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VOLUMEN I
CAPÍTULO V

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Los Mamalucos intentan la destrucción de estos pueblos; pero sus intentos salieron frustrados

Mientras de esta cristiandad navegaban viento en popa, aumentándose cada día más el número de los convertidos á nuestra santa fe, y si bien el demonio veía se le frustraban sus diabólicas trazas, no perdía el ánimo; antes bien, procuró con todo el esfuerzo posible cortar de un golpe la felicidad presente y las esperanzas futuras, atizando ó instigando á los Mamalucos del Brasil para que viniesen á quitar las vidas á los neófitos y destruir el país á sangre y fuego; y le hubiera salido como esperaba, si Dios, á quien tocaba defender á sus fieles de aquel infortunio, no hubiera frustrado sus designios, disponiendo recayesen sobre la cabeza de sus aliados los que había maquinado para total ruina de los cristianos.

Habían dichos Mamalucos entrado en aquella provincia los años pasados para hacer sus robos acostumbrados, y asaltando de improviso algunas Rancherías de Chiquitos, hacer á muchos esclavos.

Cobraron con este lance ánimos y atrevimiento para dar en tierra de los Penoquís, con esperanza de lograr en ellos un rico botín. Presintieron éstos la venida de los enemigos, y viéndose sin fuerzas ni armas para salirles a encuentro y hacerles resistencia en campaña abierta, determinaron repararse con la industria, ya que no podían defenderse con las armas.

En orden á esto hicieron que se escondiesen algunos junto al camino estrecho de una selva por donde habían de pasar los enemigos, y aquí escondidos esperaron hasta que entraron ya por esta senda estrecha, contra quienes luego que fueron descubiertos por entre los árboles, jugaron á su salvo sus flechas envenenadas con ponzoña tan activa, que de recibir la herida á caerse muertos era muy poco lo que pasaba.

Los que quedaron con vida exploraron por todas partes de dónde venía aquella tempestad, y después de algún tiempo cayeron en el engaño; pero no pudiendo por entonces vengar de otra manera aquella injuria ni la muerte de los compañeros, que con guardar en sus pechos la venganza para otra ocasión, mal de su grado, hubieron de volver atrás.

Por tanto, á principios del año siguiente se embarcó un cuerpo de ellos en el río Paraguay, y entrados en la laguna Mamoré aportaron y desembarcaron en el puerto de los Itatines. De aquí prosiguieron su derrota por entre Oriente y Mediodía; y atravesando unas veces selvas muy espesas, otras subiendo montañas muy fragosas (cuánto puede la codicia), llegando á las Rancherías de los Taus, y hecha de ellos buena presa, pasaron á ejecutar su venganza en los Penoquíes, que de muy confiados se perdieron, porque aunque de Ranchería en Ranchería se corrió la voz hasta el pueblo de San Francisco Xavier de que venía el enemigo, ellos no dieron paso para prevenir alguna defensa, ó á lo menos para retirarse y guarecerse en aquella Reducción; y porque pudiendo no quisieron, después, cuando quisieron, no pudieron escapar las vidas, porque aquellos malvados, caminando con industria por librarse de sus envenenadas saetas, dieron sobre ellos de improviso.

No obstante esto, tuvieron ánimo los Penoquíes para exponerse á la defensa lo mejor que pudieron y resistir el primer encuentro; pero los enemigos, astutos y sagaces, los detuvieron un tanto fingiendo se disponían á pelear, pero era sólo para hacer tiempo á que los compañeros de la retaguardia se hiciesen dueños de la tierra por otro lado y cogiesen la chusma de las mujeres y niños.

Advirtieron los indios esto cuando ya los enemigos habían logrado su intento, y viéndose burlados con la pérdida de prendas tan amadas, por cuya defensa habían tomado las armas, se desanimaron totalmente, con que vueltas las espaldas como mejor pudieron, se retiraran á los bosques sin resistencia de los vencedores, que juzgaban que el amor á su sangre los traería esclavos voluntarios, como de hecho sucedió; por cuyo motivo los vencedores no los pusieron en prisiones sino que los trataron con afabilidad y cortesía, y vistieron á los caciques de trajes y aderezos vistosos, prometiéndoles mil dichas y felicidades en San Pablo y de esta manera engañarlos y tomarlos por guía para otras tierras y para llegar á la Reducción de San Francisco Xavier, que ya se había mudado, transportándola á la otra banda del río San Miguel.

Llegó la noticia de esta desgracia hasta los pueblos de los Chiriguanás de que fué inexplicable la aflicción que tuvo el P. Arce, viendo que los enemigos como un torbellino salido del abismo, arrasaban aquel su Paraíso, que tanto le había costado el plantarle y al punto fué desalado á repararle y defender la vida de sus neófitos.

A este fin, no sin grande riesgo suyo, quiso registrar el país para observar más de cerca los pasos del enemigo; y pasando por las Rancherías de los Boxos, Tabiquas y Taus, fué recibido de ellos con mucho agrado.

Aquí los que se habían escapado le noticiaron de los designios de los Mamalucos, y tomando ocasión de la tempestad que les amenazaba, les persuadió se juntasen en un cuerpo y fundasen un Reducción en sitio ventajoso para defenderse de las correrías de aquellas fieras infernales y lo que antes no había podido recabar con ruegos, poniéndoles por motivo su eterna salvación, lo obtuvo ahora el deseo de salvar sus vidas.

Juntáronse, pues, todos en una llanura que baña el río Jacopó, en que poco antes se había dado principio á la Reducción de San Rafael, bien acomodada para defenderse por causa de una espesísima selva, en que tenían puestas todas sus esperanzas, y retiradas allí sus pocas alhajuelas, no se atrevieron á menearse de aquel puesto hasta que se serenó aquella borrasca, con que el Apostólico Padre, que se detuvo allí algunos días á fin de penetrar los designios del enemigo, tuvo ocasión cómoda para bautizar á los niños é instruir en los misterios de nuestra santa fe á los grandes, á quienes el temor de la esclavitud de los Mamalucos hizo abrir los ojos para que saliesen de la del demonio; pero el Padre, advertido, no quiso bautizarlos por entonces, reservando para mejor ocasión satisfacer sus deseos; y animándolos á la perseverancia, dió la vuelta á la Reducción de San Francisco Xavier; y de aquí, con toda presteza, pasó á Santa Cruz de la Sierra, para dar cuenta al Gobernador de los movimientos del enemigo, y juntatamente á animar á la gente de armas á salir en campaña á pelear con él y ponerle en fuga, en que no tuvo mucho que hacer para mover la piedad tan innata de los españoles que en todas partes resplandece igualmente que el valor haciéndoles que tomasen por suyas las ofensas de los indios Chiquitos y defendiesen con su propia sangre aquella nueva iglesia, principalmente que se podía con razón temer que el orgullo de los Mamalucos osase también invadir la ciudad si ellos no le saliesen al encuentro para atajarle ó cortarle los pasos.

Alistáronse, pues, en pocas horas ciento y treinta soldados bien pertrechados de armas y municiones y lo principal de valor, y porque el tiempo no daba mucho lugar, marcharon á largas jornadas hacia el pueblo de San Francisco Xavier, donde recogiendo cerca de trescientos indios muy diestros en jugar el arco y flecha, fueron en busca de los enemigos á las tierras de los Penoquís creyendo que allí los hallarían acuartelados, cuando por medio de los espías supieron que habían entrado en el pueblo de San Francisco Xavier, que ellos habían desamparado y abandonado poco antes, en donde como los Mamalucos no hubiesen hallado nada que robar se disponían para ir á sorprender la ciudad de Santa Cruz.

Con esta nueva fué inexplicable la alegría que mostraron los españoles esperando en su valor poder dar su merecido á aquellos infames, lo cual debía de temer ó pronosticárselo su corazón presagioso al capitán de los enemigos, pues vistas en San Francisco Xavier tantas pisadas de caballos, sospechó que estaban prevenidos los españoles y quería volverse atrás, lo cual hubiera ejecutado á no haberle dicho algunos indios del país que poco antes había pasado por allí el ganado de la Reducción de San Francisco Xavier.

Enderezó, pues, su marcha nuestro ejército hacia donde estaban acampados los enemigos, y al entrar la noche llegaron cerca de donde estaban y determinaron aguardar á la mañana del día siguiente, que era el del glorioso mártir español San Lorenzo, principal abogado y patrón de aquella provincia, para presentarles la batalla.

Con esto los soldados tuvieron algún tiempo para reposar, y como no se creía que la batalla había de ser muy sangrienta de ambas partes por haberse de pelear con gente tan diestra en manejar las armas, quisieron los más ajustar con Dios las partidas de su conciencia, para lo cual les oyeron de confesión seis Padres que á este fin habían venido de allí.

En esto se gastó buena parte de la noche, y habiendo tomado un poco de sueño, al despuntar el alba se tocó á marcha, mandando los oficiales que puestos en orden los soldados, y con el fusil en punto, avanzasen á vista de los enemigos y si no rindiesen las armas, los atacasen.

Pero Dios Nuestro Señor que había tomado á su cuenta el castigo de las maldades de aquellos malvados, quiso que pagasen ahora la pena, y singularmente los capitanes, que aquí quedaron muertos, pagando juntamente de una vez todas las deudas de las iniquidades que habían cometido en la destrucción de los pueblos de Villarica del Espíritu Santo en la gobernación del Paraguay, disponiendo fuese la victoria, no á costa de mucha sangre de ambas partes como se pensaba, sino á costa de los nuestros y á mucha de los enemigos; porque mientras un indio intimaba el orden á los enemigos, adelantándose ciertos soldados para recibir las armas de los capitanes, un criado de éstos les detuvo disparándoles un fusilazo, matando á uno de ellos.

No pudo sufrir esto Andrés Florián, valerosísimo caballero español, y respondió luego con otro tiro semejante, de que derribó en tierra á Antonio Ferraez de Araujo, y sacando su puñal arremetió á Manuel Frías y le mató á puñaladas, quedando al primer paso muertos los dos capitanes enemigos. Quedando con esto los Mamalucos sin caudillos, sin gobierno y sin alientos, se turbaron del todo, y tirando sus armas se arrojaron al río que les recibió, no para librarles como esperaban, sino para sepultarles en sus corrientes, de que ya cansados, por más esfuerzos que hicieron, no pudieron librarse.

Viendo los españoles y nuestros neófitos que Dios manifiestamente estaba de su parte, fueron con grande ánimo en su alcance, y con una tempestad de saetas y mosquetazos que les dispararon, hicieron en ellos sangriento estrago. También nuestros Misioneros quisieron entrar á la parte de hecho tan estupendo, asistiendo con el Crucifijo en las manos, y sin hacer caso de la vida iban delante con sus armas espirituales, no sólo en ayuda de los vencedores, sino también de los vencidos, á quienes procuraban ayudar.

De los enemigos sólo seis escaparon con vida, de los cuales tres, malamente heridos, quedaron prisioneros. Nuestros heridos no fueron muchos, y los muertos ocho solamente, dos indios y seis españoles.

Fué increíble la fiesta y regocijo de los españoles y de nuestros indios por tan señalada victoria obtenida tan á poca costa; y fué sentimiento común que Dios había peleado con ellos contra sus enemigos en defensa de su honra y de aquella nueva cristiandad. Por lo cual los soldados dieron á S. M. solemnemente las gracias al uso militar, con repetidos tiros de fusil y mosquetes, y los indios con torneos y juegos á su usanza, concluyeron la alegría de aquel día.

Pero no fué cumplido el contento, porque mientras se trataba de exterminar lo restante de los enemigos que habían quedado en las tierras de los Penoquís en guardia de la presa que montaban más de mil quinientas almas y de limpiar totalmente el país, nacieron, no sé de qué origen, algunas disensiones entre los cabos, con que se tuvo por mejor consejo levantar el campo y volver á la ciudad de San Lorenzo, de donde saliéronlos á recibir el gobernador, alcaldes y regidores con toda la ciudad; fueron recibidos con festivos repiques de las campanas de todas las iglesias y con muchos tiros de artillería que disparó el castillo, y por muchos días se celebró con gran magnificencia aquella poco menos que milagrosa victoria.

Los tres Mamalucos que escaparon, caminaron con la presteza posible siguiendo su fuga y llevaron tan infausta nueva á sus compañeros, quienes habiendo entendido contra toda su esperanza la última destrucción de los suyos, quedaron yertos de miedo, y como si ya viesen cerca de sí á los vencedores, se retiraron á toda prisa, llevándose los más esclavos que pudieron, y embarcados en el río Paraguay navegaron á boga y remo camino de San Pablo, cuando encontrándose con una compañía de sus mismos paisanos que iban al mismo fin de apresar piezas (como acá llamamos) ó indios, les contaron el suceso referido; pero los que venían de San Pablo, oída la causa de aquella vuelta tan desacostumbrada que daban á su tierra tan perdidos de ánimo, los empezaron á burlar de que por tales encuentros se desanimasen tanto; con que ya de vergüenza, ya con esperanza de rehacerse de la pérdida pasada, mudaron de parecer y se aunaron con ellos, y todos juntos dieron sobre algunas Rancherías de indios, de los cuales fueron rechazados con braveza y valor; por lo cual, mal de su grado, con las manos poco menos que vacías, se vieron precisados á volverse á San Pablo.

Mientras éstos atravesaban la laguna Mamoré, ciertos Guarayos que por gran tiempo habían militado á su sueldo, abiertos los ojos y volviendo sobre sí mismos para ponderar el poco bien y mucho mal que se les hacía, y que al fin no podían esperar de aquel azaroso oficio más que una muerte desgraciada por término de una vida infeliz, resolvieron desertar y buscar lugar donde vivir con seguridad y reposo, y valiéndose de la obscuridad de la noche se retiraron hacia Poniente á una campaña, dos jornadas más adelante de aquel lago, y por hallarse sin mujeres hicieron las amistades con los Curacanes, sus confinantes por el lado del Septentrión. Estos, pues, no mucho después, deseando salir de la gentilidad y hacerse cristianos, se vinieron á vivir y hacer sus casas en nuestra Reducción de San Juan Bautista.

De mucho provecho fué esta victoria, porque después acá no se han arriesgado más los Mamalucos á poner el pie en los contornos de aquellas Reducciones, y solamente en el año 1718 plantaron un fuerte en las riberas del río Paragua, ochenta leguas distante del pueblo de San Rafael, con que se espera que convertidas en breve con el favor de Dios cincuenta ó sesenta mil almas, como nos prometen las esperanzas, se les impedirá también el hacer corso por aquel río, porque los neófitos por singular privilegio de nuestros católicos reyes, pueden usar armas de fuego con que fácilmente podrán quebrantar el orgullo de estos corsarios, como sucedió en las misiones de Guaranís, á quienes no cesaron de molestar hasta que aquellos pueblos dieron una grande rota á cinco mil Mamalucos que habían pasado al último exterminio de aquella cristiandad.

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