañana iremos a verla. Hoy está usted cansado de su paseo.

—No le arriendo la ganancia—dijo Momo refunfuñando—. Muchacha más soberbia...

—No tiene nada de eso—repuso la abuela—; es un poco arisca, un poco huraña... ¡Ya se ve! Se ha criado sola, en un solo cabo: con un padre que es más blando que una paloma, a pesar de tener la corteza algo dura, como buen catalán y marinero. Pero Momo no puede sufrir a Marisalada desde que dio en llamarle romo a causa de serlo.

En este momento se oyó un estrépito: era el comandante que perseguía, dando grandes trancos, al pícaro de Morrongo, el cual, frustrando la vigilancia de su dueño, había cargado con la pescada.

—Mi comandante—le gritó Manuel riéndose—, sardina que lleva el gato, tarde o nunca vuelve al plato. Pero aquí hay una perdiz en cambio.

Don Modesto agarró la perdiz, dio gracias, se despidió y se fue echando pestes contra los gatos.

Durante toda esta escena, Dolores había dado de mamar al niño y procuraba dormirle, meciéndole en sus brazos y cantándole:

Allá arriba, en el monte Calvario,

Matita de oliva, matita de olor,

Arrullaban la muerte de Cristo

Cuatro jilgueritos y un ruiseñor.

Difícil será a la persona que recoge al vuelo, como un muchacho las mariposas, estas emanaciones poéticas del pueblo, responder al que quisiese analizarlas, el porqué los ruiseñores y los jilgueros plañeron la muerte del Redentor; por qué la golondrina arrancó las espinas de su corona; por qué se mira con cierta veneración el romero, en la creencia de que la Virgen secaba los pañales del Niño Jesús en una mata de aquella planta; por qué, o más bien, cómo se sabe que el sauce es un árbol de mal agüero, desde que Judas se ahorcó de uno de ellos; por qué no sucede nada malo en una casa si se sahúma con romero la noche de Navidad; por qué se ven todos los instrumentos de la pasión en la flor que ha merecido aquel nombre. Y en verdad, no hay respuestas a semejantes preguntas. El pueblo no las tiene ni las pide: ha recogido esas especies como vagos sonidos de una música lejana, sin indagar su origen ni analizar su autenticidad. Los sabios y los hombres positivos honrarán con una sonrisa de desdeñosa compasión a la persona que estampa estas líneas. Pero a nosotros nos basta la esperanza de hallar alguna simpatía en el corazón de una madre, bajo el humilde techo del que sabe poco y siente mucho, o en el místico retiro de un claustro, cuando decimos que por nuestra parte creemos que siempre ha habido y hay para las almas piadosas y ascéticas, revelaciones misteriosas, que el mundo llama delirios de imaginaciones sobreexcitadas, y que las gentes de fe dócil y ferviente miran como favores especiales de la Divinidad.

Dice Henri Blaze, «¡cuántas ideas pone la tradición en el aire en estado del germen, a las que el poeta da vida con un soplo!» Esto mismo nos parece aplicable a estas cosas, que nada obliga a creer, pero que nada autoriza tampoco a condenar. Un origen misterioso puso el germen de ellas en el aire, y los corazones creyentes y piadosos le dan vida. Por más que talen los apóstoles del racionalismo el árbol de la fe, si tiene este sus raíces en buen terreno, esto es, en un corazón sano y ferviente, ha de echar eternamente ramas vigorosas y floridas que se alcen al cielo.

—Pero don Federico—dijo la tía María mientras este se entregaba a las reflexiones que preceden—, todavía a la hora esta no nos ha dicho usted qué tal le parece nuestro pueblo.

—No puedo decirlo—respondió Stein—, porque no lo he visto: me quedé afuera aguardando a Momo.

—¿Es posible que no haya usted visto la iglesia, ni el cuadro de Nuestra Señora de las Lágrimas, ni el San Cristóbal, tan hermoso y tan grande, con la gran palmera y el Niño Dios en los hombros, y una ciudad a sus pies, que si diera un paso, la aplastaba como un hongo? ¿Ni el cuadro en que está Santa Ana enseñando a leer a la Virgen? ¿Nada de eso ha visto usted?

—No he visto—repuso Stein—sino la capilla del Señor del Socorro.

—Yo no salgo del convento—dijo el hermano Gabriel—sino para ir todos los viernes a esa capilla, a pedir al Señor una buena muerte.

—¿Y ha reparado usted, don Federico—continuó la tía María—, en los milagros? ¡Ah, don Federico! No hay un Señor más milagroso en el mundo entero. En aquel Calvario empieza la via crucis. Desde allí hasta la última cruz hay el mismo número de pasos que desde la casa de Pilatos al Calvario. Una de aquellas cruces viene a caer frente por frente de mi casa, en la calle Real. ¿No ha reparado usted en ella? Es justamente la que forma la octava estación, donde el Salvador dijo a las mujeres de Jerusalén: «¡No lloréis sobre mí; llorad sobre vosotras y vuestros hijos!» Estos hijos—añadió la tía María dirigiéndose a fray Gabriel—son los perros judíos.

—¡Son los judíos!—repitió el hermano Gabriel.

—En esta estación—continuó la anciana—cantan los fieles:

Si a llorar Cristo te enseña

y no tomas la lección,

o no tienes corazón

o será de bronce o peña.

—Junto a la casa de mi madre—dijo Dolores—está la novena cruz, que es donde se canta:

Considera cuán tirano

serás con Jesús rendido,

si en tres veces que ha caído

no le das una la mano.

O también de esta manera:

¡Otra vez yace postrado!

¡Tres veces Jesús cayó!

¡Tanto pesa mi pecado!

¡Y tanto he pecado yo!

Y ¡rompa el llanto y el gemir,

porque es Dios quien va a morir!

—¡Oh, don Federico!—continuó la buena anciana—, ¡no hay cosa que tanto me parta el corazón como la Pasión del que vino a redimimos! El Señor ha revelado a los santos los tres mayores dolores que le angustiaron: primero, el poco fruto que produciría la tierra que regaba con su sangre; segundo, el dolor que sintió cuando extendieron y ataron su cuerpo para clavarlo en la cruz, descoyuntando todos sus huesos, como lo había profetizado David.[12] El tercero...—añadió la buena mujer fijando en su hijo sus ojos enternecidos—, el tercero, cuando presenció la angustia de su Madre. He aquí la única razón—prosiguió después de algunos instantes de silencio—, porque no estoy aquí tan gustosa como en el pueblo, porque aquí no puedo seguir mis devociones. Mi marido, sí, Manuel, tu padre, que no había sido soldado y que era mejor cristiano que tú, pensaba como yo. El pobre (en gloria esté) era hermano del Rosario de la Aurora, que sale después de la medianoche a rezar por las ánimas. Rendido de haber trabajado todo el día, se echaba a dormir, y a las doce en punto, venía un hermano a la puerta y, tocando una campanilla, cantaba:

A tu puerta está una campanilla;

Ni te llama ella ni te llamo yo:

que te llaman tu Padre y tu Madre,

para que por ellos le ruegues a Dios.

—Cuando tu padre oía esta copla, no sentía ni cansancio ni gana de dormir. En un abrir y cerrar de ojos se levantaba y echaba a correr detrás del hermano. Todavía me parece que estoy oyéndole cantar al alejarse:

La corona se quita María

y a su propio Hijo se la presentó,

y le dijo: «Ya yo no soy Reina,

si tú no suspendes tu justo rigor.»

Jesús respondió:

«Si no fuera por tus ruegos, Madre,

ya hubiera acabado con el pecador.»

Los chiquillos, que gustan tanto de imitar lo que ven hacer a los grandes, se pusieron a cantar en la lindísima tonada de las coplas de la Aurora:

¡Si supieras la entrada que tuvo

el Rey de los Cielos en Jerusalén!...

Que no quiso coche llevar, ni calesa,

sino un jumentillo que prestado fue!

—Don Federico—dijo la tía María después de un rato de silencio—, ¿es verdad que hay por esos mundos de Dios hombres que no tienen fe?

Stein calló.

—¡Qué no pudiera usted hacer con los ojos del entendimiento de los tales, lo que ha hecho con los de la cara de Momo!—contestó con tristeza y quedándose pensativa la buena anciana.

La gaviota

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